23

Maya se imaginó en una escalera mecánica dorada que llegaba hasta las nubes. Su niña sólo estaba unos peldaños por delante. Por alguna razón, Maya no podía acortar la distancia ni ver qué las esperaba, pero estaba segura de que sería mejor que lo que dejaban atrás.

—¿Qué edad tienes, querida? En Pakistán, ya estarías casada y tendrías un bebé en la cadera. Tienes los pechos llenos. Eso es excitante para un hombre, no te conviene darle el pecho y cuidar del bebé. No, deja que te desnude. Es un placer. Lo doblaré todo bien. Dios mío, eres más hermosa a cada momento. Nuestro mutuo amigo Yegor, no estaba exagerando. ¿Te gusta este sitio? Es una oficina de otro amigo, un hombre muy importante, paquistaní. El sofá es muy cómodo, ¿no te parece? Bonitas pinturas y todo completamente moderno. Champán con hielo. Minibar. ¿Quieres un trago? Tú misma. Como es domingo, tenemos toda la noche y todo el edificio. La cabeza afeitada es curiosamente erótica, como si me lo hubieras revelado todo. Como puedes ver, no escondo el hecho de que no estoy en la mejor forma. Cuando vine a estudiar aquí hace treinta años era flaco como un junco. Eso es lo que hace la cocina rusa. Mi esposa, Dios la bendiga, es una cocinera desdichada. La llamo esposa, aunque en realidad no estamos casados. No sé qué tienen los rusos contra las especias. Tampoco hago demasiado ejercicio. Un hombre de mi tamaño ha de hacer ejercicio. Y si no, se pondrá tan gordo como yo. Pero he de pasar todo el día y la noche en el quiosco o mis trabajadores me robarían. Mira esto. No la he tenido tan dura en diez años. ¿Te importa que te bese? Apagaré las luces para que puedas imaginar que lo estás haciendo con el hombre más guapo del mundo. Si me tocas explotaré. De verdad, de verdad. Oh no, oh no, oh no. ¿Lo ves? Eso viene de la privación. Pero tengo más. Iré al lavabo y volveré de inmediato. Dame un minuto. Será aún mejor. Menos urgente.

Silbó Silbando al trabajar mientras avanzaba descalzo por el pasillo. En la ciudad, todos silbaban la misma tonada; flotaba en el ambiente. En el lavabo, se limpió, se pellizcó la grasa en torno a la cintura y esbozó una sonrisa en el espejo para mirarse los dientes. No le importaba la interrupción. De hecho, cuanto más larga mejor. Su pene no estaba erecto, pero tampoco derrotado, pensó.

Las luces de la oficina aún estaban bajas cuando regresó y se movió con cautela entre mesas y sillas para no golpearse en la espinilla, susurrando el nombre de la chica, casi en un arrullo. Cuando las luces se intensificaron de repente, se encontró en compañía de dos hombres vestidos con mono, botas de trabajo y guantes quirúrgicos. Salvo por los guantes, los visitantes parecían un par de mecánicos de coches. Había una bolsa de la compra junto a la mesita de café y por un segundo pensó que podría haberse metido en la oficina equivocada, pero también estaba el cómodo sofá con la huella de la chica todavía en él. Su ropa estaba en el escritorio, junto a una bufanda de Maya, pero ella se había ido.

—Perdón.

—No te vistas.

—Siéntate.

El segundo hombre puso una silla detrás de las rodillas de Alí. Era o sentarse o caer.

Alí mantuvo la calma. Era una extorsión y aquellos dos eran de los pesados. Parecían hechos con el mismo molde burdo, y la diferencia era una mella aquí o allá. Con las voces planas y los ojos hundidos, los dos hombres representaban su papel de manera convincente.

—Me han pillado bien. No hay necesidad de más teatro. ¿Cuánto quieren?

Un hombre le mostró a Alí un póster con la cara de Maya.

—¿Es ésta la chica?

—Sí. Miren, lo que quieran saber se lo diré libremente.

Alí creía que era importante establecer una atmósfera positiva sin exhibir demasiada curiosidad. Le habían robado en el quiosco una docena de veces y había aprendido que el pánico era el enemigo de todos. Esos dos parecían profesionales, lo cual resultaba tranquilizador. En lo que a descripción se refería, los dos tenían pelo de color indeterminado, labios finos, sin sonrisa y la clase de barba que parece una máscara azul. En lugar de preguntar sus nombres, etiquetó al hombre ligeramente más grande Señor Grande y al ligeramente más delgado Señor Pequeño.

Así que fue Señor Pequeño el que preguntó:

—¿Dónde está?

—No tengo ni idea. ¿Importa? Ya ha cumplido con su parte.

Señor Grande cogió la bufanda y se la llevó a la nariz.

Alí asintió.

—Sí, un olor delicioso. Es una pequeña sirena. Estaba aquí hace un minuto, pero se ha ido. Lo juro.

Esperaba que le preguntaran adónde. En cambio, fisgonearon en la oficina y miraron el contenido del minibar. Tocaron el sofá caliente.

—Esperaba verla a ella al volver del lavabo no a ustedes, caballeros.

—¿Y el bebé? —Señor Pequeño se movió detrás de Alí.

Alí tuvo que retorcerse en la silla.

—Nunca mencionó un bebé.

—¿Cómo tenía las tetas?

—Me fijé en que estaban llenas como una madre que da el pecho, pero no mencionó ningún bebé.

—Los brazos atrás.

—Me siento un poco expuesto. ¿Le importa que me vista antes?

—Todavía no.

—Realmente esto no es necesario.

Alí se dejó esposar a la espalda en la silla. Aún estaba preparado para hacer un trato.

—Estaba aquí hace un minuto, pero no tienes ni idea de adónde ha ido.

—Con Yegor, obviamente. ¿Puedo vestirme ahora? Esto no es forma de negociar.

—¿Quién está negociando?

El silencio que siguió fue exasperante.

—¿Esto no es extorsión?

—¿Parecemos extorsionadores?

Alí pensó que no, y lamentó que no lo fueran.

—Si Yegor no estuviera —dijo Señor Grande—, ¿adónde habría ido?

—Ojalá pudiera ayudarles. —Alí estaba tranquilo. Lo habían golpeado rusos antes y le habían roto costillas sólo por caminar por la calle. Descubrirían que podía sufrir el castigo.

—Desde el quiosco lo ves todo, ¿no?

—Nadie puede verlo todo. La gente viene y va todo el tiempo. Esto es Tres Estaciones.

Señor Grande y Señor Pequeño se comunicaron con una mirada que hizo que a Alí se le encogieran los testículos.

—Como he dicho antes, no estoy arruinado. Si me dan una cifra con la que empezar…

La voz de Alí se apagó cuando Señor Pequeño cogió un rollo de film transparente de la bolsa de la compra y abrió la caja. Sacó el plástico transparente a través de la ranura y lo acercó a la cinta de metal dentado. Alí se preguntó dónde estaba la comida.

—¿Te han envuelto antes alguna vez? —preguntó Señor Grande.

—¿Envuelto?

—Lo tomaré por un no. Es sencillo. Voy a preguntarte dónde encontrar a esta chica y a su bebé. Si no respondes o respondes mal, te envolveremos la cabeza.

Alí pensó que era una táctica para asustarle. Nadie hacía esas cosas.

—Te haremos una demostración. ¿Eres claustrofóbico?

—No, señor.

—Veremos.

Se necesitaban dos personas, una que sostuviera la primera parte de film transparente y otra para describir un círculo con la caja y desenrollar más. Alí podía ver a través del plástico y era testigo de la operación completa en el reflejo de la ventana de la oficina. El aire desapareció por completo. Alí asintió para indicar que captaba la idea, pero ellos continuaron envolviendo hasta que el plástico le cubrió desde el cuello hasta la parte superior de la cabeza.

—Es importante no sentir pánico —dijo Señor Pequeño—. Cuanto más deprisa late tu corazón, más deprisa gastas el oxígeno.

El film se amoldó a la cara. Alí quería protestar, argumentar que eso era más que una demostración, pero no podía mover los labios. En el reflejo de la ventana, llevaba un casco plateado y se balanceaba de lado a lado.

—Alí, relájate. Te quedan cinco minutos.

¿Cinco minutos? ¡Habían calculado mal! ¡Debían de pensar que le quedaba un poco de aire! ¡No, no, no, no! Se balanceó lo bastante fuerte para levantarse y la silla cayó al suelo. Se golpeó la barbilla contra el pecho. Sintió que los pulmones y el pecho empezaban a hundirse, un rugido se elevó en sus oídos y su visión se oscureció.

Cuando Alí recuperó la conciencia, seguía esposado a la silla, pero le habían quitado el plástico, que estaba hecho una bola en la papelera.

—De usar y tirar —dijo Señor Pequeño.

—¿Quién necesita el potro o la Inquisición española cuando hay un rollo de film transparente en la cocina? —preguntó Señor Grande. Era una proposición filosófica, no una pregunta.

—¿Quieres un poco de vodka? —Señor Pequeño vertió vodka en la boca de Alí como si estuviera llenando un depósito de gasolina. Alí se lo bebió a grandes sorbos, ansioso por estar aturdido.

—Volvemos al trabajo —dijo Señor Pequeño—. ¿Adónde va la chica?

—Por favor, tengo familia, hijos pequeños y padres ancianos en Pakistán que no tienen otro medio de vida.

—Cabrón repugnante. ¿Qué estabas haciendo con tu putita, escribir cartas a casa?

—Fui débil. Me tentaron y caí.

—¿Adónde irá la chica?

—Juro que no lo sé.

—Última oportunidad.

—Por favor.

Señor Grande arrancó un trozo de envoltorio plástico y en cuanto Alí notó el contacto en su mejilla, saltó con silla y todo.

—Genio. Todo el mundo lo llama Genio, pero su verdadero nombre es Zhenia. No conozco su apellido, pero suele ir acompañado de un investigador del fiscal que se llama Renko.

—¿Dónde?

—El chico siempre anda por Tres Estaciones. Es imposible no verlo; juega al ajedrez en las salas de espera. Se lo señalaré. No hace falta que me envuelvan más.

—¿Envolverte? ¿Cómo si fueras un trozo de queso que sobra? Debes pensar que somos unos putos bárbaros.

—No, la verdad es que no, pero… No sabía qué pensar.

Señor Grande le dio un golpe a Alí en la espalda.

—Deberías haberte visto la cara. Vamos. Bajaremos por el montacargas.

Alí rió. Le costaba tenerse en pie después de que le quitaran las esposas y se vistió con torpeza por el vodka. Y cuando llegó el montacargas tuvo que pasar por encima del cadáver de Yegor. Tenía el extremo de un taco de billar que había sido su cetro y garrote metido en la boca. Alí no podía parar de reír.