Cuatro hombres se reunían en torno a una mesa redonda: investigador Renko, fiscal del distrito Zurin, ayudante del fiscal general Gendler y un sacerdote mayor llamado padre Iósif, que estaba tan silencioso y quieto como un búho disecado. Hacía mucho que había pasado la edad de jubilación obligatoria de los sesenta y, posiblemente, continuaba con contratos de renovación anual. Nadie sabía exactamente cuál era el estatus del padre Iósif. Nadie le había oído hablar nunca.
Zurin nunca había tenido mejor aspecto; en forma y ansioso por iniciar la refriega. En la época de Yeltsin estaba gordo y apoplético; en el régimen de Putin, Zurin comía con cautela, hacía ejercicio y perdía peso. A su lado tenía una pila de expedientes atados con cintas rojas.
Gendler había puesto la placa de Arkady y su pistola, una Makárov de nueve milímetros, en medio de la mesa y había señalado que era un escenario ideal para la ruleta rusa.
—Salvo que hace falta un revólver —dijo Arkady—. Un cilindro que gire. De lo contrario se elimina el factor suerte.
—¿Quién necesita la suerte? —Gendler puso una grabadora en la mesa. Presionó el botón de grabación e identificó el lugar, la fecha, la hora y las personas presentes en una vista por despido.
Arkady tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Espere, es una vista para una suspensión.
—No, es una vista por despido.
—Recibí anoche la carta de suspensión. La tengo. —Le pasó la carta al ayudante, que la dejó a un lado sin leerla.
—Consta en acta, un error tipográfico. No obstante, ésta es la segunda vista. Por la razón que sea, no asistió a la primera.
—Me gustaría cambiar la fecha.
—Imposible. El consejo está reunido. Tenemos quórum y los expedientes de respaldo y el material que ha traído el fiscal Zurin. No podemos pedirle que los lleve y los traiga según a usted le convenga.
—Necesito tiempo para preparar los materiales.
—Es su segunda carta. La primera carta se envió hace un mes. Su tiempo de preparación se acabó ayer.
—No recibí la primera carta.
—Yo recibí la mía —dijo Zurin.
—Entonces tendría que estar suspendido.
—Lo estaba.
Lo cual explicaba la ausencia de casos procedentes del fiscal. Nada podía ocultar la expresión de triunfo en el rostro de Zurin. Había representado su papel a la perfección y lo mismo, en su ignorancia, había hecho Arkady.
—He estado todos los días en la oficina.
—Preparándose para la vista por despido, supongo —dijo Zurin—. No he querido molestarle.
—Renko —dijo Gendler—, ¿no ha traído nada más para sustentar su defensa?
—No.
—Pero ha estado activo. Según el fiscal Zurin, hace dos noches se le vio saliendo de un centro de sobriedad. Ayer alteró los informes de una autopsia en un intento de simular un asesinato.
—La autopsia no era falsa. Estaba ayudando en un caso de asesinato. Podríamos tener a un asesino en serie.
—Hoy asegura que ha encontrado un asesino en serie. El sueño erótico de cualquier detective. Lo siento, pero en una disputa de afirmaciones y contraafirmaciones he de basarme en las pruebas, y no tiene ninguna.
—Sugiero que veamos las pruebas del fiscal y verifiquemos si tienen alguna solidez —dijo Arkady.
—No tenemos tiempo. Estamos sobrecargados. Así que, ¿piensa oponerse a su despido o no? Debo advertirle…
—No.
—¿No se opone a su despido?
—No.
—Se retira —le dijo Gendler a Zurin, medio sorprendido.
—Lo he oído. Así que no necesitará esto. —Zurin cogió la placa y la pistola de Arkady de la mesa.
—La pistola no. —Arkady agarró a Zurin por la muñeca.
—Es propiedad del Estado.
—Por favor, caballeros. —El ayudante del fiscal trató de separarlos.
Arkady le dobló los dedos a Zurin. El fiscal soltó el arma y dijo:
—Lo ven, está loco. Me ha atacado delante de testigos.
—Léalo. —Arkady le pasó la pistola a Gendler.
—¿Que lea qué?
—En el cargador.
La pistola tenía un texto grabado en fina caligrafía.
—«El pueblo ruso entrega al honorable investigador A. K. Renko esta arma de fuego y una licencia vitalicia en señal de gratitud».
—Es mía —dijo Arkady.
—Lo tomaré en consideración. —Gendler se quedó la pistola.
—Renko —dijo el padre Iósif—. Menudo hijo de perra.
Todos se quedaron consternados. Nadie había oído murmurar ni una sola palabra al padre Iósif antes.
—Se queda la pistola —dijo el padre Iósif, zanjando la cuestión.
Cada escritorio de la sala de brigada era un escenario con un drama distinto. Un asesino esposado a su silla. Un turista que sudaba profusamente y no dejaba de palparse los bolsillos por si se materializaba su pasaporte. Una anciana cuyo gato había desaparecido; había traído fotos. Además de retratos de criminales profesionales, en el tablero había fotos de soldados que se habían ausentado sin permiso, varios nuevos cada día. Un pez de colores mordisqueaba a un compañero.
Arkady llegó con una bolsa de refrescos fríos. El tercer día era el día que solían salir las serpientes del alcohol, pero Víktor estaba fresco como una rosa.
—¿Has llegado aquí sin ningún incidente con el coche? ¿No has chocado? ¿Ninguna de las puertas saltó?
—Está impecable.
—¿Cómo ha ido la reunión?
—Era por despido, no por suspensión.
Víktor se incorporó.
—No lo dices en serio.
—Parece que ellos sí iban en serio. No tienen sentido del humor.
—¿Estás despedido?
—Soy un simple ciudadano.
—¿Quieres que mate a Zurin? Lo haré encantado.
—No, pero agradezco la oferta.
—No puedes ganar en este puto mundo. Vamos a emborracharnos juntos esta noche. Emborrachémonos hasta que nos floten los ojos. ¿Qué dices?
Arkady se sentó ante el ordenador de Víktor. En la pantalla, una hermosa modelo con voluminoso cabello rubio y ojos azul nórdico estaba envuelta en una chaqueta de piel de lobo y gorro a juego. En el fondo, las cúpulas de cebolla de la catedral de San Basilio brillaban a la luz del sol.
—Estás haciendo progresos —dijo Arkady.
—Suspendido, despedido, pero no lo dejas.
—Todavía no.
Una etiqueta en la fotografía, decía: «Oxana Petrova está representada por Venus International».
Al tocar una tecla, la escena cambió al estudio de un apartamento. Oxana Petrova yacía boca arriba en medio del suelo con la cabeza descansando sobre un charco de sangre y las manos en las caderas. Posiblemente la primera posición del ballet. Costaba decirlo. Tenía los pantalones de cuero y las bragas bajados hasta los tobillos. La fecha de la foto era de dos años antes. Según las notas, un vagabundo confesó y luego se retractó.
—Parece que le dispararon por la espalda —dijo Arkady.
—Sí, luego apalearon a un pobre desgraciado hasta que habría confesado haber sodomizado al zar. Después, el caso quedó archivado.
Arkady examinó la siguiente pantalla. Inna Ustínova no aparentaba sus treinta y dos años. Profesora de yoga, que se había casado dos veces, una vez con un americano que le había prometido Malibú, California, y la había llevado a Columbus, Ohio. Según su perfil en Facebook, había decidido citarse sólo con rusos. ¿Su ambición? Bailar en el club Nijinsky. Su cadáver había aparecido seis meses antes en una alcantarilla de una exposición canina en el parque Ismaílova. Estaba desnuda de cintura para abajo, sin signos de violencia, una aparente sobredosis. Tenía los pies separados y los brazos extendidos como alas, como en la segunda posición.
—¿Esto es todo? —preguntó Arkady.
—Sí.
—¿No hay tercera posición?
—Sí. Se llama mear contra el viento.
—Venus International. ¿Es una agencia de modelos conocida?
—He llamado a una amiga. Dice que más o menos.
—El nombre no está muy bien —dijo Arkady.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no está del todo bien. Venus sugiere un poco más.
—Quieres decir…
—Exactamente.
—Más…
—Sí.
—Bueno, solían presentar lo que llamaban «pases privados» de lencería y cosas así, pero han estado progresando durante años.
—¿En algún momento Venus también fue una agencia de citas? ¿Hermosas novias rusas para hombres americanos solitarios?
—Cuando Venus arrancó, trató de ser varias cosas. Sé lo que buscas. ¿Alguna vez se cruzaron los caminos de estas mujeres?
—¿Se cruzaron?
—Ustínova estaba en Facebook. Tenia un millón de «amigos», pero Oxana Petrova no era uno de ellos. Estas mujeres vivían en Moscú, pero en dos mundos diferentes.
—¿Iban a un club?
—Sí. Una chica bonita siempre puede entrar en un club. Modelos como Ustínova son habituales en el Nijinsky y en una docena de clubes más. Ahora bien, si Petrova había sido una bailarina del Nijinsky como Vera, podría existir una pequeña conexión, sólo que no lo fue. Así que eso es todo.
—¿Lo intentó?
—¿Qué quieres decir?
—¿Hizo Petrova una audición para ser bailarina del club Nijinsky?
—¿Adónde quieres ir a parar con esto?
—Alguien dice sí o no. Siempre hay un portero.
—¿Eso es todo? —Víktor adoptó la gravedad de un médico que comunica un diagnóstico pesimista—. Estás jodido.
—A lo mejor quieres aclarármelo un poco.
—No puedes continuar simulando que eres investigador.
—Llevo años haciéndolo.
—¿Te han dejado tu pistola?
—Sí.
—Te van a tender una trampa.
—Posiblemente.
—Estás jodido. No tienes autoridad ni protección, sólo enemigos. ¿Qué estás buscando? ¿Sangre en la acera y una salva de aplausos?
Arkady no lo sabía, aunque pensaba que un poco de claridad serviría.
—La puerta está abierta —oyó Arkady, y se aventuró a entrar.
Envuelta en una bata de seda, Madame Isa Spiridona, coreógrafa del club Nijinsky, estaba reclinada en una chaise longue con un brazo libre para alcanzar el opio y el brandi. Su apartamento daba al río Moscova, pero lo mismo podría haber dado al Sena, a juzgar por las excelentes copias de antigüedades francesas en madera de tulipero barnizada y sillas cubiertas de terciopelo. Un toque de flores de seda. Fotos dedicadas de Colette, Coco y Marlene en una mesa. Fotos de una joven Spiridona bailando con Rudy y Baryshnikov colocadas sobre un gran piano. Fotos que cubrían las paredes como si fuera una persona sin ninguna fe en su memoria.
—Por favor, perdone que no me levante. Dicen que las bailarinas viven poco tiempo en pointe y mucho tiempo doloridas. Era un sistema brutal, pero funcionaba, ¿no cree? Teníamos belleza y bailarinas. Supongo que por eso está aquí, para preguntar por Vera.
—Sí.
—Más preguntas sobre el club Nijinsky.
—Una más. —Arkady se sentó, porque una pregunta siempre lleva a otra. Si estás de pie, estás a medio camino de la puerta—. ¿Quién dirige las pruebas para bailarinas del Nijinsky?
—Yo. Soy la coreógrafa.
—¿Y hay muchas bailarinas de talento que quieren trabajar en el Nijinsky?
—Sí.
—¿Y sólo quieren una audición con usted?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué elegir a una bailarina no muy buena como Vera?
—Tenía otras cualidades.
—¿Por ejemplo?
—Era una persona encantadora. Lo reflejaba en la danza. Eso es algo que no se puede enseñar.
—¿Le importa que suba las luces? —Arkady estaba junto al interruptor antes de que la mujer pudiera protestar, luego regresó y puso una foto ante Spiridona.
—¿Recuerda a Inna Ustínova? Era profesora de yoga. Quería ser bailarina del Nijinsky.
—Por supuesto que la recuerdo. Era demasiado mayor. Se quedaba por el club, buscando un hombro en el que llorar.
—¿Encontró alguno?
—No. La gente de aquí son profesionales. Le dije que volviera a sus colchonetas de yoga. Me sentí fatal cuando la mataron. La encontró un perro. Qué horrible, qué espantoso tuvo que ser.
Arkady no estaba escuchando. Cuando las luces estaban bajas no había reparado en un cartel enmarcado, dramáticamente oscuro, de un joven bailarín con el pelo dorado, el mismo chico que Arkady había visto exangüe en la mesa del depósito de cadáveres. En una bandeja había una pila de programas de diferentes ballets.
La mujer siguió la mirada de Arkady.
—Mi hijo, Roman.
—¿También baila?
—Lo hacía hasta que se lesionó. La semana pasada me llamó para decirme que él y su amigo Serguéi se iban de viaje. Ayer, Serguéi me llamó para decirme que Roman había continuado solo.
Era más de lo que Arkady había podido esperar. No había venido como mensajero para decirle a esa mujer que su hijo estaba muerto. Muerto e incinerado bajo otro nombre, de hecho.
—¿Adónde?
—No lo sé. No me meto en las cosas de Roman. Sufre depresión, pero los médicos dicen que he de dejarle tocar fondo. ¿Qué significa tocar fondo?
Roman Spiridon desde luego lo había hecho. Había tocado fondo y había continuado hasta el centro de la tierra. Y ni siquiera bajo su identidad, sino con el nombre de otra persona.
Arkady recordó la voz de Madame Borodina, tan seca como amable: «Quémelo».
Aunque la Iglesia condenaba la cremación, el Estado proporcionaba esa opción: meterlo en un horno con llamas lo bastante calientes para fundir oro, pulverizar sus cenizas y huesos y entregarlos en una urna con tapa a manos de Borodina. ¿Y luego adónde? Había parques para elegir —Siloviki, Gorki o Ismaílova— donde podían arrojarse las cenizas. O meterlas en un cubo de basura o verterlas como harina al río.
—¿Serguéi qué?
—Borodín.
—¿Serguéi Borodín la llamó en nombre de su hijo? Para tranquilizarla, pero no le dijo adónde iban.
—Serguéi dijo que tenía que volver a recoger su libro.
—¿Qué libro es ése?
—El del escritorio. Estoy esperando que venga a recogerlo.
En un escritorio Luis XIV había un volumen en rústica muy gastado titulado El Diario de Vaslav Nijinsky, que sonaba bastante inocente para Arkady. Pasó las páginas para ver si caía algo.
—¿Le importa prestármelo?
—Serguéi vendrá a buscarlo.
—Que me lo pida a mí.
Madame Spiridona no tenía fuerza de voluntad para oponerse. Su atención gravitaba hacia el opio, una bandeja lacada con dragones de plata y madreperla. Una «pastilla» resinosa estaba en un bol de una fina pipa de marfil.
—En ocasiones los dones divinos se conceden a la persona equivocada.
—Si Borodín es tan buen bailarín, ¿por qué quiere colgarse de un alambre en el Nijinsky en lugar de ir al Bolshói?
—¿Cómo se lo explico? —preguntó Spiridona—. La danza es una cuestión íntima. A las mujeres no les gusta cómo las lleva Serguéi.
—¿Demasiado blando? ¿Demasiado duro?
—Como pollos en una carnicería.