La familia original de Itsy la formaban una madre adicta y un padre violento. Su casa había sido como un barco que naufraga: ropa sucia y botellas vacías apiladas a un lado, facturas en el suelo y la electricidad cortada la mitad del tiempo.
El viejo criaba perros guardianes para agencias de seguridad. Alsacianos. Rottweilers. Daba dinero, pero éste se perdía por la garganta de su padre. Cualquier dinero que llegaba a casa era un descuido. Su padre olía como los perros. El mejor amigo del hombre. Fiel.
Cuando Itsy tenía doce años, sus hermanos mayores ya se habían marchado. Se perdieron el negocio familiar: una empresa próspera que habría ido a parar a sus manos si, Dios no lo permitiera, algo le ocurriera a su padre. También era una buena propiedad inmobiliaria si Moscú se expandía en esa dirección. Eso le contaba su padre a todo el mundo.
A veces Itsy se perdía la escuela cuando no tenía zapatos. A su padre y su madre no les importaba que no conociera mucho más que el alfabeto y los números, y cuando la escuela enviaba a gente a ver si estaba bien, se escondía para que no la vieran vestida con harapos.
Su trabajo desde los seis años consistía en limpiar las perreras. Su padre alimentaba a los animales. Su credo era que quien los alimenta es como su madre. Y entonces salía con una armadura de plástico y les enseñaba a atacar.
Sin compañeros y poco más que hacer, Itsy pasaba horas con los perros, jugando o simplemente tumbada con ellos en un montón. Cada perro tenía su propia personalidad. Se suponía que los perros tenían que estar en sus perreras, pero Itsy dejaba que se mezclaran. Los ojos de los animales seguían todo lo que ella hacía.
Una tarde de invierno, su padre llegó temprano, borracho y magullado después de perder una pelea callejera, y se encontró a los perros dando vueltas con libertad en torno a Itsy. Los perros reconocieron el enfado del padre y se acercaron a la niña.
—¿Me ladráis a mí? —Se sacó el cinturón y rugió—: ¡Fuera de aquí!
Podría haber asustado a la manada y recuperado el control si Itsy no hubiera estado presente, si el primer golpe de su cinturón no hubiera arrancado una cinta de sangre en la mejilla de la chica.
En un momento, el padre de Itsy estaba de pie y al siguiente era sólo un par de piernas que daban patadas al fondo de un caos que Itsy no podría haber detenido ni aunque hubiera querido hacerlo.
Después, cuando los perros se cansaron de arrastrar el cuerpo de su padre adelante y atrás, ella puso a cada uno en su jaula, limpió y secó el dinero ensangrentado que encontró en el bolsillo de su padre y puso encima el máximo de ropa posible. El cuerpo era demasiado pesado para moverlo y el suelo demasiado duro para cavar una tumba, por poco profunda que fuera.
Su madre ni siquiera se había despertado. Itsy habría dejado una nota si hubiera sabido escribir. Habría escrito: «Por favor, da de comer a los perros».
Petra había detenido su carro en el pasillo 3, Café y Té, aparentemente sin decidirse entre paquetes de Sumatra o de Colombia, en grano o molido. Tenía nueve años y el pelo lacio y la cara redonda de una princesa rumana. Volvió a dejar el colombiano en el estante y cogió uno francés tostado.
Liev, caminando con un cigarrillo en la oreja por el pasillo 5, Pasteles y Galletas, no podía evitar dar la impresión de ser un peligro inminente. Llevaba una bolsa de malla que todo el mundo usaba por si veía algo que pudiera venderse. Liev tenía piernas largas y le encantaba correr. Tenía once años.
Lisa estaba en Congelados. Tenía labios curvados, ojos azules, un halo de pelo dorado y expresión impasible. Su mejor amiga, Milka, estaba en Frutería, comparando melones, oliéndolos, dándoles golpecitos, apretándolos. Milka era tan fea como Lisa era hermosa, pero llevaba aparatos en los dientes, un signo de relativa riqueza. Las niñas tenían diez años.
El supermercado formaba parte de una cadena francesa que hacía un énfasis especial en platos con ajo, paté, quesos y pato a la naranja listos para el microondas. Conejos despellejados colgaban en la sección de carne, diseñada para parecer una verdadera boucherie. Un café servía crêpes y croque-monsieur.
Detrás de un espejo unidireccional situado sobre las costillas de cordero, el gerente de planta pasaba un libro de fotos hasta que encontró la cara de Lisa. Los vigilantes de seguridad uniformados estaban apostados en la entrada, en las salidas de emergencia, en la sección de vinos y en la barra de caviar. Cuando el jefe contó cuatro niños de la calle, salió a la planta. Aunque por el momento ninguno de los niños había hecho nada ilegal, quería que supieran que los estaba vigilando, así que estaba mirando hacia el otro lado cuando se abrió la puerta automática y un perro policía alsaciano con la correa suelta corrió por el pasillo 1, Pan y Productos Horneados, seguido por una chica.
El perro tenía un ladrido profundo y la potencia de una bala de cañón. En Frutería derribó el contenido de una mesa y dejó el suelo lleno de limones. A continuación, cayeron varias latas de salsa de tomate. Un vigilante de seguridad intentó bloquear el pasillo 7, Comida para Animales, y respiró hondo cuando el perro se metió de un salto en la nevera de carne y salió con un solomillo colgando de las fauces. Dos guardias que trataron de arrinconar al perro entre Helados y Congelados quedaron bloqueados en una maraña de carros volcados.
Para el perro era un juego. Se agachó como un velocista, ladró y dejó que los vigilantes se acercaran un poco antes de hacer un amago en una dirección y salir disparado hacia la otra. Cuando el gerente de planta se acercó con un aerosol de pimienta, el perro retrocedió al instante. Entretanto, los clientes habituales abandonaron los carros e iniciaron un éxodo hacia la calle. Todos los niños se desvanecieron y, de repente, también el perro.
Lo que dejó perplejo al gerente de planta fue que, después de hacer un recuento físico y un inventario, comprobó que no se habían llevado nada de la planta salvo el solomillo. Era difícil presentar cargos contra un perro. Sin embargo, al día siguiente, el gerente de almacén se fijó en que faltaba algo más.
Mientras el personal observaba las payasadas que ocurrían en el otro lado del espejo unidireccional, alguien había entrado por la puerta de atrás del almacén y había salido con seis cajas de leche en polvo para bebé, cuatro paquetes grandes de pañales y dos cartones de leche para lactantes en biberones listos para tomar.
—Le gusta el biberón —dijo Itsy.
—Yo preferiría el pecho. Ñam, ñam.
—Calla.
—Qué mente sucia.
—Los chicos son asquerosos.
—Fue genial cuando Tito tiró los limones —dijo Liev.
—Tito es un buen perro.
—Tito es el mejor.
El perro levantó su enorme cabeza al oír su nombre y miró embelesado a Itsy.
Emma, la más joven, parecía una muñeca de trapo. Era la más fascinada.
—¿Ha llorado mucho?
—No mucho.
—Deberíamos enviar otra vez a Tito a por más bistecs.
—No nos han visto —dijo Piotr.
—Podríamos haber vuelto al almacén y coger el doble —sentenció Klim—. Podríamos haberlos limpiado.
Piotr y él eran tan pálidos que parecían delincuentes juveniles. Klim tenía nueve años y Piotr diez.
—He cambiado a la niña tres veces. Tiene diarrea —dijo Itsy.
—Parece cansada. ¿Ha dormido?
—Se revuelve.
—¿Éste es su nombre, Itsy? —Emma levantó una esquina bordada de la manta.
—Léelo tú misma.
Se produjo un silencio educado, porque todos sabían que Itsy no sabía leer.
—Katia —dijo Emma en voz baja.
—¿Podemos encender la radio?
—Déjala baja.
—¿Cuánto tiempo podemos quedarnos ahí?
—Ya veremos.
La situación parecía ideal: una caravana de obreros que había desaparecido de repente en un almacén de reparaciones sin usar de la estación Kazanski. La caravana tenía literas, por manchadas y sucias que estuvieran, y una cocina. La caravana no iría a ninguna parte. La habían encontrado con los neumáticos deshinchados; ahora estaban hechos trizas.
El almacén en sí era un hangar de acero abierto a un lado de la estación. Las vías conducían a fosos lo bastante profundos para que un hombre estuviera de pie para reparar la parte inferior del vagón. O habían sido lo bastante profundos en su momento. La hierba alta hasta la cintura sugería un largo periodo de inactividad.
—Da miedo.
—Tito nos avisará si viene alguien.
—¿Y si viene Yegor? —preguntó Lisa.
Milka abrió una navaja.
—Si se te vuelve a acercar otra vez, le cortaré las pelotas.
Itsy no se hacía ilusiones. Prefería mantenerse un paso por delante de Yegor. Yegor era un adulto en comparación con los de su grupo.
—¿Para qué iban a meter una caravana en una estación?
—No lo sé, pero lo han hecho y vamos a usarla. Sabemos cuidarnos. Y tenemos a Tito. Y ahora tenemos un bebé, y eso nos convierte en una familia.