Arkady se dio el lujo de dormir dos horas, y se habría quedado más tiempo en la cama de no ser por un sonido ahogado en la puerta.
El apartamento originalmente tenía chimeneas. Estaban tapiadas e inutilizadas, pero Arkady aún conservaba los enseres. Cogió un atizador. Sólo llevaba la parte de abajo del pijama. Abrió la puerta y se encontró con uno de los advenedizos jóvenes del equipo del fiscal arrodillado y tratando de pasar una carta por debajo de la puerta. El advenedizo vio el atizador, se levantó de un salto y bajó corriendo por la escalera.
La carta estaba escrita a mano, lo cual mostraba la preocupación de Zurin. También era típico que el fiscal hubiera encargado la entrega a otra persona, a uno de los tipos que consideraban a Arkady tan viejo y tan impredecible como un arcabuz cargado.
«Suspendido por causa […] criterio equivocado […] poner en cuestión y socavar los objetivos […] inventar casos […] desobedecer la cadena de mando […] dada cualquier posibilidad […] forzado a tomar medidas […] lamentándolo mucho […] su arma de fuego e identificación».
La rúbrica de Zurin era el doble de firme y el doble de grande de lo habitual.
Arkady encendió la televisión. Sasha Vaksberg protagonizaba las noticias. ¿Cómo no? ¿Un millonario famoso que mata a un presunto asesino? ¿Y no sólo un asesino, sino uno disfrazado de Mudito? Un portavoz de la policía señaló solemnemente las mellas de bala en el maletero y el parachoques de la limusina. Por desgracia para los televidentes, la lluvia había limpiado la sangre.
Apagó la televisión. Ésa era la clase de caso que hacía dudar a Petrovka. Tres cadáveres subían el índice de crímenes. Por otro lado, también elevaban el índice de casos solucionados, que había estado cayendo en picado. Un interrogante molesto era por qué el chófer de Vaksberg no había hecho caso de las barreras de construcción y había aparcado en una rampa inacabada de la autopista. El hombre estaba muerto y no importaba. Mejor no complicarse.
La carta de Zurin, no obstante, también había acusado a Arkady de «inventar casos». Traducido, eso significaba que el fiscal estaba cerrando la investigación del cadáver hallado en Tres Estaciones. Había que olvidarse de la pose obscena y el éter en los pulmones. El cadáver había sido reducido a cenizas y todo lo que quedaba de Vera Antónova era un certificado de defunción que se había movido de un archivo con la etiqueta «Abierto» a otro con la etiqueta «Cerrado».
Punto final. Arkady llamó a Víktor para cancelar la cita en Tres Estaciones, pero el teléfono móvil del detective estaba apagado. Trató de llamar a Zhenia. El chico no respondió, y Arkady descubrió que el número que tenía de Eva ya no estaba en servicio, lo cual significaba que el último enlace de comunicación que tenía con ella había desaparecido. O, más probablemente, que su conexión se había perdido hacía mucho y que había estado hablando a ecos.
Con las cortinas cerradas, el apartamento era una celda de privación sensorial. En otros tiempos, un día tan lluvioso habría invitado a la autocompasión y a ideas suicidas. Pero ya no tenía el ánimo para eso. Le faltaba la desolación absoluta y la resolución que la autodestrucción exigía. El chico del depósito de cadáveres que se desangró hasta quedar tan blanco como el alabastro había mostrado el sentido adecuado de compromiso. Merecía más que el despreciativo «Quémelo» de su madre, Arkady sospechaba que, en su caso, si se volaba los sesos, complacería demasiado a Zurin.
Hubo una llamada a la puerta. Arkady supuso que el investigador que había entregado la carta había reunido el valor suficiente para volver a por la identificación oficial de Arkady. No obstante, cuando abrió la puerta, le golpeó en el pecho una bolsa de deporte vacía roja y blanca. Ania Rudikova entró con paso decidido. Llevaba el mismo vestido negro que la noche anterior, sólo que ahora éste se aferraba a su cuerpo como el crepe húmedo.
—Cabrón.
—¿De qué estás hablando? —Arkady se puso una camiseta.
—¿Qué crees que hay en la bolsa?
—Cuando miré, dinero.
—¿Cuánto?
—No es asunto mío.
—Había más de cien mil dólares en efectivo. Ahora no hay nada. La policía se lo ha quedado todo porque no nos quisiste ayudar. Dijeron que tenían que determinar la propiedad del dinero. No aceptarán nuestros recibos. Lo único que tenías que hacer era llevarte la bolsa. No lo hiciste. Me debes cien mil dólares.
—Pídeselo a Sasha. El multimillonario.
—Él no dejó el dinero. Lo dejaste tú.
Arkady cayó en la cuenta de que Ania llevaba ropa mojada y que probablemente no había dormido en absoluto. Si estaba exhausto, ella también.
—Hablaremos mañana —dijo.
Había un problema. La policía se había llevado la llave de su apartamento para buscar otras bolsas de deporte llenas de dinero; si tenía una bolsa, ¿por qué no más? Y habían confiscado la llave por si acaso querían regresar y registrar el piso otra vez.
—No puedo entrar —reconoció Ania.
Era una oportunidad para que Arkady fuera petulante, pero la dejó pasar.
Eran adultos. Ania habría tardado al menos una hora en llegar al apartamento de una amiga. Aunque el piso de Arkady fuera el último sitio de la tierra en el que quería estar, la lógica y un rapto de violentos temblores lo convertían en la única opción.
—Por favor —dijo él.
Después de un breve simulacro de resistencia, Ania se apresuró a entrar en el cuarto de baño y cerró la puerta. Arkady se quedó sentado, anonadado por la situación. Un hombre y una mujer se encontraban en un apartamento contra su voluntad. ¿Por qué debería haber un contexto sexual? No existiría si estuviera tratando con un colega varón. Era una fantasía meramente formal. Sin embargo, cuando ella se duchó, Arkady no sólo la oyó sino que sintió las agujas de agua caliente bajando por el cuello, la espalda y el estómago de Ania. Tenía un vaso de vodka y un cigarrillo.
A través de la puerta, le ofreció ropa que Eva había dejado en una maleta, debajo de la cama. En cambio, Ania salió con una camisa de Arkady arremangada.
—Bastante malo es estar aquí; no pienso ponerme ropa de otra mujer.
La camisa le llegaba a las rodillas. A él no se le ocurrió ningún cumplido adecuado para la situación.
—Bueno —dijo ella—, sólo necesito cerrar los ojos.
—Usa la cama. Yo dormiré en el sofá de la sala. —No era un gran sofá ni una gran sala de estar. Había quitado todos los carteles y fotos que él y Eva habían elegido juntos. El sofá era un poco más grande que un trineo.
—No voy a sacarte de tu propia cama.
—Se llama hospitalidad —dijo Arkady.
—No soy tu invitada. Usaré el sofá. —Se sentó en él con un aire de hecho consumado—. Está más cerca de la puerta de la calle y ni siquiera me oirás cuando me marche.
Arkady se rindió. Era una mujer imposible. Antes de que ella llamara a la puerta, había considerado la posibilidad de dormir. Ahora tenía los ojos como platos.
—Mudito nunca tuvo la menor oportunidad —dijo ella desde el sofá.
Hablar con Ania era como lanzarse en caída libre, pensó Arkady. Antes de darte cuenta ya estabas en velocidad terminal.
—Por eso pudiste acercarte a él —dijo ella—. Tenías ventaja.
—¿Qué ventaja?
—No te importaba morir. Para ti era una situación de ganar o ganar.
—La única ventaja es que cuando se disparan muchas balas, el gatillo se endurece y la adrenalina sube.
—A ti no. Le disparaste entre ceja y ceja.
—Y te salvé la vida.
—Mataste a Mudito y te hiciste con el control de la situación. Sabías que la policía confiscaría la bolsa.
—En ese momento, la bolsa era una cuestión menor.
—Para mí no. ¿Había algo sucio en la bolsa? ¿Pensaste que era dinero de drogas, no?
—No tenía ni idea, ni en un sentido ni en otro.
—Pero con la gente de la moda hay mucha droga.
—Con la policía también.
—Eres muy ecuánime.
—Lo intento. —Arkady no sabía cómo ella le había dado la vuelta a la conversación, pero lo había hecho.
—¿Así que podía ser dinero de la droga?
—¿Quién sabe?
—Y yo podría ser una puta.
—Yo nunca he dicho eso.
—Una puta que escribe sobre otras putas que llevan lo último en moda. Que le den, dices. Que la atraquen. Que se quede toda la noche respondiendo las mismas preguntas una y otra vez mientras la bolsa se hace cada vez más ligera. Me he enterado de que estás muy bien con el fiscal Zurin.
—Somos como hermanos.
—¿Compartes tu parte con él?
Arkady bajó de la cama de un salto. Ania trató de verlo mientras él desaparecía en la sala de estar y reaparecía en la cocina. Lo observó acercarse con algo blanco y pestañeó cuando se lo lanzó.
—¿Qué es?
—Una carta de mi amigo el fiscal Zurin. Hay una linterna en la mesita. Puedes registrar el apartamento. Si encuentras cien mil dólares, son tuyos.
No esperó a ver si ella leía la carta.
Arkady se despertó fugazmente. En la oscuridad, cobró conciencia de que había otra persona no sólo cerca sino irradiando calor. El aroma de Ania lo envolvía todo, y estaba tan excitado que le dolía. Por el modo en que se movía en el sofá, sabía que Ania también estaba despierta y la anticipación y la frustración flotaban en el aire en cantidades iguales hasta que las descartó como productos de su imaginación.
Cuando Arkady se despertó otra vez, a mediodía, y abrió las cortinas, Ania se había ido. En la acera, la gente llevaba los paraguas abiertos. A su lado de la calle el socavón se estaba extendiendo. Una brigada de trabajadores, todo mujeres, echaban paladas de asfalto caliente a sus fauces. Observó que se hundía una bota de goma.
Las pancartas de la Nijinsky Fair colgaban como mortajas. Arkady se preguntó qué quedaba del lujo o de la sensación. ¿Un elefante con incrustaciones de diamantes? ¿Sacrificio humano? ¿O el mismo Sasha Vaksberg sería una atracción añadida como defensor de la clase pudiente? Arkady reconoció para sus adentros que había dado por sentado que Vaksberg protegería a Ania y que su suposición se estaba revelando equivocada. Petulante, de hecho.
Cuando Arkady telefoneó a Willi, éste le dijo que no podía hablar.
—Tenemos dos chicos que chocaron en la MKAD, un cocainómano, un indigente con neumonía, una caída desde muy alto, un cuello rebanado y ahora estas tres víctimas de bala, y me han vuelto a poner en servicio.
—¿Uno de los tres es un enano? —preguntó Arkady.
Willi se tomó su tiempo antes de responder. Arkady escuchó de fondo el sonido de una sierra.
—Eres adivino.
—Háblame de él.
—No es menos trabajo. La gente piensa, va, un enano será rápido. Nada más lejos de la realidad. Hay tipos diferentes de enanos y factores inusuales.
—Pensaba que le habían disparado.
—Sí.
—¿No es ése el factor principal?
—No te hagas el listillo. Ni siquiera debería hablar contigo.
—¿Quién te ha dicho eso?
—El director. Y el fiscal Zurin. Zurin dice que iba a despedirte. ¿Lo ha hecho?
—Todavía no —dijo Arkady.
Tenía que andarse con pies de plomo. No ostentaba ninguna autoridad. Era como lanzar una caña con un pequeño cebo en una onda del agua donde podría haber peces.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Willi.
—Quiero decir que pedirle a alguien que altere el informe de una autopsia es una cosa seria. Tienes el poder…
Willi colgó.
Bueno, lo había hecho mal, pensó Arkady. Había usado la psicología cuando debería haber recurrido al chantaje.
Su móvil vibró. Era Willi otra vez.
—Lo siento, tenía que fumarme un cigarrillo.
—Tómate tu tiempo.
—Esto es lo que ocurrió. Zurin y el director me hicieron cortar el pulmón de la chica otra vez. Para entonces, el olor del éter se había disipado. Dijeron que si no podía replicar mis hallazgos, tenía que revisar el informe de la autopsia.
—¿No podías detectarlo por otros medios?
—No después de que la cremaran.
—¿Ya?
—Era el deseo de la familia.
—¿Dónde está el enano? —preguntó Arkady.
—Bajo una sábana. Estamos esperando una mesa.
—¿Lo han identificado?
—No. No sabemos nada de él.
—Levanta la sábana.
—Ah. Vale —dijo Willi—. Algo sabemos. Está azul de tatuajes de la cabeza a los pies. Ha estado en la cárcel.
Los tatuajes de prisión se hacían con un gancho afilado y «tinta» hecha de orina y hollín. Una vez bajo la piel, el pigmento era azul y ligeramente desdibujado, pero detrás de los barrotes, los tatuajes eran más que arte; eran autobiografía. Para cualquiera que leyera los símbolos, un hombre tatuado era un libro abierto.
—Cuéntame lo que ves —dijo Arkady.
—De todas clases. La Virgen y el Niño, lágrimas, gatos, tela de araña, Cruz de Hierro, una daga ensangrentada, alambre de espino. Lo habitual.
—En cuanto cuelgue, quiero que hagas fotos de los tatuajes de Mudito con el móvil y que me los mandes. Tengo un experto.