Las cosas nunca son lo que parecen. Maya tenía cara de ángel, pero cuando Zhenia abrió los ojos, se había marchado con su dinero.
Escudriñó el casino, la banca y las salas de seguridad, los cuartos de baño y la sala de mesas de naipes. Susurrando su nombre, buscó entre las máquinas tragaperras, los guardias de un solo brazo del Kremlin, como si éstos la estuvieran llevando a una torre para una jovial bacanal. No había signos de resistencia, ni una pila de fichas esparcidas, ni una sola perla de plástico caída de la corona de joyas. Trató de dormir, pero su rabia era una cerilla ante un espejo y vio lo estúpido que había sido.
¡Zorra!
Lo había convertido de un estafador en un pelele. No es que hubiera nada sexual o romántico entre él y Maya. Zhenia no se habría atrevido. Pero pensaba que mantenían una buena relación. Él aportaba el conocimiento de Moscú y el intelecto, mientras que Maya contribuía con atractivo físico, experiencia sexual y, por ser madre, una parte adulta. Suponiendo que su verdadero nombre fuera Maya o que de verdad existiera un bebé o que hubiera algo de cierto en todo lo que ella había dicho. ¿Dónde se había metido? Pensó en Maya y Yegor en una cama de sábanas retorcidas. Cuando imaginó los gruñidos de Yegor y el quejido sumiso de Maya, Zhenia se tapó los oídos. O quizá Yegor quería enseñar a Maya quién era el jefe y se la estaba tirando sobre el capó de un coche. A Zhenia nunca le había gustado lo masoquista que era su imaginación. Era como incendiar una casa y elegir sentarse entre las llamas.
Aunque había un problema más práctico. Si Maya cambiaba de lado, seguro que le hablaría a Yegor del Pedro el Grande. Sólo la reserva de licor del casino valía miles. Yegor se llevaría lo que pudiera y destrozaría el resto, lo cual era una pena porque había cierta perfección en el casino: el fieltro gastado de las mesas, las fichas apiladas por colores, el dado nuevo, las barajas de cartas sin abrir.
Pasó el día esperando la noche, observando las nubes que se hacían más gruesas y oscuras, y recordó que una vez, cuando tenía cuatro años, lo llevaron a él y a otros chicos del orfanato a un zoo. El único animal en el que estaba interesado Zhenia era la oveja, porque los libros infantiles siempre ensalzaban la suavidad y blancura de su lana. En cambio, resultó que la lana era gris y grasienta y con mierda incrustada. Durante un buen rato, pensó que así eran las nubes.
Durante el día, Yegor podía estar en cualquier sitio, pero al anochecer siempre se lo podía encontrar alrededor de la plaza Lubianka. Todo un lado de la plaza estaba ocupado por la propia Lubianka, un magnífico edificio de ocho pisos de ladrillos amarillos con una iluminación sutil como velas votivas. Hubo un tiempo en que las furgonetas llegaban a la Lubianka cada noche con una redada de desconcertados profesores, médicos, poetas e incluso miembros del partido acusados de ser agentes extranjeros y saboteadores.
La gente no se entretenía delante de la Lubianka, igual que nadie pasaba bajo una escalera ni dejaba que un gato negro se cruzara en su camino. No es que fuera a pasar nada, pero ¿por qué despertar a la bestia?
Justo enfrente de la plaza había una juguetería, la más grande de Rusia, con un carrusel en el interior que giraba bajo lámparas dignas de un palacio. En ese momento, la tienda estaba oscura y vacía, lista para la renovación y la eficiencia. La fantasía fue el primer elemento que desapareció.
No obstante, aún llegaban niños. Acechaban en los umbrales, gorroneaban cigarrillos, trotaban junto a coches que avanzaban despacio. A los once años, algunos de los chicos ya tenían la mirada severa y los andares de los tipos duros.
Zhenia clavaba la vista al frente para no sostener las miradas depredadoras de los conductores que pasaban despacio. La plaza de la Lubianka no era el mejor lugar para los pedófilos —ese honor correspondía a Tres Estaciones y las calles de alrededor del Bolshói—, pero era un buen inicio para un macarra tan joven como Yegor.
Zhenia estaba decidido a no dejarse pisotear por Maya. Yegor lo interpretaría como debilidad y como una invitación a doblar el precio de la protección. Zhenia no iba a esperar. Sabía por el ajedrez que el jugador que movía primero tenía ventaja.
Sin embargo, se escondió cuando una furgoneta Volvo se detuvo y el hombre del lado del pasajero lo llamó a la acera.
—Yo no… —dijo Zhenia.
—¿No qué? —La voz era plana.
—Para… ya sabe.
—¿Qué sé? —La cara del hombre era una sombra gris. Lo mismo ocurría con el conductor, como si estuvieran hechos de la misma arcilla. Su furgoneta tenía golpes y manchas de óxido que sugerían que el vehículo había sido abandonado y resucitado.
—No lo sé —dijo Zhenia.
—Estamos buscando a una chica —dijo el hombre—. Se escapó de casa y su madre y su padre están muy preocupados por ella. Hay una recompensa por ayudarnos.
Le mostró a Zhenia una fotocopia de Maya sentada con el bebé en la parada del autobús. El bebé existía y Maya sonreía como si pudiera tenerlo en brazos para siempre. Zhenia simuló que quería ver la foto con mejor luz.
—¿Es su bebé?
—Sí. Ésa es otra razón para encontrarla. Sus padres están muy preocupados por el bebé.
—¿Quién es usted?
—No importa, pero somos sus tíos. Es una cuestión familiar.
—¿Cómo se llama?
—Maya. Maya Ivánovna Pospélova. La persona que la entregue tiene una recompensa de cien dólares. La última vez que alguien la vio se había teñido el pelo de rojo. Quédate la foto. Hay dos números de móvil al otro lado.
—Es guapa.
—Es una puta —dijo el chófer.
La furgoneta avanzó hasta el semáforo que se alzaba al final de la manzana, donde un descapotable con la capota bajada había atraído a un corro de niños. La Volvo se detuvo e hizo un destello con las largas. El descapotable era un BMW, un coche alemán que no pensaba dejar sitio a un cacharro, y su conductor hizo un gesto grosero sin molestarse en mirar atrás. Cuando la furgoneta Volvo aceleró y golpeó el parachoques trasero del BMW, su conductor clamó al cielo que lloviera mierda sobre los idiotas que conducían coches de mierda. El pasajero salió de la furgoneta, abrió el maletero y sacó una pala de mango largo. Se acercó a la parte delantera del descapotable y golpeó la capota con el borde de la pala. El conductor del BMW se agachó tan deprisa que se partió la nariz en el volante y la sangre le cubrió la boca y la barbilla. Pero eso sólo fue el principio. El segundo golpe fue tan fuerte que combó la capota y un tercero arrancó los limpiaparabrisas. Tres golpes bastaron. El descapotable se subió a la acera en un intento por escapar y la furgoneta ocupó su lugar. Los chicos se habían retirado, pero en un minuto se reunieron para recoger fotos de Maya.
Zhenia no tenía ni idea de dónde estaban Maya y Yegor. Lo único que tenía que hacer era subir corriendo por una manzana y bajar por la siguiente —evitando ser atropellado por el tráfico que salía de la rotonda a toda velocidad— y correr entre coches que avanzaban lentamente por las calles laterales. No estaba acostumbrado a correr y culpó a Arkady por ser un mal modelo. En la segunda vuelta, las manzanas se le hicieron más largas y el aire más escaso. Se estaba deteniendo, tambaleándose, cuando reparó en que la furgoneta Volvo, con las luces apagadas, estaba justo detrás de él. No importaba; no podía dar un paso más.
El hombre situado en el lado del pasajero salió y abrió una puerta trasera para Zhenia. Dio al chico la oportunidad de recuperar el aliento.
—¿Dónde está?
Zhenia no había sentido pánico en un millar de partidas de ajedrez, lo cual sólo subrayaba la diferencia entre fantasía y realidad. Siempre se le ocurrían multitud de escapatorias en un tablero de ajedrez, pero el hombre tenía a Zhenia agarrado por el brazo y le estaba partiendo el bíceps en dos.
—No sé nada.
—Entonces no tienes nada de qué preocuparte.
Estaba empujando a Zhenia al asiento de atrás cuando un chico mayor se acercó al Volvo y le dijo que se equivocaban de persona; la mujer que ellos buscaban estaba con un macarra llamado Yegor que estaba a sólo unas manzanas de distancia.
Para los hombres Zhenia dejó de existir y se encontró sentado en la acera lamentando su recién descubierta cobardía.