17

A sus tres semanas, Katia todavía era parte de su madre. Todos los gustos y olores, calor y tacto eran de su madre. Cuando se sobresaltaba, la voz de su madre la aliviaba, y aunque no pudiera enfocar más allá del rostro de su madre, con eso le bastaba. Como la tierra y la luna, parecían en órbitas perpetuas una en torno a la otra, y cuando se despertó y oyó una voz diferente, su universo se empezó a derrumbar.

La babushka Tía Lena entró en el lavabo de mujeres de la estación Kazanski y salió como Magdalena, una mujer todavía imponente pero vestida con mucho colorido, con pendientes de aro y el cabello teñido con henna. Canasta en mano, atravesó la sala de espera y se unió a su compañero, Vadim, que había hecho su propia transformación de soldado borracho en civil sobrio. Juntos salieron de la estación y cruzaron una plaza con una estatua de Lenin hasta un edificio de apartamentos de ocho pisos con vistas a Tres Estaciones.

Normalmente se ponía en su papel de Tía Lena para engañar a las chicas. En segunda clase siempre había un par. Las camelaba con historias del dinero que se podía ganar en Moscú y les enseñaba fotos de ella misma con una «hija» delante de un coche caro. ¿Por qué soportar el aburrimiento de un pueblo dando sexo a cambio de nada a jóvenes llenos de granos cuando las esperaba una vida glamurosa en clubes exclusivos como escorts de los hombres más ricos y dinámicos del mundo? Entonces Vadim entraba como una amenaza o como un amigo necesitado; podía actuar de las dos formas.

El bebé fue un golpe de suerte. Vadim se había emborrachado con un tal general Kassel, que le confió que su mujer lo estaba volviendo loco porque quería un bebé. No un bebé de un orfanato ni un delincuente de cuatro años enfermo, sino un bebé de verdad. Si era posible, uno sin certificado de nacimiento ni historia. Al general iban a destinarlo a un nuevo puesto a dos mil kilómetros del antiguo. Sería perfecto que pudieran aparecer sin tener que explicar a la gente la milagrosa adición de un recién nacido. El general pronunció un cifra astronómica. A lo sumo, Magdalena y Vadim habían esperado una chica embarazada que preferiría la libertad y dinero en el bolsillo a empujar un cochecito con un bebé. Maya era la candidata soñada.

—Te voy a explicar cómo va a ir esto. Los nuevos padres examinarán los bienes (es natural), pero tendrán leche, pañales y un sonajero para que puedan jugar a papá y mamá de inmediato. Será cuestión de quince minutos. No querrán que nos quedemos cerca.

En el ascensor, Vadim preguntó si los pañales del bebé estaban limpios.

—Sí. Es un bebé hermoso. El general y su mujer deberían estar muy contentos.

—¿Y si es una trampa?

—Siempre te pones muy nervioso. Esa chica no va a ir a la policía. Es fugitiva. Es nuestro billete de lotería. ¿Un bebé sano sin registrar? ¿Qué ni siquiera existe sobre el papel? Es una ocasión entre un millón. —Cuando el bebé empezó a quejarse, Magdalena sonrió con indulgencia—. Nuestro bebé de oro.

Los Kassel esperaban en un apartamento de un segundo piso prestado por unos amigos que estaban de vacaciones. El general recibió a Vadim y Magdalena con una cordialidad que no escondía el sudor de su frente. Había traído a un médico con la misma naturalidad con que un hombre sensato se trae un mecánico para probar un coche usado antes de comprarlo.

La mujer del general se mordió los nudillos. Ya tenía las uñas peladas.

—Deberías haberme avisado antes —dijo.

—Todo ha ocurrido muy deprisa. Y nos vamos mañana.

No obstante, estaba preparada con pañales y leche para lactantes, todo como Magdalena lo había previsto, incluido el sonajero.

El doctor advirtió a los Kassel que no se hicieran ilusiones. Por lo general, a un bebé se lo abandona por alguna razón. Las posibilidades de que un expósito no estuviera enfermo eran escasas.

Magdalena abrió la canasta.

—Véalo usted mismo.

Mientras el doctor desenvolvía al bebé, Vadim trató de entretener al general y a su esposa con mentiras sobre la procedencia de la pequeña, explicando que la madre era una joven bailarina forzada a elegir entre el bebé y una carrera artística. Se cortó al darse cuenta de que nadie estaba escuchando. La atención de los presentes en la habitación había pasado al examen médico.

El rostro humano eran un mapa. La forma, tamaño y posición de las orejas podían implicar un síndrome. El espaciado de ojos, boca o nariz podía implicar otro. O un daño genético. Todavía sin alarmas.

La niña permaneció calmada mientras el médico le auscultaba el pecho y la espalda, pero se movió durante el examen del oído y lloró vigorosamente cuando le pusieron una luz en los ojos. El médico buscó aftas en la boca del bebé y le revisó el paladar. Le palpó el abdomen, examinó que no tuviera erupciones, hematomas o marcas de nacimiento y por fin le dio una inyección para vacunarlo de hepatitis B, lo cual no le gustó nada.

—Es una niña bien cuidada —dijo el médico.

—¿Está sana? —preguntó el general.

—Ah, sí. En un breve examen, está perfectamente.

—¿No se lo habíamos dicho? —Vadim saltó de su asiento y estrechó la mano del general—. Enhorabuena, es usted padre.

—¡Lo soy! ¡Ya me siento diferente!

—Esta manta azul es cara. ¿De dónde han sacado a esta niña? —preguntó el médico, pero su pregunta quedó ahogada por el estallido de los corchos de las botellas de champán y el grito sano del bebé.

—Unos buenos pulmones —dijo Magdalena—. Es buena señal, mucho mejor que un bebé silencioso.

Vadim aplaudió.

—Todos ganan. El bebé tiene una casa adorable y la madre puede volver a consagrarse a su arte con la conciencia tranquila.

La mujer dijo que tenía miedo de coger al bebé en brazos y todos le aseguraron que lo haría bien de manera natural. Magdalena y Vadim se quedaron a un último brindis, cogieron su dinero y se marcharon. El médico se fue al cabo de un minuto.

—Estamos solos los tres —dijo Kassel.

El plan consistía en marcharse en tren al día siguiente a su nuevo destino, a mil kilómetros de distancia, y comenzar de nuevo como una familia feliz.

—Rechaza el biberón —dijo su mujer.

—Probablemente le daban el pecho. Se acostumbrará al biberón.

—Yo no puedo darle el pecho.

—Por supuesto que no, para eso es la leche preparada.

—¿Por qué has mencionado lo de darle el pecho?

—No pasa nada.

—Sí pasa. Quiere a su madre.

—Sólo tiene hambre. En cuanto se acostumbre al biberón estará bien.

—Yo no le gusto.

—Eres nueva para ella.

—Mírala. —La niña estaba colorada de dar patadas y chillar—. Me odia.

—Has de cogerla en brazos.

—Cógela tú. ¿Por qué la has traído? ¿Por qué está aquí?

—Porque cada vez que veíamos un bebé me decías lo mucho que querías tener uno.

—Mi bebé, no el de otra.

—Dijiste que querías adoptar.

—¿A un idiota del orfanato?

—Es un bebé perfecto.

—Si fuera perfecto, se callaría.

—¿Sabes cuánto he pagado por este bebé?

—¿Has pagado por un bebé? Es como pagar por un gato.

Y el bebé lloró.

No hubo quejas porque todos estaban trabajando en los apartamentos contiguos. El bebé lloró hasta agotarse, durmió y recuperó las fuerzas suficientes para volver a llorar. Por si acaso, el general encendió la televisión con el volumen alto. Su mujer se puso una máscara para dormir y se fue a acostar. Ninguno de los dos trató de alimentar al bebé otra vez.

Durante una pausa en el llanto, el general llevó una funda de almohada llena de objetos del bebé a un cubo de basura del sótano. Cuando volvió, se encontró al bebé en el suelo, harto de gritar, y a su mujer de pie a su lado tapándose los oídos.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

—No puedo dormir.

—¿Así que la has trasladado?

—Alguien ha de hacerlo. No para de llorar. Tú eres general, ordénale que se calle.

—Me desharé de ella.

—Pues hazlo.

En el armario del dormitorio, Kassel encontró una caja de zapatos llena de papel para envolver.

El bebé estaba hecho un asco, con los ojos hinchados y casi cerrados, la nariz tapada con mocos. Un bebé pequeño que resollaba, tembloroso. Lo puso en la caja de zapatos y cerró la tapa con cinta. Decidió no hacer ningún agujero para que respirara. Puso la caja de zapatos en una enorme bolsa y bajó por la escalera para no encontrarse con nadie en el ascensor.

El general no conocía bien Moscú, pero su plan era dejar la bolsa en medio de la multitud y la confusión que reinaba en Tres Estaciones. El problema era que cuando llegó a la estación Kazanski, descubrió la poca confusión que allí había. Todos se movían con determinación y tenían cuatro o cinco ojos en lugar de dos, y todos observaban en busca de un comportamiento sospechoso. Lamentó la bolsa que había elegido; desplegada era grande y llamativa y tenía un logo italiano que captaba la atención. Tenía que disimular. Y no hacer ruido. Aun así, cuando la caja se movió en la bolsa, sintió pánico y se dirigió al túnel más cercano. Se encontró en un paso de peatones subterráneo que era una galería de puestos llenos de mujeres que sin duda detectarían el menor quejido de un bebé. Kassel se sintió aliviado al alcanzar los atronadores altavoces de una tienda de música.

El problema era que su mujer era un manojo de nervios. No estaba hecha para la vida del ejército, para moverse de un deprimente puesto de avanzada a otro, para vivir en un alojamiento con agua fría y dar gracias por ello en un momento en que miles de oficiales de máximo rango se veían obligados a retirarse antes de hora. Le había dicho un millón de veces que la única cosa que la haría feliz sería un hijo.

Hacia el final de los puestos, la policía estaba parando a gente para verificar sus papeles y registrar sus bolsas. Era una expedición en busca de sobornos, y el impulso de Kassel fue retroceder porque había olvidado su documentación. Si hubiera ido de uniforme, se habría limitado a saludar y pasar. El tráfico de peatones lo atrapó y lo empujó hacia un agente que ya estaba estirando la mano hacia la bolsa cuando pasó por allí un grupo de niños de la calle, ninguno de más de ocho años. Llegaron y se fueron como un enjambre de moscas y destrozaron la cola. Cuando se restableció el orden, el general estaba a salvo al otro lado.

Ahora que creía que la suerte estaba de su lado, caminó directamente a los andenes, donde se unió a una multitud de pasajeros. Bajó la bolsa de la compra y miró a la vía con un cigarrillo entre los dientes, la viva imagen de la impaciencia, moviéndose sólo para evitar las maletas gigantes de los vendedores ambulantes y el borde afilado de los carros de los maleteros. El bebé estaba en silencio. Ni patadas, ni ruido. Aunque al general no le complacía hacerle ningún mal a un bebé, sentía que había reducido el daño al mínimo.

El general pensó que los planes sencillos eran los mejores. Cuando entrara el tren, se uniría a los viajeros que se apeaban y dejaría atrás la bolsa con el bebé. En este punto parecía providencial que no hubiera tenido una identificación para mostrar a la policía. No había forma de identificarlo. Era como si el bebé hubiera pasado por el mundo sin detectar, como un rayo gamma. Como si nunca hubiera existido en absoluto, al menos oficialmente.

Se produjo un revuelo cuando un tren de cercanías se acercó a través del enjambre de vías. Era el final de la línea. Al acercarse, el general vio pasajeros de pie en los pasillos, doblando sus periódicos, cerrando sus teléfonos móviles. Estaba en la posición perfecta para deslizarse entre ellos.

Pero ¿dónde estaba la bolsa italiana?

Tenía la bolsa a sus pies, y él no se había movido más que unos pasos, pero había desaparecido. En los apretones de los pasajeros que bajaban y subían del tren, la bolsa se había desvanecido.

El general se mezcló en la marea de los que llegaban. O habían dado una patada a la bolsa y ésta había caído en el hueco entre el andén y el tren, o un ladrón le había hecho un favor sin saberlo. El general sintió un culposo alivio y a duras penas logró contenerse y no echar a correr.

El miedo vino después, en medio de la noche, cuando dos detectives llamaron a la puerta del apartamento. Kassel pensó que alguien en el andén lo había visto con la bolsa, pero los detectives sólo hacían preguntas sobre una prostituta muerta en un caso sin ninguna relación y él les dijo sinceramente que no podía ayudar. Así pues, en líneas generales, sintió que lo había hecho bastante bien. De hecho, el recuerdo del bebé ya estaba empezando a desvanecerse.

Al salir el sol, media docena de niños de la calle actuaron en un supermercado abierto las veinticuatro horas en la misma calle donde había una comisaría de policía. Entraron como una plaga de ratones y crearon el mayor lío posible, metiéndose tarros de olivas españolas y latas de atún en los bolsillos, cogiendo fruta ecológica y aguacates con las manos sucias. Algunos días, los helados eran el objetivo, otros días lo era el aerosol para esnifar.

Las cámaras de seguridad trataron de seguirlos, aunque hombres y mujeres crecidos que perseguían a niños sin hogar de seis años no constituían una imagen bonita. El personal echó a los niños lo más discretamente posible e hizo un rápido inventario de los objetos robados: cosas baratas que no merecían ser denunciadas a la policía: pan de molde, mermelada de fresa, naranjada, barritas energéticas, leche para lactantes, pañales y un biberón.