Aunque la tormenta de la noche se había convertido en una llovizna matinal, Yegor insistió en ponerse a la cola para comprar hot dogs y cerveza en un quiosco exterior.
—Sabía que vendrías —le dijo a Maya.
—Sólo hasta que encontremos a mi bebé.
El empleado del quiosco era de tez oscura, con párpados gruesos y gafas metálicas de erudito. Saludó a Yegor tentativamente.
—¿Estás de buen humor hoy, amigo?
—Y tanto.
—Qué bien. Siempre eres bienvenido cuando estás de buen humor.
—Joder, llevamos una hora esperando a que nos sirvas. Sólo estoy de broma.
—Estás de buen humor, ya veo. Eres nuestro invitado. Pide lo que quieras.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Alí es un buen tipo —le dijo Yegor a Maya—. Indio o paquistaní.
—Paquistaní, por favor —dijo Alí.
—Que no se por qué se quedó encallado en Moscú.
—Varado por el destino. Vine a estudiar hace treinta años y aquí estoy.
—Unos mierdas ignorantes dan algunos problemas a Alí.
—El prejuicio es algo terrible. Apuesta a que soy el único paquistaní que tiene su propio quiosco.
—Prejuicio. —Yegor negó con la cabeza.
—Pero Yegor chasca los dedos y el problema desaparece. Ahora ya no hay más problemas, al menos de jóvenes violentos, gracias a Yegor. Si vas a cualquier otro quiosco, escucharás la misma historia. Yegor es un amigo importante.
Yegor retiró la capucha de Maya y reveló su cuero cabelludo azulado.
—¿Qué opinas?
—Muy exótico. ¿Qué edad tiene?
—Suficiente. —Yegor recogió la comida y empujó a Maya para que se fuera, pero estaba complacido—. ¿Has oído eso? Tienes un «amigo importante».
—No quiero a un amigo, quiero a Katia.
—De acuerdo, pero no puedes ir a hablar de un puto bebé con potenciales clientes. El acuerdo es de ida y vuelta. Has de mantener tu parte del trato.
—Lo haré.
—Y no te acerques a Genio. Cree que eres la Virgen María. No actúes así a mi alrededor. Deberías estar contenta de que te aprecie como eres.
Es decir, como una prostituta, pensó Maya. Yegor tenía una forma de mirarla que la hacía sentir como si le estuviera magreando todo el cuerpo, sacándole leche de los pechos e insinuándose entre sus piernas, aunque no le había puesto una mano encima. La sensación era hipnótica y degradante, y estaba segura de que él sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Después de muchas horas de observación íntima de los hombres, sabía cómo interpretarlos. Algunos buscaban la fantasía sexual de su vida, y merecían un capítulo especial en un libro. Otros deseaban rescatar a una niña inocente, después del sexo, no antes. Todos querían algo a cambio de su dinero.
Maya se atragantó con el hot dog y escupió en la alcantarilla.
—¿Qué pasa? —preguntó Yegor.
—Es asqueroso.
—No hay mejor momento que éste para empezar, pues.
La lluvia amainó, pero no detuvo el tráfico. Maya se preguntó qué veían los ocupantes de los coches cuando miraban desde sus vidas acogedoras. Una sucesión de luces de freno rojas. Unas pocas mesas miserables de cedés y devedés bajo plásticos. Un joven macarra y una puta en su elemento.