15

A las cinco de la mañana, mientras los más recalcitrantes se quedaban al último baile, el último brindis, la última risa de la noche, Arkady salió del club Nijinsky y se encontró con la ciudad camino a una tormenta eléctrica. Ráfagas de viento agitaban la basura en la calle y gruesas gotas de lluvia repiqueteaban en los techos de coches y parabrisas.

Arkady había aparcado a varias manzanas para no entregar el Lada y ser blanco de las burlas de los aparcacoches. Víktor tenía ollas y cacerolas dentro del coche para cuando llovía.

Un hombre y una mujer pasaron rozándole para adelantarse a la tormenta. Otra pareja pasó corriendo, con la mujer descalza para salvar los zapatos de tacón alto que llevaba en la mano. Unas pisadas se sincronizaron con las suyas y se encontró con Dima a su lado. La Glock colgaba a la vista en el hombro del guardaespaldas.

Mientras Dima cacheaba a Arkady, se acercó un Mercedes S550 limusina. Sasha Vaksberg bajó una ventanilla lateral y rogó a Arkady unos minutos más de su tiempo.

Arkady se sintió halagado, pero esta vez lamentó no llevar pistola.

Vaksberg y Ania compartían el asiento trasero con una bolsa de deporte roja y blanca del Spartak. Arkady y Dima ocuparon los asientos orientados hacia atrás en una disposición de conferencia. Cuando el coche arrancó, Arkady notó el peso extra y la rigidez del blindaje, el cristal antibalas y los neumáticos antipinchazo. El chófer debía de haber pulsado un botón porque las puertas se bloquearon silenciosamente.

—¿Puedes poner un poco de calefacción aquí atrás, Slava? Nuestro amigo está un poco mojado por la lluvia. —Vaksberg se volvió hacia Arkady—. Así pues, ¿qué opina de nuestro club Nijinsky?

—Inolvidable.

—¿Y las mujeres? —preguntó—. ¿Le han parecido lo bastante altas y hermosas?

—Como amazonas —dijo Arkady.

—No es por casualidad —dijo Ania—. Las chicas llegan en manada a Moscú con ambiciones románticas de ser modelos o bailarinas y Moscú las convierte en escorts y putas. Las depilamos y les hinchamos los pechos como globos. En resumen, las convertimos en monstruos de la belleza.

—¿Adónde vamos? —preguntó Arkady.

—Es una pregunta excelente —dijo Vaksberg—. Podríamos ir a mi casino en el Arbat. No, está cerrado. O al casino de Tres Estaciones. No, también está cerrado. De hecho, todos mis casinos están cerrados. Ingresaba un millón de dólares al día. Ahora, gracias a nuestro maestro de judo del Kremlin, sólo pago alquileres.

Arkady reparó en la forma en que Vaksberg evitó pronunciar el nombre de Putin.

—¿Sólo le quedan los últimos quinientos millones?

—No tiene mucha compasión.

—No mucha. ¿Entonces sólo vamos a circular?

—Y a charlar. ¿Es cierto, Ania?

—Eso espero.

La lluvia martilleaba en el techo. De espaldas al sentido de circulación, mirando a través de la densa lluvia y los cristales tintados, Arkady perdió la pista de dónde estaba.

—Puedo ser muchas cosas —dijo Vaksberg—, pero no soy hipócrita. Cuando la querida Unión Soviética se rompió, gané mucho dinero. Era como montar un nuevo rompecabezas gigante con las piezas viejas. Desde luego que nos aprovechamos donde pudimos. ¿Qué gran fortuna no lo hace al principio? Los Médicis, los Rothschild, los Rockefeller. ¿No cree que todos tenían las manos ensangrentadas al principio?

—Así que aspira a la elite.

—Al máximo. Pero la fortuna es una burbuja a menos que el Estado acepte los derechos de la propiedad privada. En una nación emergente (y créame, Rusia es una nación emergente) es fácil hacer estallar esa burbuja. ¿Quién iba a querer hacer negocios en una tierra donde a los ricos los envenenan o los meten en una jaula y los envían a Siberia? Pensábamos que éramos los niños mimados del Kremlin. Ahora estamos todos en una lista.

—¿Quién está en la lista? —Arkady tenía curiosidad.

—Nosotros, los llamados oligarcas. Nosotros fuimos los idiotas que pusimos a ese lagarto en el poder. Nuestro lagarto se ha convertido en un Tyrannosaurus rex. Yo tenía más de veinte locales en Moscú. Ahora todos están a oscuras menos el club Nijinsky. Tengo chefs, gerentes de planta, crupiers, más de mil personas a las que pago cada semana sólo por estar. El Nijinsky es mi último punto de apoyo. Usarán cualquier excusa para sacarme de en medio, y un escándalo sobre una chica muerta bastaría.

—Lástima. Creo que la asesinaron.

—En ese caso, quiero al que lo hizo.

—¿Eso no crearía un escándalo?

—No si se hace bien. No si se maneja de manera adecuada.

—No me gusta adónde estamos yendo —dijo Ania.

Vaksberg se inclinó hacia delante. De cerca parecía cansado, con la piel basta como un pergamino y la barba y las cejas teñidas de negro azabache, como un diablo entrado en años que confiaba en su maquillaje.

—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó a Arkady—. ¿Investiga solo? No he visto a nadie más.

—Ayudo a un detective que está siguiendo otras pistas.

—¿Cómo investigador?

—Sí.

—He hablado con Zurin. —Vaksberg lo dijo con suavidad.

—¿El fiscal Zurin? ¿A esta hora? —Arkady tenía que admitir que esa posibilidad no se le había ocurrido.

—Sí. Me disculpé por llamar tan tarde, pero nunca había hablado con un hombre tan ansioso por desahogarse. Dijo que usted no tenía ninguna razón para investigar porque estaba suspendido. De hecho, le describió como un mentiroso que se da autobombo con una historia de violencia. ¿Tenía razón el fiscal Zurin? ¿Está suspendido?

—Todavía no.

—Pero lo estará pronto. Zurin era un pozo de información. ¿Es verdad que le disparó a un fiscal?

—Eso fue hace mucho tiempo.

—¿Le dispararon a usted?

—Hace años.

—¿En el cerebro?

—En la cabeza.

—Vaya, es una distinción sutil. Según la descripción del fiscal Zurin, usted es un impostor inestable con el cerebro dañado. Prácticamente un perro rabioso.

—¿Es eso lo que eres? —le preguntó Ania a Arkady.

—No.

En ocasiones, el sonido de la lluvia era sobrecogedor, como si estuviera pisándoles los talones una inundación que arrastrara casas, árboles y coches. Dima siguió la conversación con el dedo en el gatillo. Arkady lo compadecía. La gente pensaba que una de las ventajas de ser fabulosamente rico era que podías disparar en el suave interior de un coche a prueba de balas —destrozar el tapizado y empaparlo de sangre—, pero a quemarropa, con el blindaje, los rebotes podían ser terribles.

—Márchese del país hasta que sea seguro volver —dijo Arkady—. Es el dueño de una organización mundial. Estoy seguro de que ha sacado suficiente dinero al extranjero para tener un cruasán recién hecho y un zumo de naranja cada mañana.

—Me han confiscado el pasaporte —dijo Vaksberg—. Estoy atrapado.

—Nunca es buena señal. —Arkady no podía menos que coincidir.

—Necesito mi pasaporte para poder viajar con libertad y hacer negocios. También insisto en poder regresar y defender mis intereses. Para eso necesito gente inteligente y de confianza a mi alrededor.

—Estoy seguro de que tiene decenas de candidatos.

—Pero no están aquí, y los que están aquí están intimidados. ¿Por qué cree que nos hemos reunido aquí y estamos a punto de ahogarnos? Mi oficina está pinchada. Mi coche y mis teléfonos no son seguros. Necesito a alguien que conozca la ley pero no esté retenido por ella. En cierto sentido, Zurin le ha dado la mejor recomendación posible. Un investigador que mató a un fiscal. Vaya, vaya.

Slava viró en torno a una barricada de tubos naranjas y subió por un paso elevado sin acabar, una elegante curva de cuatro carriles que terminaba en el aire. No había hormigoneras ni generadores ni ningún otro signo de actividad reciente. El coche se detuvo a diez metros del final de la rampa.

Slava desbloqueó las puertas.

—¿Quiere que salgamos? —preguntó Arkady.

—Tenemos paraguas —dijo Sasha Vaksberg—. No le da miedo un poco de lluvia, ¿no?

—Yo me quedo aquí —dijo Ania.

—Tendrá que perdonarme —le dijo Vaksberg a Arkady—. Soy paranoico, pero si le hubieran traicionado tantas veces como a mí, usted también sería paranoico. Es un sexto sentido.

Dima abrió un paraguas para Vaksberg cuando salió del coche. Arkady rechazó el paraguas y subió por la rampa que ofrecía una vista de 360 grados de la ciudad. Las luces de Moscú estaban tan apagadas como ascuas. Los relámpagos iluminaban las nubes y a Arkady se le ocurrió que un paso elevado repleto de rebabas de acero podría no ser el lugar más seguro para corregir desequilibrios eléctricos. Si lo partía un rayo, ¿qué había dejado sin hacer en la vida? Para empezar, tenía la llave del Lada de Víktor. El coche se desmontaría como un carro en el desierto.

Vaksberg inclinó el paraguas hacia atrás para contemplar la lluvia.

—No hay mejor sitio para una conversación confidencial que fuera bajo la lluvia.

—¿Una conversación sobre qué?

—Sobre usted. Usted es el hombre que he estado buscando. Inteligente, lleno de recursos y sin absolutamente nada que perder.

—Es una valoración dura.

—Significa que está listo para un cambio de fortuna.

—No —dijo Arkady.

—Espere, ni siquiera ha oído la oferta.

—No quiero escuchar la oferta. Al menos hasta mañana, soy un investigador.

Dima se unió a ellos, con la Glock a la vista.

—¿Hay algún problema? —le preguntó a Vaksberg.

—No, sólo un poco de tozudez.

Dima le preguntó a Arkady:

—¿De qué te sonríes?

—Llevas una pistola en una tormenta eléctrica. Eres un pararrayos humano.

—Vete al infierno. —La perplejidad se extendió en la cara del guardaespaldas.

Arkady se preguntó si la muerte compensaría una vida con falta de sueño. En cuanto al infierno, sospechaba que resultaría más parecido a Tres Estaciones que a abrasadores pozos de azufre.

A través de rendijas en las nubes se apreciaban destellos de la bruma azulada del alba. La tormenta lanzó un último trueno en retirada.

Ania salió del coche y dio un portazo. Parecía enfadada con todos.

—Ania, nos echabas de menos —gritó Vaksberg.

Ella señaló al maletero.

—¿Y eso? —Dima señaló una cuerda que mantenía cerrado el maletero del Mercedes.

Arkady se preguntó desde cuándo Mercedes usaba cuerdas para mantener cerrados sus maleteros.

Dima parecía plantearse la misma pregunta.

Al inclinarse a por la cuerda, el maletero se abrió y un polizón se incorporó en la oscuridad. En ese punto los cuerpos se movieron despacio. El polizón disparó a Dima con destellos del cañón, uno, dos, tres. Dima trató de repeler el fuego, pero su pistola infalible se encasquilló. Tambaleándose hacia atrás, apretando en vano un gatillo que no cedía, encajó cuatro disparos antes de caer.

Slava también tenía una Glock. La pistola del chófer no se encasquilló y acribilló el Mercedes hasta que vació el cargador, mientras el polizón rodaba a un lado del maletero, protegido por el blindaje del coche. Justo cuando se le ocurrió la idea de retirarse, Slava cayó.

Arkady cogió la pistola de Dima. No tenía mucha puntería —su padre era un oficial del ejército que inspiró en Arkady un desprecio por las pistolas—, pero había crecido limpiándolas y generalmente cuidándolas. Una bala de nueve milímetros estaba atravesada como una chimenea en el mecanismo de carga de la Glock. Arkady la quitó, introdujo una bala nueva y, como disparaba mal y el polizón estaba oculto en la oscuridad del maletero, caminó directamente hacia el coche. Con la precipitación, la figura del maletero falló con las últimas balas del cargador, blasfemó varias veces tratando de meter el cargador al revés, corrigió su error y levantó su pistola cuando el cielo se resquebrajó. De cara al relámpago, el polizón pestañeó. Arkady disparó con la luz blanca a su espalda. El polizón se dobló, trastabilló y cayó en la rampa.

Arkady encontró una linterna en la guantera. Quien había disparado era un enano de entre treinta y cuarenta años, musculoso, con calzas de cuento de hadas y suéter de cuello alto recién salido de Blancanieves, salvo por la Makárov de nueve milímetros que tenía en la mano y un agujero redondo como un cigarrillo entre los ojos.

—Es Mudito —dijo Vaksberg—. Ha matado a Mudito.

Dima y Slava también estaban muertos, boca abajo, planos como pescados, manchando el agua de sangre. Arkady buscó a tientas en el interior del maletero y encontró la luz interior tapada con cinta. Despegó la cinta y encontró una bolsa de plástico de supermercado que contenía una muda de ropa, un poncho, zapatos y una tarjeta de metro. Ninguna identificación. Nada que mereciera un viaje en el maletero y mucho menos matar. Arkady recordó la bolsa de deporte del Spartak en el compartimento de pasajeros.

—¡Espere! Deje que me explique. —Vaksberg vio a Arkady virando hacia el coche.

Cuando Arkady abrió la bolsa salieron recibos de tarjetas de crédito y dólares y euros en rollos de 10.000.

—Son las donaciones de los invitados al irse de la feria —dijo Vaksberg.

—Para el Fondo Infantil —aclaró Ania.

—Buena suerte, Vaksberg. Una vez en manos de la policía es posible que no lo vuelva a ver.

—Puede explicárselo a ellos —dijo Vaksberg—. Como ha dicho, aún es un investigador.

—No muy popular. ¿Cuánto efectivo hay en la bolsa?

—Cien mil dólares más o menos —dijo Ania—. Y otro tanto en cargos de tarjeta de crédito.

—Bueno, lo creas o no, para alguna gente es mucho dinero.

—¿La policía ha de saber la cantidad? —preguntó Vaksberg.

—¿Está regateando? ¿Cuando un poco más y nos matan por su culpa?

—Sí. Pero en mi defensa he de decir que no parece que le importe demasiado. Quiero decir que Mudito seguía disparándole y usted simplemente ha caminado hasta él y le ha disparado en la cabeza.

Los relámpagos dejaron paso a una lluvia constante. Apenas empezaba a clarear, pero Arkady sabía que tarde o temprano un coche patrulla pasaría junto a la barricada y vería una limusina en la rampa. Si se acercaba, tropezarían con los cadáveres. La policía de carretera aceptaba sobornos por casi todo, pero el homicidio traspasaba esa raya, y cuando Arkady sumaba los cadáveres seguía faltándoles un asesino del enano más encantador del mundo.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Vaksberg.

Arkady puso la Makárov en la mano de Vaksberg, apuntó al cielo y obligó al millonario a disparar un par de veces.

—Le convierto en un héroe. Es para probar en el test de parafina que ha disparado una pistola.

—¿Me está incriminando?

—En absoluto. Le convierto en un héroe. Cuénteles lo que ocurrió tal y como ocurrió, salvo que yo no he estado aquí. Represéntenlo y coordinen las historias.

—¿Te vas? —dijo Ania.

—Sí. El metro abrirá pronto. Hay una estación a diez minutos. Encontraré mi coche. No es un Mercedes, pero no tiene agujeros de bala.

Vaksberg consideró su papel.

—Así que actué en defensa propia. Simplemente caminé hasta el asesino y… ¡bang!

Arkady no dijo nada, aunque recordó cómo lo había expresado su padre en un manual del ejército: «En el campo de batalla, un oficial sólo debe correr como último recurso y nunca en retirada. Un oficial que, bajo el fuego enemigo, es capaz de moverse con calma y seguridad en lugar de echar a correr de un refugio a otro vale como diez estrategas brillantes».

Arkady tenía la ambición de morir antes de convertirse en su padre.