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Arkady llamó a Víktor desde el vestíbulo de las bailarinas y le dijo que la víctima de asesinato a la que llamaban Olga había sido identificada como Vera Antónova, diecinueve años, estudiante de la Universidad Estatal de Moscú, y sugirió que, puesto que era el detective del caso, a lo mejor quería acercarse al club Nijinsky y participar en la investigación.

—No puedo irme. Me están haciendo un tatuaje.

—¿Ahora? ¿A esta hora?

—No hay problema. El salón está abierto toda la noche.

Arkady no sabía qué decir. Caminó arriba y abajo por el estrecho y brillantemente iluminado espacio que se concedía a las bailarinas. El tocador estaba lleno de pañuelos usados, tarros de base de maquillaje, colorete, crema limpiadora, lápiz de labios y rímel. Costaba imaginar a seis mujeres metiéndose en un espacio tan pequeño, por no hablar de cambiarse de vestido.

—Estoy sobrio —dijo Víktor—, si es lo que te estabas preguntando.

Arkady seguía sin saber qué decir. Se fijó en retratos de novios y familiares metidos en los espejos: ninguno parecía tener relación con Vera Antónova.

—¿Quién la ha identificado? —preguntó Víktor.

—Una periodista que escribe sobre el club y luego varias personas más. Parece que además de ser estudiante era bailarina en el Nijinsky.

—Lástima.

—Pero ¿por qué te estás haciendo un tatuaje?

—No puedes pasarte por salones de tatuajes sin hacerte algo. Por cierto, Zurin ha llamado buscándote por una carta de dimisión que esperaba. Dijo que en lo que respecta a la oficina del fiscal estás suspendido. Ya no eres un investigador activo. Si simulas serlo, hará que te detengan.

—¿Que me detengan?

—Que te decapiten si le dan a elegir.

—¿Cuándo puedes llegar aquí? Tú siempre eres el que dice que el detective lidera y el investigador lo sigue.

Mientras hablaba con Arkady, abrió y cerró cajones rápidamente. Vio éxtasis en forma de caramelo, cápsulas claras y guisantes verdes, pero no había ni clonidina ni éter.

Con tantos espejos que se reflejaban unos a otros, parecía compartir la sala con múltiples hombres desesperados con el pelo lacio y ojos profundos como sumideros, la clase de figura que podría vagar por las calles en una noche lluviosa y hacer que la gente subiera la ventanilla del coche y se saltara el semáforo en rojo.

—No puedes darle prisa a un artista —estaba diciendo Víktor—. Te llamaré por la mañana.

—¿Duele el tatuaje?

—Escuece un poco.

—Me alegro.

Isa Spiridona era grácil y gris. Arkady la recordaba del Bolshói, donde fue fugazmente primera bailarina antes de lesionarse. Habría pensado que seguiría como profesora de ballet, enseñando a jóvenes bailarinas a levantar las piernas o los codos así y asá. En cambio, era coreógrafa en el club Nijinsky y tenía un escritorio lleno de perchas de ropa y pilas de cedés y deuvedés colocados en torno a una maqueta en madera de balsa del interior del club que mostraba pasarelas, pista de baile y miniescenarios. Arkady tocó la maqueta con el dedo.

—¿Dónde estamos en esta maqueta?

—No discuto las actividades del club. Por favor, no toque.

—Siempre me han encantado las maquetas. —Se inclinó para verla mejor—. ¿El montacargas sube y baja?

—No, no es una casa de muñecas. No toque, por favor.

—¿Dónde dice que estamos?

—Aquí. —Señaló al tercer piso; había cinco plantas en total—. ¿Ha enseñado esta foto a alguna de las bailarinas?

—Sí.

—¿Sin acudir a mí antes? Las bailarinas son niñas. No me gusta que sollocen antes de que el público se vaya. No se acerque a las chicas. Si tiene preguntas, llámeme mañana y le haré un hueco.

Hacía horas que era «mañana», pensó Arkady. En cuanto al tiempo, sólo tenía hasta que lo alcanzara Zurin.

Sonó el teléfono de Spiridona y ella se sentó a atender la llamada.

—No, no estoy sola. Hay aquí un investigador, pero ya se va… completamente inútil y asusta a las chicas… Espera un segundo. No es lo bastante listo para pillar una indirecta. —Saludó a Arkady para que se fuera—. ¿No ve que estoy trabajando?

—Yo también. ¿Puede darme la fotografía de Vera, por favor?

—Oh. —Spiridona vio que la tenía en la mano y se la lanzó a Arkady—. ¿Ahora se irá? No puedo creer que le haya mostrado esto a mis bailarinas.

—Pero no les he enseñado esto.

Hurgó en su chaqueta y entregó a Spiridona una fotografía diferente. Observó que la mirada de la mujer recorría el colchón sucio, el cuerpo medio desnudo de Vera, el tatuaje de la mariposa en su cadera.

Spiridona colgó.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco —dijo Arkady.

—Dios mío, ¿cómo ha podido pasar esto? —Dejó la foto como si fuera una araña—. ¿Quién ha podido hacerle algo así?

—No lo sé. —Arkady describió las circunstancias en las que encontraron a la chica—. Vestida como una prostituta, tatuada como una prostituta, en la cama de una prostituta, llevando polvo somnífero de prostituta.

—No puedo explicarlo. No es la Vera que conocía.

—¿Cómo era?

—Un espíritu libre, diría.

—¿Sexualmente libre?

Eso produjo una sonrisa nostálgica.

—Cada cual es diferente. En una compañía de ballet hay tres o cuatro géneros. Vera era popular en todos y atraía a hombres y mujeres como osos a la miel. Era ambiciosa. Podría haber tenido a una docena de millonarios, así que ¿por qué venderse en Tres Estaciones?

—¿Sabe quiénes son esos hombres?

—Puedo darle una lista, pero estaría incompleta y obsoleta. Era una chica veleidosa. Vivía en la universidad. Debería hablar con su compañera de habitación allí.

—¿Qué estudiaba?

—Idiomas. Relaciones exteriores.

Arkady estaba impresionado. Las relaciones exteriores normalmente se reservaban a la elite. A Arkady le costaba creerlo, pero él mismo había sido miembro de la juventud dorada de Moscú, cuando los dinosaurios dominaban la tierra.

—¿Cómo se llevaba con las otras bailarinas?

—Bien.

—¿Sin enemigas particulares?

—No.

—¿Ninguna amiga en particular?

—No.

—¿La entrevistó antes de contratarla como bailarina?

—Por supuesto. Esto no es el Bolshói. Soy más un adorno que una maestra y las chicas hacen más o menos lo que quieren. Pero esto es también el club Nijinsky. La gente espera un número diferente y extravagante cada semana, pero además, por la cantidad de dinero que pagan, un toque de cultura. No demasiado, quizá diez segundos. Algunas piruetas o un tableau vivant. Las chicas hacen cola para ser bailarinas del Nijinsky, para tener a todos esos hombres ricos admirándolas, prendados de ellas. —Encendió un cigarrillo y de manera teatral exhaló el humo, que se retorció en arabescos—. Venerándolas.

—¿Su familia es de Moscú?

—Sus padres murieron en el atentado terrorista del metro. Su hermano murió en el ejército. Se ahorcó.

—¿Por qué?

—Era gay.

No había que decir nada más. Hacer novatadas a los nuevos reclutas era rutina en el ejército ruso. Para los homosexuales era tortura.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Alrededor de Año Nuevo. Ella estaba conmocionada, pero dentro de lo normal. Era un persona centrada, por eso esto… —señaló la foto de Vera en la caravana— no tiene ningún sentido.

—¿Se vestía bien?

—Nada barato ni de mala calidad.

—Pero tampoco diamantes.

—No.

—Así que esta noche tenía a sus bailarinas posando en cinco posiciones básicas salvo la cuarta. ¿Se supone que ésa era la de Vera?

—Sí.

—¿Por qué no ocupó alguien su lugar?

—Vera a veces se presentaba en el último momento. Reconozco que era indulgente con ella. La chica llevaba una carga muy pesada, y eso lo respetaba.

—¿Denunció su desaparición?

—Si hubiera pasado una semana lo habría hecho. Llevaba una vida social activa. La energía forma parte de la juventud, ¿no?

—¿Tomaba drogas?

—Ninguna de mis chicas toma o las despido de inmediato. No lo soporto.

—¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—El jueves por la tarde en el ensayo.

—¿Las horas exactas?

—De dos a cinco. Sólo ensayamos dos veces por semana, porque, como le he dicho, las bailarinas en gran medida crean su propia coreografía. Lo único que les pido es que no se caigan de la pasarela.

—¿Qué humor tenía?

—Siempre optimista.

—Por favor, recuérdemelo, el tema de esta semana era…

—Niñas víctimas de abusos. Preparé vestidos que mezclaban diferentes elementos, como de Lolita, Hello Kitty, colegialas japonesas y la fase de ballet de las niñas pequeñas.

—Lo he visto. Parecía que faltaba algo.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que hubiera representado Vera. Puede mirar la fotografía si eso la ayuda a recordar.

Los ojos de la mujer se desviaron lo mínimo posible a la foto.

—Supongo que se podría decir que parecía una prostituta.

—¿Las bailarinas eligen qué traje llevar o se les asigna?

—Yo se lo asigno. Las veo como un conjunto.

—¿Reconoce la ropa que llevaba Vera cuando la mataron? ¿La falda, el top, las botas?

—No puedo estar segura.

—¿Cuál es su primera impresión?

—Parece el vestuario.

—¿El que seleccionó para ella?

—Sí, pero no estaban autorizadas a llevarse la ropa a casa. ¿Por qué iba a ponérsela en un lugar tan peligroso como Tres Estaciones?

—¿Había mencionado recientemente planes de viajar?

—No. —Isa Spiridona se corrigió—. No que yo sepa.

—¿Sabe de alguien que pudiera desearle mal? ¿Un antiguo amante? ¿Una colega celosa?

—No. La carrera de una bailarina ya es bastante breve. Un mal paso, una caída, un traspié.

—¿Es distinto de una caída?

—Sí. Por eso las bailarinas son tan supersticiosas. —Su atención regresó a la foto—. El tatuaje es nuevo.

—¿Desde cuándo?

—Dos semanas.

—Gracias. Eso ayuda con la cronología.

Spiridona arrugó los labios.

—Es amable de expresarlo así.

Arkady le dio su tarjeta.

—Por si recuerda algo más. Probablemente es mejor que me llame al móvil. Nunca estoy en mi oficina.

Al salir de la oficina de Madame Spiridona, Arkady tuvo que apretarse contra la pared cuando tres chinos vestidos de negro y cargados con rollos de cable salieron apresuradamente del montacargas. El montacargas estaba allí con las puertas abiertas, lo cual era prácticamente una invitación. Arkady entró y pulsó el cinco.

Cuando las puertas se abrieron, entró en un mundo pintado de negro. Plataformas, pasarelas, barandillas y luces diseñadas para desaparecer. Debajo estaba el mundo de color, donde los focos teñían el aire de rojo, azul y verde. Un globo destellaba y giraba y los bailarines se movían al son de un interminable ritmo pulsante. Desde cinco plantas más arriba, todo parecía remoto.

Petrushka estaba sentado en una pasarela central con aspecto triste como sólo puede tenerlo un payaso. Movía las piernas despreocupadamente por el borde y no hizo caso de la llegada de Arkady.

—Sé por qué viene aquí —dijo Arkady.

—¿Por qué?

—Para estar solo.

Aunque el traje le quedaba grande, no podía ocultar los músculos del hombre más de lo que el maquillaje teatral podía ocultar su condescendencia.

—Exacto, y aun así aquí está usted.

—Usted es el hombre que vuela en el alambre —dijo Arkady.

—Y sigue aquí.

—Bueno, nunca había visto antes un escenario desde este ángulo.

Cuando sus pupilas se ajustaron a la luz, Arkady vio una nave espacial, una lámpara, un carrito de bebé: atrezo del espectáculo del día anterior suspendido del techo. En la pasarela de al lado de Petrushka había un arnés y cable y cuerda bien enrollados.

—¿Qué hace falta para que me deje en paz?

—Que responda unas preguntas —dijo Arkady.

—¿Sobre qué?

—Sobre volar.

—No creo que sea para usted.

—¿Por qué no?

—Bueno, hay dos clases de acróbatas. Al acróbata de dos cables lo mueven como una maleta, despacio y a salvo. El acróbata de un cable va adonde quiere tan deprisa como quiere. Esto es de un cable. —Miró a Arkady de pies a cabeza—. Usted es decididamente un hombre de dos cables.

—¿Se refiere a un hombre en el suelo al otro lado del cable?

—Un hombre o un saco de arena.

—¿Cómo se llama? —preguntó Arkady.

—Petrushka.

—Sigue en el personaje.

—Siempre. Igual que usted. Es policía, ¿no?

—¿Cómo lo sabe?

—Tiene ese aspecto de felpudo del mundo.

—¿Eso cree?

—Sin duda.

—¿Conocía a Vera Antónova?

—No lo sé. ¿Quién era?

—Una bailarina del club.

—No. Soy nuevo aquí.

—¿No es de Moscú?

Petrushka encendió un cigarrillo. La cerilla era de madera y en lugar de apagar la llama la dejó caer en el toldo de luces.

—Menudo payaso —dijo Arkady—. ¿Quiere quemar el local?

—Por cada pregunta una cerilla. Ése es el juego.

—¿Está loco?

—Lo ve, eso ya son dos. —El payaso encendió otra cerilla y dejó que cayera hacia pelucas, hombros desnudos, escotes.

Arkady sabía que era poco probable que una cerilla llegara tan lejos sin apagarse, pero lo único que hacía falta para provocar un desastre era que una persona gritara «¡Fuego!»

—¿Va a parar?

—Y otra. —Petrushka encendió una tercera cerilla y dejó que la llama prendiera bien antes de soltarla—. ¿Más?

—Vera Antónova está muerta —dijo Arkady—. Eso no es una pregunta.

El payaso no respondió. Al menos no encendió una cerilla.

—Era una chica hermosa. Eso tampoco es una pregunta. Tengo su foto.

El payaso se levantó y dijo:

—Le enseñaré cómo funciona esto.

Cogió un metro de cuerda de nailon, subió a la barandilla y alcanzó dos poleas que tenía sobre la cabeza. Su sentido del equilibrio era fenomenal. De pie en una barandilla en la semioscuridad, pasó la cuerda por las poleas, hizo un lazo en un extremo y le pasó el otro a Arkady.

—Agárrela —le dijo.

—¿Por qué?

—Es mi contrapeso.

El payaso metió un pie en el lazo y saltó de la barandilla. Cayó hasta que la cuerda se tensó en las manos de Arkady. La cuerda era resbaladiza y lo único que Arkady pudo hacer fue ir soltándola poco a poco hasta que Petrushka cayó delicadamente en la pista de baile. Cuando su descenso fue percibido por los invitados, éstos dejaron espacio y aplaudieron. Petrushka le dijo adiós a Arkady con la mano.

Arkady se sentía como un idiota y, lo que es peor, tenía la sensación de que se le había pasado por alto algo importante. No sabía dónde, pero estaba convencido de que había conocido a Petrushka antes, aunque no con maquillaje de teatro ni disfraz de payaso. Un hombre te da un codazo en el metro y sólo llegas a atisbar su cara, pero el recuerdo permanece contigo como un moretón.