Maya había sido la prostituta más joven del club. Era especial, fuera del menú, sólo para clientes de confianza.
Su habitación estaba pintada de rosa y en los estantes había filas de muñecas con sonrisas bordadas y ojos de botones, como en el cuarto de una niña cuando papá entraba para decir: «Un último beso».
Ella aborrecía las muñecas.
Una cosa buena de su habitación era que daba a una carretera de dos carriles con una parada de bus y una farola. La parada le resultaba extrañamente tranquilizadora, y por la noche la farola proyectaba un brillo como de ascuas.
El club estaba apartado y compartía un amplio aparcamiento con un garaje y un motel. Era como una marca de patinazo en medio de ninguna parte, y sin embargo nunca faltaban clientes. Algunos eran tan bastos y peludos como jabalíes. Los viejos llegaban como peregrinos a Lourdes, sobre piernas llenas de varices, cargando con barrigas hinchadas, sufriendo de presión alta y polla flácida y deseando que las curara ella, una prostituta infantil. Con frecuencia los que hacían de papi terminaban llorando. Eran los que mejores propinas dejaban, pero al final todos la dejaban extenuada.
En la escuela estaba medio dormida, lo cual los profesores achacaban a una anemia, probablemente debida a su primera menstruación. No tenía amigos, nadie cuya casa ella pudiera visitar, nadie a quien poder invitar. Por orden del médico, no participaba en deportes ni en actividades extraescolares. Un coche la dejaba en la escuela cuando sonaba la campana de la mañana y la recogía en cuanto salía, lo cual le daba a Maya cuatro horas para cenar y terminar los deberes antes de que llegaran los primeros clientes.
Por lo demás, era una niña normal.
El gerente del club, Matti, se vestía como un émulo de Tom Jones, hasta las camisas arrugadas y las canciones sentimentaloides. Como finlandés orgulloso, tenía los prejuicios propios de su país: los rusos eran borrachos incompetentes mientras que los finlandeses eran borrachos competentes. Esta declaración lo llevaba invariablemente a participar en concursos de bebida con sus amigos de la policía cuando éstos venían a cobrar el dinero de protección. Si perdía, Matti les ofrecía acostarse gratis con cualquier chica salvo con Maya. Su voz bajaba como en una reverencia y decía:
—Canela fina.
Cuando Maya trató de cortarse las venas en la bañera, Matti le preguntó:
—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué te haces daño? ¿No te das cuenta de lo bien que estás aquí, como una princesa? ¿No sabes que la gente te quiere? No se lo digas a las otras chicas, pero ganas más dinero que ninguna. Es como Mona Lisa. Ese museo famoso de París tiene miles de obras de arte, pero todo el mundo quiere ver esa pintura en particular. Ni siquiera puedes entrar en esa sala de lo llena que está. Lo mismo pasa contigo. Y tienes todo ese dinero apilándose en la caja fuerte.
—¿Cuánto?
—No lo sé de memoria. Hace mucho que no lo cuento. Un montón.
—¿Por qué no te quedas el dinero y me dejas marchar?
—Eso depende de tus padres, porque eres menor de edad. Siempre buscan lo que más te interesa. Los llamaré.
—¿Puedo hablar con ellos?
—Si quieren. Ellos son los que mandan. Yo sólo soy el que recoge la mierda. Mientras tanto quiero que te pongas esto. —Matti le ató unas cintas rosas en las muñecas—. Y deja de fumar. Las niñas buenas no fuman.
Maya cruzó la calle para mirar la parada del autobús. La habían construido en un período de optimismo, y aunque la pintura se había descolorido y habían aparecido unos misteriosos agujeros en la pared, Maya todavía distinguía la tenue silueta de un cohete despegando de la tierra, aspirando a más.
La ruta del bus llevaba años cerrada. La parada era más que nada un urinario y un centro de mensajes: «Que te den por culo»; «Yo me tiro a tu madre»; «Heil Hitler»; «Oleg chupapollas». Las paredes aún eran lo bastante sólidas para recoger los rayos de sol en los días fríos y permanecer frescas en el calor. Maya se sentaba en el banco y fantaseaba con que era un regazo cálido.
A nadie le preocupaba que se fuera a ninguna parte. La carretera era recta y el escaso tráfico que circulaba pasaba a toda velocidad. De vez en cuando, un camión militar paraba en el club, pero Matti nunca dejaba entrar a los soldados, porque eran demasiado ruidosos y demasiado pobres.
No había nada más.
Era como estar en Marte.
A pesar de su pequeño tamaño, Maya ocultó su embarazo hasta el cuarto mes.
—Lo sabías —dijo Matti—. Te diste cuenta cuando se te pasaron los períodos. Lo sabías entonces y ahora estamos jodidos. Bueno, tendremos que deshacernos de él.
—Si el bebé se muere, yo también.
Empezó a cortarse la muñeca.
—Vale, vale —dijo Matti—. Pero cuando el bebé venga al mundo, tendrás que entregarlo. Encontraremos a alguien adecuado. Nadie viene a un burdel a oír llorar a un bebé.
—Muy bonita, muy bonita, muy bonita —dijo Matti cuando nació la niña—. ¿Has encontrado a alguien adecuado?
—No —dijo Maya.
—¿Has preguntado?
—No. Se llama Katia.
—No quiero saberlo. No puede quedarse.
—Estará callada.
El bebé dormía en una canasta al lado de la cama de Maya. Mantas, pañales, botes de talco y tubos de vaselina llenaban una segunda canasta.
—¿Así que tienes un sistema, follas con una mano y cuidas al bebé con la otra? Ya sabes lo que me han pedido que haga. —Matti abrió su navaja—. Sólo tardaré un segundo y será como pinchar un globo.
—Entonces tendrás que matarme a mí también. Tendrás dos cadáveres y no uno.
—Ni siquiera sabes quién es el padre. Alguien que te montó a pelo. Probablemente tiene sida y una docena de enfermedades más.
—No toques a mi bebé. Cierra la navaja.
—Ibas a entregarlo. Accediste.
—Cierra la navaja.
—Lo estás poniendo muy difícil. No conoces a esta gente.
—¿Quién?
—Esta gente. No hacen rebajas con niñas pequeñas. No hacen rebajas con nadie.
—Entonces me iré. Quédate mi dinero. Dijiste que era un montón.
—Eso fue antes de que te quedaras embarazada. Eso son ingresos perdidos, más habitación y manutención. Luego están las facturas médicas, ropa, impuestos, gastos diversos. Después de restar el dinero que guardaba para ti, debes al club ochenta y un mil cuatrocientos cincuenta dólares.
—¿Ochenta y un mil cuatrocientos cincuenta?
—Puedo enseñártelo desglosado.
—¿Has hablado con mis padres?
—Tu madre dice que apechugues. Tendrás que pagarlo trabajando.
Siguió la mirada de Matti.
—¿Me han vendido?
Él le dio un bofetón y la mano le dejó una huella caliente en la mejilla.
—Eres una chica muy lista. Sabes que no te conviene hacer esa clase de preguntas. No vuelvas a preguntarlo nunca más.
Maya se retiró a la parada de autobús. La cifra 81.450 dólares no dejaba de darle vueltas en la cabeza, pero la parada la calmaba. Los domingos había poco movimiento y ella y Katia se quedaban sentadas en la parada durante horas. Un bebé de tres semanas no hacía otra cosa que dormir, y Maya no hacía otra cosa que mirarlo dormir. Le asombraba que de ella hubiera salido alguien tan perfecto, tan completamente formado y traslúcido que brillaba. Maya vio a Matti observándola desde una ventana del club. El cielo, la carretera, la farola, la chica, el bebé. Todo era lo mismo, día tras día, salvo que el bebé estaba creciendo.
Matti cogió a Maya a solas en el vestíbulo del club, un cuarto de sofás rojos de terciopelo y estatuas eróticas. Eran las once de la mañana y él tenía aspecto y olor de haber pasado la noche en una botella de vodka.
—¿Conoces la diferencia entre un ruso y un finlandés? —preguntó.
—Un borracho competente y un borracho incompetente. Ya me lo habías contado.
—No, princesa, es la meticulosidad. Mira, no sabes con quién estás tratando. Esta gente no hace las cosas a medias. Tienen clubes como éste en el mundo entero. Y chicas como tú por todo el mundo. Chicas que piensan en irse antes de pagar su deuda. —Le mostró una fotografía—. ¿A eso lo llamas una cara? Adelante, estúdialas. A lo mejor aprendes algo.
Maya corrió al fregadero de la barra y vomitó.
—Ya lo sabes. —Matti se balanceó en sus pies—. Para esta gente no eres nadie especial. Para ellos sólo eres una zorra que habla demasiado.
Vinieron al día siguiente, dos hombres vestidos con mono y botas en una furgoneta Volvo antigua. Maya inmediatamente los bautizó como los Recaudadores. Ella estaba preparada, con Katia en una canasta y pañales en otra, como si salieran a pasar el día. Los hombres la habrían metido en la parte de atrás de la furgoneta si el vehículo no hubiera petardeado durante el último kilómetro con una rueda pinchada y un agujero en el silenciador. Cuando el mecánico del garaje dijo que podía reemplazar tanto el neumático como el silenciador en media hora, los Recaudadores decidieron comer en el salón con aire acondicionado.
La cuestión era qué hacer con Maya. No podían dejarla en la furgoneta mientras estaba en el mecánico y no querían que se mezclara con sus compañeras de trabajo; de hecho, los Recaudadores no querían que volviera al club. Fue Matti quien sugirió la parada del autobús, donde Maya estaría a la vista de todas y serviría de escarmiento. Los hombres miraron a un lado y a otro de la carretera y la hierba alta hasta la rodilla que rodeaba la parada y volvieron a su col y su crema agria.
Maya se sentía aliviada en la parada del autobús. Era su lugar especial. El resto del mundo había retrocedido y la dejaba sola con Katia y el trino de un millón de insectos. Nunca los había escuchado antes. Nunca había rezado antes.
—Buena noticia y mala noticia —informó el mecánico al hombre del salón—. La rueda pinchada ya está puesta, pero tenemos un pequeño problema con el silenciador. Las tuercas estaban muy oxidadas. He usado lubricante y llave inglesa. Luego usaré una sierra. Puede que necesite otros veinte minutos.
—Puede que necesites una pistola metida en el culo.
Maya decidió que mantendría a su hija con vida lo más posible, pero si era necesario, la mataría ella antes que dejar que la torturaran.
—¡Salud! —Matti levantó un vaso de vodka. Los Recaudadores no hicieron caso de su brindis pese a que les había llenado las copas hasta el borde—. ¿No? ¿Y si os turnáis? ¿Un solo finlandés contra dos rusos? Eso es justo.
—Que te den por culo —dijeron los Recaudadores y levantaron sus vasos.
El sonido de un motor se solapó al canto de los insectos y un autobús emergió de las ondas de calor de la carretera.
—Sólo uno pequeño. —Matti llenó el siguiente vodka hasta el borde.
Era un autobús de reclutas del ejército, todos encarnaciones de sir Galahad cuando vieron a una chica sentada en la parada.
Los Recaudadores salieron disparados desde el vestíbulo.
—Has dicho que no había servicio de autobuses. Ahora aquí hay un bus y nuestro coche está en el puto taller.
—No hay servicio de autobuses —dijo Matti—. Hay un campamento del ejército cerca. A veces pasa un camión o un autobús suyo.
Las puertas del autobús se abrieron y Maya subió cautelosamente, como si el bus y los soldados pudieran disolverse a su contacto.
Los Recaudadores corrieron por el aparcamiento. Uno sacó una pistola, pero el otro le dijo que la guardara.
Matti hizo una seña, vamos, vamos.
Al principio, Maya soportó un centenar de preguntas. Al cabo de un rato, los soldados se relajaron satisfechos de su buena acción y la chica llegó hasta la ciudad sin que se metieran con ella.
Un mercado al aire libre rodeaba la estación de tren. El dinero de Maya estaba en su habitación del club, pero las propinas de la noche anterior eran más que suficiente para comprar dos bolsas de lona, unos tejanos azules, una chaqueta de cuero de segunda mano y teñirse el pelo en una peluquería de la estación mientras las empleadas admiraban a Katia. Sólo entonces, transformada, Maya se acercó a la taquilla y compró un billete para el tren nocturno a Moscú. Segunda clase. Nunca había estado en Moscú, pero creía que sería un buen sitio para esconderse.
—Están ocurriendo milagros. Nuestra suerte ha cambiado —le dijo al bebé cuando el tren partió.
Maya rió de euforia. Le habían confiado el objeto más precioso del universo y ella había logrado protegerlo. A partir de ese momento, todo sería diferente.
Katia se removió. Antes de que empezara a llorar, Maya salió a la plataforma que conectaba los vagones y se llevó el bebé al pecho. Una vez que calmó la primera necesidad urgente del bebé, Maya se concedió un cigarrillo. No le habría importado quedarse así para siempre, observando campos que brillaban a la luz de la luna, metiendo a su bebé en el mundo, de contrabando.
Maya no oyó que un soldado borracho se unía a ella hasta que la puerta se cerró tras él.
Eso había ocurrido hacía siglos, pensó Maya. Al menos dos días. Bueno, zorras eran las que como zorras actuaban. Cerró los ojos hasta que Zhenia se quedó dormido, entonces cogió el último dinero que le quedaba al chico en la mochila y salió del casino.