Zhenia y Maya compartían una bolsa de patatas en el café abierto las veinticuatro horas de la estación Yaroslavl mientras él le enseñaba a usar su nuevo móvil. Ella tendía a gritar porque no había cable.
—No puedo creer que no hayas usado nunca un móvil antes. ¿Nunca has enviado un SMS? ¿Vídeos?
—No.
—¿De dónde eres, por cierto?
—No lo conocerías.
—Inténtalo.
—No tiene sentido.
—¿Por qué no?
—No tiene sentido. Así que ahora que tengo teléfono, ¿qué hago? No conozco a nadie al que llamar.
—Puedes llamarme a mí. He puesto mi número el primero en marcado rápido.
—¿Puedes quitarlo?
—¿No quieres mi número?
—No quiero el nombre ni el teléfono de nadie. ¿Puedes quitarlo?
—Claro. Lo borraré. No hay problema.
Aun así fue un momento extraño. Zhenia se había pasado otra vez. Fue un alivio ver un tablero de ajedrez en la mesa de al lado. De hecho, un ajedrez electrónico. El hombre encorvado tendría unos cincuenta años y una nariz colorada que sobresalía de una barba gris. Pidió otra ginebra con un acento británico casi ininteligible. Zhenia se fijó en que el nivel de dificultad del juego estaba en intermedio. Era doloroso ver a un hombre crecido vencido por una máquina.
Zhenia bajó la voz y le dijo a Maya:
—Vamos justos de dinero. Déjame cinco minutos solo.
—Estaré en el vestíbulo principal. No llames a tu amigo el investigador.
—Cinco minutos.
Zhenia esperó hasta que ella se fue antes de prestar atención a su vecino. Parecía excéntrico, con aire de catedrático, lo que Zhenia esperaba en un inglés.
—¿Una partida difícil?
—¿Perdón?
—El ajedrez.
—Bueno, desde luego lo es cuando juegas contra un espacio abierto, contra un vacío, por así decirlo. Es muy desorientador.
—Sé lo que quiere decir. Tengo la misma máquina. Me gana siempre.
—¿Así que juegas? Qué suerte. Mira, si tu tren no sale enseguida quizá podemos hacer una partida. ¿Conoces el ajedrez rápido?
—¿Blitz? He jugado alguna vez.
—Cinco minutos, muerte súbita. El tablero tiene un reloj. ¿Estás preparado?
—Si quiere…
—¿A tu novia no le importa?
—No.
—Henry. —Se estrecharon la mano mientras Zhenia cambiaba de mesa.
—Iván.
Ganar de manera ajustada era todo un arte. Henry sacó la dama demasiado pronto, no protegió sus torres, dejó que sus caballos se estancaran en los lados. Zhenia cometió algunos fallos de criterio y no acorraló el rey del inglés hasta que hubo sangrías satisfactorias en ambos lados.
Henry era de buena pasta y tenía numerosos tics.
—Suerte de juventud. Aunque es una partida diferente cuando hay dinero en juego. Sí. Entonces hay consecuencias. ¿Lo has hecho alguna vez? ¿Afrontar las consecuencias?
—Claro. Una vez gané diez dólares.
—Entonces eres casi un profesional. ¿Y pues? ¿Otra partida?
Zhenia ganó con la apuesta a diez dólares y otra vez a veinte.
Henry colocó las piezas.
—¿Y cien dólares?
Yegor se sentó al lado de Maya.
—He oído que buscas un bebé —susurró.
Maya se tensó como si tuviera una serpiente a sus pies. De repente, era tranquilizador estar rodeada por el ejército de viajeros del vestíbulo, dormidos o no.
—¿Dónde has oído eso?
—Has preguntado a la mitad de la gente de esta estación. Corre la voz. ¿Un bebé? Es una verdadera pena. Es una locura. Mataría a alguien que hiciera eso. De verdad. Si puedo ayudar, sólo tienes que decírmelo. En serio.
Si Yegor le había parecido grande bajo el brillo fluorescente del túnel, daba la sensación de expandirse más en la penumbra de la sala de espera.
—Lo malo es que la gente no te cree. No creen que tengas un bebé. Yo lo sé, porque me jodiste mi pañuelo de seda con tu leche materna. Ya sé que fue un accidente, no te preocupes.
Maya se quedó muda, aunque no podía decir que la sorprendiera del todo ver a Yegor. Medio había esperado verlo desde que le puso las manos encima en el túnel.
—Supongo que Genio está en el caso —dijo Yegor—. Genio es el tipo más listo que conozco. ¿Cuál es la capital de Madagascar? ¿Trucos de cartas? Esa clase de cosas. El problema con Genio es que vive en su propio mundo. No creo que conozca ni a diez personas. No podrías haber elegido a nadie más inútil aunque lo hubieras intentado. Nunca encontrarás a tu bebé. Pero yo sí puedo hacerlo.
No pudo evitar preguntar:
—¿Cómo?
—Lo compras. Es lo que hacemos los chicos y yo. Proteger cosas o recuperarlas. Lo de anoche con el canadiense fue una diversión inusual. Oímos todos los rumores, todas las noticias, las valoramos y reaccionamos. Por ejemplo, has estado preguntando al revisor por Tía Lena. La hemos localizado. Somos una red como la de la policía, pero menos cara. ¿No querrás acabar en los tribunales, no? Enviarían a tu bebé a América y no volverías a verlo.
—¿Y el amigo de Zhenia, el investigador?
—Es un fracasado. Yo no dejaría que se acercase a un bebé.
—¿Cuánto? ¿Cuánto costaría? —No creía ni una palabra de lo que Yegor le decía, pero no haría daño saberlo.
—Bueno, en esta situación cada segundo cuenta. Pondríamos todos nuestros recursos a tiempo completo inmediatamente. Para empezar, quinientos dólares. Después de las negociaciones y la entrega satisfactoria, más bien cinco mil. Pero te garantizo que tendrás tu bebé.
—No tengo tanto dinero. No tengo dinero.
—¿No tienes amigos ni familia a los que pedir prestado?
—No.
—Anoche dijiste que tenías un hermano.
—No es verdad.
—Lástima. Quizá…
—¿Quizá qué?
—Quizá podríamos buscar una solución.
—¿Qué clase de solución?
Yegor puso voz ronca y se inclinó lo suficiente para que su barba rozara la oreja de Maya.
—Lo pagas trabajando.
—¿Haciendo qué?
—Lo que quiera el cliente. No es que seas virgen.
—Tampoco soy una prostituta.
—No te enfades. Estoy tratando de hacerte un favor. Tiene que volverte loca imaginar lo que están haciendo con tu bebé. ¿Le están dando de comer? ¿Le cambian el pañal? ¿Sigue vivo? —Se levantó—. Volveré a estar aquí dentro de dos horas por si cambias de opinión.
—Púdrete en el infierno.
Yegor suspiró como un hombre que ha hecho todo lo posible.
—Es tu bebé.
En medio de la partida, Zhenia se preguntó por Maya. Antes o después, su vagabundear llamaría la atención de la policía, quizá del teniente del que se había escapado la primera vez que la vio, cuando era un destello de cabello rojo entre la multitud. Si la paraban sin ninguna clase de identificación, la meterían en una celda juvenil donde podían retenerla durante un año antes de que viera a un juez o la enviarían a un orfanato donde podría estar más tiempo aún. Se le ocurrió que a lo mejor no estaba paseando. Podría dirigirse al metro con su cuchilla.
Entretanto, Henry jugó con más astucia y consiguió pequeñas ventajas, dejando a Zhenia con peones doblados y forzándole a un intercambio desigual de un alfil por un caballo.
—¡Jaque!
Zhenia estaba perdido en su ensueño de angustia. Imaginó a Maya en el andén del metro. Era la hora punta y la presión de la multitud la había forzado más allá de la línea de seguridad. Siendo una chica de campo, ¿qué sabría de carteristas y pervertidos? A las mujeres las magreaban, sobre todo en hora punta. Ocurrían accidentes. Era fácil de imaginar. El reloj de encima del túnel contaba los segundos hasta el siguiente tren. Una brisa y un halo de faros acercándose. La multitud empujando hacia delante; nadie facilita que los pasajeros bajen del tren. Una oleada de movimiento indistinto. Chillidos y gritos.
—¡Jaque! —repitió Henry.
Cuando Zhenia emergió de su ensueño diurno, la Maya de carne y hueso apareció en el café, con el humor oculto bajo una capucha. Se sintió aliviado, pero al mismo tiempo no pudo evitar preguntarse dónde había estado. Además, no le gustó descubrir en su primer vistazo al tablero que con menos de dos minutos en el reloj estaba a punto de perder con Henry, quien sonrió bajo su barba, hizo sus tics y sus muecas y dijo en un perfecto ruso nativo:
—Nunca estafes a un estafador.
—Pensaba que estabas buscando al bebé. Todavía estás jugando al ajedrez.
—Ya lo sabías —dijo Zhenia, todavía concentrado en el tablero.
—Me he ido hace media hora. ¿No has mirado en ninguna parte?
—Sólo déjame acabar esto.
—¿Podemos irnos ahora? —preguntó Maya.
—Necesito cinco minutos.
—Es lo que has dicho antes.
—Sólo cinco minutos más. —Zhenia podía salvar la partida, veía una escapatoria y más allá, una combinación con todas las luces verdes.
Maya barrió las piezas del tablero. Las piezas de plástico rebotaron y rodaron bajo las mesas. Todas las miradas del café estaban clavadas en Maya.
—¿Podemos irnos ahora?
—Después de que pague —dijo Henry.
Zhenia recogió las piezas del suelo con expresión adusta. Perder dinero no le molestaba tanto como haber sido humillado públicamente en lo que en esencia era su lugar de negocio. Había sido un prodigio; ahora era patético. Además estaba perplejo. Era él quien tenía derecho a estar enfadado, y sin embargo era Maya la que irradiaba furia y desprecio.
De camino al Pedro el Grande, Zhenia consideró una y otra vez separarse de ella: «Que te vaya bien. Buena suerte». Sin embargo, no llegó a pronunciar esas palabras, ni siquiera cuando Maya le exigió la combinación del teclado en la puerta de atrás del casino.
—Por si no nos encontramos —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que ya no has de seguir ayudándome.
—No me importa. —Era al mismo tiempo verdad y mentira.
—No, tu juega tus partidas y yo haré lo que he venido a hacer.
Zhenia recordó que antes de conocer a Maya todo iba como la seda. Era un ganador. Hacía sus chanchullos con concentración, era un miembro respetado de la comunidad de Tres Estaciones y tenía un casino lujoso sólo para él. Se reconocía su genialidad. De pronto, todo estaba patas arriba. Se había convertido en un perdedor a punto de quedarse sin la posesión del único sitio que consideraba suyo. En la puerta de atrás del casino le dio a Maya lo que quería. Ella marcó el código por sí misma para asegurarse.
—¿No confías en mí? —dijo Zhenia.
—A lo mejor me mientes y a lo mejor no.
—Gracias. ¿Por qué estás tan enfadada?
—Mi bebé ha desaparecido y tú juegas al ajedrez.
—Para conseguir dinero para nosotros.
—¿Para nosotros? Quieres decir para ti, para poder seguir jugando. Estoy mejor sola. Lo único que conoces es el dinero. No eres más que un estafador.
—Y tú no eres más que una zorra.
Eso la hizo estremecerse. La palabra era una buena arma, un arma que un hombre podía usar una y otra vez.