Bajo el resplandor de arañas de cristal nada era demasiado caro ni demasiado ridículo. Un rifle de balines que había pertenecido al príncipe Alexis Románov, en tiempos heredero del Imperio ruso, se ofrecía por 75.000 dólares.
Un collar de esmeraldas que había pertenecido a Elizabeth Taylor: 275.000 dólares.
Por 25 millones, un viaje a la estación espacial internacional.
Un vino de Burdeos de 1802 que Napoleón había abandonado mientras Moscú ardía: 44.000 dólares.
Modelos tan bellas y silenciosas como guepardos se sucedían en la alfombra roja, buscando marcas: Bentley, Cartier, Brioni. Arkady, por su parte, parecía vestido en una funeraria. La decepción que provocaba en las mujeres le hizo sentir culpable.
Mientras los invitados entraban en la feria, Arkady reconoció atletas famosos, supermodelos, celebridades marginales, banqueros privados y millonarios. En el escenario, una estrella del tenis se reía mientras leía el guión: «Bienvenidos a la Nijinsky Fair de artículos de lujo {…} un gran acontecimiento social {…} patrocinadores como Bulgari, Bentley y el Grupo Vaksberg. Todos los beneficios se destinarán a los niños de los albergues de Moscú. ¿En serio?».
Se cotilleaba sobre las propiedades inmobiliarias. La Milla de Oro era la zona más cara de Moscú. De hecho, la más cara del mundo.
—Con una escuela angloamericana al lado.
—Vigilancia las veinticuatro horas y ventanas de seguridad.
—Doce mil dólares el metro cuadrado.
—Y una pequeña iglesia maravillosa si se deshicieran de los mendigos.
Delante de Arkady, un hombre con los hombros encorvados y cuello picado de viruelas le confiaba en voz baja a una mujer tan elegante que no tenía cejas, sólo líneas de perfilador, que lo que él buscaba era una audiencia con el papa.
—Mal no hará.
Arkady reconoció al peregrino como Aza Baron, antes Baranovski, que había pasado seis años en prisión por fraude. Después de que lo soltaran, seguía con las mismas argucias, pero lo llamaba fondo de inversión y se había hecho tan rico como para que eliminaran su condena. Voilà! Un nuevo nombre, una nueva biografía, un nuevo hombre. La de Baron no era la única historia de un ascenso de la pobreza a la fortuna. Arkady espió a una autoridad olímpica que, de joven, mató a un rival con un palo de críquet. En la cabeza afeitada de otro hombre se apreciaban las marcas de un ataque con una granada, recordatorios de que para subir la escalera de la riqueza en ocasiones había que saber esquivar.
Un largo expositor contenía relojes de pulsera que mostraban la hora, la fecha, la profundidad, las décimas de segundo y la hora de tomar la medicación. Hasta 120.000 dólares. Un violoncello tocado por Rostropóvich. Una cómoda gigante que había usado Pedro el Grande.
Vigilantes de seguridad vestidos de Armani en negro se filtraban entre la multitud. Arkady se preguntó por dónde empezar. Se imaginó dándole un golpecito en el hombro a Baron y diciendo: «Disculpe. Estoy investigando la muerte de una prostituta barata y, pese a todo el dinero que tiene, me parecía un candidato al que preguntar». Seguido por una expulsión inmediata.
—Quedan quince minutos para cerrar la feria esta noche —anunció una mujer desde la pasarela—. Gracias a ustedes y a su exigencia de tener sólo lo mejor, el lujo ayuda a los necesitados, sobre todo a las niñas inocentes. Quince minutos.
Arkady simuló ser un hombre que trataba de decidirse entre un Bentley blindado de 250.000 dólares, una Harley Davidson con diamantes incrustados por 300.000 o un Bugatti Veyron tan negro como una nube de tormenta por 1,5 millones. Los vigilantes sin duda iban hacia Arkady. Al final, alguien había cotejado su nombre con la lista de VIP. Arkady pensó que podría sobrellevar la desgracia social. Sólo le molestaba no haber podido mostrar la foto de Olga a nadie.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Era Ania Rudikova, la vecina de enfrente de Arkady. Llevaba una mochila de piel colgada al hombro y una cámara en torno al cuello.
Para Arkady era la clase de periodista que se daba autobombo y era casi tan famosa como la gente de la que escribía. Arkady la había visto en televisión levantando una nidada de ricos y políticamente conectados. Los atacaba y los adulaba en igual medida.
—Mirando —dijo Arkady.
—¿Has visto algo que te guste?
—Algo que encaja en mi presupuesto. Me inclino por el Bugatti. Mil caballos de potencia. Por supuesto, a máxima velocidad te quedas sin gasolina en doce minutos y los neumáticos se incendian en quince. Tiene que ser emocionante.
Ania señaló hacia el entresuelo.
—Te he estado observando desde allí. Y se nota que eres policía desde un kilómetro.
—¿Y tú qué haces aquí? Pensaba que eras una periodista seria.
—Soy escritora. Un escritor se ocupa de toda clase de historias, y esto es el acontecimiento social del año.
—Si tú lo dices.
Al menos los vigilantes de seguridad estaban retrocediendo. También explicaba por qué Ania llevaba un traje de chaqueta negro y libreta y bolígrafo. Debería haber llevado zancos; todos los demás le sacaban una cabeza.
Ella lo estudió a su vez.
—No te importa mucho la alta moda, ¿verdad?
—No sé lo suficiente de moda para tener opinión. Es como preguntarle a un perro sobre aviación.
—Pero todo el mundo tiene un estilo. ¿Un hombre que sale a abrir la puerta con poco más que una pistola? Eso desde luego es una declaración de moda.
Según recordaba Arkady, sólo iba sin camisa, a lo sumo descalzo, cuando abrió la puerta. Lo más curioso era que rara vez llevaba pistola. No sabía por qué la había cogido esa vez, salvo por el hecho de que había oído una pelea en el pasillo. Ania no se asustó entonces y tampoco en esta ocasión; parecía una persona bajita que disfrutaba desequilibrando a personas más grandes.
—No me has dicho cómo te sientes con los ricos.
—¿Cómo de ricos? —preguntó Arkady.
—Millonarios. No me refiero a millonarios de medio pelo. Me refiero a al menos doscientos o trescientos millones o más. O más de mil millones.
—¿Hay aquí de esos esta noche? Eso hace que me sienta menos como un perro y más como una gota en el parabrisas.
—¿Cómo has entrado?
—Por invitación —dijo Arkady.
—¿Quién te ha invitado?
—No lo sé. Ésa es la cuestión.
Algo estaba ocurriendo en el escenario. Ania se puso de puntillas.
—No veo nada. Vamos. —Se encaminó hacia la escalera.
El entresuelo estaba decorado como la mina de diamantes de los enanitos en Blancanieves de Disney, que había obtenido un enorme éxito en Rusia, salvo que ahí las gemas eran el cristal de una botella y sólo había un enanito y estaba borracho. Todavía llevaba una máscara de goma y se había desplomado en el suelo. Mudito.
Ania hizo una seña a Arkady para que se sentara y se unieron a un hombre que hablaba por el móvil sentado a una mesa. Había un guardaespaldas de aspecto duro detrás, examinando la multitud. ¿Desde cuándo los rusos se echaban espuma en el pelo? Arkady se sentía cada vez más inepto y descuidado.
—Vaksberg —se identificó el hombre de la mesa, y de inmediato su atención volvió a la discusión telefónica.
Parecía paciente y hablaba con pausa. Lucía un caro bronceado y perilla negra y el gran público lo conocía como Alexander Sasha Vaksberg, el Príncipe de las Tinieblas.
Cerró el teléfono.
—El año pasado había más de cien personas con más de mil millones en Moscú. Hoy hay menos de treinta. Así que es el mejor de los momentos, el peor de los momentos y en ocasiones simplemente es una mierda. Resulta que no sabemos cómo dirigir el capitalismo. Era de esperar. Resulta que nadie sabe dirigir el capitalismo. Fue una sorpresa desagradable. ¿Un cigarrillo?
Vaksberg pasó sobre la mesa un paquete delgado en el que se leía: «Dunhill mezcla personal para Alexander Vaksberg».
—Cigarrillos personalizados. Nunca lo había visto antes. —Arkady encendió uno—. Excelente.
—No seas grosero —dijo Ania—. Sasha ha organizado este evento para niños sin hogar de su propio bolsillo. Come algo. He oído que la charlota es deliciosa.
—Tú primero.
—Le gustaría —dijo Sasha Vaksberg—, pero nuestra Aniushka es alérgica a los lácteos. La leche es el asesino. Enséñaselo.
Ania le mostró a Arkady una pulsera de emergencia que llevaba en el brazo izquierdo. Lo que sorprendió a Arkady fue que Sasha Vaksberg, uno de los hombres más ricos del país y organizador de la velada, estaba siendo prácticamente marginado por sus pares. En cambio, estaba con una periodista y un policía, lo cual era un poco humillante.
—Las sobras irán, por supuesto, a millonarios sin hogar —dijo ella.
—Tal vez sí —dijo Vaksberg—. Alguien ha de señalar a los inútiles del Kremlin que tenemos una turba enfadada; sólo que esta turba está formada por los ricos. A los campesinos les cuesta levantarse, pero los ricos tienen expectativas.
—¿Está hablando de violencia en las calles?
—No, no. Violencia en la sala de juntas.
—Vosotros dos deberíais conoceros. El investigador Renko siempre espera lo peor —dijo Ania—. Duerme con una pistola.
—¿En serio? —preguntó Vaksberg.
—No, probablemente me dispararía.
—¿Pero lleva una cuando está de servicio?
—En ocasiones especiales. Casi siempre hay otra salida.
—Así que es un negociador y no pega tiros. Es una especie de ruleta rusa, ¿no? ¿Alguna vez se ha equivocado?
—Una o dos.
—Usted y Ania son tal para cual. Ella escribe de moda para una revista mía. La semana pasada el director pidió un artículo de dietas y ella escribió un artículo titulado «Cómo cocinar supermodelos».
—¿Les gustó a las modelos?
—Les encantó. Hablaba de ellas.
La jugadora de tenis regresó al escenario e hizo sonar un gong. La feria había terminado. La fiesta estaba a punto de empezar.
Primero había que despejar el suelo, lo cual habría resultado extraño sin una cortina que ocultara la retirada, a tirones y empujones, de los expositores. No obstante, pocos invitados se fijaron, porque un foco dirigió su atención a un bailarín con un vestido suelto de arlequín y gorro de punta sentado en lo alto de una pasarela suspendida del techo, con los brazos y las piernas colgando, como una muñeca en un estante. Se movía de manera espástica, haciendo una pantomima de pasión loca y, después de sollozar por su corazón roto, saltó a su destino. Sin embargo, en lugar de caer, quedó suspendido en un único cable casi invisible. Parecía una criatura del aire. Era en parte una ilusión. Cada uno de sus movimientos estaba coreografiado con atención a los ángulos, la aceleración y la fuerza centrífuga. Figuras en sombra en el suelo hacían las veces de contrapesos, funcionando en concierto para mantener las cuerdas tensas de manera que el bailarín volador podía oscilar como un péndulo o girar o dar una voltereta o elevarse en un magnífico jeté.
Se trataba sobre todo de la osadía del bailarín mientras era atraído como una polilla de una luz a otra, finalizando en una serie de saltos prodigiosos al estilo de Nijinsky. El foco lo iluminó y se apagó, y cuando aumentaron las luces de la sala, la feria había sido sustituida por una pista de baile y piso tras piso de mesas y cabinas rococó en blanco y dorado.
Un pinchadiscos negro con un abultado gorro africano que le cubría los auriculares, ponía discos en dos tocadiscos y hacía misteriosos ajustes en su panel de control mientras marcaba con la cabeza un ritmo que sólo él oía. Sonrió —sólo era una broma— y conectó los altavoces. Todos habían ido de esmoquin y habían lucido con nobleza en un acto de filantropía, pero ahora las corbatas estaban aflojadas y corría el champán, y en un minuto el suelo quedó tan repleto que lo único que podían hacer quienes bailaban era contorsionarse en su sitio.
Ania explicó que los niveles más altos eran los más caros. Eran el refugio de hombres mayores que, después de mover un poco los pies, abandonaban la pista con el honor intacto, tranquilizados de que, pese a que el mundo podía ser un montón de basura, al menos el club Nijinsky estaba encima del montón.
—Esto es terreno neutral —dijo Vaksberg—. Tenemos perros para detectar bombas y cincuenta hombres de seguridad para garantizar una política de «ni pistolas ni cámaras». No queremos que nuestros invitados de Oriente Próximo tengan que preocuparse porque los fotografíen con una bebida en una mano y una bailarina en la otra.
—¿Y Mudito? —preguntó Ania.
Todavía con el disfraz, el enano se había arrebujado debajo de una mesa y estaba roncando.
—Está respirando y parece cómodo —dijo Vaksberg—. Déjalo.
Arkady se recostó cuando los camareros con guantes blancos pusieron un mantel y sirvió un cuenco congelado de caviar beluga y tostada caliente con cucharas de nácar.
—Los jóvenes dicen que el éxtasis es una droga del amor, porque al parecer reduce la agresividad. Les encanta bailar hasta perder la cabeza en dos centímetros cuadrados toda la noche. No tengo nada más que añadir. ¿Qué hace por placer, Renko?
—En invierno esquío en Chamonix. En verano, navego en Montecarlo.
—En serio.
—Leo.
—Bueno, la gente de la feria se entretiene dando dinero a obras de caridad. En este caso, a niños sin hogar a los que privan de su infancia y arrastran a la prostitución, niños y niñas. ¿Lo desaprueba?
—¿Un regalo de un multimillonario a un niño hambriento? ¿Qué puede haber de malo en eso?
—Por favor —dijo Ania—, la Nijinsky no es una obra de caridad. La Nijinsky es un club social para niños superricos de mediana edad. Sólo vienen para ir de mesa en mesa. Sus mujeres han de ser hermosas, reírse de los comentarios groseros de los hombres, beber en todos los brindis, soportar los intentos torpes de seducción por parte de los mejores amigos de su marido y al final de la tarde estar lo bastante sobrias para desvestir al viejo y meterlo en la cama.
—¿Y me llaman cínico? —dijo Vaksberg—. Continuaremos esta conversación, pero ahora viene una interrupción y tengo que subir al escenario y recordar a nuestros amigos que sean generosos. —Sirvió champán para Ania y Arkady—. Cinco minutos.
Arkady no comprendía por qué Alexander Vaksberg pasaba ni siquiera un minuto con una huésped tan mal educada. Vio a Vaksberg avanzando en la pista de baile. Tenía más de mil millones de dólares. No era de extrañar que simples millonarios se hicieran a un lado cuando llegaba un elefante así.
—Entonces ¿estás aquí para encontrar a la persona que te invitó? —dijo Ania.
—No a mí. No exactamente.
—Es intrigante.
—Veremos.
Dejó en la mesa una fotografía tamaño postal de Olga mirando hacia arriba desde un colchón sucio.
Ania retrocedió.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—Está muerta.
Ni toda la belleza del mundo podía enmascarar el hecho de que no había luz en sus pupilas, ni respiración en sus labios y que no tenía ninguna objeción a la mosca que le examinaba el oído.
—¿Por qué me estás enseñando esta foto?
—Porque ella tenía un pase VIP para la feria.
—Es posible que fuera una bailarina. No recuerdo su nombre. Tienen bailarinas nuevas cada dos por tres. Es joven. Dima, ¿la has visto?
El guardaespaldas miró por encima del hombro de Ania.
—No. Me pagan para vigilar a los que crean problemas, no a las chicas.
—¿Y si encuentra a la gente que crea problemas? —Arkady tenía curiosidad.
Dima abrió la chaqueta lo suficiente para permitir que Arkady atisbara una pistola negro mate.
—Una Glock. La ingeniería alemana nunca falla.
—Pensaba que no se permitían las pistolas en el club.
—Sólo Sasha y los chicos —dijo Ania—. Es su club. Puede escribir las normas como quiera.
Durante la pausa, Vaksberg dio un discurso sorprendentemente sentido sobre niños sin hogar. Entre cinco mil y cuarenta mil vivían en las calles de Moscú; no existía un cálculo preciso, dijo. La mayoría eran fugitivos, chicos y chicas de a partir de cinco años que preferían vivir en la calle que en una casa arruinada por el alcohol, la brutalidad y el abuso. Morían congelados en invierno. Ocupaban edificios abandonados y sobrevivían de pequeños robos y restos de restaurantes. Vaksberg señaló a los voluntarios que hacían la colecta.
—Recuerden, el ciento por ciento de sus donaciones va a los niños invisibles de Moscú.
Entonces los discos volvieron a girar y el implacable ritmo se reanudó.
—No han oído ni una palabra —dijo Vaksberg a su regreso—. Sólo saben cuándo aplaudir. Podría haber hablado a focas amaestradas.
Ania le plantó un beso en la mejilla a Vaksberg.
—Por eso te quiero, porque eres honrado.
—Sólo cuando tú estás cerca, Ania. De lo contrario, miento y maquino tanto como cree el investigador Renko. Estaría muerto si no lo hiciera.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Arkady.
—Sasha ha estado recibiendo amenazas. Me refiero a más de lo normal.
—Quizá debería mantener la cabeza baja en lugar de dar una fiesta con miles de invitados.
Arkady no iba a sentir pena por un multimillonario, ni siquiera por uno con aspecto tan exhausto como Vaksberg. Parecía cada vez más en la sombra, como si le pesaran los hombros, con la sonrisa forzada. Era director del Grupo Vaksberg, una cadena internacional de casinos y centros vacacionales. Arkady suponía que Sasha Vaksberg debería estar respaldado por un ejército de abogados, contables, crupiers y chefs más que por una periodista, un investigador casi despedido, un único guardaespaldas y un enano borracho. Era una caída histórica. Vaksberg era uno de los últimos de los primeros oligarcas. Todavía poseía fortuna y relaciones, pero cada día que sus casinos permanecían cerrados, su situación se deterioraba. Lo llevaba escrito en la cara.
Las luces de la casa se atenuaron, y cuando volvieron a encenderse, las bailarinas del club Nijinsky estaban en la pasarela con sus trenzas, blusas tejanas que dejaban los ombligos al descubierto, faldas cortas y calcetines largos. Lucían los ojos perfilados con rímel, pecas y carmín aplicados en las mejillas casi como un payaso. En otras palabras, como niñas prostitutas.
—¿Preparados? —Le habían pedido a la estrella del tenis que hiciera los honores y llevaba un guión más sencillo en la mano.
Las bailarinas se enderezaron. Puede que no hubieran estado en el Bolshói, pero conocían las posiciones básicas del ballet.
—¡Primera posición! —dijo la estrella del tenis.
La primera chica juntó los talones y puso las manos en la cintura.
—Recuerdo esto —dijo Ania—. Todas las niñas hacen ballet en algún momento. Después patinaje y luego sexo.
—¡Segunda posición!
La siguiente chica abrió las piernas y extendió los brazos a la altura del hombro.
—¡Tercera posición!
La tercera chica juntó las piernas, el talón derecho delante del izquierdo. El brazo izquierdo como antes. Con el brazo levantado en una curva suave encima de la cabeza.
—¡Quinta posición!
Piernas cruzadas, pie izquierdo tocando el interior del pie derecho. Los dos brazos levantados.
Ania preguntó a Vaksberg:
—¿Qué ha pasado con la cuarta posición?
Alguien en el público supuso que la jugadora de tenis había cometido un error y gritó:
—¡Queremos la cuarta posición!
El llamamiento fue recogido por la multitud; en broma, pero también con tensión, hicieron sonar los pies y gritaron al unísono.
—¡Queremos la cuarta! ¡Queremos la cuarta!
La jugadora de tenis estalló en lágrimas.
Vaksberg suspiró.
—Es Wimbledon otra vez. He de ocuparme de esto.
Un foco siguió a Vaksberg al escenario. Por el camino, Arkady observó la transformación de un hombre derrotado en un Sasha Vaksberg enérgico que rebotó en las escaleras hasta el escenario y cogió el micrófono. El hombre tenía presencia en escena, pensó Arkady. La multitud gritó y él los miró y les sonrió desde arriba.
—¿Queréis ver la cuarta?
—Sí.
Se quitó la chaqueta y se la dio a la jugadora de tenis.
—No puedo oíros. ¿De verdad queréis ver la cuarta?
—¡Sí!
—Qué coro más débil. Sois la desgracia de la ciudad de Moscú. Por última vez, ¿queréis ver la cuarta posición?
—¡Sí!
Vaksberg se mostró inexpresivo. El pie derecho hacia fuera, el pie izquierdo detrás, la mano izquierda en la cintura y el brazo derecho levantado en triunfo o gracia.
La reacción fue de asombro y deleite. ¿Sasha Vaksberg haciendo el payaso? Reinterpretando el chiste y dándole la vuelta hasta que el aplauso empezó desde los viejos leones de las filas superiores y luego se extendió entre el joven público de la planta. «Bravo» y «Sigue», gritó la gente.
—¿También es comediante? —dijo Arkady.
—Aún tiene algunas sorpresas. Cuando los invitados se vayan de la feria esta noche, podrían hablar de un Bugatti para él y una Bulgari para ella, pero puedes estar seguro de que hablarán de un despreocupado Sasha Vaksberg.
—Tiene suerte de saber lo que tenía que hacer.
—La suerte no tiene nada que ver.
Arkady tardó un segundo en descifrarlo.
—¿Quieres decir que estaba preparado? ¿Todo? ¿La tenista llorando? ¿Cómo se le ha podido ocurrir una idea así?
—Porque es Sasha Vaksberg. Déjame ver la foto otra vez.
Vaksberg hizo reverencias. Ania examinó la cara de la foto. El rímel corrido y el carmín no podían ocultar lo hermosa que era la chica muerta ni su expresión impasible, como si estuviera contemplando nubes.
—Es Vera —dijo Ania de manera apresurada—. Es la bailarina que falta.
—¿Vera qué?
—No lo sé.
—Eres periodista. A lo mejor está en tu libreta.
—Por supuesto. —Ania pasó las hojas del bloc—. Aquí está, una lista de las bailarinas del Nijinsky que empieza con Vera Antónova. —Volvió a evaluar a Arkady—. De repente suenas como un investigador.