10

Ya no era el Moscú de Arkady. La Milla de Oro —la zona entre el Kremlin y la iglesia del Redentor— había sido un barrio de trabajadores, estudiantes y artistas. Los restaurantes locales eran cafeterías sin asientos que servían repollo hervido. Las calles no brillaban con diamantes, sino con cristales rotos. Pero esa población ya no estaba. Compras, ventas, expropiaciones… Los habían realojado y reemplazado por boutiques y mujeres de piernas largas con bolsos de Prada que circulaban de la clase de Pilates al bar de tapas, del bar de tapas al sushi, del pescado crudo a la meditación.

Como el silenciador del Lada sonaba como un tambor, Arkady detuvo el coche para llamar a Zhenia. En ocasiones, el chico se retiraba durante semanas y lo que Arkady temía era su aislamiento. Además de los jugadores de ajedrez a los que frecuentaba, Zhenia no tenía ningún contacto humano regular que Arkady conociera, salvo una banda de fugitivos liderada por un joven matón peligroso llamado Yegor del que se sospechaba que quemaba indigentes.

Diez tonos sin respuesta era el límite de Arkady. En cuanto desistió, un todoterreno blanco se puso a su lado y una mujer con gafas de sol colocadas sobre la frente le hizo un gesto para que bajara la ventanilla. Llevaba un pañuelo de seda atado de manera informal en torno al cuello y una cadena de oro que tintineaba en su muñeca.

—Ésta es una Zona sin Ladas —dijo.

—¿Qué zona?

—Sin Lada.

—¿Cómo este coche?

—Exacto. No está permitido aparcar Ladas en esta zona, y menos todavía dormir en ellos.

Arkady miró a Víktor, que roncaba ruidosamente.

—¿Estamos en Rusia? —preguntó Arkady.

—Sí.

—¿En Moscú?

—Por supuesto.

—¿Y el Lada no es un coche ruso?

—Un Lada puede reducir el valor de toda una manzana de la ciudad.

—No tenía ni idea.

—¿Le han remolcado hasta aquí?

—Iba de paso.

—Lo sabía. El tráfico de paso es lo peor. ¿Por qué se ha parado?

—Estamos soltando ratas.

—Basta. Voy a alertar a seguridad.

El móvil de Arkady sonó. Como esperaba una llamada de Zhenia, respondió sin mirar la pantalla.

—Gracias —dijo Zurin—. Por una vez contesta. Será como un regalo de cumpleaños pero mejor.

Arkady subió la ventanilla. La mujer empezó otra diatriba, él levantó su tarjeta de identificación. Al cabo de un momento el todoterreno se fundió y la mujer desapareció.

—¿Qué será mejor?

—Su carta de renuncia.

—No le he mandado ninguna.

—Sin prisa, Renko, tiene todo el día.

Para Arkady, el fiscal Zurin ejemplificaba la modesta ambición de un corcho. Flotaba. En un régimen tras otro, en una policía después de una contrapolicía, Zurin flotaba y sobrevivía.

—¿Por qué iba a renunciar?

—Porque lo último que quiere es una vista departamental por suspensión.

—¿Por qué me iban a suspender?

—Ha desobedecido órdenes, ha abusado de su autoridad y ha puesto en ridículo a la oficina del fiscal.

—¿Puede ser más concreto?

—La cuestión con una prostituta muerta sin identificar. Le dijeron que no iniciara investigaciones.

—No lo he hecho. Estaba con un agente de policía que respondió a la llamada de radio de una sobredosis después de que la comisaría local no respondiera. Ayudé al agente cuando no llegó más ayuda que los técnicos del forense.

—¿Qué ayuda necesitaba para una sobredosis? Me ha dado su cabeza en una bandeja de plata. Lo único que tenía que hacer era quedarse en el coche.

—No es una sobredosis —dijo Arkady—. Según el forense, a la chica le administraron…

—No lo entiende. No ha hecho caso de mis órdenes. No estaba autorizado a solicitar una autopsia.

—El detective Orlov sí, y es su caso, no el mío.

—Orlov es un alcohólico irredimible.

—Hoy es un torbellino.

Víktor abrió la puerta y vomitó.

—Sólo ordenamos autopsias cuando hay circunstancias sospechosas.

—Una mujer joven y sana estaba muerta. Si eso no le parece sospechoso, ya me dirá.

—Basta. Le quiero en la oficina. ¿Dónde está ahora?

—No lo sé. Hay un Starbucks en la esquina.

—Eso no ayuda. Renko, puede renunciar elegantemente o que lo saque con la basura. Quédese con su amigo Orlov. Se hundirán juntos.

Al cabo de cinco minutos, Arkady estaba en un atasco de tráfico en Kutuzovski mientras la policía despejaba el camino para flotas de vehículos gubernamentales que aceleraban por el carril central. No tenía tiempo para contemplar la creciente posibilidad de que lo despidieran. ¿Y luego qué? Podía cultivar rosas. Criar palomas. Leer los grandes libros en sus idiomas originales. Ejercicio. El problema era que ser investigador dejaba a una persona preparada para poco más. Era un gusto adquirido, como la mezcla de sangre y leche de los masái.

Encontró la invitación a la Nijinsky Fair que había caído de la botella de vodka en la caravana y la miró por todos lados. En realidad no era una tarjeta de crédito. Un poco más larga y más gruesa. Más como una placa de ruleta. El día anterior no se había fijado en la existencia de la feria y ahora había pancartas que la anunciaban colgadas en cada edificio en construcción del centro de Moscú. NIJINSKI LUXURY FAIR escrito en plata sobre terciopelo negro.

Arkady encontró un quiosco de diarios en la estación de metro. La prensa cubría la feria desde distintos puntos de vista. Izvestia aprobaba su exceso capitalista. Zavtra detectaba una conspiración judía. Los lectores de la más terrenal Gazeta sugerían diferentes artículos de lujo, la mayoría de los cuales relacionados con islas privadas, castillos privados o potenciación sexual.

A cada uno, su sueño.

Víktor vivía en la versión de ayer del futuro: una espiral de módulos en torno a una escalera central, cada uno de ellos un cubo de cemento a la vista que combinaba funcionalidad y gracia. Un módulo se había volcado. Estaba de costado, sin tuberías ni cables. El ayuntamiento y la comisión histórica habían luchado durante años por el edificio, porque en tiempos la intelectualidad de Moscú se reunía con asiduidad en el apartamento de Orlov para debatir ideas, leer poesía y beber. Esenin, Mayakovski o Blok habían asistido en un tiempo en que, como lo expresaba Víktor, la poesía no era bazofia romántica. Víktor podía recitarlos a todos. Alguna gente llamaba al edificio la Casa de los Poetas. Un gato se acercó con delicadeza por un patio lleno de botellas vacías y diente de león. Una pareja de gatitos observaban desde un lecho de toallas sucias.

Víktor se sentía casi como nuevo. Los temblores habían pasado y oír el precio de una entrada para la Nijinsky Fair lo despertó.

—¿Diez mil dólares por entrar? Entonces habrá comida gratis.

—Creo que es probable. Por cierto, ha llamado el fiscal. Quiere que yo renuncie y que tú cierres el caso de Olga como una sobredosis.

—Espera. Estamos en medio de un caso de homicidio. No sólo te está jodiendo a ti, me jode a mí de rebote. También jode a Olga. No me refiero a ti, minino. —El gato se enredó entre los pies de Víktor—. Entonces ¿qué vas a hacer?

—Irme a la cama.

—¿No vas a enviar una carta de dimisión?

—No sería sincero.

—¿Y entonces?

—Y entonces creo que sería una pena perderse una noche con los millonarios. Mezclarnos con ellos. Mostrar al máximo de gente posible la foto de Olga, pero portarnos bien.

—No hay problema. Puedo ofrecerles sentimientos de Blok: «John, burgués hijo de puta. Puedes besarme donde me pica». —Víktor sonrió con autosatisfacción—. Poesía para todas las ocasiones.

El apartamento de Arkady era una vivienda distinguidamente burguesa de paneles de madera y suelos de parquet heredados de su padre. No había fotos en las paredes. Ni galería familiar sobre un piano. Las mujeres de su vida eran bajas irrecuperables. La comida se acumulaba en su nevera hasta que la tiraba.

Arkady se derrumbó en la cama, pero durmió mal y en un sueño se encontró en una habitación blanca entre una mesa de acero inoxidable y un cesto de la colada. En el cesto había partes de un cuerpo. Su misión era volver a montar a la chica llamada Olga. El problema era que el cesto también contenía partes de otras mujeres. Reconoció cada una de ellas por su color, textura, calidez. Por más que cambiaba piezas, no podía completar ni una sola.