Observar a Maya era un suplicio. Zhenia contemplaba sus intentos vanos de acercarse a pasajeros cuando éstos se apeaban de sus trenes en la estación Yaroslavl. El aislamiento que había mantenido durante el viaje, jugaba en su contra. Nadie recordaba su pelo rojo ni a su bebé. Nadie había oído hablar de Tía Lena. Maya mencionó la partida de cartas y las discusiones. Como en cualquier viaje en segunda clase, le dijeron. La gente iba a trabajar. No tenía tiempo para charlar. Maya corrió detrás de un sacerdote al que recordaba por las migas en su barba. Esta vez llevaba un tenue polvo de azúcar glas. Él no la recordaba en absoluto.
Zhenia vio que Maya languidecía en ese exasperante interrogatorio de babushki. Querida, ¿cómo puedes perder a un bebé? ¿Has rezado a san Cristóbal, querida? ¿Era tu hermano? Esto nunca habría pasado en los viejos tiempos. ¿Tomas drogas? Al menos cuando una gitana pide limosna se ve el bebé.
Entre andenes, cafés, salas de espera, túneles, antesalas, guarderías y taquillas había demasiado terreno que cubrir. Los pasos de peatones subterráneos eran un cuello de botella por las tiendas y las mujeres que le hacían perder el tiempo con tijeras y medias hasta que a Maya le entraron ganas de gritar. Por fin, se encontró en el vestíbulo principal de la estación como una pieza de ajedrez sin ningún movimiento posible.
Zhenia se recordó que aún le quedaban movimientos. Estaba su cuchilla y tenía trenes para elegir. Entre un mosaico de familias y comerciantes que se levantaban con el sol, Maya se precipitaba en caída libre.
Zhenia se sentó en una silla junto a Maya. Ella no le hizo caso, pero tampoco se fue. Se quedaron sentados como viajeros, mirando con párpados pesados el reloj digital situado encima del horario de llegadas y salidas. Cuando la fatiga se impuso a la furia, la respiración de Maya se hizo más lenta y su cuerpo se relajó. Supuso que la chica no había comido desde el día anterior y le pasó una barra de caramelo.
—¿Ha llamado esa mujer?
Zhenia tardó un momento en adivinar a qué mujer se refería.
—¿La mujer del andén? No, no ha llamado todavía. Tiene mi número de teléfono.
—¿Estás seguro?
—Se lo puse en la mano.
—Parecía una buena persona.
Zhenia se encogió de hombros. La aptitud social no era su punto fuerte. De hecho, para Zhenia, uno de los aspectos más llamativos del ajedrez era que la victoria era evidente por sí misma. Sobraba la conversación. El jugador ganador sólo tenía que decirle al otro jaque y mate. El problema era que Zhenia o estaba mudo o sonaba jactancioso. En ocasiones, cuando se oía a sí mismo se preguntaba, ¿quién es este capullo? Era consciente de su estrepitoso fracaso en su primer encuentro con Maya. La situación se estaba tensando, pero tenía que decir algo porque la policía había entrado con porras de goma para sacar de la sala de espera a cualquier vagabundo que se hubiera colado. Los agentes estaban dirigidos por el teniente que había perseguido a Maya.
—Vamos a tomar el aire —dijo Zhenia.
—¿Volveremos?
—Sí.
—¿Sin el investigador?
Con la cabeza afeitada, los ojos de Maya parecían enormes.
—¡Vosotros dos!
El teniente los vio cuando se levantaban, pero su atención se desvió cuando un chico de la calle dio un tirón a un bolso y corrió hacia el paso subterráneo. Zhenia apartó a Maya de la persecución y salió por las puertas dobles de la estación hacia lo que siempre consideraba un mercado al aire libre de objetos falsos. Juguetes falsos, souvenirs falsos, sombreros de piel falsos, carteles falsos bajo un cielo falso de mierda que flotaba. Esta vez lo agradeció.
Echaron un vistazo en los puestos. Para extender el guardarropa de Maya, Zhenia le compró camisetas de los Stones, Putin y Kurt Cobain; una sudadera falsa de Café Hollywood; una gorra de Saint-Tropez y una peluca de cabello humano de la India. Maya se dejó llevar desconcertada, como si hubiera pillado a Zhenia jugando con muñecas, hasta que alcanzaron un quiosco que vendía teléfonos móviles. Zhenia decidió que Maya necesitaba un móvil por si se separaban.
El quiosco estaba tan repleto de material electrónico y aparatos de vídeo que los dos vendedores tenían que moverse al unísono en el interior. Eran albaneses, padre e hijo, casi clones, con camisas ajustadas desabrochadas para mostrar cadenas de oro y vello corporal. Querían venderle a Zhenia un móvil de gama alta y una tarjeta SIM, sin contrato ni cargos mensuales. Sin estafas. Le mostraron a Zhenia un sello sin romper en la caja de un teléfono similar.
—Es robado —dijo Zhenia.
Los vendedores se rieron y se miraron el uno al otro.
—¿De qué estás hablando?
—Del código de barras. Es sencillo. Elimina la primera y la última barra, divide el resto en grupos de cinco, suma los dígitos de debajo de las barras largas y tienes el código postal. También puedes conseguir el punto de entrega. Se supone que la caja tenía que ir de Hannover, Alemania, a Varsovia, Polonia. Fue robado por el camino. Deberíais enseñárselos a la policía. ¿Queréis que compruebe las otras cajas?
La gente dejó de escuchar la voz plana y robótica de Zhenia.
—¿Las otras cajas?
—Todas las cajas.
Se juntó más gente. Tradicionalmente, no había mercado completo sin entretenimiento, un número de marionetas o un baile de oso. El de ese día era Zhenia.
—No debería pagar el precio completo por algo robado —dijo Zhenia—. Y probablemente la garantía no sirve si el producto es robado.
—Largo de aquí, zumbado —dijo el hijo.
Sin embargo, el hombre mayor se había dado cuenta de que se había juntado un grupo cada vez más grande. Estaba protegido contra actos violentos como un incendio o que le lanzaran un ladrillo por la ventana, no de la agitación creada por un listillo que sabía leer los códigos de barras. Además, estrangularlo en ese momento podría atraer a la policía, y eso sería como invitar una plaga de langostas.
—Deja que me ocupe de este capullito. —El vendedor joven salió del quiosco sólo para ser retenido por su padre, quien le dijo a Zhenia:
—No hagas caso. Bueno, jovencito, ¿cuál crees que sería un precio justo?
—La mitad.
—Añadiré también unas cuantas tarjetas de teléfono como prueba de buena voluntad.
—En una bolsa.
—Como quieras. —El padre esbozó una sonrisa. Un murmullo de aprobación se extendió entre la multitud.
En cuanto Zhenia y Maya se fueron, otro comprador entró en el quiosco y le pidió al padre el mismo descuento.
—El hombre mayor se volvió hacia él.
—¿Sabes leer un código de barras?
—No.
—Pues que te den por culo.
Zhenia no se había dado cuenta antes de lo interesante que era el mercado, con todos sus cedés piratas de hip-hop y heavy metal, camisetas del Che y de Michael Jackson, parasoles chinos, moscovitas engreídos, mujeres de Asia central arrastrando maletas del tamaño de una pata de elefante, el sonido de explosiones de una sala de videojuegos mientras los borrachos descansaban apoyados en una pared. Eso era vida palpitante, ¿o no? Más que cualquier decoración de animales de escayola en la pared de la estación.
—¿Cuál es ese truco con el código de barras? —preguntó Maya—. ¿Cómo lo has hecho?
—Un mago nunca desvela sus secretos.
—¿Qué otros secretos tienes?
—No serían secretos si te los contara.
—¿Por eso te llaman Genio, por los trucos y el ajedrez?
—El truco del código de barras es que no hay truco. Sólo haces los cálculos.
—Ah.
—Y en cuanto al ajedrez, básicamente se trata de anticiparte a los movimientos de tu oponente. De ir paso a paso. Cuanto más juegas, más fácil es cubrir cualquier posibilidad.
—¿Has perdido alguna vez?
—Claro. Has de dejar que tu oponente gane al principio para subir las apuestas. No se trata de ganar la partida; se trata de llevarte su dinero. Es el juego dentro del juego. —Se agachó bajo un expositor de condones que prometían placer duradero en una diversidad de colores y que ciertamente eran una mejora respecto a las viejas gomas soviéticas. No pudo evitar la pregunta—: ¿Quién es el padre del niño?
—Podría ser cualquiera.
Era la única respuesta que Zhenia no había previsto.