8

Arkady esperaba encontrarse la caravana como una carpa de circo al volver a la estación Yaroslavl. En cambio, sus faros sólo vieron a Víktor con la nariz ensangrentada.

—Se han llevado la caravana. —Víktor se apretó un pañuelo contra la nariz—. Era el coronel Malenkov y sus hombres. Se la han llevado con una grúa. Malenkov ha dicho que era un estorbo público.

—¿Malenkov sabía que se estaba llevando una escena del crimen?

—El coronel dice que no hay ningún crimen. Que ya te la puedes meter doblada, porque él aún tiene a nuestra Olga como un caso de sobredosis. Le gustan las estadísticas tal y como están. ¿Cómo tengo la nariz?

—Cicatriza bien. ¿Qué ha pasado?

—Unos cuantos empujones.

—El coronel no puede hacer desaparecer todas las pruebas. Willi encontró clonidina en el estómago de Olga y una dosis letal de éter en los pulmones. ¿Qué pasa?

—No veo mucho respaldo oficial aquí. Sólo te veo a ti y a mí jugándonos el cuello.

—Es un buen caso, Víktor.

—Entonces, ¿por qué estamos solos?

—Es una ventaja.

—¿Una ventaja? ¿Aprecias la futilidad de un hombre hablando con un centenar de prostitutas y locos para encontrar a un solo testigo sobrio fiable? Si preguntara «¿Alguien ha visto un lagarto gigante?», es posible que llegara a alguna parte. No tenemos identificación ni testigos ni escena del crimen ni apoyo. —Víktor miró pensativamente hacia el quiosco donde había vodka en los estantes.

Arkady notó que el ánimo de Víktor se derrumbaba y sintió el poder de su deseo de beber.

—¿Tienes un buen traje? —preguntó Arkady.

—¿Qué?

—¿Tienes algo apropiado para llevar esta noche en la Nijinsky Fair? Tenemos una invitación, pero no hemos de dar la nota.

—¿Tú y yo con los millonarios?

—Eso me temo. Han pasado una mala temporada últimamente.

—Ah. ¿Qué debería decirle a una sanguijuela que ha perdido un millón de dólares?

—Expresa compasión.

—Podría matarlo y dárselo de comer a los cerdos.

—Bueno, algo intermedio.

Las luces del apartamento se encendieron en el edificio alto que se alzaba frente a la estación. Las mujeres estarían arreglándose, vistiendo a los niños, preparando desayunos. Los hombres estarían sentados al borde de la cama, fumándose el primer cigarrillo del día y preguntándose qué había pasado con sus vidas.

Eva, por ejemplo, había desaparecido de la vida de Arkady como una actriz que, en medio de una obra, decidió que si su papel en el primer acto era malo, su papel en el segundo acto no sería mejor. Le envió una nota que decía: «No esperaré hasta que te maten. No seré la apesadumbrada viuda de un hombre que insiste en meterse con los verdugos del Estado. No estaré allí cuando alguien te dispare en tu coche o al salir a abrir la puerta y no iré en tu cortejo fúnebre».

Arkady pensó que era un poco duro. Incluso contradictorio, considerando que ella era una doctora voluntaria que respondía la llamada de la sirena en cada desastre que se producía. Que se hubieran conocido en Chernóbil era una mala señal. Se amaban, sólo que el período de semidesintegración de ese amor era más corto de lo que habían supuesto.

—Estamos en el punto de partida con Olga —dijo Víktor—. He mirado en Personas Desaparecidas. Nadie la ha echado en falta todavía.

—Podemos encargarnos juntos de los apartamentos.

—¿Hemos de hacerlo? No sé, ¿para qué? A nadie le importa una prostituta muerta.

—¿Y si no lo era? —preguntó Arkady—. ¿Y si Olga no era una prostituta?

—Estás de broma.

—¿Y si no lo era?

—Disculpa, pero lo único que sabemos a ciencia cierta en este caso es que Olga era una prostituta. Se vestía como una prostituta, estaba tatuada como una prostituta y se bajó las bragas como una prostituta en una caravana donde una persona normal no pondría los pies.

—Lo que todo el mundo vería en ella es que no tenía ningún arañazo ni hematoma. Ninguna marca de pinchazo. Víktor, enséñame a una prostituta de aquí que no tenga ni un rasguño.

—Era nueva en el mundillo, nada más. Mira, sé lo que pretendes. Estás tratando de mantenerme ocupado para que no beba. No soy un perro al que mantienes ocupado persiguiendo una pelota. —Víktor tenía una sonrisa maliciosa—. Mataría por beber.

—¿Dónde están sus anillos? Por las marcas del bronceado tenía cinco anillos en los dedos. No estaban en su bolso.

—Probablemente se los llevó el hombre con el que estuvo. Quizá se trataba de eso, de un robo.

—¿De bisutería de una puta callejera? ¿Tienes alguna foto?

Víktor sacó una cámara de bolsillo.

—Disfruta.

La primera imagen del panel de visionado era de Olga tal y como se la encontró, desnuda en el colchón, mirando hacia otro lado, con las piernas cruzadas de manera que el tacón derecho tocaba su dedo izquierdo. Tenía el brazo derecho levantado por encima de la cabeza como si fuera una novia tirando el ramo por encima del hombro. Víktor había hecho algunos interrogatorios. Las prostitutas estaban justificadamente encantadas de que hubieran eliminado a una competidora. Los macarras se escabulleron. Los chicos de la calle estaban decepcionados por no poder verla exhibida. Los vagabundos pidieron unas monedas. Los borrachos arrugaron la cara en ademán de confusión. En general, constituían un zoo humano, no un pozo de testigos.

Arkady volvió a Olga.

—Es una posición antinatural.

—¿Sí?

—Como si el tipo la hubiera matado y hubiera colocado el cadáver. Le quitó las bragas para que nos quedáramos con la boca abierta y no viéramos nada.

Arkady levantó la mirada al edificio de apartamentos del otro lado de la estación, cuyos balcones ofrecían una vista inmejorable.

El edificio tenía ocho plantas con seis apartamentos de una habitación por planta. Víktor y Arkady sólo llamaron a los cinco apartamentos que estaban iluminados cuando acudieron en respuesta a la primera llamada de radio.

Apartamento 2-C. Vólchek y Primákov, siberianos del tamaño de osos con ojos furtivos. Los dos leñadores, de treinta y cinco años, en habitaciones tan frías que hasta el aire acondicionado temblaba. El olor de algo podrido quedaba envuelto por el aerosol floral de un ambientador. Había una sierra en la bañera. En la nevera, moho y una caja de cerveza. Dijeron que habían jugado a cartas y mirado películas en DVD toda la noche. Arkady se los imaginó intentando coger salmones en un arroyo.

Apartamento 4-F. Weitzman, noventa años, viudo, metalúrgico jubilado. Judío practicante que se tomaba en serio la prohibición de la Torá contra el uso de aparatos en sabbat. Desde el crepúsculo del viernes al crepúsculo del sábado tenía prohibido hasta encender un interruptor o girar un dial. Si quería usar el ascensor, tenía que subir y bajar hasta que alguien fuera a su piso. Había moldeado su vida para tener en cuenta cualquier posible paso en falso, pero se había quedado dormido viendo un documental de los primeros años de Putin (Sólo un chico más) y se despertó con una reposición del mismo programa. Ya había visto el documental seis veces. Cuando Arkady apagó la tele fue como bajar a un hombre del potro.

Apartamento 4-D. General del ejército Kassel, cuarenta y dos años, salió a abrir con zapatos y gabardina de civil.

El general residía en San Petersburgo y estaba en Moscú en lo que aseguró que era un asunto militar, aunque Arkady vio botellas vacías de champán en el suelo y oyó a una mujer sollozando en el dormitorio.

En un susurro, Kassel dijo que sólo estaba de paso y que no se había fijado en una caravana en la oscuridad a un centenar de metros ni sabía nada de ninguna actividad allí.

Arkady le preguntó al general hasta qué hora estuvo despierto.

—Me acaba de despertar.

—¿Ha estado aquí toda la noche? —preguntó Víktor.

—Con mi mujer.

—¿Quién más además de su mujer?

—Nadie.

Una mala mentira a menos que Kassel durmiera medio vestido. Y el despliegue de vasos sucios y ceniceros llenos eran los restos de una fiesta de más de dos personas. Además, el peso de Kassel estaba en los talones, esperando algo, anticipando algo.

Pero si Kassel ocultaba algo, ¿quién no lo hacía? Como le gustaba decir a Víktor: «El problema con los interrogatorios es que hay demasiadas mentiras en muy poco tiempo».

Apartamento 3-C. Anna Furtseva era una leyenda viva a sus ochenta y ocho años. Arkady y Víktor no sabían que era esa Anna Furtseva hasta que abrió la puerta una mujer pequeña e imperiosa ataviada con un lujoso caftán, con los labios puro carmín y los ojos delineados con kohl. Detrás de ella había fotografías de tamaño natural de negros de pie con fundas en el pene y el cabello adornado con plumas de aves del paraíso. De guerreros masái preparando una bebida de leche y sangre. De reclusos rusos cubiertos de tatuajes.

—Tomarán un té —dijo Furtseva. Era una afirmación, no una pregunta.

Mientras se ocupaba en la cocina, Arkady estudió el resto del apartamento: un revoltijo de elementos exóticos y casi basura. Había una alfombra persa, otomanas de ante, sarapes mexicanos, muñecas balinesas, monos de peluche y fotografías en todas las superficies. Al otro lado de la habitación suspiró un perro lobo.

Víktor señaló las fotografías de una joven Furtseva acompañada por Hemingway, Kennedy, Yevtushenko y Fidel.

—Los grandes machos de nuestro tiempo.

—¿Disculpe? —Furtseva regresó con una bandeja de té, azúcar y mermelada.

—Sus fotografías son un gran comentario de nuestra época —dijo Arkady.

—Adelantadas a su tiempo —mantuvo Víktor.

Furtseva sirvió el té.

—Sí. La exposición de los tres hombres la titulamos Evolución. Fue en 1972. El KGB la cerró el mismo día que la montamos. Resistimos, pero éramos pececitos contra tiburones. Me sorprende que haya oído hablar de eso.

—Pero fue histórica —dijo Víktor.

—La edad va de la mano de la historia. La edad está sobrevalorada. Fíjese en los retratos de bailarines en el piano. —Eran todos varones capturados en el aire, salvo un hombre mayor con traje blanco que se mantenía en la sombra del umbral—. Me temo que Nijinsky ya estaba un poco gagá cuando lo conocí.

Arkady y Víktor se sentaron en otomanas mientras Furtseva se acomodaba en un sillón, con las piernas recogidas como una niña. A Arkady se le ocurrió que si Cleopatra hubiera vivido hasta los ochenta y ocho se habría parecido un poco a Furtseva. Todo lo hacía con una floritura. Cuando el perro lobo se tiraba un pedo, Furtseva encendía una cerilla y quemaba el metano del aire con una reverencia.

—Ahora díganme de qué se trata. Estoy hecha un flan. He visto que una ambulancia se llevaba a alguien de la caravana. ¿Ha muerto alguien?

—Una chica —dijo Víktor—. Probablemente de sobredosis, pero hemos de considerar cualquier posibilidad. ¿Estaba despierta a medianoche?

—Por supuesto.

—Sufre de insomnio.

—Me beneficio del insomnio. En cambio, tengo un problema con la luz solar. No puedo dejar que entre en el apartamento. He de correr esas cortinas azules ridículas durante el día y sólo puedo salir de noche. Parece una broma porque soy fotógrafa.

—¿Todavía saca fotografías? —preguntó Víktor.

—Ah, sí. Hay personajes muy interesantes en Tres Estaciones. Como criaturas en un abrevadero.

Víktor sumergió educadamente su terrón de azúcar.

—¿Vio cómo se llevaban la caravana?

—Claro.

—¿Se ha fijado en que alguien entrara o saliera de la caravana antes de que se la llevaran?

—No. ¿La chica era una prostituta?

—Es lo único que sabemos seguro.

—¿Supongo que se llevaron la caravana para hacer más análisis?

Cerca del Círculo Polar Ártico, pensó Arkady.

Al perro le entró hipo y Furtseva abrió una caja nueva de cerillas.

—¿No vio nada inusual esta noche? —preguntó Víktor.

—Aparte de que se llevaran la caravana, no. Lo siento, caballeros.

Víktor se levantó y casi hizo una reverencia.

—Gracias, Madame Furtseva, por el excelente té. Si recuerda alguna cosa, lo que sea, por favor, llámeme. Le dejo mi tarjeta. —La colocó junto a la taza de té.

La mujer vaciló.

—Hay una cosa. Supongo que no está relacionada.

—Por favor. Nunca se sabe.

—Bueno, mis dos vecinos de abajo, los dos siberianos…

—Vólchek y Primákov. Los hemos visitado.

—Esta noche no, pero la noche anterior se metieron en el edificio con bolsas de cadáveres. Bolsas llenas. Ayer me equivoqué de piso (todos parecen iguales, ¿saben?), y antes de meter la llave en la cerradura los oí hablando de desmembrar un cadáver. —Los ojos de Furtseva brillaron.

Arkady se unió a la conversación.

—¿Estaba fisgoneando?

—No de forma intencionada.

—¿Probó su llave en la cerradura?

—No.

—¿Cuánto tiempo estuvo junto a la puerta?

—Unos segundos. Diez como mucho.

—¿Abrieron la puerta?

—Sí, pero envié el ascensor arriba mientras subía por la escalera con los zapatos en la mano.

—Por un pelo.

—Sí.

—Está muy complacida consigo misma.

—No ha de susurrar. Mi oído es excelente.

—¿Lleva gafas?

—Para leer.

—¿Para leer pero no para ver de lejos? ¿Entiende a qué me refiero con de lejos?

—Era realizadora en la guerra. Aprendí a calcular la distancia a Stalingrado.

La situación era peligrosa, pensó Arkady. Él y Víktor estaban exhaustos por falta de sueño. Podían dar gracias al té, pero lo último que necesitaban era una leyenda con ganas de aventura.

Por la expresión de alarma en el rostro de Víktor, Arkady finalmente se dio cuenta del peligro en el que se hallaban.

—Muy bien —dijo Arkady—, Madame Furtseva, dígame por favor cuidadosamente lo que dijeron Vólchek y Primákov. Sus palabras exactas.

—¿Exactamente?

—Exactamente.

—Con ese acento siberiano, uno de ellos dijo: «¿Dónde entierro su puta cabeza?». El otro dijo: «Métetela en el culo, que es donde tienes la tuya». El primero dijo: «Va a dejar la furgoneta hecha un asco». El segundo dijo: «Deja de cagarte en los calzoncillos. Lleva muerto mucho tiempo; no va a sangrar». Entonces, de repente, pararon de hablar y fue cuando me alejé de la puerta.

Madame Furtseva encendió una cerilla como a modo de puntuación.

—No son hombres con los que jugar —dijo Arkady—. ¿Los ha visto desde entonces?

—No, pero desde luego los he oído.

—¿Esta noche?

—Sí.

—¿Puede decir la hora?

—Desde la cena. Los he oído blasfemando y bebiendo cerveza y viendo fútbol.

—¿Está absolutamente segura, Madame Furtseva? —dijo Víktor—. ¿Toda la noche? ¿Aquí?

—Toda la noche.

—¿Parecieron mostrar algún interés cuando se llevaron la caravana?

—No.

—¿Mostraron interés por la caravana en algún momento?

—No.

Víktor abrió los brazos aliviado. Los siberianos podían matar gente a diestro y siniestro, pero mientras las muertes no estuvieran relacionadas con la caravana, no era problema suyo.