Maya estaba sentada en el tocador del cuarto de baño del Pedro el Grande, con una toalla sobre los hombros mientras Zhenia le afeitaba la cabeza. Ella se había cortado el pelo con unas tijeras de oficina, pero había lugares que no podía alcanzar con las tijeras, y aunque le molestaba la intimidad forzada de la situación, agachó la cabeza mientras Zhenia la pelaba con una cuchilla que había encontrado en la sala de las mesas de naipes. Cortarle el pelo había sido idea suya; el cabello rojo de la chica equivalía a señalarla a la policía. En ese momento ya estaba calva como un pollo.
—¿Habías afeitado la cabeza a alguien alguna vez?
—No.
—¿Te habías afeitado tú?
—No.
—Me lo parecía.
Apenas habían dormido, porque Maya quería ir a esperar el tren de las seis y media en la estación Yaroslavl, el mismo tren en el que había viajado y donde con un poco de suerte no habría cambiado el personal. Tía Lena había asegurado que era una pasajera tan habitual que la conocían en toda la línea. A lo mejor alguien sí la conocía.
El espejo redobló su desdicha. Imaginaba que la clase de mujeres que antes se reflejaban en esos espejos eran altas y sofisticadas, que bebían champán y apostaban con alegría tanto si ganaban como si perdían. ¿Por qué no? Tenían más probabilidades de ganar a la ruleta que ella de encontrar a su hija.
—¿Por qué no hay nadie aquí?
—El casino Pedro el Grande lleva semanas cerrado. Un montón de casinos han cerrado.
—¿Por qué?
—Arkady dice que Moscú quiere proyectar una imagen dignificada como otras capitales. Dice que alguien en el Kremlin se fijó en que no hay máquinas tragaperras en la escalinata de la Casa Blanca ni del palacio de Buckingham.
Maya se preguntó por qué alguien habría robado un bebé. ¿Qué hacían con los bebés? ¿Cómo podía ella haberse ido a dormir y dejar que le robaran a su hija? No es que se planteara esas preguntas, se agolpaban de manera espontánea diez veces por segundo. Lo que le recordaba cuánto le dolían los pechos; tendría que ordeñarse como si fuera una vaca antes de ir a la estación. Se había dado cuenta de que Zhenia estaba detrás. El chico tenía buena intención, pero era como llevar una ardilla en el hombro, y aunque culpar a Zhenia fuera algo irracional, la visión de su cabello cayendo en la papelera era tan depresiva como perder su nombre.
—¿Yegor y tú sois amigos? —preguntó.
—Tenemos un convenio de negocios.
—¿Qué significa eso?
—Yo juego a ajedrez por dinero. Es un negocio que se interrumpe con facilidad. Le pago a Yegor para que me proteja.
—¿De quién?
—De Yegor, básicamente.
—¿Te acojona? ¿No te defiendes?
—Es un gasto comercial. Es difícil jugar al ajedrez cuando cuatro tíos te saltan encima y otro le pega una patada al tablero. Si hubiera más gente que aprendiera a jugar sin tablero, no habría problema. Podría enseñarte.
—¿A acojonarme? No, gracias. Quizá debería pedirle ayuda a Yegor.
—No te lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Te ve atractiva.
—¿Estás celoso?
Zhenia se concentró solemnemente en la coronilla del cráneo de Maya. Su cuero cabelludo aparecía de un azul tenue y tan suave como una bola de billar.
—Tú no te le acerques.
—¿Alguna vez has tenido novia?
No tenía respuesta a eso. Puede que fuera un genio, pero también era virgen. Maya se dio cuenta por la timidez con la que soplaba el pelo cortado de la nuca.
—Así que Yegor es el jefe.
—Eso cree él.
—¿Por qué no le has preguntado por mi bebé?
—Cuanto menos veas a Yegor, mejor.
—Podrías haber preguntado.
El nombre de Yegor era una gota de tinta en el agua. Todo adoptaba un tono más oscuro.
—¿Cómo es que tú controlas este sitio? —preguntó ella.
—Conozco la combinación.
—Eres un mentiroso. Además, nadie juega a ajedrez por dinero.
—¿Cómo sabes lo que hace la gente en Moscú?
La respuesta le hizo saber a Maya que era una campesina. Terminaron el resto del afeitado en silencio, hasta que Zhenia le quitó la toalla.
—¿Quieres mirarte en el espejo?
—No. ¿Hay una nevera aquí?
—Una cubitera de hielo en la barra. Tenemos de todo. Nueces, pretzels, patatas fritas…
—¿Puedes conseguirme un vaso y servilletas y luego dejarme sola?
Desde la posición estratégica del casino, Zhenia observó a Maya abriéndose paso entre la multitud de viajeros de primera hora en Tres Estaciones. Con la lluvia daba la sensación de que los coches reptaban unos sobre otros. El día anterior, Maya era una pelirroja extravagante y rebelde. Ahora era una figura gris con un gorro de punto sobre la cabeza afeitada, común y corriente. Sin una mirada atrás, bajó por los escalones del paso subterráneo y desapareció.
Zhenia consideró llamar a Arkady, pero ¿qué iba a decirle? ¿Que una loca de atar que buscaba a un bebé imaginario no quería su ayuda? Había venido y había desaparecido como una pesadilla, y se le había llevado el cuchillo. La única otra prueba de su visita era un montoncito de cabello teñido en una papelera y un vaso de leche materna en la nevera. No debería haber llevado a Maya allí. ¿En qué estaba pensando? Ni siquiera Arkady conocía su escondite. Nadie sabía que era suyo.
Antes de la campaña en su contra, el casino era un hervidero de color. En el exterior, un Pedro el Grande de neón abría y cerraba la tapa de un arcón de neón donde se apilaban las joyas de la Corona. Dentro, los jugadores eran recibidos por una figura de cera del zar de estilo realista de más de dos metros de altura. Pedro el Grande iba ataviado con un manto bordado en oro y señalaba con un brazo extendido hacia las mesas de las apuestas altas, aunque desde ciertos ángulos había algo familiar en la expresión de la boca que inspiraba el apodo de Putin el Grande.
En ese momento, la única relación de Zhenia con el Pedro el Grande era un guardia llamado Yákov que se definía como un jugador de ajedrez serio, aunque sólo conocía las aperturas básicas, como los pasos dibujados en el suelo en un aula de danza. Cuando se abría la chaqueta para ponerse cómodo, no podía evitar que sobresaliera una cartuchera de hombro. Cada miércoles por la tarde jugaban en el bar de la estación Yaroslavl y Yákov sufría con cada movimiento, porque parecía no haber ningún plan de ataque lo bastante simple para que él lo recordara. Zhenia jugaba con él, dejándole que casi ganara, pero era imposible perder contra un hombre que de manera persistente sacaba la dama demasiado pronto y se enrocaba demasiado tarde.
La última vez que se encontraron, Zhenia se fijó en los números escritos en rotulador en la palma de la mano de Yákov y le preguntó si eran movimientos. Al momento, Yákov se fue en dirección al servicio para lavarse las manos. Zhenia paró el reloj del juego y esperó.
Al cabo de media hora comprendió que el vigilante no iba a volver. Zhenia pagó un sándwich que su oponente no se había comido, metió el material de ajedrez en su mochila y se aventuró a salir de la plaza. Al anochecer, los puestos cutres, los quioscos y las galerías de videojuegos estaban llenos e iluminados. Todo menos el Pedro el Grande. La réplica en neón del zar Pedro, emperador de todas las Rusias, estaba desconectada: un agujero negro en medio del oropel. Dos agentes de policía uniformados custodiaban la entrada delantera del casino.
Nadie conocía los atajos y patios de Tres Estaciones mejor que los pilluelos entre los que se movía Zhenia. Se deslizó en la sombra del patio de vecinos, trepó a una pirámide de neumáticos hasta lo alto del muro y se dejó caer a la tapa de un cubo de basura en el patio del casino. El almacén de descarga estaba cerrado y la puerta de atrás custodiada por una cerradura sin llave con un teclado numérico iluminado. Por supuesto, cuando el casino estaba en funcionamiento, había allí vigilantes armados y cámaras de seguridad.
La chapa de la cerradura era de cobre, impecable, absolutamente nueva, y requería una combinación que Yákov aparentemente tenía problemas en recordar. De todos modos, ¿había un sistema paralelo? ¿Una alarma silenciosa o una sirena? Preparado para echar a correr, Zhenia marcó los números que había atisbado en la mano de Yákov y la puerta se abrió con un suspiro.
Así se adjudicó Zhenia el casino de Pedro el Grande. Nada inusual en ello. Había tantos fugitivos que ocupaban vagones, sótanos, edificios vacíos y lugares de construcción que el alcalde de Moscú los llamaba ratas. Y aunque Zhenia era un intruso, se sentía como en casa. Más que en los pisos oxidados de la era Jrushchov que había compartido con su padre o que en cualquier albergue infantil o bajo la mirada de Arkady.
Aunque tuviera que habitar allí silencioso como un fantasma, el casino era el primer lugar privado donde había vivido Zhenia. Y si lo pillaban ¿cuáles podían ser las consecuencias? No había destrozado el local; al contrario, lo cuidaba.
Había folletos en color que describían el Pedro el Grande sólo como «una estrella en una galaxia de establecimientos de ocio ofrecidos por VGI». Aparentemente VGI, el Vaksberg Group International, poseía otros veinte casinos en Moscú, algunos mucho más lujosos que el Pedro el Grande, por no mencionar locales de juego en Londres, Barbados y Dubai. Una empresa como VGI tenía amigos y enemigos en el Kremlin. El pulso podía prolongarse durante una buena temporada.
Así que el chico vivía en Tres Estaciones en una burbuja, solo, por encima de la multitud. Cada día exploraba la sala donde se contaba el dinero, la jaula del cajero, el pasillo que se extendía detrás de los espejos unidireccionales, la sala de seguridad. Había chaquetas negras y pajaritas colgadas en la sala de naipes. Zhenia se puso una pajarita suelta en torno al cuello e imaginó la envidia de los personajes famosos y el asombro de mujeres hermosas al acercarse a la mesa de ruleta con los pasos largos y confiados de un nuevo Bobby Fischer.
La lluvia continuó. Zhenia se pasó medio día junto a la ventana del casino antes de ver a Maya de pie en la acera, delante de la estación Leningrado. Su expresión rebelde le dio que pensar que la chica no sabía dónde estaba ni le importaba. Se bajó la capucha de la chaqueta y levantó la cara al cielo, con el cuero cabelludo azulado.
No era el problema de Zhenia. Sólo le irritaba haber confiado tanto en ella como para revelar su acceso al Pedro el Grande y haber roto sus propias reglas de no entrar ni salir del casino durante el día, no encender luces por la noche y, por encima de todo, no aceptar visitantes. El casino era su reino mientras estuviera solo.
La policía ya no apostaba hombres en el casino. Los coches patrulla pasaban de vez en cuando y tiraban del cerrojo en la entrada principal, pero nunca se molestaron con el patio de atrás. Zhenia concluyó que no habían informado a la policía de la combinación para impedir que todo lo que no estuviera atornillado desapareciera durante la noche.
Entretanto, el sistema de ventilación limpiaba el aire de manera automática. El champán se conservaba bien frío y la máquina de hielo llena hasta el borde. Los propietarios podían entrar y poner el casino en marcha en una hora.
Para Zhenia, el casino era un parque temático. Durante el día podía tumbarse en la alfombra y estudiar los candelabros destellantes o murales de vírgenes preparándose para una visita de Pedro, que se reservaba el derecho de un monarca a probar las bellezas de su Imperio, desde exóticas circasianas a chicas pechugonas de ojos azules de Ucrania. El pintor las había capturado a todas en un estado de impaciente anticipación.
Por la noche, la alfombra resultaba más mullida que algunas camas que había conocido. Las máquinas tragaperras eran mosqueteros vestidos con caftanes que proferían frases de aliento grabadas como «¡Una más para el zar!». Zhenia levantó la tela que cubría la mesa de la ruleta y lo encontró todo en su lugar: paño azul, placas, marcadores de ganador, rastrillos de crupier.
Giró la rueda y lanzó una bola plateada hacia los números rojos y negros desdibujados por la velocidad. Mientras la bola rodaba por el borde, el sonido era circular, y cuando perdió impulso saltó de forma errática en las casillas en forma de diamante, de una a otra, hasta detenerse por fin en la del 0, el número de la casa.
Zhenia cogió la bola otra vez y la lanzó por la sala de juegos. Barrió una pila de placas de color rojo de 50.000 dólares que cayeron al suelo. Dio una patada a una caja y ésta escupió fichas de póquer.