6

Willi Pazenko, inmenso y sin afeitar, se movía por el depósito de cadáveres como un mamut con bata de quirófano, un cigarrillo en los labios y un vaso de alcohol antiséptico en la mano. En la escuela lo llamaban Belmondo, porque tenía el mismo estilo que el actor francés con el cigarrillo. Arkady había sido su compañero de clase, pero ahora Willi parecía veinte años mayor.

—No puedo hacerlo. No estoy preparado. Órdenes del doctor.

—Podrías hacerlo con los ojos cerrados —dijo Arkady.

Willi señaló hacia los cadáveres con el vaso.

—¿Crees que no me gustaría meterme?

—Sé que sí.

—No creerías parte del trabajo que sale de este sitio. Trabajo de carnicero a ritmo de carnicero. Es un auténtico matadero. Arrancan el corazón y los pulmones, cortan la garganta y sacan el esófago. Sin miramientos. Sin análisis. Cortan el cráneo con una sierra. Sacan el cerebro. Arrancan los órganos. Los meten en bolsas, los pesan, los vuelcan entre las rodillas y terminan en menos tiempo del que se tarda en despellejar un conejo.

—Tienen que pasárseles cosas.

—¡Siempre! Pero estoy retirado. Al margen.

Arkady rechazó una copa de vodka para no atemperar el insomnio. Eran las tres de la mañana. El insomnio era lo único que lo mantenía en pie.

—He sobrevivido a dos infartos graves —dijo Willi—. Tengo angina de pecho y una presión que podría levantar una tapa de alcantarilla. Podría desplomarme sólo de sonarme la nariz, así que no tengo prisa.

—¿Qué dicen los médicos?

—Que pierda peso. Que no fume ni beba. Y que evite la excitación. ¿Sexo? Hace años que ni me veo la polla. Hay días que ni me la encuentro. ¿A lo mejor prefieres un vino espumoso? Tengo uno enfriándose en un cajón.

—No, gracias. ¿Así que de verdad has dejado la primera línea? ¿Has pactado esto con el director?

—El director es un gilipollas pomposo, pero en el fondo no es un mal tipo. Me encontró una sala libre con un sofá. Se supone que ya no he de trabajar más, porque si me muero en medio de una autopsia podría dar la impresión de que el director no controlaba las cosas. Tú no sólo quieres que haga una autopsia, sino que quieres que la haga ahora mismo. —Willi se limpió la barbilla—. Los médicos me dicen que no salga de mi apartamento. ¿Por qué? ¿Para que lleve la vida de un vegetal? ¿Para que me quede sentado viendo a idiotas en televisión hasta que me muera? No, esto es una solución mejor. Aquí todavía puedo ayudar un poco. Permanecer en sociedad. Los amigos se pasan por aquí, algunos vivos, otros muertos, y cuando caiga no habrá necesidad de llamar a una ambulancia porque ya estaré aquí.

—Eso es un detalle.

—Destrozaron mi edificio para hacer sitio para un balneario. Creen que van a vivir para siempre, pero se llevarán una sorpresa.

Había cola. En otras mesas yacían un hombre joven con tan poca sangre en el cuerpo que parecía una estatua de mármol, un torso a la barbacoa de sexo indeterminado y un cadáver hinchado que como última gracia se tiraba pedos que remataban una atmósfera general de carne medio podrida y formaldehído. Arkady encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza suficiente para que el tabaco chispeara, y aun así notó la bilis en la garganta.

—Escúchalo. —Willi señaló al cadáver flatulento—. Suena como si estuviera aprendiendo clarinete.

—¿Ahora eres crítico de música?

—Si me pillaran haciendo una autopsia…

—¿Qué podrían hacerte? Ya te tienen metido en un armario. ¿Te van a dar de comer en un bol de perro? ¿Qué le ha pasado al doctor Willi Pazenko? ¿Qué le ha pasado a Belmondo?

—Belmondo —repitió Willi con aire pensativo.

—No sabes la suerte que tienes. —Willi le pasó a Arkady un delantal de goma y guantes quirúrgicos—. Nuestros ayudantes son tayikos o uzbekos, y cuando se toman el día libre por una boda, los demás lo toman como excusa para ir a trabajar tarde. Normalmente esto es un hervidero. Algún día se encargarán los tayikos. Trabajan bien en las alturas. Son hábiles. Pero ¿cómo será una caída de cien pisos? Todo este tiempo para pensar por el camino.

Arkady rechazó una máscara quirúrgica; las máscaras eran pegajosas y no bloqueaban el olor. Además, Willi no la llevaba. Otra vez con las botas puestas, estaba plenamente al mando.

—¿Eres virgen? —le preguntó a Arkady.

—He estado presente.

—Pero nunca te has manchado las manos, por así decirlo.

—No.

—Siempre hay una primera vez.

El examen externo del cadáver de Olga consistió en una búsqueda de rasgos identificables y signos de trauma: marcas de nacimiento, lunares, cicatrices, marcas de agujas, hematomas, abrasiones, tatuajes. Willi llenó un gráfico y un mapa corporal mientras iba trabajando.

El trabajo de Arkady era sencillo. Levantaba a Olga cuando Willi se lo solicitaba. Movía y posicionaba el cadáver mientras Willi alzaba una ceja y un rizo del pelo de la víctima, miraba bajo las uñas, pasaba un algodón y estudiaba todos los orificios a la luz de una lámpara de ultravioletas. Arkady se sentía como Quasimodo manoseando a una Venus durmiente.

Cuando concluyeron la parte externa del examen, hicieron una pausa para fumarse un cigarrillo. Fumo ergo sum, pensó Arkady.

—Ni un hematoma ni un arañazo —dijo Willi—. Sabes que no tenemos que abrirlos a menos que haya signos de violencia o circunstancias extrañas.

—¿No es extraño que se encuentre a una mujer joven medio desnuda y muerta?

—No cuando es una prostituta.

—¿Y la clonidina?

—Ahí es donde tu teoría se desmonta. La clonidina es una buena droga para dejar a alguien sin sentido, pero es un veneno sucio; en esencia, arrojas y te asfixias en tu vómito. Le he examinado la tráquea. Estaba limpia. Basta con que le mires a la cara. No se murió boqueando para tomar aire; sólo cerró los ojos y expiró.

Arkady pensó que nadie se muere sin más ni más. Puede matarte una bala o un salto en tu latido cardíaco o una enredadera que empezó a enrollarse en torno a ti el día que naciste, pero nadie se muere sin más ni más.

A Willi le gustaba el tema.

—Lo mires como lo mires, la muerte se limita al oxígeno o a la falta de oxígeno. En ocasiones se logra con un hacha, otras con una almohada y casi siempre deja pruebas. La estrangulación manual, por ejemplo, es muy personal, muy excesiva. Hay un montón de rabia y hematomas y no sólo del cuello. Me refiero a que el asesinato es asesinato, pero la estrangulación manual saca lo peor de la gente.

—¿Crees que se quitó las bragas ella o se las quitaron después de muerta?

—¿Las bragas otra vez?

—También captaron la atención de Víktor.

—La última vez que vi al detective Orlov estaba dormido en un banco en Bulvárnoye Koltsó en pleno día.

—Esta noche está sobrio.

—Así que mañana la cagará y te arrastrará con él, ¡como si necesitaras ayuda!

—¿Qué quieres decir?

—Cuéntame, ¿desde cuándo un investigador respalda a un sargento detective? ¿El procurador Zurin sabe lo que tramas?

—Es el caso de Víktor. Yo sólo lo acompaño.

—Si Zurin se entera de esto, habrás cavado tu propia tumba. Bueno, siempre puedes ser mi asistente personal.

—¿Haciendo qué?

—En caso de que me dé un ataque y alguien intente resucitarme, pégale un tiro.

Willi empezó por el hombro izquierdo de Olga, colocando el escalpelo bajo el pecho y dirigiéndose hacia el esternón. Rodeó la mesa e hizo un corte similar desde el hombro derecho. En un único movimiento de maestro, Willi la cortó desde el esternón, abriéndola hasta el tatuaje.

Olga miraba a un lado, sorda al traqueteo en la bandeja de instrumentos: cuchillos y escalpelos de diferentes longitudes, fórceps, linterna de ultravioletas y sierra radial. Willi abrió el tejido blando del pecho y seleccionó unas tijeras de podar con hojas curvadas.

—Quizás esto debería hacerlo yo —dijo Arkady.

—Cuando quiera que un aficionado toque mi trabajo, te avisaré.

Tomándolo por un no, Arkady revisó el gráfico.

Sexo: mujer

Nombre: desconocido

Residencia: desconocida

Estatura: 1,60 m

Peso: 49 kg

Cabello: castaño

Ojos: azules

Hora estimada de la muerte: según la temperatura corporal y el inicio del rígor mortis, aproximadamente entre 2 y 3 horas.

Las costillas de la víctima sonaron como el crujido de la madera fresca al resquebrajarse. Arkady siguió leyendo.

Observaciones: La difunta ingresó a las 2.16 vestida con chaqueta azul de tela sintética y un bustier de algodón blanco. Llegaron dos bolsas de plástico junto con el cadáver. La bolsa A contenía elementos encontrados en el lugar de la muerte: una falda tejana azul con bordado decorativo y botas rojas hasta la rodilla de polipiel. Se encontraron unos calzoncillos en una litera superior de la caravana. La bolsa B contenía efectos personales: cosméticos, aerosol de autodefensa, diafragma, irrigador vaginal y un frasco de aspirinas con un polvo amarillo que el examen toxicológico preliminar identificó como clonidina, una medicación para la presión arterial de la que en ocasiones se abusa como somnífero.

Se utilizó radiación ultravioleta para buscar huellas dactilares, semen o sangre en el cuerpo, la chaqueta y el bustier. El resultado fue negativo. Ni hematomas, ni manchas ni signos de penetración sexual forzada. No había señales de estrangulación ni manual ni por ligaduras. Franjas de piel pálida indicaban la reciente retirada de anillos de los dedos tercero, cuarto y quinto de la mano izquierda y del tercer y cuarto dedos de la derecha. La difunta exhibía suciedad superficial en manos y cara.

Cuerpo en excelente condición física. Marcas apreciables: tatuaje en la cadera izquierda. Ni cicatrices ni marcas de nacimiento o callos profesionales. No hay laceraciones evidentes ni contusiones. No se aprecian signos de lucha ni heridas defensivas. No hay marcas de agujas hipodérmicas. No hay piercings salvo en las orejas. El material bajo las uñas era irrelevante.

Willi hizo una pausa para preguntar a Arkady:

—¿Estás bien?

—Sí.

Arkady tenía ocho años la primera vez que visitó un depósito de cadáveres. Su padre lo llevó para fortalecerlo. Recordaba al general dando bofetones en el trasero de un hombre muerto y declarando: «¡Sirvió conmigo en Kursk!». Algunos hombres podían entrar en la morgue e ir de mesa en mesa de autopsias como quien visita una exposición de jardinería. Arkady nunca había logrado tanta sangre fría. Después de veinte años trabajando de investigador todavía se avergonzaba por un cuerpo eviscerado como si hubiera encontrado a alguien desnudo.

Después de apartar las costillas, Willi sacó el corazón y los pulmones y los puso juntos, en bloque, en el cubo que sostenía Arkady. En otros cubos metió los demás órganos, húmedos y brillantes como extrañas criaturas marinas.

Y luego, ¿arriba o abajo? Arriba.

El cabello de Olga era grueso y vigoroso, pero, con un cepillo y un peine, Willi hizo una raya de oreja a oreja, volvió a trazar la raya con un escalpelo y despegó la mitad superior del rostro hasta la barbilla, dejando a la vista una calavera roja y ojos sobresaltados.

Mientras Willi serraba, el pensamiento de Arkady vagó. Pensó en vodka, en la sed ilimitada de Víktor y en la botella medio vacía encontrada junto a Olga. Un colchón sucio en una caravana de obreros no parecía atractivo ni para una prostituta. Sin embargo, no habían entrado ni salido corriendo. Olga y su amigo habían abierto una botella y se habían quedado el tiempo suficiente para que uno drogara al otro. ¡Un brindis! ¿Cómo se brindaba sin copas? Arkady pensó en los colores profundos y las líneas marcadas de los tatuajes; era el trabajo de un profesional, no de alguien que se ganaba la vida en el patio de una prisión con una aguja sin esterilizar y cobrando en cigarrillos. ¿De qué especie era la mariposa de Olga? El escritor Nabokov siempre había estado fascinado por una categoría de mariposas azules que eran pequeñas y sin gracia hasta que volaban y sus alas adquirían tonalidades iridiscentes.

Willi reparó los estragos. Cosió el cuerpo con bramante y el cuero cabelludo con hilo de sutura negro, aunque la chica estaba hueca, con sus órganos en cubos y cuencos y el cerebro depositado en una jarra de formalina con el fin que endureciera lo bastante para que se pudiera rebanar, lo cual requeriría al menos una semana. Menuda noche para Olga, pensó Arkady. Primero la asesinan y luego la montan como un puzle. Quizá los caníbales acechaban a la vuelta de la esquina.

Empapado en sudor, Willi se derrumbó en un taburete al lado de la mesa, poniéndose dos dedos en el cuello para controlarse el pulso y dándole a Arkady unos segundos para que se preocupara por Zhenia. ¿Iba con una banda callejera? ¿Lo habían detenido por estafa? ¿Había muerto apaleado por un perdedor irritado? Con Zhenia, la ansiedad estaba al límite veinticuatro horas al día.

Willi negó con la cabeza.

—Firme como un reloj suizo.

—¿De verdad quieres morir en medio de una autopsia? ¿Por qué no te pones a correr en torno al edificio?

—Odio el ejercicio.

Willi se sirvió más alcohol y esta vez Arkady se unió a él. Pasó bien, pero luego sintió que le quemaba la garganta.

—Necesita limón.

Se oyeron voces procedentes del pasillo de los cajones frigoríficos y Willi se levantó. Cuando el sonido remitió, le preguntó a Arkady:

—¿Hay algo que quieras añadir al gráfico? ¿Algo que se me haya pasado?

Como los patólogos suelen tener la última palabra, Arkady eligió las suyas con cuidado.

—Has mencionado la suciedad bajo las uñas, pero no has mencionado que tenía las uñas pintadas. Lo mismo que las de los pies.

—Las mujeres se pintan las uñas, ¿desde cuándo vale la pena mencionarlo?

—Y la ropa.

—Vestía como una puta.

—La ropa estaba raída, pero era nueva. Las botas eran de mala calidad, pero también nuevas.

—Estás haciendo demasiadas cábalas con esta chica.

—Luego está la ausencia de hematomas y arañazos, las huellas inevitables que una persona acumula por vender su cuerpo a clientes asquerosos en callejones y caravanas.

Willi expulsó un anillo de humo en dirección a Arkady.

—Viejo amigo, tómalo de un hombre con un pie en la tumba, todo es contradictorio. Stalin era bueno, después fue malo, luego otra vez bueno. Yo fui flaco como un junco y ahora soy un globo humano con una cintura como el ecuador. De todas formas, no te exaltes por una prostituta muerta. Hay una cada día. Si no la reclaman, hará feliz a algún estudiante de medicina, y si alguien la reclama, te avisaré. Ha sido mi última autopsia.

—Lástima que haya sido un fracaso —dijo Arkady.

Willi reaccionó como si le hubieran dado un bofetón.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Se supone que una autopsia ha de determinar la causa de la muerte. Tú has fallado.

—Arkady, he encontrado lo que había. No puedo fabricar pruebas.

—Se te han pasado.

Los interrumpió la llegada del director del depósito de cadáveres acompañado por una mujer con un chal negro. Al director le sorprendió ver a Willi y a Arkady, pero se recompuso lo suficiente para llevar a la mujer en torno a las mesas de autopsias con la desenvoltura de un maître. Ella caminaba deprisa. Era una de esas mujeres que parecían esculpidas en bronce en su mejor momento, cuarenta tirando a treinta, con gafas oscuras y vestido de seda. No dedicó más de una mirada a Willi y Arkady.

El director la llevó a la mesa del suicida y después de un carraspeo compasivo le preguntó si reconocía el cadáver.

—Es Serguéi Petróvich Borodín —dijo la mujer—. Mi hijo.

Incluso exangüe, Serguéi Borodín era guapo, con el pelo largo que aún parecía húmedo como al salir del baño. Tenía unos veinte años, de pecho delgado, pero musculado de cintura para abajo. La emoción de su madre estaba oculta por sus gafas oscuras, pero Arkady supuso que había dolor. Tomó la mano del chico muerto y giró su muñeca para ver el corte fatal.

Entretanto, el director explicó el coste de generar un certificado de defunción por una caída en el cuarto de baño. Los miembros de la ambulancia que lo habían encontrado tendrían que cambiar sus informes. Esperarían ser recompensados. Entretanto, el depósito estaba dispuesto a almacenar el cadáver a cambio de un precio.

—¿Alquilar un cajón?

—Un cajón refrigerado de ese tamaño…

—Por supuesto, adelante.

—En estas circunstancias, le sugiero una donación generosa a la iglesia para que haga un oficio religioso en su nombre y un sepelio cristiano.

—¿Eso es todo?

—Y el certificado de residencia de su hijo.

—No tenía certificado de residencia. Era bailarín. Estaba con amigos y otros artistas.

—Hasta los artistas han de obedecer la ley. Lo siento, pero habrá una multa.

Ella volvió la muñeca de su hijo hacia el director.

—No haré ningún escándalo si cosen esto.

El director estaba ansioso por redimirse.

—No hay problema. ¿Hay algo más que pueda hacer?

—Quemarlo.

El director hizo una pausa.

—¿Incinerarlo? No hacemos eso aquí.

—Entonces ocúpese.

El estornudo de Willi resonó como un trueno. La atención de la mujer se centró en él y luego en Arkady. Se quitó las gafas oscuras para ver mejor y sus ojos secos estaban más desnudos que ninguna otra cosa en la sala. Acto seguido se marchó a toda prisa con el director pisándole los talones.

—Lo siento —dijo Arkady—. Me temo que te he puesto en mal lugar.

—Al infierno. Odio dormir en un sofá. —Willi estaba sorprendentemente animado.

—Y además de tus problemas cardíacos ¿ahora te has resfriado?

—No. Algo me ha dado un picor en la nariz. Algo que ha penetrado esta atmósfera de putrefacción y formaldehído. Una nariz preparada es importante. Cualquier alumno reconocería el olor de ajo del arsénico o el de almendras en el cianuro. Pásame los pulmones. Vamos a descubrir qué es lo último que respiró tu amiga.

Arkady pasó del cubo a la bandeja el corazón con los pulmones todavía unidos de la chica: un puño de músculo entre dos hogazas esponjosas. No olió nada que penetrara el habitual miasma hasta que Willi seccionó el pulmón izquierdo y éste soltó una vaharada dulce.

—Éter.

—Éter, exactamente —coincidió Willi—. Tarda en disiparse, porque no volvió a respirar. Así que ocurrió en dos fases: clonidina para dejarla sin sentido y éter para anestesiarla y matarla, todo sin lucha. Felicidades, tienes un asesinato.

El teléfono sonó dos veces, pero cuando Arkady se liberó del delantal y sacó el teléfono del bolsillo se había perdido una llamada de Zhenia, la primera comunicación del chico en una semana. Inmediatamente devolvió la llamada, pero Zhenia no respondió, lo cual a Arkady le pareció un buen ejemplo de su relación.

O bien lo que había hecho llamar a Zhenia era fugaz y sin importancia.