5

Zhenia no comprendía por qué Maya se negaba a ir a la policía; era una de esas raras ocasiones en que la policía podía hacer algo bueno. Debería haber una búsqueda y fotos del bebé en las noticias. ¿De qué otra forma podían cubrirse tres grandes estaciones de ferrocarril y sus conexiones de metro? En cambio, Maya insistía en mendigar información a revisores de andén, mujeres de la limpieza y personal de los cafés mientras se negaba a divulgar su apellido o su lugar de procedencia. Cuantas más preguntas hacía, más sospechas levantaba.

Por la tarde se encontraban todavía en la estación Yaroslavl, pasando junto a fila tras fila de figuras durmientes. Con cautela. Las familias podían malinterpretar la intención de un extraño que se inclinaba sobre sus bebés. La sala de espera de arriba tenía un piano detrás de una cuerda de terciopelo; Zhenia nunca había oído que nadie lo tocara. Echaron un vistazo en la lujosa sala, pero sólo vieron americanos y plantas en macetas.

Cuando Maya empezó a tambalearse, Zhenia la llevó al exterior para que tomara el aire. A esa hora, Tres Estaciones tenía la calma de un circo cuando terminaba la función y se desmontaban las tiendas. Zhenia compró una manzana en un quiosco abierto las veinticuatro horas y la cortó para Maya con una navaja. Ella se la comió con desgana, más que nada por la insistencia de Zhenia.

El quiosco era el lugar donde las prostitutas compraban vodka. Zhenia las miró con el rabillo del ojo y lo único que vio fue una imagen emborronada de manchas de lápiz de labios, carne magullada y medias de malla. Cuando los chulos empezaron a gravitar en dirección a Maya, Zhenia la condujo a la relativa seguridad de una parada de taxis.

El tráfico en la plaza era de cinco carriles en cada sentido y la noche resonaba con el estruendo de coches extranjeros que parecían despegar del suelo a toda velocidad.

Maya señaló una puerta gigante de estilo oriental, con arcos oscuros y una torre iluminada, al otro lado de la plaza.

—¿Eso también es una estación?

—La estación Kazanski. Creo que deberíamos llamar a mi amigo.

—¿El policía?

—Investigador del fiscal.

—Es lo mismo.

—Es veterano. Puede que tenga alguna idea.

—Sólo dime cómo cruzar.

Fin de Arkady, pensó Zhenia.

Llevó a Maya a un paso de peatones subterráneo que se extendía a lo largo de cien metros de luces parpadeantes y paradas con las persianas bajadas. Durante el día, el pasaje era una zona de tiendas pequeñas que vendían tarjetas de teléfono, flores o medias. La única parada sin persianas estaba protegida por dos vigilantes de seguridad adormilados en sus sillas.

—Podemos volver cuando haya más gente —dijo Zhenia.

—Estoy buscando a mi bebé ahora. No te he pedido ayuda, has venido porque has querido.

—Sólo era una sugerencia.

—¿Qué pasa? ¿Tienes enemigos allí abajo?

Peor, pensó Zhenia. Amigos.

La sala de espera de la estación Kazanski le recordó a Zhenia el hábitat nocturno de un zoo, un lugar donde las cosas se retorcían de manera indistinta y las especies eran difíciles de identificar. ¿Esas siluetas eran jorobados o excursionistas con sus mochilas? ¿Esa mole de mal agüero era una maleta o un oso? Zhenia contuvo la respiración mientras Maya tropezaba con las maletas abultadas de vendedores ambulantes y las piernas desnudas de turistas dormidos.

Era peor que insensato, decidió Zhenia, era inútil. Se metió detrás de una cabina de fotos y trató de llamar a Arkady a su casa. Esperó diez tonos antes de rendirse, porque a veces Arkady no hacía caso del teléfono ni del contestador. A continuación, Zhenia lo intentó con el móvil del investigador, pero sólo sonó dos veces antes de que Maya le quitara el teléfono.

—He dicho que nada de policía.

—Así nunca encontrarás al bebé.

—A la primera oportunidad, te escabulles para llamarlos.

—Sólo quería hablar con él.

—Hemos quedado en que sin policía.

—No es policía.

—Como si lo fuera.

—Vale, es cosa tuya.

—Voy a volver a la otra estación. Además, no es tu problema. —Se desabrochó la sudadera de Zhenia y se la devolvió—. ¿Por qué confío en desconocidos? Soy estúpida.

—¿Cómo te las vas a apañar?

—Me las arreglaré. Sé cómo hacerlo.

—No conoces Tres Estaciones.

—Haré la visita.

—Y no conoces Moscú. Han pasado veinticuatro horas desde que se llevaron a tu bebé. No necesitas una partida de búsqueda, necesitas una máquina del tiempo.

—Ése no es tu problema, ¿no?

Maya se dirigió hacia la calle, y cuando Zhenia trató de caminar a su lado, ella se lo sacudió. El sentido del honor del muchacho le exigía no perderla de vista, aunque eso significara mantenerse a una distancia humillante detrás de ella.

Maya tomó el paso de peatones subterráneo. Las luces severas eran una bendición después de la oscuridad de las estaciones y la tranquilizó la visión de un grupo de chicos que venían del otro lado. Le sorprendió verlos en la calle tan tarde, pero el hecho de que cantaran la hizo sentir segura y lanzó a Zhenia una mirada de advertencia para que se alejara.

Un turista se acercaba con los adolescentes. Estaba borracho y gordo y corría a cámara lenta, con los brazos ondeando como un maratoniano en su último aliento. Las gafas de diseño le rebotaban en la nariz. Las borlas le rebotaban en los zapatos. Los chicos trotaban a su lado con zapatillas sucias y ropa rescatada de la basura. Los mayores llevaban un cigarrillo sujeto detrás de la oreja. De hecho, uno era una chica con trenzas que le colgaban del gorro. Mientras cantaban una canción de los Beatles, la acústica del túnel hacía que el sonido pareciera tan visible como aros de humo.

—Beck in the Yuesesarrr…

El borracho bastante tenía con mantenerse derecho. La sangre le apelmazaba el pelo y le goteaban manchas de color fresa en el polo. Cuando vio a los vigilantes de seguridad, gritó una y otra vez que estaba registrado en la embajada canadiense, como si eso fuera a cambiar algo.

—Jau luggii yuarr…

A los vigilantes les pagaban por proteger un puesto, nada más, y el canadiense pasó agarrado por un chico lo bastante mayor para cultivar un bigote ralo y con aire de autoridad. Llevaba una bufanda blanca en torno al cuello y un trozo de taco de billar a modo de porra. Maya siguió caminando mientras la procesión se acercaba; los animales —perros o chicos— solían perseguir cualquier cosa que corriera.

El canadiense tropezó y se cayó. Los chicos se arremolinaron en torno a él todos a la vez, le quitaron el reloj, el visado, el pasaporte, las tarjetas de crédito y el dinero. A Maya no le dedicaron más de una mirada. Casi llegó al pie de la escalera antes de que el chico de la bufanda se plantara delante de ella.

—Ese pelo es genial.

En ese momento lamentó habérselo teñido.

—Soy Yegor —dijo—. ¿Cómo te llamas?

Ella no respondió.

Yegor no se ofendió. Tenía al menos dieciséis años y una combinación de grasa de bebé y músculo, la constitución adecuada para un matón. Cuando ella trató de rodearlo, él puso el palo de billar en su camino.

—¿Adónde vas?

—A casa.

—¿Dónde está tu casa? Puedo llevarte.

—Me recoge mi hermano.

—Me encantaría conocerlo. —Yegor hizo una pantomima de mirar a su alrededor.

—No te gustará.

—¿Qué le pasa? ¿Es demasiado grande? ¿Demasiado pequeño? ¿A lo mejor es un marica?

—Está esperando.

—No lo creo. ¿Qué opinas, Boots?

La chica con trenzas dijo:

—No creo que tenga ningún hermano.

—Estoy de acuerdo con Boots. No creo que tengas ningún hermano, ni creo que vayas a coger un tren. Creo que estás aquí para ganar dinero, y en ese caso necesitas un amigo. ¿No te gustaría tener un amigo? —Envolvió a Maya en sus brazos y apretó sus caderas contra las de ella para que supiera que tenía algo en los pantalones.

La sonrisa de Boots se desvaneció. Los otros chicos se quedaron quietos, con la boca abierta. Los vigilantes de seguridad se inclinaron hacia delante en sus sillas.

Maya trató de eludir la boca de Yegor.

El bebé había sido un breve respiro, un período de normalidad que terminó como su estúpida contribución al sufrimiento del mundo. ¿Quién era ella para luchar? Le pasara lo que le pasase, lo tenía merecido.

—Está conmigo —dijo Zhenia.

Nadie se había fijado en que se acercaba. Yegor soltó a Maya.

—Debería haberlo dicho. Lo único que tenía que decir es «Estoy con Genio». ¿Cómo se llama?

—Sube a la calle —le dijo Zhenia a Maya.

—¿Qué problema hay? —preguntó Yegor—. Sólo le he preguntado por su puto nombre.

—Cuando tenga nombre, te lo diré.

—¿Te gusta? ¿A ella le gustas? ¿Cuánto le gustas? Digamos que una paja es gustar y sexo anal es amor. ¿En esa escala, dónde está? Boots haría cualquier cosa por mí.

—Eres un tío afortunado.

—Tienes esa cara tan seria que nunca sé cuándo estás de acuerdo conmigo o cuándo me estás dando por culo. Somos como hermanos. El puto mundo se viene abajo. ¿Has visto cuántos tayikos hay ahora en Moscú? Espera diez años. Habrá una mezquita en cada esquina. Cabezas cortadas, verás de todo. Tú y yo hemos de seguir juntos.

—No le pongas la mano encima.

—Vale. Pero si quieres ser un héroe, te va a costar —gritó Yegor mientras Zhenia empezaba a subir la escalera—. Te costará. Y un consejo. Puede que tengas cerebro, pero no eres grande donde cuenta. Va a querer una polla. Una polla con pelo.

—Tienes la bufanda mojada —le dijo Zhenia a Yegor.

Yegor vio que estaba empapada de leche.

—¿Qué coño…?

La atención se dirigió hacia el otro lado cuando el canadiense resucitó y echó a correr hacia la otra salida. Los chicos fueron tras él por naturaleza, como cachorros que persiguen una pelota, y repitieron:

—Be-be-be-be-beck in the Yuesesarrr…

Zhenia llevó a Maya por un patio de cubos de basura y gatos hasta un muelle de carga cerrado y una puerta trasera con un teclado numérico en cobre brillante. El chico marcó la combinación y, en cuanto se abrió la puerta, metió a Maya dentro y la llevó hasta un montacargas que los subió dos pisos en completa oscuridad. Ella se aferró a la manga de Zhenia cuando el chico la llevó a través de una puerta giratoria y los pliegues de una cortina de terciopelo hasta un espacio que, poco a poco, se fue convirtiendo en un paisaje de ropa tirada y cajas de cartón custodiadas por un gigante que retiraba su capa para mostrar un sable.

—Bienvenida al casino de Pedro el Grande —dijo Zhenia.

Si esperaba que ella le diera las gracias, no fue así. Zhenia apuntó con el haz de su linterna a los ojos de cristal de la figura y al sombrero de tres picos.

—Se parece mucho, ¿no crees?

Maya no estaba mirando. Zhenia no sabía si estaba riendo o llorando o controlando su rabia hasta que en una voz cargada de derrota preguntó:

—¿Puedes conseguirme una toalla? Tengo el top empapado.

Él esperó fuera del lavabo de señoras mientras Maya se aseaba. Al recordar que tenía una cuchilla afilada, mantuvo una charla insustancial a través de la puerta del lavabo.

Maya no estaba escuchando. Después de lavarse y enjuagar su blusa, apagó las luces, se sentó en un taburete, y se meció. Lentamente, como si estuviera en un tren en marcha.