3

Por lo que a Zhenia respectaba, la estación Yaroslavl ofrecía de todo: bares, librería, zona infantil, tiendas que vendían mecheros, cedés y devedés. Una sala para soldados; los hombres de permiso viajaban gratis. Una escalera mecánica conducía a una sala de espera con un piano de conciertos detrás de una cuerda de terciopelo rojo.

Zhenia empezó en la planta principal y buscó a cualquiera que quisiera jugar una partida amistosa de ajedrez en el tablero plegable que llevaba en la mochila. Era cauto; nunca salía sin su documento de identidad y un pase de tren por si lo paraban. Aunque estaba semioculto mediante una sudadera y una capucha, permanecía en los puntos ciegos de las cámaras instaladas en el techo.

Cuando no veía a un potencial oponente, Zhenia se retiraba a un banco en un pasillo tranquilo del piso de arriba y estudiaba su diccionario de bolsillo inglés-ruso. Bobby Fischer había aprendido ruso para leer análisis de ajedrez; Zhenia devolvía el favor. Esta vez se concentró en la palabra draw que describía las tablas, el final inconcluso de una partida de ajedrez. Y también significaba arrastrar, tensar, dibujar, atraer, cobrar, correr o descorrer cortinas y más cosas.

La puerta situada enfrente de Zhenia se abrió con un clic. Dentro, había dos policías y una chica sentados en torno a una mesa metálica con una jarra de agua, vasos y una grabadora. El agente al mando era una mujer, comandante según las estrellas que lucía en el hombro. El otro policía, un teniente, se inclinó hacia atrás en su silla.

La chica tendría unos quince años, la edad de Zhenia. Tenía los ojos anegados en lágrimas y, como se había teñido el pelo de color rojo encendido, encajaba a la perfección en el estereotipo que a la policía le gustaba hostigar. Sin embargo, la comandante usó un tono maternal.

—Primero la información necesaria, y luego la búsqueda. Todo saldrá bien. Quizás alguien encuentre a tu niña perdida antes de que terminemos.

—No la perdí, me la robaron.

—Eso has dicho, pero ya hablaremos de eso.

—Estamos perdiendo el tiempo. ¿Por qué no la están buscando?

—Querida, tenemos un enfoque sistemático que funciona bien. Es un caso problemático. Dices que no tienes ninguna fotografía del bebé.

—Un bebé es un bebé.

—Sigue siendo una pena. Una fotografía es fundamental para encontrar a alguien.

—¿Han encontrado a ésos? —La chica señaló las caras pegadas a la pared; fotocopias en blanco y negro de retratos con mucho grano por la ampliación, tomados en el interior o el exterior, de diferentes edades y de ambos sexos, pero todos con una cosa en común: habían desaparecido.

—Por desgracia, no. Pero tienes que ayudarnos.

—No podemos entregar un bebé a cualquiera —dijo el teniente.

—Teniente… —La comandante le habló como a un niño malo.

—Sólo le estaba tomando el pelo.

—Tu tren ha llegado hace más de una hora —dijo la comandante—. Deberías haber venido entonces. El tiempo es fundamental para encontrar a un niño vivo.

—Ahora sí que estamos perdiendo el tiempo.

—¿Tu nombre completo?

—Maya.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Estás casada, Maya?

—No.

—Ya veo. ¿Quién es el padre?

—Alguien que conocí, supongo.

—Alguien que conoció —repitió el teniente.

—No sé. —La comandante, todavía de mujer a mujer, parecía compasiva—. Eres muy joven para tener un hijo. ¿A qué curso vas?

—Me gradué.

—No lo parece. Enséñame tu billete y tus papeles, por favor.

—Estaban en mi canasta. Tenía dos canastas, una para el bebé y la otra para sus cosas. Tiene una manta especial azul con patos amarillos. Todo ha desaparecido.

—¿Certificado de nacimiento?

—Lo mismo. Conozco el color de sus ojos y de su pelo y una marca de nacimiento. Cosas que sólo conoce una madre.

—¿Tienes algún papel tuyo o del bebé?

—Me los robaron.

—¿Tus padres pueden proporcionar información?

—Están muertos.

—Así que, sobre el papel, esta niña no existe y en el tren era invisible. ¿Es eso lo que estás diciendo?

La chica se quedó en silencio.

—¿En qué estación subiste? Vamos, has de saber en qué estación subiste al tren.

—O cuándo desapareció la niña.

—Se lo he dicho. Me la robaron mientras dormía. Estaba en una canasta.

—¿Y culpas a alguien llamado Tía Lena?

—¿Ha oído hablar de ella? Dijo que todo el mundo la conocía.

—No, nunca he oído hablar de esa persona. ¿Hablaste con alguien además de con Tía Lena?

—No.

—¿Alguien más vio al bebé?

—No.

—¿Estabas escondiéndolo?

La chica no dijo nada, aunque sentía que las preguntas se aceleraban.

—¿Y el soldado? —preguntó la comandante.

—¿Perdón?

—En tu primera versión había un soldado. Dijiste que llevaste al bebé al fondo del vagón.

—Para tomar el aire.

—¿Para tomar el aire y que no te vieran los demás pasajeros?

—Sí.

—Un sitio más privado.

—Supongo.

—Y allí llegó el soldado.

—Sí.

—Tú y el soldado y el bebé invisible.

—Sí.

La chica comprendió adónde se dirigían. Fue como verse arrastrada de repente por la madriguera de una serpiente. Se desconectó y cuando volvió a conectarse la comandante estaba hablando en tono de conclusión.

—… una falsa alarma. Teniendo en cuenta su edad, su fantasía podría no tener mala intención, pero es una fantasía peligrosa porque la amenaza terrorista es real. Una búsqueda al máximo nivel habría exigido decenas de policías persiguiendo la quimera de un bebé robado. No hay bebé robado, porque no había bebé que robar. El Departamento de Personas Desaparecidas no tomará ninguna medida salvo mantener en observación a la menor que se identifica sólo como Maya. —La comandante apagó la grabadora y añadió—: Lo siento, querida. No te creí desde el primer momento. Nadie te creerá.

—Cuéntame —dijo el teniente—, cuando tú y el soldado fuisteis al fondo del vagón, ¿le hiciste una paja o una mamada?

Zhenia no pudo ver lo que ocurrió en la sala de interrogatorios. Oyó gritos y el sonido de agua mezclado con el de cristales rotos. La puerta se abrió cuando el teniente, empapado, salió en persecución de la chica por el pasillo, pasó junto a la cuerda de terciopelo y el piano y bajó por la escalera mecánica, donde la agarró por el cuello de la chaqueta de manera que los pies de la chica apenas tocaban el suelo. En un momento la estaba levantando en el aire y al siguiente, la chica se escurrió de la chaqueta y echó a correr por la sala de espera.

El teniente la persiguió, levantando mucho las rodillas en la carrera, convertido de repente en una estrella de la pista de atletismo. El teniente ya casi estaba dando alcance a la chica cuando ella se lanzó tras una pila de paquetes, entre pensionistas en sillas de ruedas, bajo una mesa de souvenirs y por fin entre una gran familia de chechenos. Buena maniobra, pensó Zhenia. La gente vitoreaba y aplaudía la fuga de la chica. Zhenia miró asombrado.

—¡Zorra! —El agente se paró, acalambrado, y lanzó la chaqueta de la chica.

Renqueó en círculo para recuperar el aliento, y cuando el calambre empezó a remitir la chica había desaparecido. Ni siquiera sabía en qué dirección se había ido. ¿Tan difícil era que un ciudadano estirara una pierna para zancadillear a la pequeña zorra? Como de costumbre, la escoria arrogante de Moscú no había ayudado en absoluto a la policía. Por ejemplo, fue a buscar la chaqueta de la chica y ésta había desaparecido.

A Zhenia no le costó encontrar a la chica. Su cabello rojo era difícil de esconder, y aunque había encontrado el enlace subterráneo al metro, Zhenia no creía que fuera a alejarse demasiado. Examinó el contenido de su chaqueta: gafas de lectura, un mechero de butano, medio paquete de cigarrillos Russki Stil y un sobre que contenía 1500 rublos, el equivalente a sesenta dólares. Zhenia supuso que era todo el dinero que la chica poseía en el mundo. No había móvil ni identificación. Los pasaportes internos se emitían a los dieciséis años. Ella no llegaba a esa edad.

El metro era un grandioso agujero en el suelo de cien metros de profundidad de la época de Stalin, un refugio antiaéreo con una sala de baile con candelabros y escaleras mecánicas que sonaban como dientes de madera. La chica estaba diez escalones por debajo de él.

¿Estaba muy loca? Dejando de lado al teniente, ¿una verdadera madre no habría proporcionado toda la información que la comandante le había solicitado? Se habría realizado una búsqueda adecuada, con boletines, llamamientos en televisión, el personal adecuado y perros de presa. Probablemente, estaba mentalmente desequilibrada y el bebé resultaría ser una mascota perdida.

Los pasajeros se repartieron entre el andén y la escalera mecánica que conducía a otra línea de metro, más profunda. Sola, la chica se encaminó al otro extremo del andén, apoyó la espalda en una columna octogonal de piedra caliza y se dejó resbalar hasta el suelo. Zhenia la siguió a distancia de una manera vagamente protectora, en un papel que él mismo se había asignado. Sobre el túnel del ferrocarril, un reloj digital empezó una cuenta atrás de cinco minutos hasta el siguiente tren.

Un mural de azulejos dorados homenajeaba el trabajo soviético y en el techo —para los más curiosos— se extendía una galería de patriotas. Las ráfagas de aire que pasaba a través de túneles visibles e invisibles y en torno a las columnas sonaban como un sistema respiratorio subterráneo.

La chica se mostró molesta cuando Zhenia rodeó la última columna, como si hubiera interrumpido su concentración. O hubiera violado un momento íntimo. Zhenia se dijo a sí mismo: «Esto es una locura».

Sentada con las piernas cruzadas, la chica se apretaba una cuchilla contra la muñeca, pero todavía no lo hacía con fuerza suficiente para cortar la vena. De doble filo. Puede que hubiera dejado atrás al teniente minutos antes, pero en ese momento parecía catatónica. Cuando la chica levantó la mirada, Zhenia comprendió que en cualquier momento podría encontrarse de pie en un charco de sangre.

—¿Tienes a mi bebé?

—Puedo ayudarte —dijo Zhenia.

Sacó la chaqueta de piel de la mochila y le mostró a la chica que el dinero y otras pertenencias todavía estaban en los bolsillos de la chaqueta, pero ella no podía apartar sus ojos de los de él.

—¿No tienes a mi bebé?

—Pero puedo ayudarte. Nadie conoce Tres Estaciones mejor que yo. Siempre estoy aquí. Todos los días. —Hablaba deprisa con el ojo en el filo de la cuchilla—. Lo único que te digo es que, si quieres, puedo ayudarte.

—¿Me ayudarás?

—Creo que sí.

—¿A cambio de qué?

—¿Qué quieres decir?

La chica hizo una pausa.

—Ya sabes qué quiero decir.

—No. —Zhenia se puso colorado.

—No importa. —Mantener la cuchilla en su sitio empezó a cansarle y la chica relajó los brazos—. ¿Dónde estamos?

—En el metro de debajo de Tres Estaciones. ¿No habías estado aquí antes?

—No. ¿Por qué no estás en la escuela?

—Bobby Fischer decía que la escuela era una pérdida de tiempo, que nunca aprendió nada en la escuela.

—¿Quién es Bobby Fischer?

—El mejor jugador de ajedrez de la historia.

Ella lo miró con rostro inexpresivo. Zhenia no tenía experiencia con las chicas. Lo trataban como si fuera invisible, y él les devolvía el favor. No modulaba su voz en público y era un desastre en la conversación, sin embargo, pensó que había dicho algo adecuado, porque la chica guardó la cuchilla en una funda y se levantó. Con el tintineo de los candelabros y una ráfaga de aire, un tren entró en la estación por el lado del andén donde ellos se encontraban. Si ella se lo hubiera preguntado, Zhenia podría haberle dicho que evitara los vagones marcados con una franja roja, porque tenían fisuras en la parte inferior. Sabía toda clase de cosas.

—¿Qué edad tienes? —preguntó ella.

—Dieciséis. —Se sumó un año.

—Claro.

—Me llamo Zhenia Lysenko.

—Zhenia Lysenko, Zhenia Lysenko. —El nombre le resultaba poco inspirador.

—¿Y tú?

—Maya.

—¿Sólo Maya?

—Maya.

—He visto que escapabas del teniente. Es típico. Vas a pedirles ayuda y casi te detienen.

—No los necesito.

—¿Tienes familia en Moscú?

—No.

—¿Amigos?

—No.

Llegó un tren por el otro extremo del andén y el ruido de los pasajeros impidió cualquier conversación. Cuando el tren cerró sus puertas, y se alejó de la estación, Zhenia se había hecho el resumen: la chica no tenía a nadie más que a él.

Zhenia y Maya pasaron a través de la masa amorfa que era una cola rusa, a través de biznesmen cuyo negocio cabía en un maletín, mujeres uzbekas con sus coloridas vestimentas, babushki envueltas en gris, soldados de permiso tomando su última cerveza. La mayoría de los trenes eran elektrichki, convoyes locales con cables por encima, pero algunos estaban destinados a cruzar montañas y desiertos hasta lugares exóticos situados a miles de kilómetros de distancia. Un expreso salió del andén 3. A mitad de camino de la estación, el tren encontró ondas de calor y entró en un lago de semáforos y señales en el que se zambulló hasta desaparecer. La revisora del andén n.º 3, una mujer llena de energía, con uniforme azul, pensó que si los dos adolescentes que se le acercaban habían perdido su tren, ya no había nada que pudiera hacer por ellos.

Zhenia y Maya se habían intercambiado la ropa. Ella llevaba la sudadera abierta del chico con la capucha subida para ocultar su cabello pelirrojo y él se había puesto la cazadora de cuero de Maya, aunque las mangas le quedaban muy cortas en sus flacos antebrazos. Con el rabillo del ojo, Zhenia admiró la audacia con la que Maya caminaba hacia la revisora.

—Usted no es la revisora de esta mañana.

—Claro que no. Su turno ha terminado.

—¿Y los trenes de esta mañana?

—Están otra vez en servicio. ¿Por qué? ¿Has perdido algo?

—Sí.

La revisora era simpática.

—Lo siento, cielo. Cualquier cosa que dejaras en el tren, probablemente no volverás a verla. Espero que no tuviera valor sentimental.

—He perdido a mi bebé.

La revisora miró de Maya a Zhenia y otra vez a la chica.

—¿Hablas en serio? ¿Has estado en el Departamento de Personas Desaparecidas?

—Sí. No me creen.

La revisora soltó todo el aire de golpe.

—Dios mío, ¿por qué no?

—Quieren saber demasiado. Yo sólo quiero a mi hija. Una niña de tres semanas.

—¿Es verdad? —preguntó la revisora a Zhenia.

—Cree que se la robó una mujer llamada Tía Lena.

—Nunca he oído hablar de ella. ¿Cómo te llamas, cielo?

—Maya.

—¿Estás casada, Maya?

—No.

—Entiendo. ¿Quién es el padre? —La revisora dedicó a Zhenia una mirada cargada de significado.

—Imposible —dijo Maya—. Acabo de conocerlo.

La revisora pensó un momento antes de preguntar a Zhenia.

—¿Has visto al bebé?

—No.

—Entonces lo siento. Es una cuestión criminal si han secuestrado a un bebé. El Departamento de Personas Desaparecidas es la autoridad apropiada. Ojalá pudiera ayudar.

—Tiene una pequeña marca de nacimiento en la nuca. Casi como un signo de interrogación. Hay que levantarle el pelo para vérsela.

Zhenia puso un trozo de papel en la mano de la revisora.

—Éste es mi número de móvil. Por favor, llámeme si oye algo.

Un hombre con una maleta en una mano y un niño de dos o tres años en la otra llegó al andén para encontrarse con que su tren ya se había ido. Cuando el hombre dejó de andar, el niño resbaló hasta el suelo y se echó a llorar.

A Maya se le escaparon las lágrimas. Peor aún, lo que más rabia le daba, ahora le dolían los pechos.

Zhenia se la llevó del andén. Ahora que el llanto había empezado, Maya no podía parar, como si en ese momento le estuvieran arrancando al bebé de sus brazos. No sollozaba, sino que se convulsionaba doblada sobre sí misma. Zhenia se enorgullecía de su falta de emociones y fue aterrador ver cómo el llanto de Maya le hacía un nudo en la garganta.

—Esto es una putada, una putada —dijo.

—Mi bebé…

—Conozco a un investigador en la fiscalía. Es un tío decente.

—Ni fiscales ni policías.

—Sólo habla con él. Quien se haya llevado al bebé, puede haber ido en un centenar de direcciones distintas. Dos personas no pueden cubrirlas todas.

—No quiero policía.

—Te ayudará en privado.

La sugerencia la desconcertó.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—No tiene nada más que hacer.