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Víktor Orlov estaba de pie bajo la ducha, con la cabeza inclinada y los ojos cerrados mientras un ordenanza vestido con máscara quirúrgica, gafas, delantal y guantes de goma le vertía desinfectante en el pelo hasta que éste le goteó por la nariz y la barba de cuatro días, le bajó por el estómago hundido y las nalgas y formó un charco entre sus pies. Tenía el mismo aspecto que un mono mojado y tembloroso, con pegotes de vello corporal, hematomas y uñas de los pies gruesas como un cuerno.

Al enfermero de la comisaría lo llamaban Cisne desde hacía mucho tiempo por su largo cuello. Después de haber sido un carterista y un soplón, se enorgullecía de haber escalado a una posición de responsabilidad y con futuro.

—Llamé en cuanto entró el sargento Orlov. Me dije, llama al investigador Renko, él querrá saberlo.

—Has hecho bien —dijo Arkady.

La vela emanaba un olor recargado y ligeramente podrido al consumirse.

—Hacemos lo que podemos. Bueno, ¿tu viejo amigo Víktor está consumiendo algo además de alcohol? ¿Heroína, metadona, anticongelante?

—Alcohol. Es de la vieja escuela.

—Bueno, el desinfectante matará liendres, bacterias, microbios, hongos y esporas. Eso está bien. Respecto a su interior no puedo hacer nada. Tiene la presión baja, aunque eso era de esperar. Le he visto las pupilas dilatadas, pero no hay signos de trauma craneal. Se está desintoxicando. Le he dado Valium y una inyección de vitamina B1 para calmarlo. Deberíamos mantenerlo aquí en observación.

—¿En una celda de borrachos?

—Preferimos llamarlo «centro de sobriedad».

—No, si puede caminar. —Arkady levantó una bolsa de plástico con una muda de ropa.

El ordenanza de la ducha, desenroscó una manguera y abrió el grifo con fuerza. Víktor dio un paso atrás cuando el agua le golpeó el pecho. El ordenanza lo fue rodeando, mojándolo desde todos los ángulos.

Costaba que a uno lo detuvieran por ebriedad. No era fácil distinguir la ebriedad de, pongamos, compartir una botella con amigos, tiempos alegres, tiempos tristes, una onomástica, el día de la mujer, la necesidad de una siesta, la necesidad de aguantar una pared, la necesidad de orinar en el muro. Era difícil destacar como legítimamente borracho cuando se ponía el listón tan alto. Sin embargo, las consecuencias podían ser funestas. La multa era insignificante, pero se informaría a familia y colegas, en este caso al comandante de Víktor, que ya lo había amenazado con degradarlo. Peor todavía, los reincidentes tenían que pasar dos semanas en prisión. Y los policías no lo pasan bien en prisión.

Un reloj digital de la pared saltó a las 0.00 h.

Medianoche. Víktor llegaba cuatro horas tarde a su turno.

Arkady recogió su ropa en una zona apenas iluminada, moviéndose entre lechos de hombres sedados y sábanas empapadas de orina. Habían serrado las patas de las camas para suavizar las caídas. Todas las figuras estaban quietas salvo una que se retorcía contra las correas de sujeción y le susurró con urgencia a Arkady:

—Soy Dios, Dios es mierda, yo soy mierda, Dios es mierda, Dios es un perro, yo soy Dios. —Y lo repitió una y otra vez.

—Ya lo ves, tenemos de todo —dijo Cisne. Había preparado la documentación, las llaves, el teléfono móvil y la pistola de Víktor cuando Arkady regresó al escritorio.

Secaron y vistieron a Víktor, tratando de evitar que se escurriera.

—No está registrado, ¿verdad? —Arkady sólo quería cerciorarse.

—Nunca ha estado aquí.

Arkady dejó cincuenta dólares en la mesa y guió a Víktor hacia la puerta.

—¡Soy Dios! —dijo la voz desde la cama.

«Dios está borracho», pensó Arkady.

Arkady se puso al volante del Lada de Víktor porque su Zhiguli seguía en el taller, esperando un cambio de marchas nuevo, y a Víktor le habían retirado el carnet por conducir borracho. Pese a que lo habían lavado y le habían cambiado de ropa, Víktor emanaba olor a vodka como un horno desprende calor. Arkady abrió un poco la ventana para que entrara aire fresco. Las noches cortas del verano ya habían comenzado. No eran como las noches blancas de San Petersburgo, pero bastaban para que costara conciliar el sueño y para agravar relaciones. La radio de la policía mantenía un chirrido permanente.

Arkady le pasó a Víktor el transmisor.

—Llama. Avisa a Petrovka que estás de servicio.

Petrovka era la forma de referirse a la comisaría central de la calle Petrovka.

—¿A quién le importa? Estoy jodido.

Pero Víktor se recompuso para llamar a la centralita. Por milagro, no habían asesinado, violado ni asaltado a nadie en su distrito en toda la noche.

—Panda de maricas. ¿Tengo mi pistola?

—Sí. No nos gustaría que cayera en malas manos.

Arkady pensó que Víktor se estaba adormilando, sin embargo, el detective murmuró:

—La vida sería maravillosa sin vodka, pero como el mundo no es maravilloso, la gente necesita vodka. El vodka está en nuestro ADN. Eso es innegable. La cuestión es que los rusos somos perfeccionistas. Es nuestra maldición. Nos da grandes jugadores de ajedrez y bailarinas, y nos convierte al resto en borrachos celosos. No se trata de por qué no bebes menos, sino de por qué no bebes más.

—De nada.

—Eso quería decir. Gracias.

Otros coches, monstruos extranjeros con motores trucados, rugían detrás de ellos, pero no permanecían mucho tiempo pegados. El tubo de escape y el silenciador del Lada colgaban muy cerca del suelo y en ocasiones se arrastraban y levantaban una estela de chispas, una advertencia justa para que todos mantuvieran una distancia de seguridad.

A Arkady se le ocurrió que si el Lada estaba para el desguace, lo mismo ocurría con los hombres que iban en su interior. Se miró en el espejo retrovisor. ¿Quién era ese extraño de pelo canoso que se levantaba de su cama, usurpaba su ropa y ocupaba su silla en la oficina del fiscal?

—He leído en el periódico que dos delfines han intentado ahogar a un hombre en Grecia o no sé dónde —dijo Víktor—. Siempre hablan de delfines nobles que salvan a alguien, pero esta vez no; esta vez empujaban al tipo mar adentro. Me pregunté qué tendría de diferente ese pobre cabrón. Resultó que era ruso, por supuesto, y seguramente iba un poco borracho. ¿Por qué a nosotros siempre nos pasa lo contrario de lo normal? Tal vez los delfines lo habían rescatado ya una docena de veces. Y se hartaron. ¿Qué opinas?

—A lo mejor tendríamos que hacerlo oficial —dijo Arkady.

—¿Oficial? ¿El qué?

—Que Rusia está patas arriba.

Arkady no estaba ni patas arriba ni patas abajo. Era un investigador que no investigaba nada. El fiscal se aseguraba de que Arkady obedecía sus órdenes al no darle ninguna que pudiera discutir. Que no hubiera investigaciones significaba que no habría investigaciones secundarias. A Arkady lo dejaban de lado, ya podía pasar el rato leyendo novelas o cuidando las flores.

Aunque le sobraba tiempo, no lo había pasado con Zhenia. A los quince años, el chico vivía en el pico de la hosquedad adolescente. ¿Faltaba a la escuela? Arkady no lo sabía. Su estatus con él era extraoficial. Lo único que podía ofrecerle a Zhenia era un lugar limpio donde pasar la noche. Podía no verlo durante una semana y entonces lo veía por casualidad en su otra vida, en su vida secreta, vagando bajo la capucha de una sudadera en medio de una banda callejera. Si Arkady se acercaba, Zhenia lo fulminaba con la mirada.

El director del albergue juvenil del que había salido Zhenia aseguraba que el chico y Arkady tenían una relación especial. El padre de Zhenia le había disparado a Arkady. ¿Había algo más especial que eso?

El día anterior, los amigos habían llevado champán y pastel para celebrar el cumpleaños de Arkady, y luego soltaron unos discursos tan compungidos y elocuentes sobre el precio de la integridad que las mujeres lloraron. Algunos de los hombres más borrachos también lo hicieron, y Arkady tuvo que convencerlos uno por uno de que no estaba muerto.

Había escrito una carta de renuncia.

A mediodía de hoy renuncio a mi puesto en el servicio de la fiscalía de la República Rusa. Arkady Kirílovich Renko, investigador jefe de Casos Especiales.

Pero darle semejante satisfacción a Zurin era insoportable, así que Arkady quemó la carta en un cenicero.

Y los días fueron pasando.

Arkady tenía una vecina nueva al otro lado del pasillo, una mujer joven que se pasaba el día fuera y en ocasiones necesitaba ayuda para encontrar la llave del piso en su voluminoso bolso. Era una periodista lo bastante joven para trabajar hasta muy tarde. Una noche apareció en su puerta con el ojo morado y un novio persiguiéndola. La luz del descansillo estaba apagada, como de costumbre, y Arkady no logró ver bien al novio. No obstante, el hombre sí lo vio a él en el umbral, pistola en mano, y desapareció saltando escaleras abajo.

—Estoy bien. No era nada —dijo Ania—. De verdad, muchas gracias, eres el héroe del día. Debo de tener un aspecto horrible.

—¿Quién era?

—Un amigo.

—¿Un amigo?

—Sí.

—¿Vas a denunciarlo a la policía?

—¿A la policía? Estás de broma. Oh, tú debes de ser el investigador del edificio. He oído hablar de ti —dijo—. Retiro cualquier insinuación sobre la honestidad e integridad de nuestros valientes en su batalla contra los elementos criminales de nuestra sociedad.

Arkady la oyó armando jolgorio y riendo en cuanto llegó a su apartamento.

La noche siguiente, ella llamó a la puerta de Arkady y vio las botellas y los platos de la celebración de cumpleaños esparcidos por la sala.

—¿Una fiesta?

—No fue el saqueo de Roma, sólo unos amigos.

—La próxima vez, me avisas. —Sacó del bolso dos latas de caviar Osetra de 125 gramos, que juntas valían casi mil dólares.

—No puedo aceptarlas.

—Estamos en paces. Me las regalan cada dos por tres y no me gusta el caviar. ¿Dónde está la mujer que vivía aquí?

—Se fue.

—¿Seguro que no la cortaste en pedacitos y la enviaste por correo a todo el país? Es broma. Acojonaste a mi amigo. Se lo tenía merecido.

Se llamaba Ania Rudikova. Por extraño que parezca, Arkady la vio una semana más tarde en televisión, con el ojo morado y todo, debatiendo sobre la violencia en el cine con la objetividad de una socióloga.

Llamaron por radio desde la centralita y Arkady contestó por Víktor.

—Orlov.

El agente era cauto. Le preguntó para saber si estaba listo para el servicio.

—Sí —dijo Arkady.

—Porque cuando ha llamado antes no tenía tan buena voz. La gente habla de usted.

—Que les den.

—Bueno, parece que está mejor. ¿Puede ocuparse de una sobredosis? Las ambulancias van con retraso.

—¿Dónde?

Mientras escuchaba, Arkady ejecutó un giro de ciento ochenta grados ante el tráfico que venía de cara.

Lo que los mapas turísticos llamaban plaza del Komsomol, era conocido entre los moscovitas como Tres Estaciones, por las tres terminales de ferrocarril que se concentraban allí; además de las fuerzas convergentes de dos líneas de metro y diez carriles de tráfico. Los pasajeros se abrían paso como ejércitos desorganizados a través de vendedores ambulantes que ofrecían flores, camisas bordadas, camisetas de Putin o del Che, cedés, devedés, sombreros de piel, pósteres, matrioshki, medallas de la guerra y objetos soviéticos kitsch.

Durante el día, Tres Estaciones estaba en constante movimiento, como un Circo Máximo con coches. Por la noche, en cambio, cuando la multitud desaparecía y la plaza quedaba iluminada con focos y poblada de insectos, Arkady sentía que las estaciones eran tan exóticas como escenarios de ópera. La estación Leningrado era un palacio veneciano; la estación Kazanski, una mezquita oriental, y la Yaroslavl lucía cara y gorro de payaso. La noche revelaba una población que el bullicio del día ocultaba: carteristas, jóvenes que repartían propaganda de clubes de estriptis y salas de juego, bandas callejeras de chicos que buscaban a una presa herida, lenta, fácil. Hombres con intenciones poco claras deambulaban en pequeños grupos, cerveza en mano, observando a las prostitutas. Las mujeres caminaban con mirada depredadora y aspecto de ir a devorar a sus clientes más que de ir a tener relaciones con ellos.

Había borrachos por todas partes, pero costaba verlos porque eran tan grises como el pavimento sobre el que yacían. Iban vendados o ensangrentados o en muletas, como heridos de guerra. Cada umbral tenía un residente o dos; puede que no tuvieran casa, pero Tres Estaciones era su refugio. Un mendigo de hombros anchos y piernas atrofiadas pasó empujando su carrito por delante de una gitana que, distraída, acercaba un bebé a su pecho. En Tres Estaciones, los tullidos, desclasados y por lo general los miembros ocultos de la sociedad se reunían como en la Corte de los Milagros, sólo que sin milagros.

Arkady subió el coche a la acera en la estación Yaroslavl y recorrió una pequeña plaza hasta una caravana de trabajadores que llevaba tanto tiempo en el sitio que tenía las ruedas desinfladas.

—¿Quieres quedarte en el coche? —le preguntó a Víktor—. Puedo hacerlo por ti.

—El deber me llama. Alguien podría estar meándose en mi escena del crimen. Si te meas en la escena del crimen de un tipo es como mearte en el tipo en sí.

Las caravanas de obreros proporcionaban alojamiento rudimentario sobre el terreno: cuatro literas y una cocina, pero no había lavabo, ducha ni electricidad. Los ocupantes se asaban en verano y se congelaban en invierno, y desde fuera las únicas concesiones a una morada humana eran una ventana corredera y una puerta. Al fin y al cabo, los obreros eran por lo general mano de obra emigrante de Asia central: tayikos, uzbekos, kirguises, kazajos; aunque los rusos tendían a llamarlos a todos tayikos.

Los rusos eran los actores; los tayikos, los necesarios pero invisibles tramoyistas que hacían el trabajo demasiado mísero o demasiado peligroso para que cualquier chico moscovita se lo planteara.

Víktor y Arkady fueron recibidos por un capitán de la policía ferroviaria llamado Kol. El capitán estaba cortando una cebolla cruda y comiéndosela a rodajas para combatir un resfriado de verano. Contenía las lágrimas.

—Mucho lío por una puta muerta.

Habían arrancado los cables eléctricos de la caravana, pero un alargador entraba por una ventana y llegaba a un gancho en el techo, donde una bombilla desnuda proyectaba un brillo deslavazado. La parte de atrás de la caravana parecía el fondo de un cubo de basura: envoltorios de hamburguesa, latas de gaseosa vacías, cristal roto y, sobre el colchón sucio de la cama inferior de una litera, una mujer boca arriba, con los ojos abiertos. Arkady calculó que tendría dieciocho o diecinueve años, de piel clara, cabello castaño suave y ojos azules. Llevaba una chaqueta corta acolchada de «piel» sintética. Tenía un brazo levantado como en un brindis y el otro en la cintura.

De cintura para abajo estaba desnuda, con las piernas cruzadas, y en el interior de la cadera izquierda lucía el tatuaje de una mariposa, un motivo apreciado entre las prostitutas. Había una botella de litro de vodka medio vacía en el suelo, al lado de una falda vaquera, bragas y botas de brillantes de tacón alto. Arkady la habría tapado, pero la regla era no tocar nada hasta que el equipo forense concluyera su trabajo.

Había un bolso negro de charol, lápiz de labios, colorete, cepillo, irrigador vaginal, pasta y cepillo de dientes, un aerosol de autodefensa y un frasco de aspirinas abierto esparcidos sobre el colchón. Un polvo amarillo se derramaba del frasco. Lo que Arkady no encontró fue un documento de identidad.

Kol tomó posición en el interior de la caravana, junto a la puerta. El hachís y la heroína abundaban en Tres Estaciones y las relaciones entre la policía y la policía ferroviaria equivalían a una tregua entre ladrones.

—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó Víktor.

—No lo sé —dijo el capitán—. Recibimos una llamada de alguien que pasaba.

—¿Cuánta gente pasa?

—¿Por Tres Estaciones en un día cualquiera? Un millón. No recuerdo todas las caras.

—¿La recuerda a ella?

—No, de ese tatuaje me habría acordado. —Kol no podía apartar los ojos de él.

—¿Quién puso la caravana aquí? —preguntó Arkady.

—¿Cómo iba a saberlo?

—Bonito cuchillo.

—Está bastante afilado.

Salvo por el hecho de que estaba muerta, la mujer parecía en buen estado de salud. Arkady no apreció cortes ni hematomas. A juzgar por la temperatura, el tono muscular y la ausencia de lividez —las franjas moradas de sangre acumulada—, calculó que la víctima no llevaba más de dos horas muerta. Le examinó los iris azules, ahora apagados, enfocándolos con una linterna. No apreció hemorragias en las córneas ni ninguna otra indicación de trauma craneal. No había nariz colorada ni mejillas en carne viva o marcas de hipodérmicas. Los antebrazos y manos no presentaban heridas defensivas ni nudillos rascados; había suciedad, pero ningún tejido arañado bajo las uñas. Era como si se hubiera muerto después de quedarse dormida.

Víktor cobró vida; el asesinato siempre le provocaba la misma reacción. El equipo del forense generaría fotografías que él podría hacer circular entre paseantes, quiosqueros y otros habituales de la noche. Arkady dio un pequeño paseo en torno a la caravana buscando prendas de ropa que alguien pudiera haber dejado caer allí, pero las farolas en la parte de atrás de la plaza eran tan escasas y de tan poca potencia que era como buscar una aguja en un pajar. El edificio de apartamentos de enfrente de la estación Yaroslavl lo mismo podría haber sido de un planeta distante. Hasta las prostitutas se lo pensaban antes de doblar ciertas esquinas.

Por supuesto, había prostitutas y prostitutas. Las bellezas exóticas de clubes caros como el Night Flight o el Nijinsky pedían 1000 dólares la noche. En la barra del hotel Savoy, 750. Las del servicio de habitaciones del hotel National, 300 dólares. Una masajista tailandesa cobraba 150 dólares toda la noche. El sexo oral en la plaza Lubianka, 10 dólares. En Tres Estaciones, 5 dólares. Lo raro era que el capitán no hubiera recogido el cadáver con una pala.

Víktor contestó una llamada en el teléfono del coche, diciendo sólo: «Sí… sí… sí» hasta que colgó.

—Petrovka pide saber qué tenemos. ¿Homicidio, suicidio, accidente, sobredosis o causas naturales? Si no tengo pruebas de homicidio voluntario, quieren que lo dejemos. La ambulancia llegará cuando llegue. Un oligarca ha perdido a su perrito en el garaje. Petrovka quiere que vaya allí, que me ponga a gatear y encuentre al cachorro. Si lo encuentro, lo primero que haré será arrancarle la cabeza.

—¿Vas a irte antes de que lleguen los técnicos?

—Si ha muerto por accidente o por causas naturales, no habrá técnicos forenses ni autopsia. Se la llevarán, y si no la reclaman en una semana, irá a la facultad de medicina o la incinerarán. —Víktor entrecerró los ojos para concentrarse—. Lo único que sé es que estaba tratando con un tipo perverso. Nadie deja medio litro de buen vodka destapado.

—¿Adónde quieres llegar…?

—Puede permitirse otra botella. Tiene dinero.

—¿Y este individuo rico eligió mantener relaciones en el colchón sucio de una caravana?

—No era en la calle. Y está el tatuaje de la mariposa. Es un plus para la identificación.

El capitán Kol estaba cortando la cebolla con los ojos fijos en la chica cuando soltó:

—¡Joder!

Se había cortado y la sangre corría de la cebolla al codo.

—¡Mierda!

—No quiero que sangre, se mee o se suene la nariz en mi escena del crimen. —Víktor sacó al capitán de la caravana—. ¡Cretino!

A Arkady no le parecía un suicidio ni una sobredosis. No había sedantes, ni marcas de hipodérmicas ni los dientes separados de un consumidor de metadona.

—¿Qué es eso? —Víktor se fijó en el frasco abierto de aspirinas y el polvo amarillo.

—Tendremos que esperar hasta que nos lo diga el laboratorio.

Víktor chupó la punta enguantada de un dedo, lo hundió en el frasco y sacó un poco de polvo que olió, probó y escupió como un experto en vinos que desdeña un Burdeos de baja calidad.

—Clonidina. Pastillas para la presión. ¿Quieres probar?

—Confío en tu palabra.

—Un cóctel de clonidina y vodka podría tumbar a Rambo. —A Víktor le hizo gracia la imagen—. Rambo se despertaría sin dinero, sin ropa, sin arco ni flechas. Ahora tenemos un caso. Madame Butterfly, aquí presente, tenía la intención y los medios para dejar inconsciente a un hombre inocente y robarle.

Arkady negó con la cabeza.

—¿Madame Butterfly?

—Bueno, hemos de llamarla de alguna manera. No voy a pasarme la noche diciendo «la fallecida».

—¿No se te ocurre nada mejor que Butterfly?

—Vale. Hay tantas prostitutas rusas en Italia, que allí ahora a las putas las llaman Natasha.

—Eso supondría que es una prostituta —dijo Arkady—. Afectaría nuestra actitud.

—Olvidemos la caravana, el sexo y las drogas. ¿Prefieres princesa Anastasia? ¿Olga? Es un nombre del que uno se puede fiar.

—¿Qué aspecto tiene?

Víktor se apartó una mosca de la oreja.

—A mí, aparte del maquillaje y la escasez de ropa, me parece una bonita chica de campo.

—Estoy de acuerdo. Olga.

—Bien. Estoy agotado y apenas hemos comenzado.

»El problema es que Olga la cagó con las gotas para tumbarlo. O el tipo la vio venir y cambió las copas cuando ella se dio la vuelta. Quizás echó todavía más en la copa de ella. Olga se desmayó. Él le robó y se largó.

—Otro problema —dijo Arkady—. No hay vasos…

—Siempre podemos traer vasos nuevos y frotarle un poco de polvo narcótico en los labios. De lo contrario, meterán a nuestra Olga en una bolsa y se desharán de ella. Nadie se enterará o a nadie le importará, se hundirá sin dejar ni una onda en la superficie. No estoy diciendo que tengamos que llegar a ninguna conclusión, sólo que mantengamos una mentalidad abierta.

La chica tenía un aire desgarbado, como si todavía no hubiera crecido tanto como sus piernas largas. Se le veían las rodillas sucias, pero no heridas. Arkady se preguntó qué aspecto tendría con la cara lavada.

Víktor estudió la botella de vodka. Medio vacía o medio llena, la botella ejercía una atracción plateada. Ninguno de los dos hombres la había tocado por temor a emborronar posibles huellas. Arkady oyó al detective tragando saliva.

—¿Sabes lo que es trágico con todo el dinero que flota alrededor? —dijo Víktor.

—¿Qué es lo trágico?

—Una botella de vodka costaba diez rublos, el precio justo para que la compartieran tres personas. Ni demasiado, ni demasiado poco. Así era como conocías a gente y hacías amigos. Ahora la gente tiene dinero y se vuelve egoísta. Nadie comparte. Se ha destrozado el tejido de la sociedad. —Víktor levantó la cabeza—. No tiene ni un arañazo. Me has sacado de la celda de borrachos para nada.

—Probablemente.

—¿Por qué no vienes conmigo al garaje? El perrito se llama Hijoputa.

—Necesitamos un testigo o, como mínimo, su macarra. Por fortuna el macarra está cerca.

—¿Dónde?

Arkady pasó un dedo por el cable que iba desde la bombilla a la ventana.

—Al final de este cable.

Mientras Víktor salía, Arkady se quedó en la caravana con la chica muerta y la botella de vodka. Asesinatos por encargo aparte, en cuatro de cada cinco crímenes violentos estaba presente el vodka. Participaba en todas las actividades humanas: seducción, matrimonio, celebración y, sin lugar a dudas, asesinato.

En ocasiones, una escena explica una historia en términos dramáticos: una mesa de cocina con tantas botellas de cerveza y de vodka donde apenas había espacio para apoyar un vaso, cuchillos en el suelo, manchas de sangre a lo largo del pasillo hasta dos cadáveres, uno entreverado con heridas de puñaladas y el otro acribillado a balazos. En comparación, la escena de la caravana era una naturaleza muerta, horizontal; no había nada en pie salvo la botella.

Arkady se dio cuenta de que se le estaba pasando algo profundamente obvio, una contradicción fundamental. Necesitaba imaginación, pero lo único que le venía a la cabeza era la historia de Víktor sobre el nadador díscolo y los delfines. Arkady sentía sus propios delfines invisibles que lo arrastraban mar adentro, lejos de la costa.

Se sentó en la litera situada frente a la de la víctima. La chica muerta tenía un rostro ovalado eslavo que era más conmovedor que el de las mujeres occidentales, y el pelo no era simplemente castaño sino una mezcla de ceniza y marrón. La mirada de la joven se apartaba de lo burdo de la pose. Franjas pálidas en los dedos mostraban dónde le habían quitado los anillos, pero no a la fuerza, porque no había hematomas en las junturas. Arkady no vio ningún signo de violencia reciente o viejo, y dada la disyuntiva de investigar el asesinato de una puta callejera o descartarlo como «muerte por causas naturales», Petrovka aceptaría encantada la proposición de que una mujer joven en aparente buen estado de salud se había desnudado, se había tumbado para practicar sexo en una caravana y había expirado pacíficamente. Punto final.

Arkady levantó la botella de vodka cogiéndola por el culo y el tapón. Un círculo de humedad marcaba el suelo donde se había apoyado la botella. Entonces algo cayó del culo de la botella a sus pies y Arkady recogió una tarjeta de plástico plateada que decía en letras negras: «Su pase VIP para la Nijinsky Luxury Fair». El reverso tenía un código de barras y el texto: «30 de junio-3 de julio, club Nijinsky, abierto desde las 20 horas».

Hacía dos horas que había empezado el 30 de junio. Arkady se acercó a la ventana. Encontrar un testigo entre los ciudadanos furtivos de Tres Estaciones prometía ser una farsa. En ese lugar en particular, ¿quién iba a fijarse en una prostituta practicando su oficio? Se fijó en el edificio de apartamentos del otro lado de la plaza. Ocho pisos de apartamentos casi todos oscuros, pero algunos con luces de cocina encendidas o con el brillo hipnótico de la televisión en el techo. La puerta de la caravana se abrió y Víktor volvió taciturno pero triunfante.

—Nunca lo adivinarías.

—Sorpréndeme —dijo Arkady.

—Vale. Nuestro alargador sale de aquí y va directamente a la comisaría de la policía ferroviaria. He visto a nuestro amigo el capitán por una ventana. Llevaba un vendaje en la mano del tamaño de un guante de boxeo. Pero el cable no termina allí; está conectado por otro largo cable que se enchufa en la parte de atrás de la comisaría de policía. ¿Lo entiendes? Nosotros somos los macarras. No pareces sorprendido.