La promesa
La luz del sol también había alcanzado el campamento de las Fuerzas Escogidas, y cada hombre, mujer y niño que lo formaban vieron lo que había quedado expuesto.
Rostros que habían permanecido hasta entonces medio ocultos en las penumbras emergieron monstruosos. La luz alcanzó también a los grotescos demonios tallados en los escalones del camión central de mando, y sobre los camiones cargados con las ropas manchadas de sangre, iluminó el camión negro donde Roland Croninger había torturado en su búsqueda de la verdad, y los hombres que habían aprendido a vivir sólo por la visión de la sangre y el sonido de los gritos de agonía, se encogieron y retrocedieron ante aquella luz, como si hubieran sido señalados por el ojo de Dios.
El pánico se extendió entre la multitud. Ahora ya no había líderes, sino sólo seguidores, y algunos hombres cayeron de rodillas y rogaron el perdón, mientras que otros se arrastraron hacia la oscuridad familiar, debajo de los camiones, y se enroscaron allí, con sus armas.
Tres figuras caminaron por entre el gentío que aullaba y sollozaba, y muchos no pudieron soportar el mirar el rostro de una muchacha con un cabello como el del fuego. Otros pronunciaron a gritos el nombre del coronel Macklin y el del hombre que habían conocido por el de Amigo, pero nadie les contestó.
—¡Alto! —ordenó un soldado joven, de rasgos duros, levantando su rifle.
Otros dos hombres se plantaron detrás de él, y un cuarto salió desde detrás de un camión para apuntar a Josh con su pistola.
Swan observó a cada uno de ellos y se mantuvo erguida y orgullosa, y cuando avanzó un paso, todos los soldados retrocedieron, excepto el hombre que había hablado.
—Apártate de mi camino —dijo Swan con la voz tan serena como pudo.
Sabía que el hombre estaba asustado y que quería matar a alguien.
—¡Que te jodan! —se burló el joven soldado—. ¡Voy a volarte la cabeza! Ella arrojó algo a sus pies, sobre el barro humeante.
El soldado bajó la mirada.
Era la mano de guante negro del coronel Macklin, con su palma claveteada manchada de sangre seca.
El hombre la recogió y luego apareció en su rostro una mueca enloquecida, al darse cuenta de lo sucedido.
—¡Es mía! —susurró—. ¡Es mía! —Su voz se hizo más fuerte, más frenética—. ¡Macklin ha muerto! —gritó y levantó la mano para que la vieran los demás—. ¡Ahora es mía! ¡Yo estoy al mando! ¡Yo tengo ahora el pod…!
El soldado que sostenía la pistola le metió una bala en la frente, y cuando la mano postiza volvió a caer sobre el barro, los otros hombres se abalanzaron para apoderarse de ella, luchando como animales por el símbolo del poder.
Pero otra figura surgió entre ellos, apartando a empujones primero a un hombre y luego a otro, arrancándoles la mano enguantada y sosteniéndola en la suya. Se incorporó, y cuando su rostro manchado de barro se volvió hacia Swan, ella vio una expresión conmocionada y de odio en sus ojos; era un hombre de cabello negro y de aspecto brutal, que llevaba un uniforme de las FE, pero en la pechera de la camisa había agujeros de bala, y sangre seca alrededor del corazón. El rostro pareció contraerse sólo una fracción de segundo, y luego el hombre levantó una mano sucia de barro, ya fuera para protegerse del sol o de la vista de Swan.
Ella se dio cuenta de que quizá fuera él. Quizá ya se había introducido en una nueva piel y se había puesto las ropas de un cadáver. Swan no lo sabía con seguridad, pero si se trataba de él, tenía que contestarle la pregunta que le había hecho allá abajo, en la mina.
—La máquina se ha detenido y los misiles no van a explotar —dijo ella—. Nunca.
El hombre emitió un sonido bajo y gutural y retrocedió, sin dejar de ocultar su rostro.
—No habrá un final —siguió diciéndole Swan—. De modo que sí, te perdono, porque de no haber sido por ti, no habríamos tenido una segunda oportunidad.
—¡Matadla! —intentó gritar el hombre del cabello negro, pero su voz surgió débil y enfermiza—. ¡Disparad sobre ella!
Josh se adelantó y se colocó delante de Swan para protegerla. Los soldados vacilaron.
—¡He dicho que la matéis! —Levantó la mano de Macklin, apartando el rostro de la mirada de Swan—. ¡Yo soy ahora vuestro jefe! No dejéis que salga de aq…
Uno de los soldados disparó casi a quemarropa.
La bala de rifle se alojó en el pecho del hombre del cabello negro, y el impacto le hizo tambalearse. Otra bala le alcanzó, lo hizo retroceder, tropezó con el hombre muerto y cayó sobre el barro. Los otros soldados se lanzaron sobre él, luchando de nuevo por la posesión de la mano claveteada. Acudieron más soldados, atraídos por los disparos, vieron la mano artificial e inmediatamente se arrojaron a la lucha por su posesión.
—¡Matadla! —exigió aún el hombre del cabello negro, pero estaba siendo presionado sobre el barro, bajo los cuerpos que forcejeaban, y su voz no fue más que un chillido agudo—. ¡Matad a la pequeña zo…!
Alguien tenía un hacha y empezó a lanzar golpes a diestra y siniestra. El hombre del cabello negro quedó debajo del montón, y por encima de las maldiciones y los gruñidos de los hombres que luchaban, Swan le escuchó gimotear:
—¡Es mi fiesta! ¡Es mi fiesta!
Luego, Swan vio que una bota le aplastaba el rostro contra el barro.
A continuación, los soldados lo cubrieron por completo y ella ya no pudo seguir viéndolo.
Swan continuó su camino. Josh la siguió, pero Robin se detuvo un momento. Vio otra pistola sobre el suelo. Hizo ademán de inclinarse para recogerla…, pero se contuvo a medio camino y ni siquiera la tocó. En lugar de eso, la enterró más profundamente en el barro al pasar sobre ella.
Atravesaron el campamento, donde los soldados se arrancaban los uniformes sucios y manchados de sangre y los arrojaban a una enorme hoguera. Los camiones y los carros blindados rugieron llevándose a hombres y mujeres que huían hacia destinos desconocidos. Los gritos «¡El coronel ha muerto! ¡El coronel Macklin ha muerto!», se extendieron por todo el campamento, y sonaron más disparos a medida que se iniciaban más disputas o algunos elegían el suicidio.
Finalmente, llegaron ante el camión de Sheila Fontana.
Los guardias se habían marchado, y la puerta no estaba cerrada con llave. Swan la abrió y encontró a Sheila en el interior, sentada ante la mesa de tocador, delante del espejo, mirándose y sosteniendo la espiga de cristal en una mano.
—Todo ha terminado —dijo Swan.
Al levantarse Sheila con la espiga de cristal, esta latió con luz.
—Te he… estado esperando —le dijo Sheila—. Sabía que volverías. Yo… recé por ti.
Swan se acercó a ella y la abrazó.
—Por favor —susurró Sheila—, por favor, déjame ir contigo, ¿de acuerdo?
—Sí —contestó Swan, y Sheila le tomó la mano y se la apretó contra los labios.
Swan se dirigió hacia el colchón, introdujo la mano en el interior y extrajo una desvencijada bolsa de cuero. Percibió la forma de la corona en su interior, y se la apretó contra el pecho. La protegería y la llevaría consigo durante el resto de su vida, porque sabía que el hombre del ojo escarlata volvería. Quizá eso no sucediera hoy, ni mañana, quizá ni en un año o dos…, pero algún día, en alguna parte, aquel hombre se deslizaría de entre las sombras llevando un nuevo rostro y un nuevo nombre, y cuando llegara ese día ella tendría que llevar mucho cuidado y ser muy fuerte.
No sabía qué otros poderes podía tener aquella corona, no sabía hacia dónde le conducirían sus pasos ensoñadores, pero estaba preparada para dar el primer paso. Y sabía que ese paso la conduciría por un camino en el que jamás se había atrevido a soñar cuando sólo era una niña dedicada a hacer crecer sus flores y sus plantas en la tierra del aparcamiento de remolques de Kansas, en un mundo y una vida que parecían ya desaparecidos. Pero ahora ya no era una niña y el paisaje desolado esperaba una mano curativa.
Se apartó de Sheila Fontana y se volvió hacia Josh y Robin. Sabía que Hermana tenía razón: encontrar a alguien a quien amar, y que la amara a una, significaba haber ganado la mitad de la batalla. Y ahora también sabía lo que tenía que hacer para permitir que se convirtieran en realidad las cosas maravillosas que había visto en el círculo de cristal.
—Creo… que hay otros que pueden querer venir con nosotros —dijo Sheila—. Otras mujeres… como yo. Y también algunos de los hombres. No todos ellos son malos hombres…, sólo tienen miedo, y no sabrán qué hacer ni adónde ir.
—Está bien —asintió Swan—. Si abandonan las armas, serán bien recibidos.
Sheila se marchó para llamar a los demás, y regresó poco después con dos mujeres recreativas con aspecto de pordioseras; una de ellas era una muchacha adolescente muy maquillada, y la otra una mujer negra de expresión tenaz, con un corte de pelo indio y teñido de rojo. También acudieron tres hombres, algo nerviosos. Uno de ellos llevaba un uniforme de sargento. Como muestra de buena voluntad, los exsoldados habían traído consigo bolsas de alimentos, de carne en salazón y sopa, así como cantimploras de agua fresca de la fuente de Mary’s Rest. La prostituta negra, que se llamaba Cleo —abreviatura de Cleopatra, según anunció espectacularmente—, trajo una colección de anillos, collares y brazaletes a los que Swan no encontró ninguna utilidad. En cuanto a la muchacha adolescente —«Me llaman Joey», les dijo, con un bonito cabello negro que no oscurecía para nada su rostro—, le ofreció a Swan su posesión más preciada: una sola flor amarilla en una pequeña maceta roja de arcilla que, de algún modo, había logrado mantener con vida.
Y cuando ya se desvanecía la luz del día, un camión conducido por Josh, llevando a Robin, Swan, Sheila Fontana, las dos mujeres recreativas y los tres hombres, abandonó el campamento de las FE, donde un grupo de hombres enloquecidos habían incendiado el camión del coronel Macklin, y donde empezaban a explotar las últimas municiones que quedaban.
Mucho después de que Josh hubiera sacado el camión de allí empezaron a acudir los lobos, bajando de las montañas, y los animales rodearon en silencio los restos de las Fuerzas Escogidas.
Transcurrió la noche y se distinguieron algunas estrellas entre los jirones de nubes. El camión, que no disponía de mucha gasolina y al que sólo le funcionaba un faro, giró hacia el oeste.
En la oscuridad, Swan lloró durante un rato, recordando a Hermana, pero Robin la rodeó con sus brazos y ella inclinó la cabeza sobre la fortaleza de su hombro.
En algún momento, durante la noche, Cleo y uno de los hombres saltaron a hurtadillas del camión, llevándose un saco lleno de comida y agua. Josh les deseó buena suerte y les dejó marchar.
Las estrellas se desvanecieron. Una delgada línea roja se extendió a través del horizonte, por el este, y Josh estuvo a punto de echarse a llorar cuando el sol surgió por entre las delgadas nubes.
Unas dos horas después de la salida del sol, el camión emitió sus últimos estertores y se quedó sin una sola gota de gasolina. Reanudaron el camino a pie, siguiendo la carretera que llevaba hacia el oeste.
Y en la tarde de aquel mismo día, cuando la luz caía sesgadamente a través de los árboles y el cielo azul se veía salpicado de unas nubes blancas empujadas lentamente por el viento, se detuvieron para dar un descanso a sus piernas. Swan permaneció al borde de la carretera, contemplando un valle donde había tres pequeñas barracas apiñadas alrededor de un campo de color amarronado. Un hombre, con la cabeza cubierta por un destartalado sombrero de paja, y una mujer vestida con un mono, se hallaban dedicados a trabajar en aquella tierra con un pico y una pala, y dos niños pequeños estaban arrodillados, plantando cuidadosamente semillas y grano de unos pequeños sacos que llevaban.
No era un campo muy grande. Estaba rodeado de árboles blanquecinos, quizá pacanas o nogales, por lo que Swan pudo deducir. Pero una deslumbrante corriente de agua atravesaba el valle, y a Swan se le ocurrió pensar que podría ser un brazo del mismo río subterráneo que había proporcionado energía a las máquinas del monte Warwick.
«Ahora, se podrá utilizar esa misma agua para la vida, en lugar de para la muerte», pensó.
—Apostaría a que están plantando judías —dijo Josh, de pie a su lado—. Quizá sean calabazas o pepinos. ¿A ti qué te parece?
—No lo sé.
—Sí, sí que lo sabes —replicó él sonriendo.
—¿Qué? —preguntó ella volviéndose a mirarlo.
—Tú lo sabes —repitió él—. Sabes que tienes que empezar en alguna parte. Incluso en un campo tan pequeño como ese.
—Yo regreso a Mary’s Rest contigo. Allí es donde voy a empez…
—No —la interrumpió Josh con una mirada suave pero dolorosa en sus ojos. Tenía la frente cubierta de pequeñas heridas que curarían y formarían unas cicatrices que le recordarían siempre el viejo truco de lucha libre—. No nos queda comida y agua suficiente para que todos nosotros podamos regresar a Mary’s Rest. Eso está muy lejos de aquí.
—No tanto.
—Lo suficiente —dijo él, y señaló hacia el valle—. ¿Sabes? Ahí abajo aún queda mucho espacio para obtener nuevas cosechas. Me imagino que por estas montañas también hay otras muchas barracas. Habrá mucha gente que no ha visto un pepino fresco en mucho tiempo, o judías, o calabazas. —La boca se le hizo agua sólo de pensarlo—. Necesitan comida —dijo con una sonrisa.
Ella miró al hombre, la mujer y los niños inclinados sobre su trabajo.
—Pero…, ¿qué pasará con la gente de Mary’s Rest? ¿Qué pasará con mis amigos?
—Ellos se las habrán tenido que arreglar antes de que tú regreses allí. Se las arreglarán hasta que tú llegues. Hermana tenía razón. Necesitas trabajar mientras aún sea verano, y no hay forma de saber cuánto tiempo durará eso. Quizá un mes, o quizá seis. Pero el frío volverá. Sólo le rezo a Dios para que el próximo invierno no sea tan largo.
—¡Eh! ¡Los de ahí arriba!
El granjero los había visto, levantó una mano hacia ellos y les saludó. La mujer y los niños interrumpieron su trabajo y también miraron hacia la carretera.
—Ha llegado el momento de hacer nuevos amigos —dijo Josh con suavidad.
Swan no dijo nada. Observó al hombre que seguía moviendo la mano, y luego levantó la suya y le devolvió el saludo. El granjero le dijo algo a la mujer y empezó a subir por el camino de tierra que conectaba el terreno con la carretera.
—Empieza aquí mismo —le dijo Josh—. Empieza ahora mismo. Creo que esa muchacha, Joey, puede incluso ayudarte. De otro modo, ¿cómo habría podido mantener viva esa flor durante tanto tiempo? —Le dolía el corazón sólo de pensarlo, pero tuvo que decirle lo que había en su mente—: Ya no me necesitas más, Swan.
—¡Sí, sí que te necesito! —exclamó ella temblándole el labio inferior—. ¡Josh, siempre te necesitaré!
—Los pájaros tienen que aprender a volar —dijo él—. Y hasta un cisne como tú tiene que extender las alas alguna vez. Ya sabes dónde estaré… y también sabes cómo llegar allí.
—¿Cómo? —preguntó ella meneando la cabeza.
—Recorriendo los campos, uno tras otro —contestó Josh.
Ella le tendió los brazos y Josh la rodeó con los suyos y la estrechó con fuerza contra su pecho.
—Te quiero… tanto —susurró Swan—. Por favor…, no te vayas aún. Quédate aunque sólo sea un día más.
—Desearía poder hacerlo. Pero si lo hiciera… no me marcharía. Tengo que marcharme mientras aún sepa que eso es lo que deseo hacer.
—Pero… —A Swan se le quebró la voz—. ¿Quién va a protegerte a ti?
Josh no pudo evitar echarse a reír, pero su risa se mezcló con las lágrimas. Vio al granjero subiendo por el camino. Robin se había adelantado para encontrarse con el hombre. Los demás también habían vuelto a levantarse.
—Ningún hombre se ha sentido jamás tan orgulloso de una hija como yo me he sentido de ti —le susurró Josh junto a la oreja—. Vas a hacer cosas maravillosas, Swan. Vas a enderezar las cosas de nuevo, y mucho antes de que regreses a Mary’s Rest… escucharé pronunciar tu nombre a los viajeros, que hablarán de una muchacha que conocieron, llamada Swan, que habrá crecido hasta convertirse en una mujer muy hermosa. Dirán que tiene el cabello del color del fuego, y que posee el poder dentro de sí. Y eso es lo que debes devolverle a la tierra, Swan. Eso es lo que debes devolverle a la tierra.
Ella se apartó para mirar al gigante negro, y sus ojos brillaron llenos de luz.
—¡Hola! —exclamó el granjero del sombrero de paja. Era delgado, pero en su rostro ya se notaba el color del bronceado del sol. Tenía las manos manchadas de tierra—. ¿De dónde vienen ustedes?
—Del fin del mundo —contestó Josh.
—Sí. Bueno…, a mí me da la impresión de que el mundo no se va a terminar hoy, ¿verdad? ¡Nada de eso! Quizá mañana, pero seguro que no sucederá hoy. —Se quitó el sombrero de paja, se limpió el sudor de la frente con la manga, y parpadeó mirando hacia el sol—. ¡Dios mío, esto sí que es algo hermoso! Creo que nunca había visto nada tan hermoso…, excepto quizá a mi esposa y a mis hijos. —Le tendió la mano a Robin y se presentó—: Me llamo Matt Taylor.
—Robin Oakes —dijo el joven, estrechando la mano fuerte del hombre.
—Tienen ustedes el aspecto de personas a las que les vendría muy bien un trago de agua y un poco de descanso. Son bienvenidos a bajar, si así lo desean. No tenemos mucho, pero nos hemos puesto a trabajar para conseguirlo. Tratamos de plantar unas judías y unas calabazas mientras aún brille el sol.
—¿Qué clase de árboles son esos? —preguntó Swan mirando más allá de él.
—¿Qué? ¿Esos que están muertos? Bueno, es triste decirlo, pero antes eran pecanas. En cuanto llegaba el mes de octubre se les rompían las ramas de tanto fruto. Y más allá —añadió, señalando hacia otro bosquecillo— teníamos melocotoneros en la primavera y el verano. Claro que eso fue antes de que las cosas se pusieran tan mal.
—Oh —dijo Swan.
—Señor Taylor, ¿dónde se encuentra la ciudad más cercana? —le preguntó Josh.
—Bueno, Amberville está justo al otro lado de esa colina, a unos cuatro o cinco kilómetros. No queda más que unas pocas barracas y unas cincuenta o sesenta personas. Pero tienen una iglesia. Ah, perdonen, debería haberlo dicho antes: yo soy el reverendo Taylor.
—Comprendo —dijo Josh.
Se quedó contemplando el valle y las figuras del campo, y el bosquecillo de árboles que, lo sabía muy bien, no estaban muertos del todo, sino sólo a la espera de una mano curativa.
—¿Qué lleva en esa bolsa? —preguntó el reverendo señalando con un gesto hacia la bolsa que Swan había dejado a sus pies.
—Algo… maravilloso —contestó Josh—. Reverendo Taylor, le voy a pedir que haga algo por mí. Quisiera que se hiciera cargo de todas estas personas y las llevara a su casa, y quisiera que se sentara en una silla y escuchara lo que…, lo que mi hija tiene que contarle. ¿Quiere usted hacer eso por mí?
—¿Su hija? —preguntó el hombre, frunciendo el ceño con una expresión de extrañeza y mirando a Swan. Luego, bruscamente, se echó a reír y se encogió de hombros—. Bueno, desde luego este se ha convertido en un mundo loco. Claro —dijo volviéndose hacia Josh—. Todo el mundo es bienvenido a mi casa para descansar y charlar un rato.
—Será un buen rato, entonces —replicó Josh.
Luego, cruzó la carretera y tomó uno de los sacos llenos de comida y una cantimplora de agua.
—¡Eh! —le gritó Robín—. ¿Adónde vas?
Josh se acercó a Robin, le sonrió y le puso una mano sobre el hombro.
—A casa —contestó. A continuación, su expresión se hizo severa y amenazadora; era una de las máscaras que solía aparentar cuando luchaba en el cuadrilátero—. Cuida de ti mismo y, sobre todo, de Swan. Ella es muy preciosa para mí. ¿Comprendes eso?
—Sí, señor, lo comprendo.
—Asegúrate de que sea así. No quiero tener que regresar algún día por este mismo camino para pegarte una patada en el trasero que te envíe a la luna.
Pero Josh ya sabía lo mucho que se amaban Robin y Swan; había visto cómo caminaban juntos y charlaban tranquilamente, como si compartieran secretos, y también sabía que no tenía de qué preocuparse. Le dio unas palmaditas a Robin en el hombro.
—Eres un buen tipo, amigo mío —le dijo.
De repente, Robin le echó los brazos al cuello y ambos se abrazaron.
—Cuídate mucho, Josh —dijo Robin—. Y no te preocupes por Swan. Ella también es preciosa para mí.
—¿Señor? —le llamó el reverendo Taylor—. ¿No va a bajar con nosotros al valle?
—No, no voy a bajar. Aún me queda un largo camino por recorrer, y será mejor que empiece en seguida. Quiero caminar unos pocos kilómetros antes de que oscurezca.
El reverendo guardó silencio. Evidentemente, no comprendía, pero sí se dio cuenta de que el gigante negro tenía verdaderas intenciones de continuar su camino.
—¡Espere un momento entonces! ¡Aguarde! —Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de pana, y volvió a sacarla sosteniendo algo en los dedos—. ¡Tome! Llévese esto y que le acompañe en su camino.
Josh contempló el pequeño crucifijo de plata, colgando de una cadena, que le ofrecía el reverendo Taylor.
—Tómelo. Un caminante siempre necesita un buen amigo.
—Gracias —dijo Josh poniéndose la cadena alrededor del cuello—. Muchas gracias.
—Buena suerte. Espero que encuentre lo que anda buscando cuando llegue a donde se dirija.
—Yo también lo espero.
Josh empezó a caminar, alejándose hacia el oeste, a lo largo de la carretera de montaña. Apenas se había alejado diez metros cuando se volvió y vio a Robin y a Swan, muy juntos, viéndole marchar. Robin la tenía rodeada con un brazo, y ella inclinaba la cabeza sobre el hombro del joven.
—¡Un campo después de otro! —le gritó.
Luego, las lágrimas le impidieron ver con claridad, y se volvió, conservando para siempre en su mente la hermosa imagen de Swan.
Ella le siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. A excepción de Robin, los demás ya se habían marchado con el reverendo Taylor hacia la casa, allá abajo, en el valle. Ella tomó a Robin de la mano y se volvió para contemplar el paisaje de montañas y valles, donde los árboles muertos esperaban a que alguien los despertara, como durmientes inquietos. En la distancia, creyó escuchar el piar agudo y alegre de un pájaro…, quizá de un pájaro que acababa de descubrir que tenía alas.
—Un campo después de otro —prometió Swan.
Transcurrieron los días.
Allá arriba, donde estaba el pico del monte Warwick, casi tocando el cielo azul, pequeñas semillas transportadas y desparramadas por los torbellinos de viento se agitaron cobrando vida, gracias a los dedos de una muchacha con el pelo del color del fuego, y empezaron a responder a la luz del sol y a enviar hacia el exterior pequeños y frágiles tallos.
Los tallos se elevaron a través de la tierra, abriéndose paso hacia la superficie y el calor, hasta que brotaron y se convirtieron en flores…, de colores rojo y púrpura, de un brillante amarillo, de un blanco de nieve, de un azul oscuro y un lavanda pálido.
Relucieron como joyas a la luz del sol, y marcaron así el lugar donde dormía Hermana.
Transcurrieron las semanas, y la carretera lo agotaba.
Tenía el rostro cubierto de polvo, pero el saco que llevaba sobre la espalda inclinada pesaba cada vez menos. Siguió caminando, un paso después de otro, siguiendo la carretera, que se extendía hacia el oeste, a través de los campos.
Algunos días, el sol salía con toda su fuerza. Otros días volvían las nubes y caía la lluvia. Pero el agua de lluvia era ahora dulce a su paladar, y las tormentas nunca duraban mucho tiempo. Luego, las nubes volvían a escampar de nuevo y el sol salía entre ellas. Al mediodía, la temperatura alcanzaba la misma que durante el verano, y él se dio cuenta de que debía ser verano, al menos por el calendario del mundo que antes había existido. Pero las noches eran frías, y tenía que acurrucarse para buscar calor en algún cobertizo o casa que encontraba junto a la carretera, si es que tenía la suerte suficiente para encontrar cobijo.
Pero seguía caminando y caminando.
A lo largo del camino, había podido intercambiar comida por cerillas, y cuando se encontraba al descampado, en medio de la noche, encendía hogueras para mantener alejadas a las alimañas nocturnas. Una noche, en el oeste de Kentucky, se despertó bajo un cielo estrellado, y al principio no supo lo que le había despertado, pero luego escuchó y lo oyó.
El sonido de un silbido, que sonaba y desaparecía, como si le llegara desde una gran distancia.
Sabía que debía de estar perdiendo la noción de las cosas, o que sufría una calentura, pero pensó que la cancioncilla era «Allá vamos, rodeando la zarza, rodeando la zarza, rodeando la zarza; allá vamos, rodeando la zarza, a primeras horas de la mañana…».
Después de eso, buscó una casa o un cobertizo donde pasar la noche.
En la carretera, vio señales que indicaban el despertar: pequeños brotes verdes en un árbol, una bandada de pájaros, un trozo de terreno cubierto por una hierba de color verde esmeralda, una violeta creciendo de entre un montón de cenizas.
Las cosas empezaban a ser lo que eran. Muy lentamente. Pero empezaban a ser lo que eran.
Y no pasaba un solo día, y no muchas horas, sin que Josh pensara en Swan. Pensaba en sus manos trabajando la tierra, tocando las semillas y el grano, recorriendo con los dedos la dura corteza de los pecanas y los melocotoneros, agitando de nuevo la vida en todos ellos.
Cruzó el río Mississippi en un ferry de maderos capitaneado por un viejo de barba blanca cuya piel tenía el color del barro del río, y su anciana esposa tocó el violín durante toda la travesía y se echó a reír al ver los desgastados zapatos de Josh. Se quedó a pasar la noche con ellos y disfrutó de una buena cena de judías y cerdo en salazón. A la mañana siguiente, al despertarse, descubrió que su saco era un poco más pesado. Revisó su contenido y descubrió un par de zapatillas de suela blanda que le venían un poco pequeñas, pero que le vinieron estupendamente en cuanto logró que los dedos gordos pasaran por los agujeros.
Entró en Missouri y su paso se avivó.
Una violenta tormenta lo detuvo durante dos días, y encontró cobijo del diluvio en una pequeña comunidad llamada, lacónicamente, Pozo de Todos, porque, efectivamente, había un pozo en el centro del pueblo. En la escuela, jugó al póquer contra dos mozalbetes y un anciano ex bibliotecario, y terminó por perder quinientos veintinueve dólares en clips de papel.
Algo brillaba allá adelante. Algo captaba la luz y relucía. Parecía como una especie de señal de alguna clase.
Siguió caminando, tratando de imaginar de dónde procedían aquellos destellos. Pero aún estaban muy lejos, y no sabía de qué se trataba. La carretera iba quedando atrás bajo sus pies, y ahora ni siquiera le importaban ya las ampollas.
Algo destellaba…, destellaba…, destellaba…
Se detuvo de nuevo y contuvo la respiración.
Allá lejos, en la polvorienta carretera, distinguió una figura. Dos figuras. Una alta, la otra pequeña. Dos figuras… que esperaban. Y la figura alta llevaba un largo vestido negro con lentejuelas que destellaban bajo la luz del sol.
—¡Glory! —gritó.
Y entonces la escuchó gritar su nombre y la vio correr hacia él con el vestido que había llevado cada día, alternándolo, con la esperanza de que aquel fuera el día en que él regresara a casa.
Y lo fue.
Josh también echó a correr hacia ella, y el polvo se desprendió de sus ropas cuando la abrazó y la aplastó contra su cuerpo, mientras Aaron saltaba y gritaba a su alrededor, tirando de la manga del gigante negro. Josh levantó a Aaron y sostuvo a los dos bien apretados entre sus brazos, al tiempo que todos ellos se rendían a las lágrimas.
Regresaron a casa…, y allí, en el campo situado más allá de las casas de Mary’s Rest, había manzanos cargados de rica fruta, procedentes de los retoños que las Fuerzas Escogidas no habían arrancado.
Las gentes de Mary’s Rest salieron de sus hogares y se arremolinaron alrededor de Josh Hutchins, y a la luz de las lámparas encendidas en la nueva iglesia que habían construido, les contó todo lo que había ocurrido, y cuando alguien le preguntó si Swan regresaría algún día, Josh le contestó con certidumbre:
—Sí. A su debido tiempo. —Abrazó a Glory y repitió—: A su debido tiempo.
Transcurrió el tiempo.
Los asentamientos humanos siguieron esforzándose para salir del barro, se construyeron nuevas casas y escuelas, iglesias y barracas, primero con tablas recuperadas, y luego con ladrillos. Él último de los ejércitos encontró a gentes dispuestas a luchar hasta la muerte por sus hogares, y aquellos ejércitos se fundieron como nieve bajo el calor del sol.
Florecieron los trabajos de artesanía, y los asentamientos empezaron a comerciar entre ellos, y los viajeros eran bienvenidos porque traían noticias de otros lugares lejanos. La mayoría de las nuevas ciudades eligieron alcaldes, comisarios y consejos de gobierno, y la ley del revólver empezó a marchitarse bajo el poder de los tribunales.
Las historias empezaron también a extenderse por todas partes.
Nadie sabía cómo habían empezado, ni de dónde habían llegado. Pero el nombre de ella era llevado por todo el país que despertaba, y aquel nombre contenía un poder que hacía que la gente se sentara a escuchar y a preguntar a los viajeros qué sabían de ella, y si eran ciertas las historias que se contaban.
Porque, más que ninguna otra cosa, ellos querían creer.
Hablaban de ella en sus casas y en las escuelas, en los ayuntamientos y en las tiendas. Decían que ella tenía consigo el poder de la vida. En Georgia había hecho crecer huertos de melocotones y manzanas. En Iowa había hecho renacer kilómetros y kilómetros de campos llenos de trigo y maíz. En Carolina del Norte había tocado un campo y las flores brotaron de la tierra, y ahora se dirigía a Kentucky. ¡O a Kansas! ¡O Alabama! ¡O Missouri!
«¡Esperad su llegada!, decían. Seguidla si queréis, como hacen tantos cientos, porque la mujer joven llamada Swan tiene en sí misma el poder de la vida, y está recorriendo la tierra».
Y en los años siguientes hablarían de cómo había florecido la tierra devastada, de cómo se habían llevado a cabo proyectos de cultivo y se había hecho el trabajo necesario para construir canales para las barcazas. Hablarían del día en que Swan había encontrado un bote con supervivientes de un país destruido al que se había conocido con el nombre de Rusia, y nadie podía comprender su idioma, pero ella había hablado con ellos y los había escuchado, gracias al círculo de cristal milagrosamente cubierto de joyas, que siempre tenía a mano. Hablarían de la reconstrucción de las bibliotecas y de los grandes museos, y de las escuelas donde lo primero que se enseñaba era la lección aprendida del terrible holocausto del diecisiete de julio. Una lección que se resumía en dos palabras: «Nunca más».
Hablarían de los dos hijos de Swan y Robin —gemelos, un chico y una chica—, y de la fiesta que se celebró cuando miles de personas acudieron a la ciudad de Mary’s Rest para ver a aquellos niños, a quienes se les habían impuesto los nombres de Joshua y Hermana.
Y cuando contaran a sus propios hijos aquellas historias, a la luz de las lámparas, abrigados por el calor de sus propios hogares, cuando en las calles habría lámparas encendidas bajo las estrellas que aún agitaban el poder de los sueños, todos ellos empezarían a contar la historia utilizando siempre las mismas y mágicas palabras:
«Érase una vez…».
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