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Un lugar donde descansar

Amigo sonrió.

Todo estaba controlado. Había resultado ser una fiesta muy bonita, y ahora iba a terminar con un gran castillo de fuegos artificiales. Pero el lugar desde donde observar un espectáculo como aquel no era este, en los asientos del sótano. Vio que Hermana y la pequeña zorra se habían arrodillado, abrazadas, porque sabían que ya todo había casi terminado. Fue una visión muy agradable, y ahora ya no tenía nada más que hacer allí.

—Cincuenta segundos —siguió diciendo la voz, pronunciando la cuenta atrás.

Su mirada observó el rostro de Swan. «Demasiado tarde», pensó, e hizo un esfuerzo por apartar aquel rasgo de debilidad. Fuera de este lugar aún habría bandas de gente, más asentamientos que visitar; el castillo de fuegos artificiales podría agrietar el mundo en un abrir y cerrar de ojos, o bien podría ser una decadencia y una extenuación lentas. No comprendía del todo aquella palabrería nuclear, pero siempre había estado dispuesto a festejarla.

En cualquier caso, ella estaría allí, fuera de su camino. El círculo de cristal, o la corona, o lo que fuera, se había perdido para siempre. Hermana se lo había hecho pasar mal, pero ahora estaba de rodillas, rota.

—¿Swan? —dijo—. ¿Me perdonas?

Ella no supo lo que iba a decir hasta que lo dijo, pero en cuanto abrió la boca, él se llevó un dedo a los labios y susurró:

—Demasiado tarde.

Su uniforme ya chamuscado había empezado a despedir humo. Su rostro había empezado a fundirse.

—Cuarenta segundos —dijo la voz de la computadora.

La llama que consumía al hombre del ojo escarlata era una llama fría. Tanto Hermana como Swan se apartaron, pero Roland permaneció mirando con pavor, castañeteándole los dientes y con los ojos brillantes por detrás de los anteojos.

La falsa carne fue desapareciendo con un silbido, dejando al descubierto lo que había por debajo de la máscara…, pero Swan apartó la mirada en el último segundo, y Hermana lanzó un grito y se cubrió la cara.

Roland se quedó observando y vio un rostro que ningún ser humano podía tener, que nunca nadie había visto y vivido para contarlo.

Era como una herida abierta y supurante, con unos ojos de reptil, una masa palpitante y nauseabunda que latía con furia volcánica. Era como un vistazo enloquecedor del fin de los tiempos, en el momento en que los mundos se incendiaran y el universo se transformara en un caos, con unos agujeros negros anhelantes en el tejido del tiempo y con la civilización chamuscada y convertida en cenizas.

Roland cayó de rodillas a los pies del verdadero rey. Levantó las manos hacia la llama fría y rogó:

—¡Llévame contigo!

Lo que podría haber sido una boca abierta en aquel rostro apocalíptico de pesadilla contestó con una voz de anciano:

—Yo siempre he caminado solo.

El fuego helado saltó del uniforme y chisporroteó sobre la cabeza de Roland como una chispa eléctrica. Se extendió hacia arriba, a través de un pequeño conducto de ventilación de aire que había en la pared, y dejó un agujero en la rejilla de metal que quedó al mismo tiempo quemado y ribeteado de un hielo sucio.

El uniforme vacío de las FE, que aún seguía teniendo la forma de un hombre, se desmoronó sobre el suelo, con el hielo crujiendo en sus pliegues.

—Treinta segundos —entonó la voz seductora.

Hermana vio su oportunidad y supo lo que tenía que hacer. Se liberó de la conmoción con una sacudida y se lanzó hacia Roland Croninger.

Sus dedos le sujetaron la muñeca que sostenía el arma. Él la miró y la expresión de su rostro indicó que no estaba loco del todo.

—¡Swan! —gritó ella—. ¡Detén la máquina!

Intentó doblarle la muñeca para que soltara el arma, pero el otro puño de Roland le golpeó en la cara. Ella se sujetó a la muñeca con todas sus fuerzas y el joven caballero de un rey infernal forcejeó contra su maniaco frenesí, extendiendo la otra mano hacia su garganta y apretando.

Swan se dispuso a ayudar a Hermana, pero esta le estaba permitiendo disponer de unos segundos preciosos, y tenía que hacer todo lo que pudiera por detener la cuenta atrás. Se inclinó sobre el suelo y trató de arrancar uno de los cables.

Roland le soltó el cuello a Hermana y lanzó el puño contra su cara. Intentó morderla en la mejilla, pero ella lo mantuvo apartado con un codo y siguió sujetándole la muñeca. La pistola disparó y la bala rebotó en la pared opuesta. Ambos lucharon por la posesión del arma. Hermana apoyó el codo contra el pecho de Roland y se inclinó hacia adelante, al tiempo que le hundía los dientes en la delgada muñeca. Él lanzó un aullido de dolor; sus dedos se abrieron y el arma cayó al suelo. Hermana extendió una mano hacia ella, pero la otra mano de Roland la sujetó por la cara y los dedos buscaron las cuencas de sus ojos.

Swan no podía soltar el cable; estaba sujeto al suelo, y la goma era demasiado espesa como para desgarrarla. Levantó la mirada hacia el teclado negro que había sobre la mesa, en el centro de la habitación, y recordó lo que le había dicho el anciano acerca de una palabra código. Pero, fuera lo que fuese, había muerto con él. Sin embargo, tenía que intentarlo. Casi saltó por encima de las figuras que seguían forcejeando en el suelo y llegó junto al teclado.

—Veinte segundos.

Roland logró hincar las uñas en el rostro de Hermana, pero ella retorció la cabeza, apartándola, y cerró los dedos sobre la culata del arma. En el instante en que se apoderaba de ella un puño la golpeó en la nuca y tuvo que soltar el arma.

Swan estaba delante del teclado, tratando de aclararse la mente. Tecleó: «Alto».

Roland se liberó de Hermana y se arrastró por el suelo, en busca del arma. Se apoderó de ella y se volvió para disparar contra Hermana, pero ella ya había caído sobre él como una gata salvaje, volviéndole a sujetar la muñeca y golpeándole el rostro sangrante y desfigurado.

—Quince segundos —siguió la cuenta atrás.

«Fin», tecleó Swan, totalmente concentrada en las letras.

Hermana echó el brazo hacia atrás y descargó el puño en el rostro de Roland. Uno de los cristales de los anteojos se hizo añicos, y él lanzó un grito de dolor. Pero entonces le propinó un rápido golpe en la sien, atontándola, y la apartó a un lado, como si fuera un saco de paja.

—Diez segundos.

«¡Oh, Dios, ayúdame!», pensó Swan sintiendo como la atravesaba el pánico. Tuvo que apretar los dientes para evitar lanzar un grito.

«Terminar», tecleó.

—Nueve…

Ahora, ya sólo le quedaría una última posibilidad. No podía desperdiciarla.

Pensó en la oración por la hora final. ¡La oración!

—Ocho…

¡La oración!

Hermana volvió a sujetar la muñeca de Roland, luchando todavía por la posesión del arma. Él se liberó de un fuerte tirón, y ella vio la horrible mueca de su rostro en el momento de apretar el gatillo. Una…, dos veces…

Las balas destrozaron las costillas y la clavícula de Hermana, y los impactos la hicieron retroceder sobre el suelo, como si le hubieran dado una patada. Apareció sangre en su boca.

—Siete…

Swan había escuchado los disparos, pero la respuesta estaba cerca y no se atrevió a apartar la atención del teclado. ¿Qué era lo que terminaba la oración? ¿Qué terminaba…?

—¡Apártate! —rugió Roland Croninger, levantándose del suelo, con la sangre brotándole de la boca y las narices.

—Seis…

Apuntó a Swan, e inició el movimiento de apretar el gatillo.

Algo golpeó con fuerza contra el otro lado de la puerta de acero, y el sonido distrajo a Roland durante una vital fracción de segundo.

De repente, el coronel Macklin se incorporó y con el último aliento de vida y sus últimas fuerzas lanzó la palma de su mano derecha, cubierta de clavos, contra el corazón de Roland Croninger. En el momento de recibir el golpe, Roland terminó de apretar el gatillo, y la bala pasó silbando a pocos centímetros de la cabeza de Swan.

—Cinco…

Los clavos se habían hundido profundamente. Roland cayó de rodillas, con la sangre escarlata bombeando alrededor de los dedos rígidos cubiertos con un guante negro del coronel Macklin. Roland intentó levantar el arma de nuevo, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, pero el peso de Macklin le derribó al suelo y quedó allí, estremeciéndose. Macklin lo sostenía en lo que casi parecía un abrazo lleno de amor.

—Cuatro…

Swan miró fijamente el teclado. ¿Cómo terminaba la oración?

Lo sabía.

Sus dedos se movieron sobre las teclas.

Y tecleó: «Amén».

—Tres…

Swan cerró los ojos y esperó a que sonara la voz del siguiente segundo. Esperó.

Y esperó.

Cuando la voz aterciopelada volvió a sonar por los altavoces, Swan casi saltó fuera de su piel.

—Detonación de garras detenida a dos segundos. ¿Cuál es su próxima orden, por favor?

Swan sintió las piernas muy débiles. Retrocedió del teclado y casi cayó al tropezar con los cuerpos del coronel Macklin y de Roland Croninger.

Roland se incorporó.

La sangre burbujeaba en sus pulmones y brotaba de su boca, y su brazo se extendió y sujetó a Swan por el tobillo.

Ella forcejeó para liberarse, y el cuerpo de Roland cayó de nuevo. El sonido burbujeante dejó de escucharse.

Swan miró a Hermana.

La mujer había sido lanzada contra la pared; tenía una mirada acuosa en los ojos, y un delgado hilillo de sangre se había extendido sobre su labio inferior, resbalándole hasta la barbilla. Apretó la mano contra la herida de su abdomen y consiguió esbozar una sonrisa fatigada y vaga.

—Les hemos dado una buena patada en el culo, ¿verdad? —preguntó.

Luchando por contener unas lágrimas de amargura, Swan se arrodilló a su lado. Volvieron a escucharse unos golpes al otro lado de la puerta.

—Será mejor que mires quién es —dijo Hermana—. De todos modos, no se van a marchar.

Swan se acercó a la puerta y aplicó la oreja contra la línea donde el metal se separaba de la roca. Por un momento, no pudo escuchar nada, y luego percibió una voz apagada y distante:

—¡Swan! ¡Hermana! ¿Estáis ahí?

Era la voz de Josh y probablemente gritaba con toda la fuerza de sus pulmones, a pesar de lo cual ella apenas si podía escucharlo.

—¡Sí! —gritó—. ¡Estamos aquí!

—¡Sssshhh! —exclamó Josh mirando a Robin—. ¡Creo haber escuchado algo! —Se volvió hacia la puerta y gritó—: ¿Puedes dejarnos entrar?

Los dos habían visto la caja negra con la llave de plata en la cerradura, pero después de haberla girado a la izquierda, Robin se había encontrado con que la pequeña pantalla le pedía una palabra código. La petición se apagó después de cinco segundos.

Tardaron un minuto en el que lanzaron gritos a uno y otro lado de la puerta antes de que Josh comprendiera lo que Swan trataba de decirle. Luego, hizo girar la llave y apretó las letras AOK en el teclado en cuanto la pantalla le pidió la palabra código.

Se descorrieron los cerrojos y la puerta se abrió; Robin fue el primero en pasar al otro lado.

Vio a Swan de pie ante él, como en un sueño, y la rodeó con sus brazos, abrazándola con fuerza, y se dijo a sí mismo que jamás le permitiría que se apartara de su lado mientras viviera. Swan también se abrazó a él y, por un momento, sus corazones latieron al unísono.

Josh pasó junto a ellos. Vio a Macklin y al otro hombre caídos en el suelo…, y luego vio a Hermana. «¡Oh, no!», pensó. Había mucha sangre.

Se plantó a su lado de dos largas zancadas y se inclinó junto a ella.

—No me preguntes dónde me duele —dijo Hermana—. Estoy adormecida.

—¿Qué ocurrió?

—El mundo… consiguió una segunda oportunidad —contestó ella.

—¿Cuál es su próxima orden, por favor? —repitió la voz de la computadora.

—¿Puedes incorporarte? —le preguntó Josh a Hermana.

—No lo sé. No lo he intentado. Oh…, he armado un buen jaleo aquí, ¿verdad?

—Vamos, déjame ayudarte.

Josh la ayudó a incorporarse. Ella se sintió ligera, y dejó las manos de Josh manchadas de sangre.

—¿Te vas a poner bien? —le preguntó Robin, sosteniéndole el otro brazo con el hombro.

—Esa es la pregunta más estúpida… que he oído nunca. —Tenía la respiración entrecortada y el dolor le laceraba ahora entre las costillas. Pero no era tan malo. No era tan malo para una vieja dama moribunda, pensó—. Me voy a poner muy bien. Sólo tenéis que sacarme de este condenado agujero.

Swan se detuvo sobre el cuerpo de Macklin. La cinta adhesiva y sucia se le había despegado de alrededor del muñón de la muñeca derecha, y la mano claveteada casi se le había arrancado del brazo. Quitó el resto de la cinta adhesiva y luego hizo un esfuerzo por extraer los largos y ensangrentados clavos del cuerpo de Roland Croninger. Se incorporó con aquella mano brutal en sus propios dedos manchados de sangre.

Abandonaron la cámara de muerte y de maquinaria.

—¿Cuál es su próxima orden, por favor? —siguió preguntando la voz seductora. Swan hizo girar la llave de plata hacia la derecha. La puerta se cerró y los cerrojos se deslizaron. Luego, se metió la llave en el bolsillo de los pantalones.

Ayudaron a Hermana a subir a la jaula del pozo de la mina, y Robin apretó el botón verde situado sobre el panel metálico que había en la pared, antes de subir él mismo. El zumbido de la maquinaria fue haciéndose más fuerte y la jaula inició el ascenso hacia lo alto del pozo.

Hermana perdió toda sensación en sus piernas, mientras avanzaban por la pasarela, hacia la escalera. Se agarraba a Josh, quien le sostenía la mayor parte de su peso. Por detrás de ella iba dejando un reguero de sangre y su respiración ya era forzada e irregular.

Swan se dio cuenta de que Hermana se moría. Se sintió a punto de desmoronarse ella misma, pero dijo:

—¡Te curaremos!

—No estoy enferma. Sólo me han disparado —replicó Hermana—. Un paso cada vez —dijo, mientras Josh y Robin la bajaban por los escalones—. Oh, Señor…, me siento como si estuviera a punto de perder el conocimiento.

—Resiste —le dijo Josh con firmeza—. Puedes conseguirlo.

Pero las piernas se le doblaron al llegar al fondo de la escalera. Los párpados se le cerraron y volvieron a abrirse, y ella luchó por conservar la conciencia.

Abandonaron el edificio de techo de aluminio y empezaron a cruzar la zona de aparcamiento para dirigirse hacia los jeeps, mientras el viento frío les envolvía y las nubes colgaban muy bajas sobre las montañas.

Hermana ya no pudo seguir sosteniendo la cabeza. Tenía el cuello debilitado, y sentía el cráneo como si le pesara cincuenta kilos. «Un paso —se dijo a sí misma—. Un paso y luego otro te llevan a donde quieres llegar». Pero el sabor de la sangre era espeso y cobrizo en su boca, y sabía hacia dónde la conducían sus pasos vacilantes.

Sus piernas se doblaron del todo.

Entonces vio algo allí, sobre el pavimento roto, delante de ella. Ahora ya había desaparecido. Pero ¿qué había sido?

—Vamos —dijo Josh.

Pero Hermana se negó a moverse. Volvió a verlo. Sólo un vistazo fugaz y desapareció.

—¡Oh, Dios! —exclamó.

—¿Qué ocurre? ¿Te duele?

—¡No! ¡No! ¡Espera! ¡Sólo espera!

Esperaron, mientras la sangre de Hermana goteaba sobre el pavimento. Y allí estaba, por tercera vez. Algo que Hermana no había visto desde hacía mucho, mucho tiempo. Era su sombra. Desapareció en un instante.

—¿Lo has visto? ¿Verdad que lo has visto?

—¿Ver, el qué? —preguntó Robin mirando al suelo, sin ver nada. Pero en el momento siguiente volvió a ocurrir.

Todos ellos lo sintieron.

Calor, como los rayos de un reflector por detrás de las nubes, deslizándose lentamente a través del suelo de la zona de aparcamiento.

Hermana observó el suelo… y al sentir que el calor se extendía sobre su espalda y hombros, como un bálsamo curativo, vio su propia sombra adquiriendo forma sobre el pavimento, vio las sombras de Josh y de Swan y de Robin, rodeando la suya propia.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, levantó la cabeza hacia el cielo y las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—El sol —susurró—. Oh, santo Dios…, está saliendo el sol.

Todos miraron hacia arriba. Las sobrecargadas nubes se estaban moviendo, entrechocando y separándose.

—¡Allí! —exclamó Robin, señalando.

Él fue el primero en ver una mancha azulada, antes de que las nubes volvieran a cerrarse.

—¡Josh! ¡Quiero ir… allá arriba! —dijo ella, señalando hacia el pico del monte Warwick—. ¡Por favor! ¡Quiero ver cómo sale el sol!

—Tenemos que conseguir ayuda para ti antes de que…

Ella le apretó la mano con la suya.

—Quiero ir allá arriba —repitió—. Quiero ver cómo sale el sol. ¿Me comprendes?

Josh la comprendió. Vaciló, pero sólo durante unos pocos segundos, porque sabía que no disponían de tiempo. La levantó en sus brazos y empezó a caminar ladera arriba, por el monte Warwick.

Swan y Robin lo siguieron, mientras él ascendía por el escabroso terreno de rocas y árboles muertos y retorcidos, transportando a Hermana hacia el turbulento cielo.

Swan sintió que el sol le daba en la espalda, vio las sombras de las rocas y de los árboles apareciendo a su alrededor; levantó la mirada y captó una visión fugaz de brillante azul hacia la izquierda, y luego las nubes volvieron a cerrarse. Robin la tomó de la mano y ambos se ayudaron mutuamente a subir.

—¡Date prisa! —le dijo Hermana a Josh—. ¡Por favor…, date prisa!

Las sombras se deslizaban a través de la montaña. El viento aún era frío y soplaba con violencia, pero las nubes empezaban a romperse, y Josh se preguntó si aquella última tormenta no habría sido la boqueada final de un invierno que ya había durado siete años.

—¡Date prisa! —volvió a rogar Hermana.

Salieron de los bosques y llegaron a un pequeño claro, cerca ya del pico. Las rocas de cantos agudos se extendían por todas partes, bajo ellos, y desde esta altura se divisaba una hermosa panorámica desde todos los puntos cardinales, mientras la niebla se iba desvaneciendo.

—Aquí —dijo Hermana, cuya voz se debilitaba—. Déjame aquí… para que pueda ver.

Suavemente, Josh puso a Hermana sobre un montón de hojas muertas, con la espalda acoplada sobre el suave hueco de una roca y el rostro vuelto hacia el oeste.

El viento se arremolinó alrededor de ellos, todavía mordiéndoles con su frío. Las ramas muertas se agitaron en los árboles y unas hojas negras volaron sobre ellos, como cuervos.

Swan contuvo la respiración cuando los rayos de una luz dorada surgieron de entre las nubes, por el oeste y, por un instante, el duro paisaje pareció suavizarse, con sus monótonos colores blancos y grises transformándose en pálidos marrones y dorados rojizos. Pero la luz desapareció con la misma rapidez con que había llegado.

—Esperad —dijo Hermana, observando el avance de las nubes.

Los torbellinos de viento las movían como oleadas y corrientes después de una tormenta. Sentía que la vida se le escapaba con rapidez, que su espíritu deseaba alejarse de su cansado cuerpo, pero seguía aferrándose a la vida con la misma tenacidad que tanto le había ayudado a transportar la corona de cristal kilómetro tras kilómetro.

Esperaron. Por encima del monte Warwick, las nubes se apartaban de nuevo, impulsadas por el viento, separándose lentamente, y por detrás de ellas aparecieron fragmentos de azul, conectados como las piezas de un inmenso rompecabezas que por fin había quedado al descubierto.

—Allí —dijo Hermana haciendo un gesto con la cabeza, parpadeando cuando la luz se extendió sobre el terreno y subió por la ladera de la montaña, por encima de las hojas y los árboles muertos, por encima de las rocas, hasta llegar a su cara—. Allí.

Desde lo lejos, en los valles y quebradas distantes, por debajo del monte Warwick, otros gritos de alegría arrancaron ecos de las laderas, allí donde las pequeñas comunidades de barracas habían sido tocadas finalmente por los rayos de sol. Sonó el claxon de un coche, seguido por otro, y otro, y los gritos se hicieron más fuertes y se mezclaron como formando una voz poderosa.

Swan levantó el rostro y dejó que aquel calor maravilloso y asombroso le empapara la piel. Respiró profundamente y olió el aire, dulce y sin contaminar.

El largo crepúsculo tocaba a su fin.

—Swan —dijo Hermana con voz ronca.

La muchacha miró a Hermana y la observó radiante con la luz del sol y la sonrisa. Esta levantó una mano hacia Swan; ella se la tomó, la apretó ligeramente y se arrodilló a su lado.

Ambas se miraron intensamente durante largo rato, y Swan se llevó la mano de Hermana hacia su mejilla, húmeda por las lágrimas.

—Me siento orgullosa de ti —dijo Hermana—. Oh, me siento tan orgullosa de ti.

—Te vas a poner bien —le dijo Swan, pero se le hizo un nudo en la garganta y emitió un sollozo—. Te pondrás bien en cuanto te llevemos…

—Ssshhh. —Hermana recorrió con los dedos el largo cabello de Swan, del color de una llama. A la luz del sol relucía con la intensidad de una hoguera de campamento—. Quiero que me escuches. Escúchame atentamente. Y mírame.

Así lo hizo Swan, pero el rostro de Hermana se vio invadido por las lágrimas. Swan se lo limpió.

—El verano… está llegando por fin —dijo Hermana—. No hay forma de saber cuándo volverá el invierno. Vas a tener que trabajar mientras puedas. Trabaja todo lo duro y rápido… que puedas, mientras aún siga brillando el sol. ¿Me escuchas?

Swan asintió con un gesto. Los dedos de Hermana se entrelazaron con los de la muchacha.

—Desearía haber podido acompañarte. De veras. Pero… no va a poder ser. Tú y yo… vamos ahora en direcciones diferentes. Pero eso está bien. —Los ojos de Hermana destellaron y luego miró hacia donde estaba Robin—. Eh, ¿la amas?

—Sí —respondió Robin.

—¿Y tú qué dices? —le preguntó a Swan—. ¿Le amas tú?

—Sí —contestó Swan.

—Entonces…, la mitad de la batalla ya se ha ganado. Manteneos juntos, ayudaos el uno al otro, y no permitáis que nada ni nadie os separe. Seguid adelante, un paso tras otro…, y tú haces el trabajo que tiene que hacerse mientras aún sea verano. —Volvió la cabeza, y parpadeó mirando hacia el gigante negro—. ¿Josh? Sabes… Adónde tienes que ir, ¿verdad? Sabes quién te está esperando.

Josh asintió con un gesto de cabeza.

—Sí —consiguió contestar por fin—. Lo sé.

—El sol produce… una sensación tan buena —dijo Hermana levantando la mirada al cielo. La vista se le nublaba, y ya no tuvo que volver a parpadear—. Tan buena. He recorrido… un largo camino… y ahora estoy cansada. ¿Me encontrarás… un lugar aquí cerca…, donde pueda descansar… cerca del sol?

Swan le apretó la mano.

—Lo haré —le aseguró Josh.

—Eres un buen hombre. No creo… que ni tú mismo lo sepas. ¿Swan? —Hermana levantó las dos manos y rodeó con ellas el hermoso rostro de la muchacha—. Escúchame con atención. Haz el trabajo. Hazlo bien. Puedes lograr que las cosas sean… como antes…, incluso mejor de lo que fueron. Eres una líder… natural, Swan… y cuando camines, hazlo erguida y orgullosa…, y… recuerda… lo mucho que te amo…

Las manos de Hermana se deslizaron hacia abajo, apartándose del rostro de Swan, pero ella las tomó entre las suyas y las sostuvo sobre su cara. El destello de la vida casi había desaparecido por completo.

Hermana sonrió. En los ojos de Swan pudo ver reflejados los colores de la corona de cristal. Su boca tembló y se abrió de nuevo.

—Un paso —susurró.

Y después dio el siguiente y definitivo.

Permanecieron alrededor de ella, mientras el sol les calentaba las espaldas y les deshelaba los músculos. Josh se inclinó para cerrarle los ojos a Hermana…, pero no lo hizo, porque sabía lo mucho que le había gustado a ella la luz.

Swan se incorporó. Se alejó de ellos e introdujo la mano en el bolsillo del pantalón.

Extrajo la llave de plata. Luego se subió a un peñasco y se acercó al precipicio del monte Warwick.

Permaneció allí, con la cabeza levantada, mirando en la distancia. Pero veía más ejércitos de hombres que luchaban, aterrorizados, más armas y vehículos blindados, más muerte y miseria, que aún existiría en las mentes de los hombres, como un cáncer preparado para brotar de nuevo.

Tomó la llave de plata entre los dedos.

«Nunca más», pensó…, y arrojó la llave todo lo fuerte y todo lo lejos que pudo.

La luz del sol arrancó destellos mientras caía por el espacio. Rebotó contra la rama de un roble muerto, golpeó contra el borde de un risco, y cayó veinte metros más sobre una pequeña charca verde medio oculta por los matojos secos. Al hundirse en el agua y entre las hojas del fondo de la charca, agitó varios huevos diminutos que habían permanecido allí ocultos durante mucho, mucho tiempo. Oleadas de luz solar acariciaron la charca y calentaron los huevos, y los corazones de los renacuajos empezaron a palpitar.

Josh, Swan y Robin encontraron un lugar donde dejar descansar el cuerpo de Hermana; no estaba protegido por los árboles, ni oculto entre las sombras, sino que lo eligieron allí donde el sol pudiera alcanzarlo. Excavaron la tumba con sus propias manos y descendieron el cuerpo de Hermana en el interior de la tierra. Una vez que hubieron vuelto a llenar la tumba, cada uno de ellos dijo lo que tenía en su mente, y al final todos terminaron con un «Amén» colectivo.

Luego, tres figuras descendieron lentamente de la montaña.