El toque de difuntos por Swan
Josh y Robin llegaron ante el soldado muerto caído junto a la verja abierta. Josh se inclinó sobre el cadáver. Robin escuchó un sonido chisporroteante y sibilante, pero no pudo determinar de dónde procedía. Extendió la mano para tocar la verja metálica.
—¡No! —le gritó Josh, y los dedos de Robin se detuvieron a corta distancia del metal—. Mira esto.
Josh abrió la mano derecha del hombre muerto y Robin observó el dibujo de las cadenas quemadas en la carne.
Atravesaron la abertura por el lugar que antes había ocupado la puerta, mientras que las conexiones rotas de la verja siseaban como un avispero. Ahora llovía más fuerte y las cortinas grises de agua azotaban los árboles muertos a ambos lados de la carretera. Los dos estaban empapados y temblaban, y la desgarrada superficie de pavimento que pisaban se les agarraba a las botas con el barro o les hacía resbalar a causa de las placas de hielo. Se movieron con la mayor rapidez posible, porque ambos sabían que Swan y Hermana estaban en alguna parte, por delante de ellos, y a merced del hombre del ojo escarlata. Además, tenían la sensación de que se acercaba con rapidez la hora final.
Doblaron una curva y Josh se detuvo de pronto.
—¡Maldita sea! —le escuchó exclamar Robin.
Tres soldados, oscurecidos por la cortina de lluvia, descendían por la carretera, dirigiéndose directamente hacia ellos. Dos de ellos vieron a Josh y a Robin y se detuvieron a menos de diez metros de distancia; el tercero siguió caminando unos pocos pasos más, hasta que también se detuvo y miró estúpidamente, con la boca abierta, a las dos figuras que tenía delante.
Transcurrieron quizá unos cuatro segundos, y Josh pensó que tanto él como los otros se habían quedado petrificados en estatuas con huesos de plomo. No se le ocurrió nada que hacer hasta que, de pronto, alguien tomó la decisión por él.
Todos empezaron a disparar, sin apuntar siquiera, como dos bandas de pistoleros rivales enfrentados en una calle al anochecer. Los siguientes segundos fueron una conmoción de movimiento, pánico capaz de helar los nervios y destellos de las armas de fuego, mientras las balas silbaban buscando sus objetivos.
—Diez minutos para la detonación —anunció la voz.
A Hermana le sorprendió pensar que la mujer que había grabado aquella cinta probablemente estaba muerta desde hacía mucho tiempo.
—Deténgalo —dijo Swan al hombre que en otros tiempos había sido el presidente de los Estados Unidos—. Por favor. —La expresión de su rostro era de calma, a excepción de los rápidos latidos del pulso en las sienes—. Está usted equivocado. El Mal no ha ganado.
El presidente se había sentado en el suelo, con las piernas cruzadas por debajo, y los ojos cerrados. El coronel Macklin se había levantado y golpeaba débilmente la puerta de acero, mientras que Roland Croninger deambulaba entre las computadoras, balbuceando para sí mismo cosas acerca de ser un caballero del rey, y recorriendo los artefactos con los dedos y una expresión maravillada.
—El Mal no gana hasta que se le permite ganar —dijo Swan con serenidad—. La gente aún tiene una oportunidad. Pueden reconstruir las cosas. Pueden aprender a vivir con lo que tienen. Si permite usted que suceda esta cosa tan terrible…, entonces sí que habrá ganado el Mal.
Él permaneció en silencio, como un ídolo sumido en sus propias reflexiones. Luego, con los ojos todavía cerrados, dijo:
—Esto era antes… un mundo tan maravilloso. Lo sé. Lo vi desde el gran vacío oscuro, y era bueno. Yo sé muy bien cómo era. Y también sé cómo es ahora. El Mal perecerá en la hora final, muchacha. Todo el mundo quedará limpio por las garras del cielo.
—Matar a todo el mundo no lo limpiará. Eso sólo será la parte con la que usted habrá contribuido al Mal.
El presidente no se movió ni dijo nada. Finalmente, su boca se abrió para decir algo, pero volvió a cerrarla, como si el pensamiento que se disponía a expresar se hubiera ahogado en sí mismo.
—Nueve minutos para la detonación —dijo la voz de la mujer muerta.
—Deténgalo, por favor —insistió Swan, arrodillándose junto a él. El corazón le latía con violencia. Pero también podía sentir al hombre del ojo escarlata observándola, y sabía que no debía darle la satisfacción de verla desmoronarse—. Ahí fuera hay gente que quiere seguir viviendo. Por favor —tocó el delgado hombro de su brazo lisiado—, deles la oportunidad, por favor.
Sus ojos se abrieron.
—La gente es capaz de reconocer la diferencia entre el Bien y el Mal —siguió diciendo Swan—. Las máquinas no. No permita que estas máquinas tomen la decisión, porque va a ser una decisión incorrecta. Si puede hacerlo…, detenga las máquinas, por favor.
Él continuó en silencio, mirándola con unos ojos inexpresivos y muertos.
—¿Puede usted hacerlo? —preguntó ella.
Él cerró los ojos de nuevo. Un instante después los abrió de nuevo y la miró fijamente. Asintió con un gesto de la cabeza.
—¿Cómo?
—Con una palabra código —contestó—. Una palabra código… termina con la oración. Pero… el Mal debe ser destruido. El mundo tiene que quedar limpio. La palabra código puede detener la detonación…, pero no la pronunciaré, porque las garras del cielo deben quedar liberadas. No, no la pronunciaré. No puedo.
—Claro que puede. Si no quiere convertirse en parte del Mal, tiene que hacerlo.
El rostro del hombre pareció contorsionarse desde su propio interior, como impulsado por corrientes de presión. Por un instante, Swan observó un parpadeo de luz en los cráteres oscuros de sus ojos, y pensó que iba a levantarse, que iba a encaminarse hacia el teclado para teclear la palabra código…, pero luego la luz se desvaneció y volvió a caer en un estado de locura.
—No puedo —dijo—. Ni siquiera… por alguien tan hermosa como usted.
—Ocho minutos para la detonación —anunció la voz de la computadora.
En el otro extremo de la habitación, Amigo esperó a que Swan se desmoronara.
—La fuente de energía —dijo Roland. Una parte de su mente comprendía lo que estaba a punto de suceder y lo reprimía a un lado, mientras que otra parte le repetía una y otra vez que él era un caballero del rey y que finalmente, después de tanto tiempo, había llegado al final de un arduo viaje. Pero estaba con el verdadero rey, y se sentía feliz por ello—. ¿Dónde está la fuente de energía para todo esto?
—Se la mostraré —dijo el presidente, levantándose.
Hizo un gesto hacia otra puerta situada en un extremo de la cámara. No estaba cerrada con llave y él se apartó para dejar que Roland entrara. Al abrirse la puerta, Swan escuchó el rugido del agua, y también se encaminó hacia la puerta para ver lo que había tras ella.
Una pasarela conducía hasta una plataforma de hormigón con una barandilla metálica que llegaba a la altura de la cintura. La plataforma se elevaba unos siete metros por encima de un río subterráneo. El agua se precipitaba por un túnel a lo largo de un aliviadero de cemento, caía por una represa en pendiente, y hacía girar una gran turbina eléctrica antes de precipitarse por otro túnel abierto en la roca sólida. La turbina estaba conectada por una red de cables con dos generadores eléctricos que zumbaban produciendo energía, y el aire olía a ozono.
—Siete minutos para la detonación —dijo la voz, con un eco procedente de la otra cámara.
Roland se inclinó sobre la barandilla y contempló el movimiento de la turbina. Escuchó el chisporroteo de la energía a través de los cables y se dio cuenta de que aquel río subterráneo proporcionaba una fuente inextinguible de electricidad, la suficiente como para mantener en funcionamiento las computadoras, las luces y la verja electrificada.
—Los mineros descubrieron este río hace ya mucho tiempo —dijo el presidente—. Esa fue la razón por la que se construyó aquí el complejo. —Ladeó la cabeza, escuchando el ruido producido por el río—. Suena de un modo muy limpio, ¿verdad? Yo sabía que estaba aquí. Lo recordé después de haber caído del cielo. Teme a la muerte por agua. Sí, teme a la muerte por agua.
Swan estaba a punto de pedirle de nuevo que tecleara la palabra código, pero observó su expresión ausente, y se dio cuenta de que sería inútil. Captó un movimiento por el rabillo del ojo, y el monstruo con máscara humana y una mueca en ella cruzó el umbral de la puerta y entró en la plataforma.
—¿Dios? —llamó Amigo, y el presidente se volvió desde la barandilla—. No hay ninguna otra forma de detener los satélites, ¿verdad? Usted es el único que podría hacerlo… si quisiera. ¿No es cierto?
—Sí.
—Bien.
Amigo levantó la ametralladora y disparó una ráfaga de balas, cuyo sonido fue ensordecedor en la cámara cavernosa. Las balas marcaron el estómago y el pecho del presidente, haciéndolo retroceder contra la barandilla, donde se agarró al aire y bailoteó al ritmo mortal del arma de fuego. Mientras Swan se llevaba las manos a las orejas, vio que las balas alcanzaban al hombre en la cabeza y le hacían perder el equilibrio. Se inclinó hacia atrás, sobre la barandilla, al tiempo que Roland Croninger lanzaba una risotada histérica. La ametralladora terminó de disparar cuando se le acabaron las balas, y el cuerpo del presidente chocó contra el agua, allá abajo, fue arrastrado hacia el túnel y desapareció de la vista.
—¡Bang, bang! —gritó alegremente Roland inclinándose sobre la barandilla salpicada de sangre—. ¡Bang, bang!
Las lágrimas parecieron quemarle a Swan los ojos. Él ya había desaparecido, y con él también desapareció la última esperanza de detener la oración que ponía en marcha la hora final.
El hombre del ojo escarlata arrojó el arma, ya inútil, tirándola por encima de la barandilla, hacia el agua, y abandonó la plataforma.
—Seis minutos para la detonación —se escuchó el eco de la voz.
—¡Agacha la cabeza! —gritó Josh.
Una bala acababa de rebotar contra el árbol tras el que se acurrucaba Robín. Josh disparó desde el otro lado de la carretera contra los otros dos soldados, pero su disparo se perdió. El tercer soldado yacía en medio de la carretera, retorciéndose de dolor, con las manos apretadas sobre una herida en el estómago.
Josh apenas si podía ver nada a través de la lluvia. Una bala le había rasgado la manga en el momento en que trataba de cubrirse, y creyó haberse meado en los pantalones, pero no estaba seguro debido a que ya estaba empapado; tampoco sabía si había sido él mismo o Robín quien hirió al soldado. Las balas habían estado silbando durante unos pocos segundos como moscardones en un basurero. Pero entonces él había saltado hacia el bosque, y Robín le había seguido un instante más tarde, sin poder evitar que una bala rebotada le alcanzara en la mano izquierda.
Los dos soldados disparaban repetidas veces, y tanto Josh como Robin se mantuvieron a cubierto. Finalmente, Robin se atrevió a asomar la cabeza. Uno de los hombres corría hacia la izquierda para alcanzar un terreno más elevado. Se apartó la lluvia de los ojos, apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo, disparando sus dos últimas balas. El soldado se llevó una mano a las costillas, pegó un salto y cayó al suelo.
Josh disparó contra el hombre que quedaba, quien le devolvió el fuego. Entonces, el hombre se puso en pie de un salto y echó a correr alocadamente por la cuneta de la carretera, hacia la verja electrificada.
—¡No disparéis! —gritó—. ¡No disparéis!
Josh le apuntó a la espalda. Era un blanco claro y mortal, pero no disparó. Nunca había disparado contra un hombre por la espalda, ni siquiera a un soldado de las FE, y que lo condenaran si lo hacía ahora. Dejó que el hombre se marchara y un instante más tarde se levantó e hizo señas a Robin para que lo siguiera. Empezaron a subir de nuevo por la carretera.
Hermana cerró los ojos cuando la voz anunció que sólo faltaban cinco minutos para la detonación. Se sentía mareada, y tuvo que apoyarse en la pared para sostenerse en pie, pero Swan la sujetó por el brazo y la mantuvo con firmeza.
—Todo ha terminado —dijo Hermana con voz ronca—. Oh, Dios mío… todos van a morir. Todo ha terminado.
Se le empezaron a doblar las rodillas y hubiera querido deslizarse hacia el suelo, pero Swan no se lo permitió.
—Mantente en pie. —Y cuando el cuerpo de Hermana siguió desmoronándose, repitió con más fuerza, tirando de ella—. ¡Mantente en pie, maldita sea!
Hermana la miró estúpidamente y sintió que la neblina con la que había vivido como hermana Creep empezaba a cerrarse a su alrededor.
—Oh, déjala caer —dijo el hombre del ojo escarlata desde el otro extremo de la habitación—. Moriréis de todos modos, tanto si estáis de rodillas como en pie. ¿Te preguntas cómo sucederá?
Swan no le ofreció la satisfacción de darle una respuesta.
—Yo sí me lo pregunto —siguió diciendo él—. Quizá el mundo entero se resquebrajará y empezará a girar en fragmentos, o quizá sea todo tan tranquilo como una bocanada. Quizá la atmósfera se desgarre como una sábana vieja, y todo vuele por los aires como si fuera de polvo…, las montañas, los bosques, los ríos, lo que quede de las ciudades. O quizá la gravedad haga que todo quede aplanado. —Cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó con naturalidad contra la pared—. Quizá se marchite todo y se incendie y sólo quede una gran capa de cenizas. ¡Bueno, nadie puede vivir eternamente!
—¿Y tú? ¿Qué ocurrirá contigo? —tuvo que preguntarle Swan—. ¿Vivirás tú eternamente?
Él se echó a reír, esta vez con suavidad.
—Yo soy eterno.
—Cuatro minutos para la detonación —prometió la voz fría.
Macklin estaba acurrucado en el suelo, respirando como un animal. Cuando se indicó la señal de que sólo faltaban cuatro minutos, un gemido surgió de su garganta maltratada.
—Este es tu toque de difuntos, Swan —dijo el hombre del ojo escarlata—. ¿Todavía me perdonas?
—¿Por qué me tienes tanto miedo? Yo no puedo hacer nada para herirte.
Él no respondió durante unos segundos, y cuando habló sus ojos fueron inexpresivos.
—La esperanza es lo que me hiere —dijo—. Es una enfermedad, y tú eres como el germen que la extiende. Y no puede haber enfermedades en mi fiesta. Oh, no. Eso es algo que no se permite.
Guardó silencio, mirando fijamente el suelo y luego una sonrisa se extendió sobre su boca cuando la voz de la computadora anunció:
—Tres minutos para la detonación.
La lluvia caía con fuerza sobre el tejado de aluminio cuando Josh y Robin llegaron a la larga estructura similar a un enorme cobertizo. Pasaron junto a los jeeps y el cuerpo del hermano Timothy y entonces vieron la entrada al pozo de la mina, bajo la débil luz amarillenta. Robin subió los escalones y corrió por la pasarela, seguido de cerca por Josh. Poco antes de entrar en el pozo, Josh escuchó un trueno de lo que parecieron sonar como piedras de granizo del tamaño de pelotas de béisbol chocando contra el tejado, y por un momento pensó que todo aquel maldito lugar se iba a desmoronar sobre ellos.
Pero el traqueteo cesó abruptamente, como si se hubiera apagado un mecanismo. Quedó todo tan silencioso, que Josh pudo escuchar el aullido del viento fuera de las paredes.
Robin miró por la pendiente del pozo de la mina y vio los rieles. En el fondo creyó distinguir alguna clase de transporte. Miró a su alrededor y descubrió el panel metálico con los botones rojo y verde; apretó el botón rojo, pero no sucedió nada. Tocó entonces el botón verde y el sonido de la maquinaria zumbó inmediatamente entre las paredes.
El largo cable de metal que se extendía hacia abajo, por encima de los rieles, empezó a enrollarse.
—Dos minutos para la detonación.
El coronel James B. Macklin escuchó su propio gemido. Las paredes del pozo se cerraban a su alrededor, y desde lejos creyó percibir la risa del soldado en la sombra; pero no, no…, él tenía ahora el rostro del soldado en la sombra, y él y el soldado en la sombra eran una única y misma persona, y si alguien se estaba riendo tenía que ser Roland Croninger o el monstruo que se hacía llamar Amigo.
Tensó el puño izquierdo y lo lanzó contra la puerta cerrada de acero, y allí, en el acero inoxidable, vio reflejada la calavera, mirándole fijamente.
En ese instante, vio con claridad el rostro de su propia alma, y retrocedió hacia el borde de la locura. Golpeó aquel rostro, tratando de aplastarlo para hacerlo desaparecer, pero no desapareció. A través de su mente, como en una panorámica horripilante, pasaron los campos helados llenos de soldados muertos amontonados; las humeantes ruinas de las ciudades, los vehículos ardiendo, los cuerpos achicharrados…, todo se extendía ante él como una ofrenda sobre el altar de Hades, y en ese momento supo cuál sería el legado de su vida, y adónde le había conducido esta. Había escapado de aquel pozo en el Vietnam, había dejado su mano derecha en el pozo del subterráneo, y había perdido su alma en el pozo excavado en la tierra de los pordioseros; ahora, perdería su vida en este otro pozo de cuatro paredes. Y en lugar de arrastrarse sobre el barro y ponerse de pie después del diecisiete de julio, había preferido hundirse en la podredumbre, vivir de un pozo en otro, mientras que el pozo más grande y terrible de todos se abría dentro de sí mismo y lo consumía.
Sabía con quién estaba asociado. Lo sabía. Y también sabía que estaba condenado, y que el pozo final estaba a punto de cerrarse sobre su cabeza.
—Oh…, la desolación…, la desolación… —susurró y unas lágrimas corrieron por sus ojos de mirada fija—. Que Dios me perdone… Oh, Dios, perdóname.
Empezó a sollozar cuando el hombre que se hacía llamar Amigo se echó a reír y batió palmas.
Alguien tocó al coronel Macklin en el hombro. Levantó la cabeza. Swan hizo un verdadero esfuerzo por no apartarse de él, porque aún quedaba un tenue parpadeo de luz en lo más profundo de sus ojos, del mismo modo que había existido una pequeña llama en el trozo de cristal de Sheila Fontana.
Durante un instante en que despertó su alma, Macklin creyó ver el sol en el rostro de ella, creyó ver todo aquello que podría haber llegado a ser el mundo. Ahora, todo estaba perdido…, todo estaba perdido…
—No —susurró él.
El pozo aún no se había cerrado sobre él…, todavía no. Se incorporó como un rey y se volvió hacia las computadoras que estaban a punto de destruir un mundo ya herido.
Atacó la máquina más cercana, golpeándola frenéticamente con la palma de la mano cubierta de clavos, tratando de hacer añicos el cristal ahumado y alcanzar las cintas que seguían girando. El cristal se agrietó, pero estaba reforzado con hilos diminutos de metal, y no permitió que introdujera la mano. Macklin cayó de rodillas y empezó a tirar con fuerza de uno de los cables tendidos sobre el suelo.
—¡Roland! —espetó Amigo—. ¡Deténlo… ahora mismo!
Roland Croninger se situó detrás de Macklin y exclamó:
—¡No!
Pero su palabra no fue escuchada.
—¡Mátalo! —gritó Amigo, adelantándose como un torbellino antes de que los clavos de la mano de Macklin desgarraran el cable de goma y alcanzaran los conductos.
El verdadero rey había hablado. Roland era un caballero del rey y debía cumplir con las órdenes del rey. Levantó la 45. La mano le temblaba.
Y entonces disparó dos balas a quemarropa, contra la nuca del coronel Macklin.
El coronel cayó de bruces. Su cuerpo se estremeció y luego quedó quieto.
—¡Bang, bang! —aulló Roland.
Intentó echarse a reír, pero el sonido surgió estrangulado en su garganta.
—Un minuto para la detonación.