92

La máquina

Inmediatamente después del bofetón, la mano de Amigo se curvó sobre el cuello del hombre, acercándolo más a su cara. «Dios» llevaba los sucios harapos de una camisa a cuadros de color azul y unos pantalones de color caqui bajo el abrigo. Calzaba mocasines de cuero, y unos calcetines de color verde esmeralda. Hermana se dio cuenta de que aquel hombre de cabello enmarañado y mirada enloquecida habría encajado entre las gentes que vivían en las calles de Manhattan antes del diecisiete de julio.

—Podría hacerte daño —susurró Amigo—. Oh, no tienes ni idea del daño que podría hacerte…

El hombre acumuló saliva en la boca y la escupió sobre el rostro ceroso de Amigo.

El hombre del ojo escarlata lo arrojó al suelo y le lanzó una patada entre las costillas. El otro se enroscó, tratando de protegerse, pero Amigo siguió dándole frenéticas patadas. Luego, agarró a «Dios» por el cabello y le lanzó un puñetazo contra la cara, rompiéndole la nariz y abriéndole el labio inferior; a continuación, lo hizo levantar de un tirón y lo sostuvo de ese modo para que los demás lo vieran.

—¡Miradlo! —gritó Amigo con voz chillona—. ¡Aquí está vuestro Dios! ¡No es más que un viejo loco que tiene el cerebro lleno de serrín! ¡Vamos, miradlo! —Agarró al hombre por la barba e inclinó su rostro ensangrentado hacia Swan y Hermana—. ¡No es nada!

Y para enfatizar sus palabras, hundió el puño en el estómago del hombre y lo mantuvo en pie, sosteniéndolo por el cabello, al tiempo que el otro doblaba las rodillas. Amigo se dispuso a golpearlo de nuevo cuando se escuchó una voz clara y serena:

—Déjalo.

Amigo vaciló. Swan se había puesto de pie en el segundo jeep, con la lluvia corriéndole por el cabello y el rostro. No podía soportar el ver cómo golpeaban al viejo, y no pudo permanecer sentada y en silencio.

—Déjalo —repitió, y el hombre del ojo escarlata sonrió con una mueca de incredulidad—. Ya me has oído. Aparta tus manos de él.

—¡Haré lo que me plazca! —rugió, y colocó los dedos sobre la mejilla del hombre. Sus uñas empezaron a desgarrar la piel—. ¡Puedo matarlo si quiero!

—¡No! —protestó Roland—. ¡No lo mates! Quiero decir… ¡tenemos que encontrar la caja negra y la llave de plata! ¡Para eso es para lo que hemos venido! ¡Luego podrás matarlo si quieres!

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —gritó Amigo—. ¡Esta es mi fiesta! Dirigió una mirada desafiante al coronel Macklin, quien no había hecho nada hasta entonces, limitándose a permanecer sentado y a mirar fijamente por delante de sí. Luego, la mirada de Amigo se encontró con la de Swan y ambas se sostuvieron con firmeza.

Durante un instante, él se vio a sí mismo reflejado en los ojos implacables de Swan; y vio un ser feo y odioso, con un pequeño rostro oculto tras una máscara excesivamente grande, como un cáncer bajo una gasa. «Ella me conoce», pensó. Y ese hecho le hacía sentir miedo, del mismo modo que había temido el círculo de cristal en cuanto se puso negro entre sus manos.

Y también hubo algo más que pareció atravesarlo. Su recuerdo de la manzana ofrecida, y su deseo de aceptarla. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! Por un instante, vio con claridad quién y qué era él mismo, y en ese breve espacio de tiempo se conoció a sí mismo, de una forma que había descartado hacía ya mucho, mucho tiempo. El autodesprecio se desplegó en su interior, y de repente se sintió aterrorizado ante la perspectiva de ver demasiado y de que empezara a arrugarse y a desmoronarse como un traje viejo zarandeado por el viento.

—¡No me mires! —gritó con un tono agudo en su voz.

Levantó una mano para protegerse el rostro de aquella mirada. Por detrás de su mano, sus rasgos se revolvieron como agua embarrada agitada por el lanzamiento de una piedra.

Aún podía sentirla allí, absorbiéndole su fuerza del mismo modo que la luz del sol seca la humedad de la madera podrida. Arrojó a «Dios» al suelo, retrocedió unos pasos y volvió la cara. Ahora se daba cuenta de la verdad: no era de sí mismo de quien debía tener asco, ¡sino de ella! Ella era la ruina y el enemigo de toda la creación, porque ella…

«¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!», pensó, sin dejar de retroceder.

… porque ella deseaba prolongar el sufrimiento y la miseria de la humanidad. Ella quería darles falsas esperanzas y contemplar cómo se retorcían todos cuando llegara el momento. Ella era…

«¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!».

… la peor clase de Mal, porque enmascaraba la crueldad con la amabilidad y el amor con el odio, y ya era demasiado tarde, demasiado tarde…

—Demasiado tarde —susurró, bajando la mano de la cara.

Había dejado de retroceder, y se dio cuenta entonces de que Swan se había bajado del jeep y estaba de pie sobre el anciano de barba gris. Vio que los otros le observaban, y captó una débil y burlona sonrisa en el rostro cadavérico de Macklin.

—Levántese —le dijo Swan al anciano.

Tenía la espina dorsal rígida y su porte era orgulloso, pero tenía todos los nervios formándole nudos de tensión.

«Dios» parpadeó, mirándola; se limpió la sangre de las narices y miró temeroso hacia el hombre que le había golpeado.

—Todo está bien —dijo Swan ofreciéndole una mano para ayudarle.

«¡Ella sólo es una muchacha! —se dijo Amigo—. ¡Ni siquiera vale la pena violarla! Y le gustaría que yo la violara, le gustaría que se la metiera toda dura».

«Dios» vaciló, desconcertado, y luego puso su mano en la de Swan.

«La violaré —decidió Amigo—. ¡Le demostraré que esto sigue siendo mi fiesta! ¡Le enseñaré a follar ahora mismo!».

Avanzó sobre ella como un monstruo, y a cada paso que daba aumentaba el bulto de su entrepierna. La miró impúdicamente y ella se dio cuenta, supo lo que había detrás de esa mirada, y lo esperó sin moverse.

Desde la distancia llegó hasta ellos el sonido hueco y estruendoso de una explosión. Amigo se detuvo de improviso.

—¿Qué ha sido eso? —gritó, dirigiéndose a todos y a ninguno en particular—. ¿Qué ha sido eso?

—Procedía de la carretera —dijo uno de los soldados.

—¡Pues no te quedes ahí sentado! ¡Mueve el culo y mira a ver qué ha ocurrido! ¡Todos vosotros! ¡Largo de aquí!

Los tres soldados abandonaron los jeeps y echaron a correr, cruzando la zona de aparcamiento. Desaparecieron al otro lado del lindero del bosque, con las armas preparadas.

Pero el arma de Amigo se estaba arrugando. No podía mirar a la zorra sin pensar en la manzana, y también sabía que había plantado en él alguna clase de mal, de semilla destructora del alma. Pero aquello seguía siendo su fiesta, y ya era demasiado tarde para retroceder. La violaría y le aplastaría el cráneo cuando ella tuviera ochenta años y sus dedos estuvieran roídos hasta los huesos.

Pero hoy no. Hoy no.

Apuntó a Hermana con la ametralladora.

—Baja. Quédate ahí, junto a la pequeña zorra.

Swan respiró aliviada. El hombre dirigía su atención hacia otras cosas, pero seguía siendo tan peligroso como un perro loco en una carnicería. Ayudó al anciano a ponerse en pie. El viejo se tambaleó, todavía dolorido por el golpe que le había aplastado la nariz y miró a su alrededor, observando los rostros malformados de Macklin y Roland.

—Es la hora final, ¿verdad? —le preguntó a Swan—. Ha ganado el Mal. Ha llegado el momento de la oración final, ¿verdad?

Ella no le pudo contestar. Él le tocó la mejilla con unos dedos temblorosos.

—¿Muchacha? ¿Cómo se llama?

—Swan.

El hombre repitió el nombre.

—Es usted tan joven —dijo con tristeza—. Demasiado joven para tener que morir.

Roland bajó del jeep, pero Macklin se quedó donde estaba, con los hombros hundidos, ahora que Amigo había vuelto a hacerse cargo de la situación.

—¿Quién es usted? —le preguntó Roland al viejo—. ¿Qué está haciendo aquí arriba?

—Soy Dios. He llegado a la tierra desde el cielo. Aterrizamos en el agua. El otro vivió durante un tiempo, pero no pude curarlo. Luego, encontré la forma de llegar hasta aquí, porque conozco este lugar.

—¿Cuál es la fuente de la energía?

«Dios» extendió un dedo y señaló hacia la tierra, junto a sus pies.

—¿Subterráneo? —preguntó Roland—. ¿Dónde? ¿En la mina de carbón?

«Dios» no contestó. En lugar de eso levantó el rostro hacia el cielo y dejó que la lluvia le diera en él.

Roland extrajo la pistola de la funda que llevaba al cinto, la amartilló y encañonó la cabeza del hombre.

—¡Conteste cuando le haga una pregunta, viejo idiota! ¿De dónde procede esa energía? Los ojos enloquecidos del hombre miraron a Roland.

—Está bien —dijo, asintiendo—. Se ha ganado un sobresaliente. Se la mostraré, si quiere verla.

—Queremos verla.

—Lo siento, muchacha —le dijo a Swan—. El Mal ha ganado y ha llegado el momento de la oración final. Lo comprende, ¿verdad?

—¡El Mal no ha ganado! ¡No todos son como ellos!

—Es la hora final, muchacha. Yo caí del cielo envuelto en un torbellino de fuego. Sabía lo que se tenía que hacer, pero esperé. No tuve valor para rezar la oración final. Pero ahora sí lo tengo, porque veo que hay que limpiar el mundo. —Luego, dirigiéndose a los otros, añadió—: Síganme.

Empezó a caminar hacia el gran edificio con el tejado metálico.

—¿Coronel? —preguntó Amigo—. Te estamos esperando.

—Prefiero quedarme aquí.

—Vendrás con nosotros —dijo Amigo girando el cañón de la ametralladora hacia él—. Roland, hazte cargo de la pistola del coronel, por favor.

—Sí, señor —contestó inmediatamente Roland.

Se acercó a Macklin. Extendió la mano, esperando a que el otro le entregara su arma.

—Roland —dijo Macklin con una voz sin fuerza—, nosotros creamos las Fuerzas Escogidas. Nosotros dos. Somos los que hicimos los planes para la nueva América, y no…, y no esa cosa de ahí. —Indicó con un gesto de su mano llena de clavos hacia donde se encontraba Amigo—. El sólo quiere destruirlo todo. No le importan nada las Fuerzas Escogidas, ni la nueva América, ni la alimentación de las tropas. Ni siquiera le importa la muchacha. Todo lo que pretende hacer es encerrarla en esa granja prisión, apartarla de su camino. Y tampoco tú le importas nada. Roland…, por favor…, no le sigas. No hagas lo que él te dice. —Extendió una mano para tocar a Roland, pero el joven retrocedió un paso—. Roland… tengo miedo —susurró Macklin.

—Entrégame tu arma.

En ese momento, Roland despreció al perro encogido que estaba sentado ante él; ya había visto otras veces aquella misma debilidad, cuando Macklin estuvo delirando después de que le amputara la mano, pero ahora sabía que la debilidad se hallaba profundamente incrustada en el alma del coronel. Macklin nunca había sido un rey, sino sólo un cobarde que se había ocultado tras la máscara de un guerrero. Roland apretó el cañón de su arma contra la cabeza del coronel.

—Entrégame tu arma —repitió.

—Por favor…, piensa en todo por lo que hemos pasado…, tú y yo juntos…

—Ahora tengo un nuevo rey —replicó Roland con indiferencia. Se volvió a mirar a Amigo—. ¿Debo matarlo?

—Si tú quieres.

El dedo de Roland se tensó sobre el gatillo.

Macklin se dio cuenta de que la muerte estaba cerca, y su perfume aceitoso le infundió la energía suficiente para pasar a la acción. Su espina dorsal se puso rígida y se enderezó en el asiento.

—¿Quién te crees que eres? —preguntó con vehemencia—. ¡No eres nada! Yo luché por mi vida en un campo de prisioneros del Vietcong cuando tú no hacías más que cagarte en los pañales. ¡Soy el coronel James B. Macklin, de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos! ¡Yo luché por mi vida y por mi país, muchacho! ¡Y ahora aparta esa jodida arma de mi cabeza!

Roland vaciló.

—¿Ha oído usted lo que acabo de ordenarle? ¡Si quiere mi arma, pídamela con el respeto que merezco!

Se le tensaron todos los músculos del cuerpo, esperando el disparo del arma.

Roland, sin embargo, no se movió. Amigo se echó a reír, y «Dios» estaba esperando a unos diez metros de distancia, junto a Swan y Hermana.

Lentamente, Roland apartó la pistola de la cabeza de Macklin.

—Entrégueme… su arma…, señor —dijo.

Macklin la sacó de la funda y la arrojó al suelo. Luego, se levantó y bajó del jeep, sin prisas, a su propio aire.

—Vayamos entonces, muchachos —dijo Amigo.

Indicó con un gesto de la ametralladora a Swan y a Hermana que le siguieran. Todos siguieron a «Dios», que se encaminó hacia el edificio de techo metálico.

Una vez en el interior, resultó evidente que aquello no era más que un enorme cobertizo que protegía la entrada a la mina de carbón del monte Warwick. El suelo era de tierra apisonada, y las pocas bombillas desnudas que colgaban del techo proporcionaban una sucia iluminación amarillenta. Había montones de cables e hilos desparramados por el suelo, así como viejas piezas de metal, montones de troncos podridos y otros restos que indicaban que el monte Warwick había sido en otros tiempos una mina de carbón a pleno rendimiento. Una escalera metálica ascendía a una serie de pasarelas, y en el extremo más alejado del edificio, allí donde la estructura se introducía en el monte Warwick, se encontraba el cuadrado oscuro de la entrada de la mina.

«Dios» los condujo por una escalera y a lo largo de una pasarela, hacia el pozo de la mina. Unas pocas bombillas producían un escaso resplandor amarillo dentro de la mina, que se inclinaba hacia abajo, en un ángulo pronunciado. Sobre los rieles que había dentro del pozo se observaba una gran jaula de alambre de unos dos metros de altura y metro y medio de anchura, con las ruedas como las de un vagón de ferrocarril. En el interior de la jaula había bancos y correas para sujetar a los viajeros. «Dios» abrió la puerta trasera de la jaula y se hizo a un lado para que todos entraran.

—¡Yo no subo en ese condenado trasto! —protestó Hermana—. ¿Adónde nos lleva?

—Allá abajo —contestó «Dios» señalando a lo largo del pozo de la mina. A la luz amarillenta se distinguió algo metálico en la manga de su camisa a cuadros azules. Hermana se dio cuenta de que el anciano llevaba gemelos. El hombre se volvió a Amigo y preguntó—: ¿No es allí adónde queréis ir?

—¿Qué hay allá abajo? —preguntó Roland, ya sin fanfarronería.

—La fuente de energía que andan buscando. Y otras cosas que también les puede interesar ver. ¿Quieren ir o no?

—Usted primero —le dijo Amigo.

—Sobresaliente.

«Dios» se volvió hacia la pared de roca, donde había un panel con dos botones, uno rojo y el otro verde. Apretó el botón verde y el sonido del zumbido de la maquinaria produjo ecos en el interior del pozo. Luego, subió a la jaula, se sentó en uno de los bancos y se ató con una correa.

—¡Todos a bordo! —exclamó alegremente—. Empezaremos a movernos dentro de diez segundos.

Amigo fue el último en entrar. Se acurrucó en el fondo trasero de la jaula, evitando mirar a Swan. El zumbido de la maquinaria se hizo cada vez más fuerte y luego se escucharon cuatro «clics» cuando se desengancharon los frenos de las cuatro ruedas. La jaula empezó a descender a lo largo de los raíles, reteniendo su velocidad mediante un cable que se había tensado y que se iba desenrollando tras ellos.

—Vamos a descender más de cien metros —explicó «Dios»—. Hace unos treinta años, esto era una mina de carbón en pleno funcionamiento. Luego la compró el gobierno de los Estados Unidos. Desde luego, toda esta roca ha sido reforzada con cemento y acero. —Señaló con el gesto de un brazo las paredes y el techo, y Hermana volvió a ver el brillo de sus gemelos. Sólo que esta vez se hallaba lo bastante cerca como para tener la impresión de que le resultaban muy familiares, y en ellos había algo escrito—. Les asombraría saber todo lo que son capaces de hacer los ingenieros —siguió diciendo el viejo—. Han instalado conductos de ventilación y bombas de aire, e incluso las bombillas se supone que deberían durar siete u ocho años. Pero ahora ya están empezando a fundirse. Algunas de las personas que mejoraron las instalaciones trabajaron también en Disney World.

Hermana le cogió la manga de la camisa y miró más de cerca el gemelo.

Sobre él distinguió un emblema azul, blanco y dorado muy reconocible, y las brillantes letras decían: «Sello del presidente de los Estados Unidos de América».

Los dedos de Hermana quedaron como adormecidos y finalmente le soltó el brazo. El anciano se la quedó mirando impasiblemente.

—¿Qué… hay ahí abajo? —preguntó ella.

—Garras —contestó él—. Las garras del cielo.

Atravesaron una zona donde las bombillas se habían fundido y cuando se aproximaron de nuevo a la iluminación, los ojos del presidente ardían con un fuego interior al tiempo que miraba fijamente hacia donde estaba Amigo.

—¿Quiere ver una fuente de energía? —preguntó con la respiración sibilante en el aire frío—. La verá. ¡Oh, sí, le prometo que la verá!

Al cabo de un rato, los frenos volvieron a funcionar produciendo chirridos sobre los raíles, al tiempo que la jaula se estremecía y avanzaba más lentamente. Chocó contra una espesa barrera de goma espuma y se detuvo.

El presidente se desabrochó el cinturón, abrió la puerta delantera de la jaula y salió de ella.

—Por aquí —dijo, haciendo un movimiento indicativo como un guía turístico loco.

Roland empujó a Swan por delante de él, y todos entraron en un pasillo que se abría a la derecha de los raíles. Las bombillas estaban encendidas por delante de ellos y, de pronto, el pasillo terminó en una pared de rocas con bordes afilados.

—¡Está bloqueado! —exclamó Roland—. ¡Esto es un callejón sin salida!

Pero Amigo sacudió la cabeza. Ya había visto la pequeña caja negra incrustada en la pared de roca, aproximadamente a la altura del pecho. La mitad superior de la caja negra parecía ser una especie de pantalla, mientras que la parte inferior era un teclado.

El presidente se llevó la mano sana al cuello y extrajo una tira de cuero trenzado que llevaba colgando al cuello. De ella pendían varias llaves, y el presidente eligió una que era pequeña y plateada. La besó y se dispuso a insertarla en una cerradura existente en la caja negra.

—¡Alto! —ordenó Amigo—. ¿Qué es lo que hace eso?

—Abre la puerta —contestó el hombre.

Introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar a la izquierda. Instantáneamente, unas pálidas letras verdes aparecieron en la pantalla: «¡HOLA! INTRODUCIR CÓDIGO EN CINCO SEGUNDOS».

Swan y Hermana observaron al presidente que tecleaba tres letras en el teclado: AOK.

«CÓDIGO ACEPTADO —replicó la pantalla—. ¡QUE LO PASE BIEN!».

Unos seguros eléctricos se agitaron y se escuchó el sonido apagado de las cerraduras abriéndose, en rápida sucesión. La falsa pared de roca se abrió con un crujido, como la puerta de una bóveda de seguridad, silbando sobre unos goznes hidráulicos. El presidente la empujó, abriéndola lo suficiente para que pasaran, y una clara luz blanca relució desde la habitación que había al otro lado. Roland hizo ademán de apoderarse de la llave plateada, pero el anciano interrumpió su movimiento.

—¡No! ¡Deje eso tal y como está! Si algo lo perturba mientras la puerta esté abierta, el suelo quedará instantáneamente electrificado.

Los dedos de Roland se detuvieron a un par de centímetros de la llave.

—Usted primero —dijo Amigo empujando al hombre a través de la abertura.

Hermana y Swan fueron empujadas al interior. Macklin les siguió, seguido por Roland y, finalmente, por el hombre del ojo escarlata.

Todos ellos parpadearon y entrecerraron los ojos ante la brillante luz que iluminaba la cámara, de paredes blancas, como una sala aséptica. En ella había seis grandes computadoras, cuyas cintas de datos giraban lentamente por detrás de unas ventanillas de cristal ahumado. El suelo estaba cubierto con una capa de goma negra, y se escuchaba el suave zumbido del sistema de purificación del aire que limpiaba este a través de pequeñas rejillas metálicas introducidas en las paredes. En el centro de la habitación, sobre una mesa cubierta de goma y conectada mediante haces de cables a las computadoras, había otra pequeña caja negra con un teclado del tamaño de un teléfono.

Roland se sintió excitadísimo ante la visión de las máquinas. Hacía tanto tiempo que no veía una computadora, que hasta se había olvidado de lo hermosas que eran. Para él, aquellas enormes computadoras eran como los Ferraris del género, latiendo con su materia gris encerrada en sus pieles de plástico y metal. Casi podía escucharlas respirar.

—Bienvenidos a mi hogar —dijo el presidente.

Se dirigió hacia el panel metálico que ocupaba una pared. Había allí una pequeña palanca en la que se podía encajar el dedo para levantarla, y por encima de ella un pequeño cartel de plástico decía: «PELIGRO». Introdujo el dedo en la muesca de la palanca y lo hizo girar hacia arriba.

La puerta se cerró y los cerrojos electrónicos se corrieron instantáneamente. A este lado de la pared falsa había una hoja de acero inoxidable.

Swan y Hermana se habían vuelto para mirarlo. Amigo tenía el dedo sobre el gatillo de la ametralladora, y Macklin estaba de pie, mirando al anciano, paralizado de temor.

—Aquí estamos —dijo el presidente—. Aquí estamos.

Se apartó del panel de metal, asintiendo con un gesto de satisfacción.

—¡Abra esa puerta! —exigió Macklin, sintiendo que un hormigueo le recorría todo el cuerpo. Los muros se estaban cerrando sobre él, y aquel lugar se parecía demasiado a las instalaciones subterráneas donde se encontraba el diecisiete de julio—. ¡No me gusta estar encerrado! ¡Abra esa condenada puerta!

—Está cerrada con llave —contestó el otro hombre.

—¡Ábrala! —gritó Macklin.

—Ábrala, por favor —dijo Swan.

El presidente meneó la cabeza de enmarañado cabello gris.

—Lo siento, muchacha. Una vez que se cierra la puerta desde aquí dentro, queda cerrada. He mentido en cuanto a la llave. No quería que la sacara de la cerradura. Sólo se puede abrir desde el interior si se tiene la llave de plata. Pero ahora, la computadora la ha cerrado… y no hay forma de salir.

—¿Por qué? —preguntó Hermana con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué nos ha encerrado aquí?

—Porque vamos a quedarnos aquí hasta que todos muramos. Las garras del cielo van a destruir todo lo que es malvado…, todo lo que quede. El mundo quedará limpio, y así podrá comenzar de nuevo, fresco y nuevo. ¿Comprende?

El coronel Macklin atacó la puerta de acero inoxidable, golpeándola con su mano sana. El aislamiento de la habitación absorbió el ruido como una esponja, y Macklin ni siquiera pudo producir un rasguño en el acero con la palma de su mano derecha. La puerta no tenía pomos, nada de lo que agarrarse. Se volvió a mirar al anciano y cargó contra él, con la mortal mano derecha levantada, dispuesto a lanzarle un golpe mortal.

Pero antes de que pudiera alcanzarlo, Amigo lo detuvo con un breve y agudo golpe en el cuello. Macklin boqueó y cayó de rodillas, con los ojos muy abiertos y una expresión aterrorizada.

—No —dijo Amigo como si fuera un adulto que reprende a un niño. Luego levantó la mirada hacia el anciano—. ¿Qué es este lugar? ¿Para qué son estas máquinas, y de dónde procede la fuente de energía?

—Estas máquinas reciben información de los satélites —dijo el presidente señalando las computadoras—. Sé el aspecto que tiene el espacio exterior. He estado contemplando la Tierra. Antes creía que… era un lugar maravilloso. —Parpadeó lentamente ante el recuerdo de caer en un torbellino de fuego, que se agitaba en su mente como una pesadilla recurrente—. Yo caí a la Tierra procedente del cielo. Sí, caí. Y llegué hasta aquí, porque sabía que me hallaba cerca de este lugar. Había aquí dos hombres, pero ahora ya no están. Disponían de alimentos y agua suficiente para mantenerse durante años. Creo que… uno de ellos murió. No sé lo que sucedió con el otro. Simplemente… se marchó. —Guardó un momento de silencio y luego su mente volvió a despejarse. Miró con fijeza la caja negra situada sobre la mesa cubierta de goma y se aproximó a ella con una actitud reverente—. Esto hará que bajen las garras del cielo.

—¿Las garras del cielo? ¿Qué significa eso?

—Garras —dijo el presidente como si el otro tuviera que saberlo—. Guerra Atómica de Rápida Radiación Absoluta. Observe… y escuche.

Tecleó su código en el teclado: AOK.

Las computadoras empezaron a hacer girar las cintas con mayor rapidez. Roland observaba, fascinado.

Se escuchó una voz de mujer, suave y seductora, tan fría como un bálsamo sobre una herida abierta, filtrándose a través de los altavoces que había en las paredes:

—Hola, señor presidente. Espero sus instrucciones.

La voz le recordó a Hermana la de una asistenta social neoyorquina que le explicara atentamente que ya no quedaba ninguna cama libre en el Hogar de Mujeres Desamparadas, en una helada noche de enero.

El presidente tecleó: «Aquí, en Belladonna, la Virgen de las Rocas, la virgen de las situaciones».

—Aquí está el hombre con tres peldaños y aquí está la Rueda —contestó la voz impersonal de la computadora.

—¡Uau! —exclamó Roland.

«Y el mercader de un solo ojo, y esta carta…»

—… que está en blanco, y que es algo que lleva en su espalda…

«… y que tengo prohibido ver», tecleó el presidente.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Hermana, cercana al pánico.

Swan le apretó una mano.

«No encuentro al Hombre Ahorcado», terminó de teclear el presidente en la caja negra.

—Teme a la muerte por agua —replicó la voz femenina. Luego se produjo una pausa y a continuación, la voz añadió—: Garras armadas, señor. Diez segundos para abortar.

El presidente apretó dos únicas letras sobre el teclado: «No».

—Secuencia inicial de aborto denegada. Activado el procedimiento de disparo de garras, señor. —La voz era tan fría como el recuerdo de una limonada en una calurosa tarde de agosto—. Garras estarán al alcance de objetivos en trece minutos y cuarenta y ocho segundos.

Luego, la voz de la computadora quedó en silencio.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Amigo profundamente interesado—. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Dentro de trece minutos y cuarenta y ocho segundos —contestó el presidente—, dos satélites penetrarán en la atmósfera sobre el polo Norte y la Antártida. Esos satélites son plataformas de misiles nucleares, cada una de las cuales disparará treinta cabezas nucleares de veinticinco megatones de potencia sobre los casquetes polares. —Se volvió para mirar a Swan y apartó la mirada con rapidez, porque su belleza le hacía suspirar—. Las explosiones arrojarán a la Tierra fuera de su eje y fundirán la capa de hielo. De ese modo, el mundo quedará limpio, ¿lo comprende ahora? Todo el mal quedará lavado por las garras del cielo…, y algún día las cosas comenzarán de nuevo, y serán buenas, como solían serlo. —Su rostro se contrajo en una mueca de dolor—. Perdimos la guerra —dijo—. Perdimos…, y ahora tenemos que empezarlo todo de nuevo.

—Una… máquina del día final —susurró Amigo, y una mueca burlona se extendió sobre su boca. La mueca se amplió hasta convertirse en una carcajada, y los ojos bailotearon en sus cuencas con un brillo maligno—. ¡Una máquina del día final! —gritó—. ¡Oh, sí! ¡El mundo tiene que quedar bien limpio! ¡Todo el Mal debe ser arrasado por las aguas! ¡Como ella! —exclamó, señalando a Swan.

—Lo último que quede del Bien tendrá que morir con el Mal —replicó el presidente—. Debe morir, para que el mundo pueda renacer.

—No…, no… —rogó Macklin con la mano sobre la dolorida garganta.

Amigo seguía riendo y finalmente dirigió su atención a Hermana, aunque en realidad dirigió sus palabras a Swan.

—¡Te lo dije! —graznó—. Te dije que pondría a una mano humana a hacer el trabajo.

—Trece minutos para la detonación —dijo la fría voz femenina.