Reino de Dios
Llegaron con las primeras luces del día. A Josh lo despertó el golpeteo de la culata de un rifle en la puerta trasera del camión. Se levantó del suelo metálico, con los huesos doloridos, para retirarse hacia el fondo, con Robin y el hermano Timothy.
Escucharon el ruido de los cerrojos al descorrerse y el rodar de la puerta sobre sus ruedecillas.
Ante ellos apareció un hombre rubio con ojos de ébano, flanqueado por dos soldados armados con rifles. Llevaba un uniforme de las FE, con hombreras, y lo que parecían ser medallas e insignias nazis sobre el pecho.
—¡Buenos días a todos! —dijo alegremente, y en cuanto hubo hablado tanto Josh como Robin supieron de quién se trataba—. ¿Qué tal habéis dormido esta noche?
—Hace mucho frío —contestó Josh lacónicamente.
—Te proporcionaremos un calentador en la plantación, Sambo —dijo el hombre rubio. Su mirada se desplazó hacia un lado—. ¿Hermano Timothy? Sal, por favor —le pidió doblando un dedo invitador.
El hermano Timothy se encogió, y los soldados subieron al camión para sacarlo. Josh hizo ademán de saltar sobre ellos, pero un rifle le encañonó en seguida y la oportunidad pasó. Vio dos jeeps aparcados cerca, con los motores en marcha. En uno de ellos había tres personas: un conductor, el coronel Macklin y un soldado con una ametralladora; en el otro también había un conductor, otro soldado armado, una figura con los hombros hundidos que llevaba un pesado abrigo con la capucha echada sobre la cabeza, y Swan y Hermana, ambas muy delgadas y con aspecto de sentirse muy cansadas.
—¡Swan! —gritó Robin, avanzando hacia la abertura. Ella también lo vio.
—¡Robin! —gritó levantándose de su asiento.
El soldado la sujetó por un brazo y la obligó a sentarse de nuevo.
Uno de los guardias empujó a Robin hacia atrás. El joven se abalanzó sobre el hombre, con el rostro contorsionado por la rabia, y el soldado levantó la culata del rifle para aplastarle el cráneo a Robin. De pronto, Josh se lanzó hacia adelante y sujetó al muchacho mientras el otro golpeaba, librándolo por poco. El soldado escupió en el suelo y en cuanto descendió al suelo se bajó la puerta trasera, se encajó en su lugar y se volvieron a correr los cerrojos.
—¡Eh, tú, bastardo! —gritó Josh, mirando a través de uno de los treinta y siete agujeros de la puerta—. ¡Eh! ¡Te hablo a ti, bicharraco!
Se dio cuenta de que gritaba empleando su antiguo vocabulario de luchador de lucha libre.
Amigo empujó al hermano Timothy hacia el primer jeep y luego se volvió hacia él con una actitud regia.
—¿Para qué necesitáis a Swan y a Hermana? ¿Adónde os las lleváis?
—Vamos a subir al monte Warwick para encontrarnos con Dios —contestó—. La carretera sólo permite el paso de los jeeps. ¿Satisface eso la vieja curiosidad negroide?
—¡No las necesitas! ¿Por qué no las dejas aquí?
Amigo sonrió con una expresión vacía y se acercó algo más.
—Oh, son demasiado valiosas para hacer eso. Suponte que un forzudo viejo zorro decidiera obtener algo más de poder y las ocultara en alguna parte mientras nosotros estuviéramos fuera. Eso no estaría bien.
Inició el movimiento para volverse hacia el jeep.
—¡Eh! ¡Espera! —le gritó Josh.
Pero el hombre del ojo escarlata ya había subido al jeep, colocándose junto al hermano Timothy. Los dos vehículos emprendieron la marcha y desaparecieron de la vista.
—¿Y ahora qué? —preguntó Robin todavía furioso—. ¿Nos quedamos aquí sentados?
Josh no dijo nada. Estaba pensando en algo que había dicho el hermano Timothy: «Lo último que quede del Bien tendrá que morir con el Mal. Debe morir, para que el mundo pueda renacer. Tú tendrás que morir. Y tú también. Y yo. E incluso Swan».
—Swan no regresará —dijo Robin sin tono alguno en su voz—. Y tampoco Hermana. Eso lo sabes muy bien, ¿verdad?
—No, no lo sé.
Recordó otras palabras del hermano Timothy: «Le rezará a la máquina que hará bajar las garras del cielo. Preparaos para la hora final».
—Yo la amo, Josh —dijo Robin, sujetándolo por el brazo, con fuerza—. ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Tenemos que impedir que ocurra… lo que vaya a pasar!
Josh se liberó de un tirón. Se dirigió hacia el extremo más alejado de la celda y miró el suelo.
Allí, junto al cubo del hermano Timothy, estaba la taza de hojalata, con su agudo mango de metal.
La tomó y tocó el borde afilado.
Era muy pequeña y bastante difícil de utilizar como arma, y Josh ya había despreciado antes aquella posibilidad. Pero estaba pensando en un viejo truco de lucha libre, en algo que se solía hacer con una cuchilla oculta cuando el promotor del combate quería algo más «jugoso». Se trataba de una práctica habitual que siempre permitía que la violencia fuera más real.
Ahora también podría producir la ilusión de algo más.
Se puso a trabajar inmediatamente.
Robin abrió mucho los ojos al ver lo que estaba haciendo.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Quédate tranquilo —le advirtió Josh—. Sólo prepárate para empezar a gritar con todas tus fuerzas en cuanto yo te lo diga.
Los dos jeeps estaban a unos quinientos metros, ascendiendo lentamente por una carretera de montaña llena de curvas y resbaladiza por la nieve y la lluvia. En otros tiempos, la carretera había estado pavimentada, pero el pavimento se había agrietado y desmoronado y por debajo sólo quedaba una capa de barro. Las ruedas de los jeeps patinaban, y los vehículos se ladeaban por detrás, haciendo rugir los motores para proporcionar tracción a las ruedas. En el segundo jeep, Hermana sostenía con fuerza la mano de Swan. La figura con la cabeza cubierta por la capucha que se sentaba delante volvió de repente la cabeza hacia ellas, y ambas observaron fugazmente un rostro lleno de cráteres y mortalmente amarillento que les hizo contener la respiración. Los ojos, cubiertos por los anteojos, se posaron por un momento en Swan.
Los conductores se esforzaban por avanzar cada metro. A la derecha había un pretil metálico y al otro lado una pendiente rocosa que caía veinticinco metros sobre una garganta boscosa. La carretera seguía subiendo, mientras los fragmentos de pavimento se desplazaban bajo las ruedas de los jeeps.
La carretera trazó un giro a la izquierda y quedó bloqueada por una puerta con una verja de cadenas de dos metros de altura. Sobre la puerta había un cartel, sorprendentemente respetado por la corrosión: «COMPAÑÍA MINERA WARWICK. LOS INTRUSOS SERÁN DENUNCIADOS». Unos tres metros más allá de la verja había una caseta de ladrillo donde en otros tiempos podría haber estado de vigilancia un guardia de seguridad. La puerta estaba asegurada por una cadena de aspecto robusto y un candado.
—Ábrela —le dijo Amigo al soldado con la ametralladora.
El hombre bajó del vehículo, se acercó a la puerta y extendió la mano hacia el candado, recibiendo inmediatamente una descarga.
Se escuchó un chisporroteo, como el de la grasa friéndose en una sartén. Las piernas del soldado se doblaron, con la mano pegada a la cadena, y el rostro pálido y con una mueca. La ametralladora se disparó sola, rociando el suelo de balas. Sus ropas y el cabello echaron humo, su rostro adquirió una tonalidad azulada y luego la tensión de los músculos arrojó al soldado hacia atrás. El hombre cayó al suelo, todavía estremeciéndose espasmódicamente.
El aire trajo hasta los ocupantes del jeep el olor a carne chamuscada y a electricidad. Amigo se volvió en el asiento y sujetó al hermano Timothy por el cuello.
—¿Por qué no me dijiste que era una verja electrificada? —aulló.
—¡Yo…, no lo sabía! ¡La última vez estaba abierta! ¡Dios ha tenido que arreglarla!
Amigo casi estuvo a punto de incendiarlo, pero se dio cuenta de que el hermano Timothy le estaba diciendo la verdad. La verja electrificada también le indicó que la fuente de energía seguía estando activa, estuviera donde estuviese. Soltó al hombre, bajó del jeep y se dirigió hacia la verja.
Extendió la mano a través de las cadenas y agarró el candado. Sus dedos trabajaron en él, tratando de abrirlo. Tanto Swan como Hermana vieron como empezaba a humearle la manga, y como la carne de su mano parecía reblandecerse como si fuera goma de mascar. El candado se le resistió, y él pudo sentir la mirada de la pequeña zorra observándole y absorbiéndole toda su potencia. Rabioso, agarró el candado con los dedos de las dos manos y empezó a tirar de él como un niño que intenta entrar a la fuerza en una zona de juegos cerrada. Surgieron chispas, que volaron en el aire. Por un momento, quedó silueteado con un resplandor eléctrico azulado, con su uniforme de las FE despidiendo humo y achicharrándose, incendiadas las hombreras. Finalmente, las bisagras de la puerta cedieron, y Amigo empujó la puerta hacia un lado.
—Creíste que no podría, ¿verdad? —le gritó a Swan.
Su rostro había adquirido una textura cerosa y se le había quemado la mayor parte del cabello y de las cejas. Su expresión, sin embargo, seguía siendo plácida, y sabía que sería una buena idea encerrar a aquella zorra en un campo de prisioneros, porque tendría que quebrar su voluntad a base de latigazos para que aprendiera a tener respeto.
Tuvo que concentrarse más de lo habitual para que sus manos supurantes volvieran a adquirir un aspecto sólido. Aún le ardían las hombreras, y se las arrancó, antes de recuperar la ametralladora del soldado muerto y regresar al jeep.
—Sigamos —ordenó.
Dos dedos de la mano derecha seguían chamuscados y torcidos, sin que él hubiera logrado reformarlos.
Los dos jeeps atravesaron la abertura y continuaron avanzando por la carretera de montaña, siguiendo las curvas por entre densos bosques de pinos y árboles de madera dura, sin hojas.
Llegaron ante una segunda caseta de vigilancia, donde un cartel oxidado exigía presentar la identificación. Encima de la estructura se veía lo que parecía haber sido una pequeña cámara de vídeo.
—Tenían demasiadas medidas de seguridad para tratarse de una simple mina de carbón —comentó Hermana.
—¡Silencio! —gruñó Roland Croninger.
La carretera salió de entre el bosque y se abrió a un claro; había una zona de aparcamiento pavimentada, sin ningún vehículo, y más allá un complejo formado por edificios de un solo piso de altura, y una estructura más grande, con techo de aluminio, construida directamente junto a la montaña. El monte Warwick se elevaba otros setenta metros de altura, cubierto de árboles muertos y rocas, y en su pico Hermana observó tres torres oxidadas, que debían de ser antenas, y cuyas puntas desaparecían entre las nubes grises que giraban impulsadas por el viento.
—Alto —ordenó Amigo.
El conductor obedeció y un instante después también se detuvo el otro jeep. Amigo permaneció sentado, contemplando el complejo durante un momento, entrecerrando los ojos y registrando lo que le rodeaba con todos sus sentidos alerta. No se percibió ningún movimiento, ningún signo de vida, al menos por lo que se veía a primera vista. El viento helado soplaba sobre la zona de aparcamiento, y la tormenta retumbaba entre las nubes. Empezó a caer de nuevo la lluvia, esta vez en forma de una fina llovizna negra.
—Baja —le ordenó al hermano Timothy.
—¿Qué?
—Baja —repitió Amigo—. Camina delante de nosotros y empieza a llamarlo. ¡Vamos!
El hermano Timothy bajó del jeep y empezó a caminar a través de la zona de aparcamiento, bajo la lluvia negra.
—¡Dios! —gritó, y su voz arrancó ecos de las paredes del gran edificio con techo metálico—. ¡Soy Timothy! ¡He vuelto a verte!
Amigo bajó del jeep y lo siguió a unos pocos metros de distancia, con la ametralladora apoyada sobre la cadera.
—¡Dios! ¿Dónde estás? ¡He regresado!
—Sigue caminando —le dijo Amigo desde atrás, y el otro hombre continuó adelante con la lluvia azotándole en la cara.
Hermana había estado esperando a que llegara el momento adecuado. Todos tenían la atención fija en los dos hombres. El bosque estaba a unos treinta metros de distancia y si ella lograba tenerlos ocupados a todos, cabía la posibilidad de que Swan lograra escapar; ellos no la matarían, y si lograba llegar hasta el bosque, Swan podría aprovechar la oportunidad. Apretó la mano de Swan y le dijo en voz baja:
—Prepárate.
Tensó el cuerpo para lanzar el puño contra el rostro del guardia que iba sentado a su lado.
En ese preciso instante, el hermano Timothy gritó con alegría:
—¡Ahí está!
Hermana levantó la mirada. Allá en lo alto, una figura estaba de pie sobre el techo de aluminio.
El hermano Timothy cayó de rodillas, levantando las manos, con el rostro desgarrado entre una expresión de terror y otra de veneración.
—¡Dios! —llamó—. ¡Es la hora final! ¡El Mal ha ganado! ¡Limpia el mundo, oh, Dios! Llama a las garras del cielo…
Las balas de ametralladora le desgarraron la espalda. El hermano Timothy cayó hacia adelante, todavía arrodillado, en una actitud de oración.
Amigo apuntó el cañón de la ametralladora hacia el techo.
—¡Baja de ahí! —ordenó.
La figura permaneció inmóvil, a excepción del aletear de un abrigo largo y deshilachado alrededor de su cuerpo.
—Sólo te lo diré una vez más —le advirtió Amigo—, y luego veremos de qué color es la sangre de Dios. ¡Baja de ahí!
La figura vaciló. Swan creyó por un momento que el hombre del ojo escarlata iba a disparar…, pero entonces la figura que estaba sobre el tejado caminó hacia el borde más cercano, levantó una trampilla y empezó a descender una escalera de metal oxidada soldada a la pared del edificio.
Llegó al suelo y caminó hasta donde se encontraba el hermano Timothy. Al llegar a su lado se inclinó para examinar los rasgos del hombre muerto. Amigo le escuchó murmurar algo, y «Dios» sacudió la cabeza cubierta de pelambrera gris, con una expresión de disgusto. Luego se levantó, se aproximó a Amigo y se detuvo a un metro de distancia. Por encima de la enmarañada barba gris, los ojos del hombre estaban hundidos en unos profundos cráteres de color púrpura, y su carne marfileña aparecía cubierta de grietas y arrugas que se entrecruzaban. Una cicatriz de bordes amarronados le recorría la mejilla derecha, subiendo hasta el ojo, que no le llegaba a tocar por poco, atravesando la espesa ceja y subiendo hasta donde se iniciaba la línea del cabello, donde se dividía en una pequeña red de cicatrices. Su mano izquierda, que colgaba entre los pliegues del abrigo, era amarronada y aparecía marchita, habiendo adquirido el tamaño de la de un niño.
—¡Bastardo! —exclamó, y abofeteó el rostro de Amigo con la mano derecha.
—¡Socorro! —empezó a gritar Robin Oakes—. ¡Que alguien lo ayude! ¡Se está suicidando!
El sargento Cagado salió de un camión cercano, amartilló la automática del 45 y corrió hacia el camión a través de la lluvia. Otro guardia armado con un rifle acudió desde otra dirección distinta, seguido por un tercer soldado.
—¡De prisa! —gritó Robin frenéticamente, mirando a través de uno de los agujeros—. ¡Que alguien lo ayude!
El sargento Cagado adelantó el cañón de la pistola hacia el rostro de Robin.
—¿Qué ocurre aquí?
—¡Es Josh! ¡Está intentando suicidarse! ¡Abre la puerta!
—¡Y una mierda!
—¡Se está cortando las muñecas, imbécil! —le gritó Robin—. ¡Está sangrando mucho, ahí, en el suelo!
—¡Ese truco ya era viejo en las películas mudas!
Robin pasó tres dedos a través de uno de los agujeros más grandes, y el sargento vio la mancha carmesí de la sangre que los cubría.
—¡Se está cortando las muñecas con el mango de una taza! —gritó Robin—. ¡Si no le ayudas va a morir desangrado!
—¡Dejemos que muera el negro! —dijo el guardia que portaba el rifle.
—¡Silencio! —ordenó el sargento, que trataba de decidir lo que debía hacer. Sabía las consecuencias que traería consigo el hecho de que les ocurriera algo a los prisioneros. El coronel Macklin y el capitán Croninger ya eran bastante malos, pero el nuevo comandante sería capaz de cortarle los cojones y usarlos como ornamentos para su capucha.
—¡Ayúdale! —siguió gritando Robin—. ¡No te quedes ahí parado!
—¡Apártate de la puerta! —ordenó el sargento—. ¡Vamos! Apártate, y si haces un solo movimiento que no me guste, te juro por Dios que eres hombre muerto.
Robin se apartó. Se descorrieron los cerrojos y se abrió la puerta hacia arriba, dejando una abertura de unos pocos centímetros.
—¡Tira eso! ¡Tira la taza! ¡Dame esa condenada taza!
Una taza de hojalata ensangrentada se deslizó por la abertura. El sargento la recogió, pasó un dedo por el borde afilado de metal y probó el sabor de la sangre para asegurarse de que era real. Lo era.
—¡Maldita sea! —espetó lleno de rabia y terminó de abrir la puerta del todo. Robin estaba de pie al fondo del camión, lejos de la puerta. Cerca de él, acurrucado en el suelo, estaba el cuerpo de Josh Hutchins, tumbado sobre el costado derecho, de espaldas a la puerta. El sargento subió al camión, apuntando con la automática a la cabeza de Robin. El guardia del rifle también subió, y el tercer hombre se quedó en el suelo, con la pistola desenfundada y preparada.
—¡Apártate y mantén las manos en alto! —le advirtió el sargento a Robin, al tiempo que se aproximaba al cuerpo del hombre negro.
La sangre brillaba en el suelo. El sargento vio que el hombre tenía toda la ropa salpicada de sangre, y se inclinó para tocar la muñeca extendida; apartó los dedos manchados de sangre.
—¡Jesús! —exclamó, dándose cuenta de que estaba metido en graves problemas. Enfundó la 45 y trató de darle la vuelta al hombre, pero el cuerpo de Josh era demasiado para él—. ¡Ayúdame a moverlo! —le dijo a Robin.
El muchacho se inclinó para tomar el otro brazo de Josh, quien emitió un gruñido bajo y gutural.
Entonces, dos cosas sucedieron al mismo tiempo: Robin tomó el cubo de excrementos que estaba junto al brazo de Josh y, con un movimiento rápido, lanzó su contenido sobre el rostro del guardia con el rifle; en ese mismo instante, el cuerpo de Josh cobró vida y su puño derecho se estrelló contra la mandíbula del sargento, propinándole un fuerte puñetazo. El hombre lanzó un grito cuando los dientes le desgarraron la lengua, y Josh le extrajo la automática del 45 de la funda.
El guardia, cegado por los excrementos, disparó el rifle, y la bala pasó silbando junto a la cabeza de Robin, al tiempo que el muchacho se lanzaba contra él, sujetando el rifle y propinándole un rodillazo en los testículos. El tercer soldado disparó contra Josh, pero la bala alcanzó al sargento en la espalda, lanzándolo contra Josh como un escudo protector. Josh se limpió la sangre de los ojos y disparó contra el soldado, pero el hombre ya había echado a correr a través de la lluvia, pidiendo socorro a gritos.
Robin volvió a propinarle un rodillazo al otro guardia, lanzándolo al suelo, fuera del camión. Josh sabía que dispondrían de muy poco tiempo antes de que todo el lugar se llenara de soldados, y empezó a rebuscar en los pantalones del sargento, buscando las llaves del camión. La sangre le corría por el rostro, brotando de tres cortes que se había hecho en la frente con el borde afilado del metal de la taza; se había manchado las muñecas con su propia sangre, así como las ropas, para dar la impresión de que se había cortado las venas. En el cuadrilátero, se utilizaba a veces una pequeña cuchilla oculta entre los vendajes para producir un corte superficial pero de feo aspecto en la frente. En esta ocasión se había necesitado la sangre para producir un efecto teatral muy similar.
Dos soldados corrían ya hacia el camión. Robin apuntó y derribó a uno, pero el otro se arrojó al suelo y gateó hasta ponerse a cubierto debajo de un camión. Josh no pudo encontrar la llave.
—¡Mira si está puesta en el contacto! —gritó.
Realizó varios disparos mientras Robin saltaba al suelo y corría hacia la cabina del camión.
Abrió la puerta y se aupó hasta el panel de instrumentos, buscando con los dedos en el contacto. No había ninguna llave.
El soldado tumbado bajo el otro camión hizo dos disparos que rebotaron peligrosamente alrededor de Josh, que se tumbó en el suelo. Otro soldado abrió fuego con un rifle automático, hacia la izquierda. El aire se calentó por encima de la cabeza de Josh, y escuchó las balas rebotando en el interior del camión, como martillos que golpearan las tapas metálicas de unos cubos de basura.
Robin buscó debajo del asiento, pero no encontró nada más que cartuchos vacíos. Abrió la guantera. ¡Allí estaba! Una reluciente llave y una pistola corta del 38. Introdujo la llave en el contacto, la hizo girar y apretó el pie sobre el acelerador. El motor carraspeó, traqueteó y finalmente se encendió con un rugido, haciendo vibrar todo el camión. Tomó con la mano el cambio de marchas. «¡Mierda!», pensó. Una de las cosas que se le habían olvidado decirle a Josh mientras preparaban su huida fue que su experiencia como conductor era muy limitada. Sin embargo, sabía que había que apretar el embrague hacia abajo para meter las marchas. Así lo hizo. Después empujó la palanca hasta situarla en la primera marcha. Luego, apretó el pie a fondo sobre el acelerador y soltó de pronto el pie del embrague.
El camión saltó lanzado hacia adelante, como si hubiera sido impulsado por un cohete. Josh salió despedido hacia el borde de la caja y evitó la caída agarrándose a la barra levantada de metal sobre la que se deslizaba la puerta al abrir y cerrarse.
Robin colocó la segunda marcha. El camión corcoveó como un potro salvaje, lanzándose a través del campamento, apartó de un empujón un coche aparcado y desparramó a media docena de soldados que habían sido alertados por el ruido. Una bala hizo añicos el parabrisas y envió fragmentos de cristal contra la cabeza y el rostro de Robin, pero él se protegió los ojos con un movimiento instintivo y continuó la marcha.
Robin enfiló carretera arriba y el camión adquirió velocidad. El cristal le cubría el cabello enmarañado como si fueran diamantes mojados. Extendió la mano hacia la 38, abrió el tambor con una sacudida y comprobó que contenía cuatro balas. Realizó un giro para evitar otro vehículo aparcado, casi estuvo a punto de chocar contra otro camión, y poco después el camión se encontró sobre la carretera abierta, ganando velocidad y alejándose del campamento. Justo por delante vio la curva a la derecha que sabía debía conducir a la carretera que subía por la ladera del monte Warwick; vio las huellas de las ruedas de los jeeps en el barro, y redujo la velocidad del camión, lo suficiente para tomar la curva. En la parte trasera del camión, Josh perdió su agarre y se vio lanzado contra la pared opuesta, con una fuerza que pareció desgarrarle los huesos. Se le ocurrió pensar entonces que aquel sería un día que recordaría toda la vida.
Pero tenían que llegar junto a Hermana y Swan antes de la hora final, fuera lo que fuese eso. Robin conducía como un demonio montaña arriba, con las ruedas patinando a veces adelante y atrás y el camión desplazándose a uno y otro lado de la carretera. Josh se sostuvo lo mejor que pudo, y vio saltar las chispas cuando el camión rozó el guardarraíl situado a la derecha. De repente, bajo las ruedas traseras cedió una placa de pavimento, y a Robin se le soltó el volante de entre las manos. El camión se bamboleó hacia el borde del precipicio.
Arrojó todo su peso sobre el volante para hacerlo girar en redondo, al tiempo que el pie pisaba el freno. Las ruedas arrojaron nubes de barro y el parachoques delantero abolló el guardarraíl, antes de que el camión se detuviera.
Sintió que las ruedas empezaban a deslizarse hacia atrás, de regreso al pavimento roto, el barro y la nieve. Tiró con fuerza del freno de mano, pero no había tracción alguna para bloquear las ruedas. El camión continuó deslizándose hacia atrás, adquiriendo velocidad, mientras Robin intentaba volver a poner la primera marcha. Pero se dio cuenta de que aquello era el final. Abrió la puerta y gritó:
—¡Salta!
Él mismo saltó hacia un lado.
Josh no esperó a que se lo dijeran dos veces. Saltó desde la parte de atrás del camión y en cuanto llegó al suelo rodó con rapidez hacia un lado, mientras el vehículo pasaba a su lado.
El camión siguió retrocediendo, con la parte delantera patinando, como si tratara de girar en círculo. En ese momento, un jeep en el que iban montados cinco soldados de las FE tomó la curva, subiendo directamente montaña arriba, con demasiada velocidad como para detenerse a tiempo.
Josh pudo ver la expresión de atónito terror en el rostro del conductor; instintivamente, el soldado levantó los brazos como si pudiera detener el pesado metal con sus músculos y huesos. El camión y el jeep chocaron estruendosamente, y el peso del primero empujó al vehículo más pequeño por encima del guardarraíl. Los dos vehículos saltaron sobre el borde del acantilado, cayendo al vacío. Josh se asomó a tiempo de ver los cuerpos cayendo torpemente a través del espacio; se escuchó un coro de gritos y luego los cuerpos desaparecieron por la garganta. Un instante más tarde o el jeep o el camión explotó en una llamarada de fuego y humo.
Josh y Robin no disponían de tiempo para pensar en lo cerca que habían estado de dar aquel salto mortal. Josh aún sostenía la automática en la mano, y Robin también había conservado la 38 con las cuatro balas. Tendrían que recorrer el resto del camino a pie, y debían darse prisa. Josh inició la marcha, con las botas resbalando sobre la torturada superficie de la maltrecha carretera, seguido de cerca por Robin, camino ambos del reino de Dios.