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El buen aspecto de Roland

Las Fuerzas Escogidas fueron dejando un rastro de coches y camiones blindados estropeados a medida que avanzaban hacia el norte y tomaban por la carretera 219 iniciando el ascenso a lo largo de la falda occidental de los montes Allegheny.

El terreno estaba cubierto de bosques muertos y, de tanto en tanto, un ocasional pueblo fantasma aparecía desmoronado a lo largo de la franja de la carretera. No había gente, pero una patrulla de exploración montada en un jeep persiguió y mató dos venados cerca de las ruinas de Friars Hill, y regresaron con algo más de lo que valía la pena informar: la existencia de un lago helado y negro. En el centro se veía la sección de cola de un gran avión hundido en las profundidades. Dos de los soldados iniciaron la travesía del lago para investigar el aparato, pero el hielo se partió bajo ellos y se ahogaron lanzando gritos de socorro.

La lluvia se alternaba con las ventiscas de nieve mientras las Fuerzas Escogidas seguían subiendo, pasando por Hillsboro, Mill Point, Seebert, Buckeye y Marlington. Un camión de suministro se quedó sin gasolina a pocos metros de un oxidado cartel verde que anunciaba la entrada al condado de Pocahontas, y el vehículo tuvo que ser empujado por una garganta para que dejara paso a los otros.

La columna se vio detenida cinco kilómetros más adelante por una tormenta de lluvia y granizo negro que imposibilitó la conducción. Otro camión tuvo que ser lanzado por la pendiente, y un tractor con remolque quedó atascado después de haber consumido sus últimas gotas de gasolina.

Roland Croninger recuperó la conciencia mientras la lluvia y el granizo golpeteaban sobre el techo del camión Airstream. Había sido arrojado a un rincón de la habitación como si fuera un saco de ropa sucia, y lo primero que percibió fue un dolor en la rabadilla.

A continuación, observó que en el suelo, alrededor de su cabeza, había lo que parecían ser fragmentos de arcilla, así como los vendajes desgarrados y sucios que le habían cubierto la cara.

Aún llevaba los anteojos puestos, que parecían apretarle mucho sobre la cara. El rostro y la cabeza le palpitaban y estaban ensangrentados, y sentía la boca de una forma extraña, como si estuviera retorcida.

«Mi… rostro —pensó—. Mi rostro… ha cambiado».

Se sentó en el suelo. Había una lámpara encendida sobre la cercana mesa. El camión se estremecía bajo la tormenta.

De repente, Amigo se arrodilló frente a él y una máscara pálida y agraciada, con el cabello rubio corto y unos ojos negros como el ébano le miraron con curiosidad.

—Eh —dijo Amigo con una suave sonrisa—, ¿has dormido bien?

—Yo… Me duele —contestó Roland.

El sonido de su propia voz hizo que se le pusiera la carne de gallina; había sido como un estertor enfermizo.

—Oh, lo siento. Llevas durmiendo desde hace tiempo. Estamos unos pocos kilómetros más allá del pueblo del que nos habló el hermano Timothy. Sí, realmente has tenido un bonito sueño, ¿verdad?

Roland levantó las manos para tocarse su nuevo rostro, mientras los latidos de su corazón le ensordecían en su cabeza.

—Permíteme —dijo Amigo.

Extendió una mano, y en ella sostenía un trozo roto de espejo.

Roland miró y en seguida apartó la cabeza con brusquedad. Amigo extendió la otra mano, sujetando la nuca de Roland.

—Oh, no seas tan tímido —susurró el monstruo—. Echa un buen y largo vistazo.

Roland gritó.

La presión interna había doblado los huesos, convirtiéndolos en horribles crestas protuberantes y gargantas hundidas. La carne tenía un enfermizo color amarillento, y aparecía agrietada y con hoyuelos, como un campo de batalla atómico. Cráteres de bordes enrojecidos se abrían en su frente y en su mejilla derecha, exponiendo el hueso de color tiza. El cabello había retrocedido sobre su cabeza y era áspero y blanco; su mandíbula inferior se adelantaba como si se le hubiera desencajado brutalmente. Pero lo más terrible de todo, lo que hizo que Roland empezara a gimotear y balbucir, fue que su rostro se había contorsionado de tal modo que casi se encontraba en un lado de la cabeza, como si sus facciones se hubieran fundido y desplazado horriblemente hacia un lado. En su boca, los dientes habían quedado convertidos en pequeños tocones.

Rechazó la mano de Amigo, apartando el cristal hacia un lado, y se escurrió hacia el rincón. Amigo se puso en cuclillas y se echó a reír, mientras Roland se sujetaba los anteojos con ambas manos y trataba de arrancárselos. La carne se desgarró a su alrededor, y la sangre le corrió hasta la barbilla. El dolor fue insoportable; los anteojos se le habían incrustado en la piel.

Roland lanzó un chillido, y Amigo chilló con él, en una infernal armonía.

Finalmente, Amigo lanzó un bufido y se incorporó, pero Roland le sujetó por las piernas, agarrándose a él con fuerza y sollozando.

—Soy un caballero del rey —balbuceó—. Caballero del rey. Sir Roland. Caballero del rey… Caballero del rey…

Amigo volvió a inclinarse sobre él. Aquel joven era un desperdicio, pero aún tenía talento. En realidad, era un organizador estupendo de los últimos suministros de gasolina y de alimentos, y había logrado hacer cantar al hermano Timothy como un castrato. Amigo pasó una mano por el cabello de Roland, que parecía el de un viejo.

—Caballero del rey —susurró Roland, hundiendo el rostro en el hombro de Amigo. Por su mente pasaron velozmente escenas del refugio de la montaña, la amputación de la mano de Macklin, el arrastrarse a través del túnel para alcanzar la libertad, el terreno de los pordioseros junto al campamento, el asesinato de Freddie Kempka y todo lo demás, pasando por su mente como un horrible panorama—. Te serviré —susurró entre sollozos—. Serviré al rey. Llámame sir Roland. ¡Sí, señor! Yo se lo demostré. Le demostré cómo arregla sus cuentas un caballero del rey. Sí, señor. Sí, señor.

—Sssshhh —siseó Amigo, casi acunándolo—. Silencio ahora, silencio.

Finalmente, Roland dejó de sollozar.

—¿Tú… me amas? —le preguntó, sintiéndose amodorrado.

—Como un espejo —le contestó Amigo.

Y el joven ya no dijo nada más.

La tormenta amainó al cabo de una hora. Las FE continuaron su dificultoso avance, rodeadas por la débil luz del crepúsculo, que se iba desvaneciendo.

El jeep de exploración no tardó en regresar por la carretera de montaña, y los soldados informaron al general Amigo que a poco más de un kilómetro por delante había edificios hechos a base de tablas de madera. En uno de ellos habían visto un cartel desvaído por el paso del tiempo que decía: «Almacén general de Slatyfork».