El mayor poder
—Por favor —dijo Sheila Fontana tocando a Hermana en un hombro—. ¿Puedo… sostenerlo otra vez?
Hermana estaba sentada sobre un colchón, en el suelo, tomando la nauseabunda sopa que los guardias les habían traído unos pocos minutos antes. Miró a Swan, que estaba sentada cerca, con su propio cuenco de acuoso desayuno, y luego levantó la delgada manta con la que envolvía la parte inferior del colchón; por debajo, el colchón había sido rasgado y abierto, sacándose algo de lo que lo llenaba. Hermana metió la mano en el hueco, buscando con los dedos.
Extrajo la estropeada bolsa de cuero y se la ofreció a Sheila.
Los ojos de la mujer se encendieron, y se sentó en el suelo tal y como solían hacer los niños en otros tiempos en la mañana de Reyes.
Hermana la observó abrir la bolsa.
Sheila introdujo la mano en ella y sacó el círculo de cristal.
Un oscuro fuego azulado lo recorrió, iluminándolo durante unos pocos segundos, antes de desvanecerse. El sombrío azul captó inmediatamente los rápidos latidos del corazón de Sheila.
—¡Hoy es más brillante! —exclamó Sheila acariciando suavemente el cristal con los dedos. Sólo quedaba una de las espigas de cristal—. ¿No crees que hoy es más brillante?
—Sí —asintió Swan—. Creo que sí.
—Oh…, es bonito. Muy bonito. —Se lo tendió a Hermana—. ¡Haz que sea más brillante aún!
Hermana lo tomó en sus manos, cerrándolas alrededor de la fría superficie donde las joyas destellaban y brillaban como fuego encendido conectadas por los filamentos incrustados.
Sheila lo miró fijamente, transfigurada, y su rostro perdió todo rastro de dureza a su resplandor maravilloso, las grietas y arrugas se suavizaron, y las señales del paso de los años se desvanecieron. Ella había hecho exactamente lo que le había dicho Hermana aquella primera noche. Había salido al campo y se había dedicado a buscar la tabla de madera donde estaba grabado el nombre de «RUSTY WEATHERS». Los camiones y los coches blindados rodaban por todo el campo, y los soldados le gritaban palabras burlonas, pero ninguno de ellos la molestó. Al principio, no pudo encontrar la madera, y deambuló de un lado a otro, cruzando el campo en distintos sentidos, buscándola. Pero continuó buscándola hasta que la encontró; aún estaba plantada sobre la tierra, aunque aparecía inclinada y a punto de desprenderse. Las huellas de las ruedas de los camiones zigzagueaban a su alrededor, y cerca había un hombre muerto al que le habían volado la mayor parte de la cara. Ella se arrodilló y empezó a excavar la tierra quemada. Y entonces, finalmente, distinguió el borde de la bolsa de cuero, sobresaliendo entre la tierra. Siguió trabajando hasta liberarlo. No había abierto la bolsa, sino que se la metió por debajo del abrigo, para que nadie pudiera quitársela. Luego, hizo lo último que Hermana le había dicho que hiciera: terminó de arrancar la tabla de madera de la tierra y se la llevó lejos de donde había estado originalmente, y allí la dejó, sobre el barro.
Regresó al camión manteniendo la bolsa entre los pliegues de su pesado abrigo y ocultándose las manos manchadas de barro. Uno de los guardias le gritó:
—¡Eh, Sheila! ¿Te han pagado o ha sido otro gratuito?
El otro guardia intentó manosearle los pechos, pero Sheila subió al camión y le cerró la puerta en las narices.
—Es tan bonito —susurró ahora observando el destello de las joyas—. Es tan bonito.
Hermana sabía que Sheila se sentía hechizada por el círculo de cristal y que mantendría bien guardado su secreto. Durante el tiempo que llevaban juntas, Sheila les había hablado a Hermana y a Swan sobre su propia vida, antes del diecisiete de julio, y de cómo ella y Rudy habían sido atacados por el coronel Macklin y por Roland Croninger en el terreno de los pordioseros, al borde del Gran Lago Salado. Ya no había vuelto a oír el llanto del bebé, y Rudy tampoco se arrastraba junto a ella en sus pesadillas; cada vez que el bebé empezaba a llorar, Swan estaba a su lado y hacía que se callara.
—Es tan bonito —volvió a susurrar.
Hermana se la quedó mirando fijamente por un momento, y entonces, siguiendo un impulso repentino, arrancó la última espiga de cristal que quedaba.
—Toma —le dijo, tendiéndole la espiga, que relució con un vivo verde esmeralda y un azul zafiro. La otra mujer se la quedó mirando, sin atreverse a tomarla—. Tómala —le ofreció Hermana—. Es tuya.
—¿Mía?
—En efecto. No sé lo que nos espera en el futuro. No sé dónde estaremos mañana, o dentro de una semana. Pero quiero que conserves esto. Tómalo.
Lentamente, Sheila levantó la mano. Vaciló.
—Adelante —la animó Hermana.
Finalmente, Sheila tomó la espiga de cristal y los colores se oscurecieron inmediatamente, para adquirir un azul sombrío. Pero en lo más profundo del cristal hubo un pequeño destello rojo como un rubí, parecido a la llama de una vela distante.
—Gracias…, gracias —dijo Sheila, casi anonadada.
No se le ocurrió pensar que aquello podría haber valido muchos cientos de miles de dólares en el mundo que había existido antes. Recorrió con dedos amorosos el diminuto destello rojo.
—Se pondrá más brillante, ¿verdad? —preguntó, llena de esperanza.
—Sí —le contestó Hermana—. Creo que sí.
Luego, Hermana volvió su atención a Swan, y supo que había llegado el momento.
Recordó algo que le había dicho el chatarrero cuando quiso ver lo que había dentro de la bolsa: «No puede uno aferrarse a las cosas para siempre. Hay que pasarlas a los demás».
Ella sabía lo que era el círculo de cristal. Lo había sabido desde hacía mucho tiempo. Ahora, una vez rota la última espiga, aún lo tenía más claro. Beth Phelps lo había sabido, hacía mucho tiempo, en la iglesia en ruinas, cuando le había recordado la estatua de la Libertad. «Podría ser una corona, ¿verdad?», le había preguntado Beth.
El hombre del ojo escarlata también se había dado cuenta cuando le preguntó dónde lo había escondido: «El círculo. La corona», había dicho.
La corona.
Y Hermana sabía a quién pertenecía aquella corona. Lo había sabido desde que encontrara a Swan en Mary’s Rest y viera cómo crecía el maíz.
«No puede una aferrarse a las cosas para siempre», pensó. Pero, oh, deseaba tanto conservarlo. La corona de cristal era toda su vida; había conseguido ponerla en pie y obligarla a ponerse en marcha, dando un paso cada vez, a través de un territorio de pesadilla. Se había aferrado a la corona con el celoso fervor de una pordiosera neoyorquina, y había derramado la sangre de otros y la suya propia para protegerla.
Y ahora había llegado el momento. Sí. Ahora era el momento.
Porque sus caminatas de ensueño habían terminado. Ahora, cuando contemplaba el cristal, sólo veía hermosas joyas e hilos de oro y plata, pero nada más. Sus ensoñaciones habían tocado a su fin.
Ahora le tocaba a Swan dar el siguiente paso.
Hermana se levantó del colchón y se aproximó a Swan, sosteniendo el brillante círculo de cristal delante de ella. Swan se dio cuenta de que aquella era la imagen que había visto en el espejo mágico de Rusty.
—Levántate —dijo Hermana con voz temblorosa.
Swan así lo hizo.
—Esto te pertenece —dijo Hermana—. Siempre te ha pertenecido. Yo sólo he sido su guardiana. —Sus dedos recorrieron un filamento de platino, que pareció chisporrotear dentro del cristal—. Pero quiero que recuerdes una cosa y que la grabes bien en tu mente: si un milagro ha podido convertir la arena en algo como esto…, entonces sólo piensa, sólo sueña en lo que puede llegar a ser la gente.
Y tras decir estas palabras colocó la corona sobre la cabeza de Swan. Le encajó a la perfección.
De pronto, una luz dorada surgió alrededor de la corona, su brillo remitió por un instante y volvió a relucir. El brillante resplandor hizo que tanto Hermana como Sheila parpadearan y entrecerraran los ojos, y en lo más profundo del resplandor dorado brotaron más colores, como un jardín bajo la luz del sol.
Sheila se llevó una mano a la boca; sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a reír y a gritar al mismo tiempo, mientras los colores se extendían sobre su rostro.
Hermana sintió que el calor irradiaba del cristal, tan sorprendente y tan fuerte como si hubiera captado una faceta del sol. Estaba adquiriendo tal luminosidad que tuvo que retroceder un paso, levantando la mano para protegerse los ojos.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Swan, consciente de la luminosidad y de una sensación hormigueante de calor en su cabeza.
Empezaba a sentirse asustada, e hizo ademán de quitarse la corona, pero Hermana la detuvo:
—¡No! ¡No la toques!
La luz dorada y feroz empezó a rizarse a través del cabello de Swan, que permaneció tan quieta y rígida como si llevara sobre la cabeza un libro en equilibrio, asustada al mismo tiempo que excitada.
La luz dorada volvió a centellear y en el instante siguiente el cabello de Swan pareció incendiarse. La luz se extendía sobre su frente y sus mejillas en zarcillos, y el rostro de Swan se transformó en una máscara de luz, en una visión maravillosa y aterradora que casi hizo caer de rodillas a Hermana. El potente brillo continuó extendiéndose por el cuello y la nuca de Swan y empezó a moverse como un humo dorado, bajándole por los hombros y los brazos, deslizándose sobre sus manos y rodeándole cada uno de los dedos.
Hermana extendió una mano hacia Swan. La mano penetró el resplandor y tocó la mejilla de Swan, pero la sintió como una plancha blindada, aunque aún pudo ver la débil impresión de los rasgos de la muchacha, así como sus ojos. Los dedos de Hermana, sin embargo, no pudieron tocarle la piel, ni las mejillas, ni la barbilla, ni la frente, ni ninguna otra parte.
«Oh, Dios», pensó Hermana, dándose cuenta de que la corona estaba tejiendo una armadura de luz alrededor del cuerpo de Swan.
Ya le había cubierto la mayor parte del cuerpo, hasta la cintura. Swan se sentía como si se encontrara en el centro de una antorcha, pero el calor no era desagradable, y vio el feroz resplandor reflejado en las paredes y en los rostros de Hermana y de Sheila, con una visión ligeramente matizada de un color dorado. Se miró los brazos y los vio encendidos; dobló los dedos y los sintió en perfecto estado, sin ningún dolor, sin la menor rigidez, sin la sensación de que estuvieran rodeados por algo. La luz se movió con ella, agarrándose a su carne como si fuera una segunda piel. El fuego ya había empezado a bajarle por las piernas.
Se movió, envuelta en la luz, para acercarse al espejo. La visión de aquello en lo que se estaba convirtiendo fue demasiado para ella. Levantó los brazos, tomó la corona con las manos y se la quitó de la cabeza.
El resplandor dorado se desvaneció casi al instante. Latía…, latía…, y la armadura de luz se evaporo como la niebla arrastrada por el viento.
Luego, Swan apareció tal y como había sido antes, sólo una muchacha que sostenía en las manos un cristal que despedía destellos.
Durante un largo rato no pudo encontrar su voz. Luego, le tendió la corona a Hermana.
—Yo… creo… que será mejor que me la guardes tú.
Lentamente, Hermana levantó una mano y la aceptó. Volvió a guardar la corona en la bolsa y cerró la cremallera. Luego, moviéndose como si fuera una sonámbula, levantó la manta y volvió a esconder la bolsa dentro del colchón. Pero en sus ojos todavía relampagueaba el fuego dorado y, mientras viviera, jamás olvidaría la escena que acababa de presenciar.
Se preguntó qué podría haber sucedido si, a modo de experimento, hubiera lanzado su puño e intentado golpear a Swan en la cara. No deseaba romperse los nudillos para descubrirlo. ¿Habría rechazado aquella armadura la hoja de un cuchillo? ¿De una bala? ¿De una esquirla de metralla?
De todos los poderes que contenía el círculo de cristal, sabía que este era uno de los más grandes, y se había conservado sólo para Swan.
Sheila sostuvo su propio fragmento de la corona delante de su rostro. El brillo rojo era más fuerte que antes; estaba segura de ello. Se levantó y también ocultó la espiga de cristal en su colchón.
Y quizá unos treinta segundos más tarde todas escucharon un fuerte golpe en la puerta.
—¡Sheila! —gritó un guardia—. ¡Estamos preparándonos para ponernos en marcha!
—Sí —contestó ella—. Sí. Estamos preparadas.
—¿Va todo bien ahí dentro?
—Sí. Estupendamente.
—Yo me encargaré de conducir el camión. Llegaremos a la carretera dentro de unos quince minutos. —Una cadena tintineó al atarse alrededor del pomo y a través de la puerta, desde el exterior. Luego se escuchó el sólido «clic» de un candado al cerrarse—. Ahora estáis bien encerradas.
—¡Gracias, Danny! —dijo Sheila.
Una vez que el guardia se hubo marchado, Sheila se arrodilló junto a Swan y se apretó la mano de la muchacha contra la mejilla.
Pero Swan estaba perdida en sus propios pensamientos. Su mente había vuelto a pensar en las visiones de unos campos y huertos verdes. ¿Se trataba de imágenes de las cosas que serían una realidad, o de las que podrían llegar a serlo? ¿Eran visiones correspondientes a la granja prisión, a los campos atendidos por esclavos en los que trabajaban las máquinas, o se trataba de lugares libres de alambradas y brutalidades?
No lo sabía, pero tenía la impresión de que a cada kilómetro que viajaban se acercaba más a la respuesta, fuera esta la que fuese.
En el centro de mando del coronel Macklin se estaban ultimando los preparativos para emprender la marcha. El coronel tenía sobre la mesa los informes acerca de las existencias de combustible, que le había pasado la Brigada Mecánica, y Roland, junto con Amigo, estaba de pie delante del mapa de Virginia occidental, clavado a la pared. Una línea roja marcaba su progreso a lo largo de la carretera 60. Roland se acercó todo lo que pudo a Amigo; se sentía torturado por la fiebre y el frío que surgía del otro hombre le resultaba reconfortante. La noche anterior casi se había vuelto loco a causa del tremendo dolor experimentado en su rostro, y habría jurado que sus huesos se desplazaban por debajo de los vendajes.
—Sólo nos quedan nueve bidones —dijo Macklin—. Si no encontramos más gasolina, vamos a tener que empezar a abandonar vehículos. —Levantó la mirada de los informes—. Esa condenada carretera de montaña exigirá mucho esfuerzo a los motores. Utilizarán más gasolina. Yo diría que deberíamos abandonar ahora y encontrar más combustible. —Ellos guardaron silencio—. ¿No me habéis oído? Necesitamos más gasolina antes de empezar a subir por…
—¿Qué le pasa hoy a «Nel Macreen»? —preguntó Amigo volviéndose hacia él.
Macklin vio con un sobresalto horrorizado que el rostro del hombre había vuelto a cambiar; los ojos eran ahora unas ranuras, el cabello era negro y lo llevaba aplastado sobre la cabeza. Su carne tenía un color amarillo pálido, y Macklin se encontró mirando una máscara que le hizo pensar en el Vietnam y en el pozo donde los guardias del Vietcong se habían burlado de él: «¿Nel Macreen tiene un problema?».
La lengua de Macklin parecía estar hecha de plomo.
Amigo se le acercó, sonriendo burlonamente con su rostro de vietnamita.
—Sólo problemas nos da Nel Macreen para llegar donde querer —dijo en un lenguaje deficiente. Luego, volviendo a utilizar un perfecto acento, dijo con voz ronca—: ¡Pues te libras de los camiones y de toda esa mierda! ¿Y qué?
—Así…, si dejamos atrás los camiones, no podremos transportar tantos soldados o suministros. Quiero decir…, que perdemos fuerza a cada día que pasa.
—Bueno, ¿qué sugieres que hagamos, entonces? —Amigo arrastró una silla junto a la mesa, la hizo girar y se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo—. ¿Adónde podemos ir para encontrar gasolina?
—Yo… no lo sé. Tendremos que buscar…
—No lo sabes. Las ciudades que has arrasado hasta ahora no tenían una gota de gasolina, ¿verdad? ¿De modo que quieres retroceder y dar vueltas por ahí hasta que todos los vehículos se queden secos? —Ladeó la cabeza para mirar hacia la pared—. ¿Tú qué dices, Roland?
A Roland se le saltaba el corazón en el pecho cada vez que Amigo se dirigía directamente a él. La fiebre había aminorado su capacidad de reacción, y sentía el cuerpo perezoso y pesado. Seguía siendo el caballero del rey, pero se había equivocado en una cosa: el coronel Macklin no era el rey, y mucho menos era su propio rey. Oh, no, el verdadero rey era el hombre que ahora estaba sentado delante de la mesa de Macklin. Él era el monarca indiscutido, el único, el que no comía, ni bebía, y al que tampoco había visto hacer nunca sus necesidades, como si no dispusiera de tiempo para cosas tan prosaicas.
—Yo digo que continuemos la marcha.
Roland sabía que ya habían tenido que abandonar muchos coches y camiones blindados. El tanque se había estropeado dos días después de abandonar Mary’s Rest, y en una carretera de Missouri habían tenido que abandonar la máquina infernal del tío Sam, que valía varios millones de dólares.
—Debemos continuar. Tenemos que descubrir lo que hay en esa montaña.
—¿Por qué? —preguntó Macklin—. ¿Qué nos importa eso a nosotros? Yo digo que…
—Silencio —le ordenó Amigo, atravesándolo con los ojos sesgados de vietnamita—. ¿Tenemos que volver a discutir otra vez lo mismo, coronel? Roland cree que el hermano Timothy vio un complejo subterráneo en el monte Warwick, todo completo, con suministros eléctricos en funcionamiento y una computadora central. Ahora bien, ¿por qué sigue habiendo energía allá arriba, y para qué propósito fue construido ese complejo? Estoy de acuerdo con Roland en que tenemos que descubrirlo.
—Es posible que allá arriba también haya algo de gasolina —añadió Roland.
—Correcto. De modo que subir al monte Warwick puede solucionar todos sus problemas. ¿De acuerdo?
Macklin desvió la mirada. En su mente volvió a ver el rostro de la muchacha, dolorosamente hermoso. Veía su rostro por las noches, cuando cerraba los ojos, como si fuera una visión procedente de otro mundo. Y al despertarse no podía soportar el olor de su propio cuerpo.
—Sí —contestó finalmente, con una voz débil y tenue.
—¡Sabía que lo comprenderías, hermano! —dijo Amigo, con el tono de voz de un predicador sureño.
El ruido del papel al desgarrarse hizo que Amigo volviera la cabeza.
Roland caía al suelo; había intentado sujetarse a la pared y arrastraba consigo la mitad del mapa. Su cuerpo chocó contra el suelo.
—Lo que cae hace ruido —dijo Amigo con una risita.
En ese momento, Macklin se hubiera lanzado contra él aplastando la palma de la mano derecha contra la cabeza de aquel monstruo, introduciendo los clavos en la cabeza de la bestia que le había arrebatado el mando de su propio ejército, convirtiéndolo a él en un cobarde; pero en el instante en que el pensamiento le producía un estremecimiento interior y su cuerpo se tensaba para la acción, una pequeña abertura se abrió en la parte posterior de la cabeza de Amigo, a unos diez centímetros por encima del cogote.
En la hendidura apareció un ojo escarlata de mirada fija, con una pupila plateada.
Macklin permaneció sentado, muy quieto, con los labios abiertos, mostrando los dientes en una mueca.
De repente, el ojo escarlata se estremeció y desapareció, y Amigo volvió de nuevo la cabeza hacia él, sonriéndole cordialmente.
—No me tomes por un estúpido, por favor —le dijo.
Algo golpeó entonces sobre el techo del camión, seguido por otros dos golpes y luego por un golpeteo rápido y continuo que pareció extenderse a todo lo largo del vehículo, sacudiéndolo con suavidad de un lado a otro.
Macklin se levantó, con las piernas un tanto temblorosas, rodeó la mesa de despacho y se dirigió a la puerta. La abrió y observó una lluvia de granizo que caía del cargado cielo, con el tamaño de pelotas de golf, golpeando con fuerza contra los parabrisas, capós y techos de los otros vehículos aparcados alrededor. La tormenta produjo ecos en las nubes, como el redoble de una batería dentro de un barril, y una lanza eléctrica azulada cayó en alguna parte de las distantes montañas. El granizo no tardó en detenerse y sobre el campamento empezaron a caer cortinas de agua negruzca y fría.
Una bota se lanzó desde atrás, alcanzándole en la parte inferior de la espalda y haciéndole perder el equilibrio. Cayó sobre los primeros escalones, donde los guardias armados se le quedaron mirando con una expresión de atónita sorpresa.
Macklin se puso de rodillas, mientras la lluvia le daba con fuerza en la cara y le goteaba por el pelo.
Amigo estaba en el umbral de la puerta.
—Irás en la cabina del camión, con el conductor —le anunció—. A partir de ahora, este es mi camión.
—¡Matadlo! —aulló Macklin—. ¡Disparad contra este bastardo!
Los guardias vacilaron; uno de ellos levantó el M-16 y apuntó.
—Morirás en tres segundos —le prometió el monstruo.
El guardia vaciló, volvió a mirar a Macklin y luego de nuevo a Amigo. Bruscamente, bajó el arma y retrocedió un paso, limpiándose la lluvia de los ojos.
—Ayudad al coronel a guarecerse de la lluvia —ordenó Amigo—. Y luego haced correr la voz: partimos dentro de diez minutos. Todo aquel que no esté preparado será dejado atrás.
Y tras decir esto, cerró la puerta.
Macklin rechazó la ayuda que se le ofrecía y se puso en pie.
—¡Es mío! —gritó—. ¡No me lo arrebatarás!
La puerta permaneció cerrada.
—No… me lo… arrebatarás —repitió Macklin.
Pero ya nadie le escuchaba.
Los motores empezaron a ponerse en marcha, rugiendo como bestias despiertas. El aire se llenó con el olor a gasolina y los gases de los tubos de escape, mientras la lluvia olía a azufre.
—No me lo arrebatarás —susurró Macklin.
Luego se dirigió hacia la cabina del camión del centro de mando, mientras la lluvia le azotaba martilleándole sobre los hombros.