La salida
En cuanto sonó el gong que anunciaba la comida, Josh empezó a producir saliva, como un animal.
El guardia golpeaba la puerta trasera del camión con la culata del rifle, indicando a los tres prisioneros que se movieran hacia el extremo más alejado de su celda sobre ruedas. Josh, Robin y el hermano Timothy conocían muy bien aquel sonido. Robin era el que más había resistido, negándose a comer nada de las gachas acuosas durante cuatro días, hasta que Josh lo sostuvo y lo alimentó a la fuerza. Después de eso, cada vez que Robin quería luchar, Josh lo atenazaba y le decía que iba a seguir viviendo, lo quisiera él o no.
—¿Para qué? —había preguntado Robin, anhelando luchar, pero comprendiendo que no servía de nada cargar de nuevo contra el negro corpulento—. ¡Nos van a matar de todos modos!
—¡Me importa un bledo que vivas o no, estúpido jovencito! —le había dicho Josh, tratando de encolerizar al muchacho lo suficiente como para que deseara vivir—. ¡Si hubieras sido un hombre de verdad, habrías protegido a Swan! Pero no nos van a matar hoy. De otro modo no se molestarían en desperdiciar su comida. ¿Y qué me dices de Swan? ¿Estás dispuesto a abandonar y dejarla sola entre los lobos?
—¡Eres un condenado estúpido! Probablemente, ella ya está muerta, y Hermana también.
—De ningún modo. Mantienen a Swan y a Hermana con vida, y también a nosotros. Así que, a partir de ahora, vas a comer, o por Dios que te meto la cara en ese cuenco de gachas y te las hago tragar por las narices. ¿Me has entendido?
—Hombre corpulento —había bufado Robin, alejándose a rastras hacia el rincón que ocupaba y envolviéndose en la sucia y desgarrada manta marrón con la que se cubría.
A partir de ese momento había ingerido su comida sin la menor vacilación.
La puerta metálica trasera del camión estaba perforada con un total de treinta y siete agujeros redondos. Tanto Josh como Robin los habían contado tantas veces que hasta llegaron a imaginar un juego mental de conexiones entre ellos. Por ellos penetraba una débil luz grisácea y el aire que necesitaban. También eran agujeros muy útiles para atisbar el exterior, a través de los cuales poder ver lo que sucedía en el campamento, o cómo era el paisaje que estaban atravesando. Ahora, el guardia descorrió los cerrojos de la puerta y la deslizó hacia arriba, sobre sus guías. El guardia con el rifle, a quien Robín llamada despectivamente sargento Cagado, les ladró:
—¡Cubos fuera!
Había otros dos guardias a su lado, con las armas apuntadas y listas para disparar. Primero Josh, luego Robin y finalmente el hermano Timothy sacaron sus cubos de excrementos.
—¡Bajad! —ordenó el sargento Cagado—. ¡En fila india! ¡Moveos!
Josh parpadeó, con los ojos entrecerrados a la débil luz del amanecer. El campamento se agitaba, disponiéndose a emprender la marcha de nuevo; los soldados recogían las tiendas, comprobaban el estado de los vehículos y repostaban gasolina de los bidones de los camiones de aprovisionamiento. Josh había observado que el número de bidones de gasolina disminuía con rapidez, y que las Fuerzas Escogidas habían ido dejando atrás numerosos vehículos estropeados. Miró a su alrededor, mientras se alejaban unos diez metros del camión y vaciaban el contenido de los cubos por la pendiente de una garganta. En el extremo más alejado de la garganta se veían densos bosques de árboles sin hojas, y en la distancia neblinosa se observaban unas montañas de picos agudos, cubiertas de nieve. La carretera por la que avanzaban subía hacia aquellas montañas, pero Josh no sabía con exactitud dónde se encontraban. El paso del tiempo era muy confuso y creía que habían transcurrido por lo menos dos semanas desde que abandonaron Mary’s Rest, pero ni siquiera estaba seguro de ello. Quizá habrían sido más bien tres semanas. En cualquier caso, se imaginaba que ya debían de haber dejado Missouri muy atrás.
Y también a Glory y a Aaron. Cuando los soldados acudieron al gallinero para llevárselo a él y a Robin, Josh sólo dispuso de un breve instante para abrazar a Glory y decirle:
—Volveré. —Los ojos de ella le habían mirado como si no le vieran—. Escúchame —añadió él, sacudiéndola hasta que finalmente ella dirigió la mirada en el apuesto hombre negro que estaba delante—. Volveré. Sólo tienes que ser fuerte, ¿me escuchas? Y cuida del chico lo mejor que puedas.
—No volverás. No. No volverás.
—¡Volveré! Aún no te he visto con ese vestido de lentejuelas puesto. Y aunque sólo sea por eso, vale la pena volver, ¿no te parece?
Glory le había tocado el rostro con suavidad y Josh comprendió que ella deseaba desesperadamente creer en sus palabras. Entonces, uno de los soldados le golpeó en las doloridas costillas con el cañón de su rifle, y Josh casi se dobló de dolor, pero se obligó a sí mismo a permanecer erguido, y salió del gallinero caminando con dignidad.
Cuando los coches y camiones blindados de las Fuerzas Escogidas abandonaron finalmente Mary’s Rest, unas cuarenta personas los siguieron a pie durante un trecho, gritando el nombre de Swan, mientras sollozaban y gemían. Los soldados los habían utilizado como dianas para practicar el tiro al blanco, hasta que los últimos quince se volvieron.
—¡Regresad cubos! —bramó el sargento Cagado después de que Robin y el hermano Timothy hubieran vaciado el contenido de los suyos. Los tres prisioneros volvieron a llevar los cubos al camión, y el sargento ordenó—: ¡Cuencos preparados!
Sacaron los pequeños cuencos de madera que se les había entregado y en ese momento llegó un caldero de hierro procedente de la cocina de campaña. Les llenaron los cuencos con una sopa acuosa, hecha a base de puré de tomate enlatado, reforzada con salazón desmenuzado; el menú siempre solía ser el mismo y se lo ofrecían dos veces al día, aunque algunas veces la sopa contenía pequeños trozos de cerdo salado.
—¡Tazas fuera!
Los prisioneros ofrecieron las tazas de hojalata, y otro soldado vertió agua de una cantimplora. El líquido era salobre y aceitoso y desde luego no era el agua clara de la fuente. Se trataba de agua procedente de la nieve derretida, porque dejaba una especie de película sobre la boca, picaba en el fondo de la garganta y producía úlceras en las encías de Josh. Sabía que había grandes barriles de madera con agua de la fuente en los camiones de suministros, pero también sabía que a ellos no les darían una sola gota de aquel agua.
—¡Atrás! —ordenó el sargento Cagado.
En cuanto los prisioneros obedecieron, se bajó la puerta metálica y se corrieron los cerrojos. Y con ello terminó el ritual diario de la alimentación.
Dentro del camión, cada cual había encontrado su propio espacio para comer. Robin en un rincón, el hermano Timothy en otro, y Josh en el centro. Una vez que hubo terminado, Josh se envolvió los hombros con la manta medio deshecha, porque el irregular interior metálico del camión siempre estaba frío; luego se tumbó en el suelo, dispuesto a quedarse durmiendo de nuevo. Robin se levantó, y se puso a caminar de un lado a otro, quemando su energía nerviosa.
—Será mejor que ahorres esfuerzos —le dijo Josh, con voz enronquecida a causa del agua contaminada.
—¿Para qué? Oh, sí, supongo que hoy vas a conseguir que nos escapemos todos, ¿verdad? ¡Claro! ¡Será mejor que ahorre esfuerzos para entonces!
Se sentía perezoso y débil, y le dolía tanto la cabeza que apenas si podía pensar. Sabía que aquello no era más que una reacción causada por el agua, después de que su sistema hubiera quedado purificado por el agua limpia de la fuente de Mary’s Rest. Pero lo único que podía hacer para no volverse loco era caminar de un lado a otro de la caja del camión.
—Olvida la idea de intentar escapar —le dijo Josh por enésima vez—. Tenemos que quedarnos cerca de donde esté Swan.
—¡No la hemos visto desde que nos metieron aquí dentro! ¡No hay forma de saber lo que han podido hacer esos bastardos con ella! Yo digo que tenemos que salir de aquí… y luego podremos ayudar a Swan a escapar.
—Esto es un campamento muy grande. Aunque pudiéramos salir, cosa que no podemos hacer, ¿cómo vamos a encontrarla? No, es mucho mejor quedarnos donde estamos, permanecer tranquilos y ver qué es lo que tienen planeado para nosotros.
—¿Permanecer tranquilos? —dijo Robin echándose a reír con incredulidad—. Si estuviéramos un poco más tranquilos, estaríamos muertos. ¡Yo sé lo que tienen planeado para nosotros! Nos van a mantener aquí hasta que nos pudramos, o nos asesinarán en la cuneta, en alguna parte. —Sacudió la cabeza con ferocidad, y tuvo que arrodillarse y sujetársela entre las palmas de las manos, apretadas contra las sienes, hasta que se le pasó el agudo dolor que sentía—. Estamos muertos —dijo finalmente, con aspereza—. Sólo que todavía no lo sabemos.
El hermano Timothy tomó a sorbos el contenido de su cuenco. Lamió los restos pegados a los lados; ahora tenía una incipiente barba oscura, y su piel era tan blanca, como la raya clara que le partía el cabello negro y aceitoso.
—Yo la he visto —dijo con naturalidad.
Era la primera vez que decía algo en tres días. Tanto Josh como Robin se sorprendieron tanto que permanecieron en silencio. El hermano Timothy levantó la cabeza. Uno de los cristales de sus gafas estaba rajado, y se sostenía las gafas con cinta aislante adhesiva sobre el puente de la nariz.
—A Swan —añadió—. Yo la he visto.
—¿Dónde? —preguntó Josh sentándose—. ¿Dónde la has visto?
—Ahí fuera. Caminando por entre los camiones. También estaba con ella esa otra mujer…, Hermana. Los guardias las seguían. Supongo que era el paseo que les permiten dar para hacer un poco de ejercicio. —Tomó la taza de hojalata y bebió el agua como si se tratara de oro líquido—. Creo que las vi… anteayer. Sí, fue anteayer. Cuando me sacaron para leer los mapas.
Josh y Robin se acercaron a su rincón, observándolo con un nuevo interés. En los últimos días, los soldados habían venido varias veces a buscar al hermano Timothy, llevándoselo al centro de mando del coronel Macklin, donde se habían fijado a la pared viejos mapas de Kentucky y de Virginia occidental. El hermano Timothy contestaba preguntas que le hacían el capitán Croninger, Macklin y el hombre que se hacía llamar Amigo; él les mostraba en el mapa el lugar donde se encontraba la estación de esquí del monte Warwick, en el condado de Pocahontas, al oeste de la frontera con Virginia, en las oscuras estribaciones de los Alleghenies. Pero, según les dijo, no era ese el lugar donde había encontrado a Dios; la estación de esquí se hallaba situada al pie de las colinas del lado oriental del monte Warwick, y Dios vivía en las alturas de la ladera opuesta, allá arriba, donde estaban las minas de carbón.
Lo mejor que pudo entresacar Josh de los balbuceos del hermano Timothy, y de la historia a menudo incoherente que les había contado, era que había estado en una camioneta, con su familia o con otro grupo de supervivientes, dirigiéndose hacia el oeste, en alguna parte de Virginia. Alguien les perseguía; el hermano Timothy dijo que sus perseguidores conducían motocicletas y que llevaban persiguiéndoles desde hacía setenta kilómetros. La camioneta, o bien se salió de la carretera, o bien tuvo una avería. Lo cierto es que habían seguido a pie hasta el destartalado hotel del monte Warwick, y allí los habían atrapado los motociclistas, atacándolos con machetes, cuchillos de carnicero y hachas de cortar carne.
El hermano Timothy creía recordar haber quedado tumbado sobre un montón de nieve. Tenía toda la cara ensangrentada, y pudo escuchar unos débiles gritos de agonía. Los gritos no tardaron en dejar de sonar, y de la chimenea de piedra del hotel empezó a salir humo. Él echó a correr y siguió corriendo a través de los bosques; más tarde, encontró una cueva lo bastante grande como para introducir su cuerpo en ella para pasar allí una noche larga y muy fría. Al día siguiente se había encontrado con Dios, que le ofreció cobijo hasta que los motociclistas dejaron de buscarlo y se marcharon.
—Bien, ¿qué me dices de ella? —le preguntó Robin con irritación—. ¿Se encontraba bien?
—¿Quién?
—¡Swan! ¿Estaba bien?
—Oh, sí, parecía encontrarse bien. Quizá un poco delgada, pero por lo demás estaba bien. —Tomó otro sorbo de agua y lo paladeó con la lengua—. Esa fue una expresión que me enseñó Dios.
—¡Mira, eres un loco estúpido! —exclamó Robin sujetándolo por el cuello del abrigo sucio—. ¿En qué parte del campamento la viste?
—Sé dónde la tienen encerrada. En el camión de Sheila Fontana, en el distrito de las MR.
—¿Las MR? ¿Qué es eso? —preguntó Josh.
—Creo que significa «Mujeres recreativas». Es donde están las putas.
Josh apartó el primer pensamiento que acudió a su mente: que estuvieran utilizando a Swan como prostituta. Pero no, no, no se atreverían a hacer eso. Macklin pretendía utilizar el poder de Swan para hacer crecer las plantas y obtener cosechas para su ejército, y no iba a arriesgarse a que le hicieran daño o contrajera alguna enfermedad. Y Josh sintió piedad del estúpido que intentara forzar a Hermana.
—No… creerás… —empezó a decir Robin antes de que le fallara la voz.
Se le cortó la respiración y sintió náuseas, como si le hubiesen dado una patada en el estómago, y si hubiera visto la menor indicación de que Josh pensara que pudiera ser cierto, sabía que se iba a volver loco en ese mismo instante.
—No —lo tranquilizó Josh—. No es esa la razón por la que está allí.
Robin lo creyó. O quiso creerlo con todas sus fuerzas. Soltó el cuello del abrigo del hermano Timothy y se alejó a rastras, sentándose con la espalda apoyada contra la pared de metal y las piernas encogidas sobre el pecho.
—¿Quién es Sheila Fontana? —siguió preguntando Josh—. ¿Una prostituta?
El hermano Timothy asintió con un gesto y volvió a tomar lentamente otro sorbo de agua.
—Ella las vigila para el coronel Macklin.
Josh contempló su pequeña prisión y tuvo la sensación de que aquellas paredes metálicas le ahogaban. Estaba harto del metal frío, harto del olor, harto de aquellos treinta y siete agujeros en la puerta.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Es que no hay ninguna forma de salir de aquí?
—Sí —le contestó el hermano Timothy.
Aquella afirmación atrajo de nuevo la atención de Robin, y le hizo pensar en el recuerdo que conservaba de haber despertado a Swan con un beso.
El hermano Timothy levantó su taza de hojalata y recorrió el borde con un dedo, deteniéndose en un canto agudo que se había roto en el mango.
—Esta es la única forma de salir —dijo con suavidad—. Puedes utilizar esto para rebanarte el pescuezo.
Se bebió el resto del agua y le ofreció la taza a Josh.
—No, gracias. Pero no te reprimas tú por mí.
El hermano Timothy sonrió ligeramente y dejó la taza a un lado.
—Yo lo haría si no me quedara ninguna esperanza. Pero aún me quedan esperanzas.
—En tal caso, ¿qué te parece si nos ponemos a gritar de alegría? —preguntó Robin.
—Les estoy conduciendo hasta Dios.
—Discúlpame si no me pongo a bailar ahora mismo —dijo Robin con sorna.
—Lo harías si supieras lo que yo sé.
—Te escuchamos —le dijo Josh, animándole a seguir hablando.
El hermano Timothy permaneció en silencio. Por un momento, Josh pensó que se negaría a seguir hablando. Finalmente, el hombre apoyó la espalda contra la pared y dijo tranquilamente:
—Dios me dijo que la oración por la hora final haría descender las garras del cielo sobre las cabezas de los malvados. En la hora final, todo lo que es perverso será arrasado y el mundo volverá a quedar limpio. Dios me dijo… que iba a esperar en el monte Warwick.
—¿Esperar…, qué? —preguntó Robin.
—Esperar a ver quién gana —explicó el hermano Timothy—, si el Bien o el Mal. Y cuando yo conduzca a las Fuerzas Escogidas del coronel Macklin al monte Warwick, Dios verá por sí mismo quiénes son los vencedores. Pero no permitirá que el mal lo conquiste todo. Oh, no. —Meneó la cabeza, con una expresión soñadora y bondadosa en los ojos—. Él se ocupará de que se produzca la hora final, y le rezará a la máquina que hará bajar las garras del cielo. —Se quedó mirando a Josh—. ¿Lo comprendes?
—No. ¿De qué máquina se trata?
—La que habla y piensa hora tras hora, día tras día. Nunca has visto una máquina igual. El ejército de Dios la construyó, hace ya mucho tiempo. Y Él sabe cómo utilizarla. Sólo tienes que esperar, y ya verás.
—¡Dios no vive en lo alto de esa montaña! —espetó Robin—. Si allá arriba hubiera alguien, no sería más que un loco que se cree Dios.
La cabeza del hermano Timothy se volvió lentamente para mirar a Robin. Su rostro mostraba una expresión dura y sus ojos lo miraron con firmeza.
—Ya lo verás. En la hora final, lo verás. Porque el mundo volverá a quedar limpio, y todo lo que ahora existe ya no existirá más. Lo último que quede del Bien tendrá que morir con el Mal. Debe morir, para que el mundo pueda renacer. Tú tendrás que morir. Y tú también —añadió mirando a Josh—. Y yo. E incluso Swan.
—¡Claro! —se burló Robin, pero la sinceridad con que parecía hablar aquel hombre le hizo mostrarse cauto—. No me gustaría nada estar en tu pellejo cuando el coronel Mack descubra que te has estado burlando de él.
—Pronto lo verás, joven —le dijo el hermano Timothy—. Muy pronto. Ahora mismo estamos en la carretera sesenta, y ayer pasamos por Charleston.
No había quedado gran cosa de la ciudad, sólo algunos edificios quemados y vacíos, un río nauseabundo y contaminado y quizá unas doscientas personas que vivían en cabañas de madera y arcilla. Las Fuerzas Escogidas se habían apresurado a apoderarse de todas sus armas, municiones, ropas y sus escasos suministros de comida. Desde que abandonaron Mary’s Rest, las FE habían asaltado y destruido cinco asentamientos humanos; ninguno de ellos les había ofrecido la más ligera resistencia.
—Continuaremos por esta carretera hasta el cruce con la doscientos diecinueve —siguió diciendo el hermano Timothy—. Luego, giraremos hacia el norte. Encontraremos un pueblo fantasma llamado Slatyfork, a unos cincuenta o sesenta kilómetros de distancia. Yo me oculté allí durante algún tiempo después de marcharme del lado de Dios. Esperaba que él me llamaría, pero no lo hizo. A partir de ese pueblo, hay una carretera que va hacia el este, subiendo por la ladera del monte Warwick. Y allí es donde encontraremos a Dios, esperándonos. —Sus ojos destellaron—. ¡Oh, sí! Conozco muy bien el camino porque siempre confié en regresar a él. El único consejo que os puedo dar es que os preparéis para la hora final…, y que recéis por vuestras almas.
Se arrastró hacia su rincón, alejándose. Después, Josh y Robin lo escucharon durante un buen rato murmurando para sí y rezando una letanía con un tono de voz agudo.
Robin meneó la cabeza y se tumbó en su sitio para reflexionar.
El hermano Timothy había dejado tras él la pequeña taza de metal. Josh la recogió y permaneció sentado, reflexionando durante un momento. Luego, pasó el dedo a lo largo del borde mellado y cortante del asa.
El borde le produjo una fina línea de sangre.