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Una proeza de magia

—¡Alto! —rugió.

El hombre del ojo escarlata saltó por la parte lateral del jeep, en medio del arruinado campo de maíz cortado, en cuanto las ruedas de este patinaron sobre el barro helado.

«¡Ahora ya lo tengo! —pensó—. ¡Es mío! Y sea lo que fuere, círculo de luz, don místico y corona, lo voy a hacer añicos delante de los ojos de esa mujer».

El barro se le pegaba a las botas mientras corría, y tropezó contra un tallo cortado de maíz y casi se dio de bruces, en su furia por llegar allí.

Una luz grisácea y sucia pintaba las nubes. Olió a fuego y sangre en el viento, y saltó sobre los cadáveres desnudos que encontró a su paso.

«¡Oh, ella creía ser muy lista! —pensó con rabia—. ¡Muy lista!». Ahora comprendería que a él no había que despreciarlo, que no se podía jugar con él; ahora comprendería que esta seguía siendo su fiesta, una vez se hubiera disipado todo el humo y se hubieran contado los cuerpos.

En cuanto empezó a amanecer, los guardias habían llevado a Hermana al camión del coronel y la habían colocado en una silla situada en el centro de la habitación. Él se había sentado en otra silla, delante de ella, mientras Roland y Macklin contemplaban la escena. Y entonces había acercado su rostro de rasgos orientales al de ella y le había preguntado con un acento sureño:

—¿Dónde lo has enterrado?

Ella había acumulado saliva en la boca y le había escupido a la cara, pero eso estaba bien. ¡Oh, sí! ¡Vaya si estaba bien! En el fondo, quería que ella le presentara resistencia, que bloqueara su memoria con aquella condenada luz azul que giraba continuamente. De ese modo podría apretarle las dos manos contra las mejillas hasta que le saliera sangre por las narices. Y luego, a través de la neblina producida por el dolor, había vuelto a ver el pico en la mente de Hermana. Lo había visto levantarse y descender sobre la tierra. Ella había intentado parapetarse de nuevo tras la luz azul, cegándole con ella. Pero él era demasiado rápido y se había deslizado en su mente con facilidad, puesto que ahora ya no estaba allí la pequeña zorra para distraerlo.

Y allí estaba. Allí estaba. La tabla de madera donde se había grabado un nombre que decía: «RUSTY WEATHERS».

Había enterrado el círculo de cristal en la tumba del vaquero.

Había estado a punto de matarla en cuanto lo vio, pero quería conservarla con vida para que viera cómo hacía añicos el cristal. Ahora, la tumba estaba justo por delante, en el claro existente entre el campo de maíz y los retoños de manzanos que habían sido arrancados de la tierra y cargados en otro camión. Corrió hacia la zona donde sabía que estaba situada la tumba del vaquero. El terreno bajo sus pies había quedado destrozado por las ruedas de los camiones y las botas de los soldados, y el barro trataba de apoderarse de él y retenerlo.

Estaba en el claro y miró a su alrededor, buscando el madero que señalaba el lugar donde estaba la tumba.

Pero no había ningún madero.

Las huellas de las ruedas se entrecruzaban a través del claro como los cuadros del abrigo del hombre que él mismo había desgarrado. Miró en todas direcciones y decidió que aún no se encontraba en el lugar correcto. Corrió unos treinta metros más hacia el oeste, se detuvo y volvió a mirar.

El claro estaba cubierto de cadáveres desnudos. Los fue apartando a un lado como muñecos rotos, buscando cualquier señal que le indicara el lugar donde se hallaba la tumba.

Después de unos diez minutos de búsqueda frenética, encontró el madero que marcaba la tumba, pero estaba tumbado sobre la tierra y cubierto de barro. Se arrodilló allí mismo y empezó a retirar la tierra con las manos, alrededor del madero, excavando y arrojando la tierra tras él, como un perro que andará buscando un hueso escondido. Sus manos sólo encontraron más tierra.

Escuchó unas voces y levantó la cabeza. Descubrió a cuatro soldados que recorrían el campo para ver si encontraban algo que las brigadas de recuperación hubieran pasado por alto.

—¡Eh, vosotros! ¡Empezad a cavar! —les gritó. Ellos le miraron con expresiones estúpidas hasta que se dieron cuenta de que les había hablado en ruso—. ¡Cavad! —les ordenó, volviendo a expresarse en inglés—. ¡Poneos en cuclillas y excavad todo este condenado terreno!

Uno de los hombres echó a correr. Los otros tres vacilaron y uno de los soldados preguntó:

—¿Para qué tenemos que cavar?

—¡Para buscar una bolsa! ¡Una bolsa de cuero! Está por aquí, en alguna parte. Está…

Se detuvo de pronto y miró a su alrededor, contemplando el claro destrozado y lleno de barro. Los coches y camiones blindados se habían movido a través del claro durante toda la noche. Cientos de soldados habían marchado por allí, cruzando el claro y el campo de maíz. El madero que había marcado la tumba podría haber sido derribado una, o tres, o seis horas antes. Podría haber sido arrastrado por las ruedas de un camión, o haber recibido las patadas de las botas de cincuenta hombres. No había forma de saber dónde había estado la tumba y entonces se sintió invadido por una rabia frenética. Levantó la cabeza y gritó de cólera.

Los tres soldados huyeron a toda prisa, tropezando los unos con los otros en su pánico por alejarse precipitadamente.

El hombre del ojo escarlata tomó el cadáver desnudo de un hombre, sujetándolo por la nuca y por un brazo rígido y extendido. Lo arrojó a un lado y luego lanzó una patada contra la cabeza de otro cuerpo, como si fuera una pelota de fútbol. Cayó sobre un tercer cuerpo y le retorció la cabeza hasta partirle la espina dorsal produciendo un ruido parecido a las cuerdas de una guitarra desafinada. Después, todavía poseído por la rabia, se puso a cuatro patas, como un animal, y buscó a alguien vivo a quien matar.

Pero estaba a solas entre los muertos.

«¡Espera! —pensó—. ¡Espera!».

Se sentó en el suelo, con las ropas sucias y la cara cambiante salpicada de barro negro, y sonrió con una mueca. Empezó a emitir una risita que aumentó de tono hasta convertirse en una risotada tan fuerte que incluso los pocos perros que quedaban por entre las callejas la escucharon y aullaron en respuesta.

Acababa de darse cuenta de que, si se había perdido, ¡ya nadie podría poseerlo! «¡La tierra se lo ha tragado! Ha desaparecido y nadie volverá a encontrarlo jamás».

Siguió riendo, pensando en lo estúpido que había sido. ¡El círculo de cristal había desaparecido para siempre! ¡Y había sido la propia Hermana quien lo había arrojado entre el barro!

Ahora se sentía mucho mejor, mucho más fuerte y con la cabeza mucho más clara. Las cosas habían salido tal y como debían salir. Aquello seguía siendo su fiesta, porque la pequeña zorra pertenecía a Macklin, la mano humana que había destruido Mary’s Rest, y porque Hermana había entregado su tesoro a la tierra negra e implacable, donde permanecería para siempre, cerca de los huesos chamuscados del vaquero.

Se levantó, satisfecho de que la tumba se hubiera perdido, y empezó a recorrer el campo, dirigiéndose hacia donde le esperaba el conductor con el jeep. Se volvió para echar un último vistazo, y sus dientes relucieron con un color blanco en contraste con la cara manchada de barro. Se necesitaría una verdadera proeza de magia para que reapareciera aquel condenado círculo de cristal, se dijo, y él era el único mago que conocía.

«Ahora iniciaremos la marcha —pensó—. Nos llevaremos con nosotros a la pequeña zorra, y también a Hermana, al negro corpulento y al muchacho para obligarla a hacer lo que queramos. En cuanto al resto de los demás perros, podrán quedarse a vivir en estas miserables barracas hasta que se pudran…, lo que no tardará mucho en suceder».

«Ahora iremos a Virginia occidental y a la montaña Warwick. A encontrarnos con Dios». Sonrió, y el conductor, que esperaba delante, observó aquella sonrisa terrible e inhumana y se estremeció. El hombre del ojo escarlata se sentía muy ávido por encontrarse con «Dios». Después de eso, la pequeña zorra sería llevada a su granja prisión, y más tarde… ¿quién sabe?

Le gustaba la idea de ser un general de cinco estrellas. Se trataba de una tarea para la que parecía estar particularmente bien dotado, y al recorrer con la mirada la llanura cubierta de cadáveres amontonados, se sintió como el rey de todos los supervivientes, como si se encontrara en su propio y verdadero hogar.