Tesoro enterrado
—Soy una mujer recreativa —dijo de pronto la mujer, sentada sobre un montón de almohadas sucias que había en un rincón.
Era la primera vez que había hablado desde que fueran introducidas en el sucio camión, hacía ya más de una hora. Ella había permanecido sentada allí, observándolas, mientras Swan se echaba sobre uno de los colchones desnudos, y Hermana paseaba por la estancia.
—¿Os gustan las fiestas?
Hermana dejó de pasear, la miró con incredulidad durante unos pocos segundos y luego reanudó su paseo. Había nueve pasos desde una pared a otra.
—Bueno —dijo ella encogiéndose de hombros—, si vamos a tener que vivir juntas, será mejor que conozcamos nuestros nombres. Yo soy Sheila Fontana.
—Me parece muy bien —murmuró Hermana.
Swan se sentó en el colchón y observó con atención a la mujer de cabello negro. A la luz de la única lámpara de queroseno de la habitación, vio que Sheila Fontana era tan delgada que casi parecía famélica, con una carne amarillenta hundida y pegada a los huesos de la cara. El cráneo se le veía a la altura de la coronilla y llevaba el pelo negro sucio y sin viveza. Sobre el suelo, desparramado a su alrededor, había un montón de latas de comida vacías, botellas y otros desperdicios. La mujer vestía unas ropas manchadas y sucias, por debajo de un pesado abrigo de pana, pero Swan ya había observado que las uñas de Sheila, aunque rotas y roídas hasta la carne, aparecían meticulosamente pintadas con un brillante esmalte rojo. En cuanto entró en el camión observó la mesa de tocador cubierta de tarros de maquillaje, lápices de labios y otros objetos similares, y ahora miró hacia el espejo donde se habían pegado fotografías de modelos jóvenes, de rostro fresco.
—Yo también fui una mujer recreativa —dijo Swan—. Actuaba en el Espectáculo viajero, con Josh y Rusty, aunque me pasaba la mayor parte del tiempo en el interior del carro. Rusty era un mago…, podía hacer que las cosas desaparecieran y volvieran a aparecer, así de sencillo —dijo, chasqueando los dedos, perdida en los recuerdos del pasado. Volvió a fijar su atención en Sheila—. ¿Y tú qué haces?
—Un poco de todo, encanto —contestó Sheila sonriendo, mostrando unas encías grises y hundidas—. Soy una MR.
—¿Una MR? ¿Y qué es eso?
—Una mujer recreativa. Ahora mismo debería ponerme a trabajar. Una buena MR puede trabajar hasta el agotamiento después de una batalla. Eso hace que los hombres tengan ganas de follar.
—¿Eh?
—Quiere decir que es una puta —le explicó Hermana—. ¡Jesús, qué mal huele aquí dentro!
—Lo siento, se me ha estropeado el aire acondicionado. Pero puedes rociar un poco de ese perfume si quieres —dijo señalando algunas de las botellas casi resecas que había sobre el tocador.
—No, gracias.
Hermana interrumpió el ritmo de su paseo y se acercó a la puerta; hizo girar la manija, abrió la puerta y se encontró de cara con los dos guardias, que vigilaban en el exterior. Ambos iban armados con rifles.
—Vuelve a entrar ahí —dijo uno de ellos.
—Sólo quiero que entre un poco de aire fresco, ¿te importa?
El cañón de un rifle se apretó contra su pecho.
—Adentro —ordenó el hombre.
La empujó y Hermana le cerró la puerta en las narices.
—Los hombres son como bestias —dijo Sheila—. No comprenden que una mujer necesite su intimidad.
—¡Tenemos que salir de aquí! —la voz de Hermana se quebró, al borde del pánico—. Si él lo descubre, lo va a destruir…, y si yo no le digo dónde está, empezará a ejecutar a la gente.
—¿Encontrar el qué? —preguntó Sheila retirando las rodillas contra el pecho.
—No tardará en amanecer —siguió diciendo Hermana—. ¡Oh, Dios! —Se apoyó contra la pared, incapaz de sostenerse en pie—. ¡Lo va a encontrar! ¡No puedo evitar que lo encuentre!
—¡Eh! —exclamó Sheila—. ¿Te ha dicho alguien alguna vez que estás más loca que una cabra?
Swan sabía que Hermana estaba a punto de desmoronarse; ella misma también se sentía así, pero no podía permitirse el pensar en lo que les esperaba.
—¿Cuánto tiempo llevas con ellos? —le preguntó Swan a la mujer de cabello negro.
Sheila sonrió débilmente; fue una sonrisa horrible sobre aquel rostro delgado y desprovisto de vida.
—Desde siempre —contestó—. Oh, Cristo, ¡quisiera tener algo de alcohol! O unas buenas píldoras. Si sólo pudiera tener una Belleza Negra. ¡Convertiría en picadillo a ese bastardo y volaría muy alto durante toda una jodida semana! No tenéis ninguna droga, ¿verdad?
—No.
—No lo creía posible. Nadie tiene ninguna. Supongo que ya todo se ha fumado, esnifado y consumido a estas alturas. Oh, mierda. —Meneó la cabeza con tristeza, como si lamentara la muerte de una cultura ya perdida—. ¿Cómo te llamas, encanto?
—Swan.
Sheila repitió el nombre.
—Es un nombre muy bonito, y bastante raro. Yo conocí a una chica que se llamaba Dove. Estaba haciendo un viaje cerca de El Cerrito, y Rudy y yo arrastramos… —Se detuvo de pronto—. ¡Escuchad! —susurró con un tono de urgencia en la voz—. ¿Escucháis eso?
Swan escuchó a unos hombres que se reían a carcajadas, cerca de allí, y desde la distancia les llegaron sonidos de disparos.
—¡El bebé! —exclamó Sheila llevándose la mano derecha a la boca. Sus ojos eran pozos de oscuridad—. ¡Escuchad! ¿Podéis escuchar el llanto del bebé?
Swan negó con un gesto de la cabeza.
—¡Oh…, Jesús! —Sheila estaba conmocionada por el terror—. ¡El bebé está llorando! ¡Hazle que deje de llorar! ¡Por favor! —Se llevó las manos a las orejas y su cuerpo empezó a encogerse hasta adquirir una posición fetal—. ¡Oh, Dios, hazles que se detengan!
—Ha perdido la razón —dijo Hermana, pero Swan se levantó del colchón y se aproximó a la mujer—. Es mejor dejarla sola —le advirtió Hermana—. Parece estar muy fuera de sí.
—Que se detengan…, que se detengan… Oh, Jesús, que se detengan.
Sheila había perdido la razón y se hallaba enroscada sobre sí misma, en un rincón. Su rostro brillaba de sudor a la luz de la lámpara, y el hedor que despedía su cuerpo casi hizo retroceder a Swan, pero la muchacha se plantó ante ella y finalmente se inclinó a su lado. Vaciló un instante y luego extendió una mano para tocar a la otra mujer. La mano de Sheila encontró la de Swan y la sujetó con una dolorosa presión. Swan no la retiró.
—Por favor…, haz que deje de llorar el bebé —rogó Sheila.
—No…, no hay ningún bebé aquí. Sólo estamos nosotras tres.
—¡Yo lo oigo llorar! ¡Lo oigo!
Swan desconocía la clase de tormento por el que había pasado aquella mujer, pero no podía soportar el verla sufrir. Le acarició la mano y se inclinó más cerca de ella.
—Sí —le dijo con suavidad—, yo también lo oigo llorar ahora. Es un bebé que llora, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Sí! ¡Que deje de llorar antes de que sea demasiado tarde!
—¿Demasiado tarde? Demasiado tarde… ¿para qué?
—¡Demasiado tarde para que siga viviendo! —Los dedos de Sheila se clavaron en la mano de Swan—. ¡Él lo matará si no deja de llorar!
—Lo oigo —le aseguró Swan—. Espera, espera. El bebé está dejando de llorar ahora. El sonido se desvanece.
—¡No, no se desvanece! ¡Aún puedo oírlo…!
—El sonido se desvanece —repitió Swan, con el rostro a pocos centímetros del de Sheila—. Ahora se está tranquilizando. Está más tranquilo. Ya casi no puedo oírlo. Alguien se está ocupando del bebé. Está muy tranquilo ahora. Muy tranquilo. Ya no llora más.
Sheila aspiró de pronto, con rapidez. Contuvo la respiración durante unos pocos segundos y luego la fue soltando en un gemido suave de agonía.
—¿Desaparecido? —preguntó.
—Sí —le contestó Swan—. El bebé ha dejado de llorar. Todo ha pasado.
—¿Y… sigue aún con vida?
Eso parecía ser muy importante para ella. Swan asintió con un gesto y contestó:
—Sigue con vida.
Sheila tenía la boca abierta e inerte y un delgado hilillo de saliva le cayó del labio superior yendo a parar a su regazo. Swan empezó a liberarse la mano, pero Sheila no se la soltó.
—¿Necesitas ayuda? —le ofreció Hermana, pero Swan negó con un gesto de la cabeza.
Sheila levantó la mano, lenta, muy lentamente, y las puntas de sus dedos tocaron la mejilla de Swan, quien observó los ojos de la mujer, como dos cráteres oscuros en la carne del color de la tiza.
—¿Quién eres tú? —preguntó Sheila con un susurro.
—Swan. Mi nombre es Swan, ¿recuerdas?
—Swan —repitió la mujer con voz amable y respetuosa—. El bebé… nunca había dejado de llorar antes. Nunca había dejado de llorar… hasta que estaba muerto. Nunca supe si ese bebé era un chico o una chica. Y nunca había dejado de llorar antes. Oh…, eres tan bonita. —Sus dedos sucios se movieron sobre el rostro de Swan—. Tan bonita. Los hombres son como bestias, ¿sabes? Toman las cosas bonitas… y las convierten en feas. —Se le quebró la voz y empezó a llorar suavemente, con la mejilla apoyada contra la mano de la muchacha—. Estoy tan cansada de ser fea —susurró—. Oh…, me siento tan cansada…
Swan la dejó llorar y le acarició la cabeza con dulzura. Sus dedos tocaron cicatrices y costras.
Al cabo de un rato, Sheila levantó la cabeza.
—¿Puedo…, puedo preguntarte algo?
—Sí.
Sheila se limpió los ojos con el dorso de la mano y se sorbió la nariz.
—¿Me dejas… que te peine el cabello?
Swan se levantó y ayudó a Sheila a incorporarse; luego, Swan se dirigió a la mesa de tocador y se sentó ante el espejo. Sheila avanzó un paso tras ella, vacilante, y luego dio otro. Llegó junto al tocador y tomó un peine que estaba lleno de cabello. Luego, los dedos de Sheila suavizaron la cabellera de Swan y empezaron a peinarla, bajando el peine lentamente a lo largo del cabello.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Sheila—. ¿Qué quieren hacer contigo?
El tono de su voz era apagado y reverente. Hermana ya lo había escuchado en otras ocasiones, cuando las gentes de Mary’s Rest habían hablado con Swan. Antes de que la muchacha pudiera contestar, Hermana intervino:
—Nos van a dejar aquí encerradas. Y van a hacer que Swan trabaje para ellos.
Sheila dejó de peinarle el cabello.
—¿Trabajar para ellos? ¿Como…, como una MR?
—En cierto modo, sí.
Guardó silencio durante unos segundos. Después, continuó peinando lentamente el cabello de Swan.
—Una cosa tan bonita —susurró.
Hermana la vio parpadear pesadamente, como si tratara de afrontar unos pensamientos que hubiera preferido alejar de su mente.
Hermana no sabía nada con respecto a aquella mujer, pero observó la manera suave con que utilizaba el peine, con los dedos moviéndose casi ensoñadoramente a través de los mechones sueltos del cabello de Swan. Vio como admiraba el rostro de Swan reflejado en el espejo, vacilaba al levantar la mirada para observar sus propios rasgos ajados y hundidos, y entonces Hermana decidió aprovechar la oportunidad.
—Es una vergüenza que vayan a dejarla tan fea —dijo con serenidad.
El peine se detuvo.
Hermana miró rápidamente a Swan, que había empezado a darse cuenta de lo que ella intentaba hacer. Hermana se adelantó, deteniéndose justo detrás de Sheila.
—No todos los hombres son bestias —dijo—, pero esos sí lo son. Van a utilizar a Swan y la van a convertir en fea. Van a aplastarla y a destruirla.
Sheila miró a Swan en el espejo y luego se contempló a sí misma. Permaneció muy quieta.
—Tú puedes ayudarnos —siguió diciendo Hermana—. Puedes detenerlos e impedir que la conviertan en fea.
—No. —Su voz sonó débil, como el de una niña que se siente impotente—. No…, no puedo. Yo no soy nadie.
—Puedes ayudarnos a salir de aquí. Sólo tienes que hablar con los guardias. Atraer su atención y alejarlos de esa puerta durante un minuto. Eso es todo.
—No…, no…
Hermana puso una mano sobre el hombro de la mujer.
—Mírala. Adelante. Y ahora mírate a ti misma. —La mirada de Sheila se desplazó sobre el espejo—. Mira en qué te han convertido.
—En una mujer fea —susurró Sheila—. Fea. Fea. Fea…
—Ayúdanos a salir de aquí, por favor.
Sheila permaneció en silencio durante largo rato, y por un momento Hermana temió haberla perdido. De pronto, la otra mujer volvió a peinar el cabello de Swan.
—No puedo —dijo Sheila al fin—. Nos matarían a todas. Eso no les importaría nada, porque les gusta mucho utilizar sus armas.
—No, no nos matarán. El coronel no quiere hacernos ningún daño.
—Me harían daño a mí. Además, ¿adónde iríais? Todo está ocupado. No hay ningún lugar donde ocultarse.
Hermana lanzó mentalmente una maldición, pero Sheila tenía razón. Aunque lograran salir de aquel camión, el que los soldados volvieran a encontrarlas sólo sería una cuestión de tiempo. Miró a Swan, sobre el espejo, y ella sacudió negativamente la cabeza, apenas un ligero movimiento, para transmitirle el mensaje de que no valía la pena seguir aquella táctica. La atención de Hermana se fijó entonces en las botellas de perfume que había sobre la mesa de tocador. Ahora tenía muy poco que perder.
—Sheila, te gustan las cosas bonitas, ¿verdad?
—Sí.
Por el momento, muy bien. Ahora llegaba la parte más difícil.
—¿Te gustaría ver algo realmente bonito?
—¿Qué? —preguntó Sheila mirándola.
—Es… un secreto. Un secreto que está enterrado. ¿Te gustaría verlo?
—Lo sé todo acerca de tesoros enterrados. Roland enterró la droga. Y también mató al Gordo.
Hermana no hizo caso de aquellas palabras que no tenían ningún sentido para ella y se atuvo a la cuestión que le interesaba.
—Sheila —le dijo empleando un tono confidencial—. Yo sé dónde está enterrado el tesoro. Y es algo que podría ayudarnos. Si tú eres una p…, una MR —se apresuró a corregir—, los guardias no te impedirán salir de aquí. Como tú misma has dicho antes, deberías estar trabajando ahí fuera. Pero nunca has visto nada tan hermoso como este tesoro, y si fueras a donde yo te dijera y lo trajeras aquí, estarías ayudando a Swan. ¿Verdad que sí, Swan?
—Sí, así es.
—Sin embargo, tendría que ser un secreto guardado entre nosotras —siguió diciendo Hermana, observando con toda atención el rostro de Sheila, que no mostraba ninguna emoción—. No deberías decirle a nadie adónde vas, y no debes permitir que nadie te vea extrayéndolo de donde está enterrado, ni trayéndolo aquí. Tendrías que ocultarlo debajo de tu abrigo. ¿Podrías hacer eso?
—Yo… no lo sé. Acabo de arreglarme las uñas.
—El tesoro enterrado puede impedirles que la conviertan en una mujer fea —dijo Hermana, y vio que aquel pensamiento se registraba en la expresión del rostro de la mujer, con un lento poder de penetración—. Pero será nuestro secreto compartido. Sólo quedará entre compañeras de habitación, ¿de acuerdo? —Sheila seguía sin contestar, y Hermana le rogó—: Ayúdanos, por favor.
Sheila miró fijamente el reflejo de su rostro en el espejo. Apenas si reconoció al monstruo que le devolvió la mirada. Se dio cuenta de que el coronel no la necesitaba para nada. Nunca la había necesitado, excepto para utilizarla y abusar de ella. «Los hombres son como bestias», pensó, y recordó el mapa de la nueva América que le había visto al coronel, y donde estaba marcada la zona de prisión.
Aquel no era el país en el que deseaba vivir.
Dejó el peine sobre la mesa de tocador. Sintió que Swan la observaba en el espejo, y Sheila supo entonces que no podía, no tenía que permitirles que convirtieran a una muchacha tan bonita en alguien tan fea como ella.
—Sí —contestó finalmente—. Os ayudaré.