85

El ladrón maestro

La amarillenta luz de la lámpara caía sobre el rostro de la Muerte y, en su presencia, Swan se enderezó, irguiéndose en toda su altura. El miedo aleteaba dentro de sus costillas como una mariposa enjaulada, pero Swan sostuvo la mirada del coronel Macklin sin amilanarse. Se dio cuenta de que aquel hombre era el jinete esquelético. Sí. Ella lo conocía, sabía quién era, comprendía el poder voraz que lo impulsaba. Y ahora había arrasado Mary’s Rest a sangre y fuego, pero en sus ojos seguía habiendo una mirada voraz.

Sobre la mesa del coronel Macklin había una hoja de papel. Macklin levantó el brazo derecho y dejó caer la mano, claveteando el informe de bajas con los clavos de la palma. Los liberó de la madera llena de rasguños y le presentó la palma a Swan.

—Las Fuerzas Escogidas han perdido hoy a cuatrocientos sesenta y ocho soldados. Probablemente serán más cuando se pongan al día los informes. —Miró con rapidez a la mujer que estaba de pie junto a Swan, y luego fijó la mirada en la muchacha. Roland y dos guardias estaban detrás de ellas, y a la derecha de Macklin se encontraba el hombre que se hacía llamar Amigo—. Tómalo —dijo Macklin—. Míralo tú misma. Dime si vales cuatrocientos sesenta y ocho soldados.

—Las personas que mataron a esos soldados así lo creían —intervino Hermana—. Y si hubiéramos tenido más balas, aún estaríais al otro lado de ese muro, recibiendo más patadas en el culo.

Macklin desvió la atención hacia ella.

—¿Cómo te llamas?

—Se hace llamar Hermana —le dijo Amigo—. Y tiene algo que yo quiero.

—Creía que sólo querías a la muchacha.

—No. Ella no representa nada para mí, pero tú la necesitas. Ya viste por ti mismo el campo de maíz. Eso ha sido obra suya. —Le sonrió a Hermana con una expresión vacía—. Esta mujer ha escondido una bonita pieza de cristal que quiero poseer. ¡Oh, sí! Voy a encontrarla, créeme.

Su mirada penetró profundamente en Hermana, atravesó la carne y los huesos y se dirigió hacia el almacén de su memoria. Vio las ruinas arrasadas de Manhattan y las manos de Hermana extrayendo el círculo de cristal por primera vez, sacándolo de los escombros; vio el infierno lleno de agua del túnel Holland, la carretera cubierta de nieve que atravesaba Pennsylvania, las manadas de lobos y otras mil imágenes parpadeantes, todo ello en el espacio de unos pocos segundos.

—¿Dónde está? —le preguntó.

Inmediatamente vio en su mente la imagen de un pico levantado, como si hubiera sido silueteado por el resplandor de un rayo.

Ella sintió que le hurgaba en el cerebro como un ladrón maestro ante la cerradura de seguridad de una caja fuerte, y tuvo que correr los cerrojos antes de que pudiera entrar del todo. Cerró los ojos, los apretó con fuerza y empezó a levantar la tapa de la cosa más terrible, la cosa que le había hecho perder la razón y la había convertido en la hermana Creep. Las bisagras de la tapa estaban oxidadas porque hacía mucho tiempo que ella no miraba allí dentro, pero ahora consiguió levantarla y se obligó a sí misma a mirar, como si se encontrara en aquel mismo día lluvioso en la carretera, cuando sufrió el accidente.

El hombre del ojo escarlata se vio cegado por una luz azulada que giraba con rapidez, y escuchó la voz de un hombre diciendo: «Démela a mí, señora. Vamos, démela a mí». La imagen se aclaró y se fortaleció y, de repente, se encontró sosteniendo en los brazos el cuerpo de una niña pequeña; estaba muerta, con la cara aplastada y distorsionada, y allí cerca había un coche tumbado, expulsando un vapor sibilante por su radiador. A pocos pasos de distancia, sobre el firme de la carretera, había fragmentos de cristal y pequeños destellos. «Démela a mí, señora. Ahora nos ocuparemos de ella», dijo un hombre joven cubierto con un impermeable amarillo, extendiendo las manos para hacerse cargo de la niña.

—No —dijo Hermana con suavidad, dolorosamente, profundamente inmersa en aquel terrible momento—. No le… permitiré… tenerla.

La voz de Hermana sonó balbuceante, como si estuviera borracha.

Él retrocedió un paso, saliendo en seguida de la mente y la memoria de la mujer. Resistió el impulso de adelantarse y golpearla en la nuca. O bien ella era mucho más fuerte de lo que había imaginado, o él era bastante más débil de lo que quería admitir, y también podía sentir la condenada mirada de la pequeña zorra posada fijamente en él. Había algo en ella, su misma presencia, que le agotaba su poder. ¡Sí, eso era! La desenfrenada maldad de aquella muchacha le estaba debilitando. Sólo necesitaría darle un golpe; un golpe rápido dirigido contra su cráneo, y todo habría terminado. Levantó el puño y entonces se atrevió a mirarla directamente a la cara.

—¿Qué estás mirando?

Ella no dijo nada. Su rostro era espantoso, pero tenía como una pantalla húmeda y plástica.

—¿Por qué me tienes tanto miedo? —preguntó ella con la voz más serena que pudo.

—¡No te tengo miedo! —aulló, y unas moscas muertas cayeron de sus labios.

Sus mejillas enrojecieron. Uno de sus ojos morenos se volvió de un negro intenso, y los huesos se desplazaron bajo su rostro como los cimientos podridos de una casa de papel maché. Arrugas y grietas aparecieron en las comisuras de su boca y envejeció veinte años en un solo instante. Su nuca, enrojecida y arrugada, se estremeció al apartar la vista de ella y volverla hacia Hermana.

—¡Croninger! —dijo—. Vete a buscar al hermano Timothy y tráelo aquí. Roland abandonó el camión sin la menor vacilación.

—Podría matar a una persona cada minuto hasta que me lo digas —dijo Amigo acercándose más a Hermana—. ¿Por quién quieres que empecemos? ¿Por ese negro corpulento? ¿Qué te parece el muchacho? ¿O será mejor elegir al azar? ¿Cargarnos al que saque una pajita o un nombre del sombrero? Me importa un bledo. ¿Dónde lo has escondido?

Una vez más, todo lo que pudo ver en su mente fue una luz azul giratoria y la escena de un accidente de circulación. «Un pico —pensó—. Un pico». Miró a la mujer que tenía las manos y las ropas sucias de tierra. Y entonces lo supo.

—Lo has enterrado, ¿verdad?

El rostro de Hermana no expresó ninguna emoción. Mantuvo los ojos muy cerrados y apretados.

—Lo has… enterrado —susurró con una mueca.

—¿Qué es lo que quiere de mí? —preguntó Swan, tratando de desviar su atención. Miró al coronel Macklin al hacer la pregunta—. Le estoy escuchando.

—¿Es cierto que has hecho crecer el maíz?

—La tierra fue lo que lo hizo crecer.

—¡Ella lo hizo! —exclamó Amigo apartando por el momento su atención de Hermana—. Ella puso las semillas en la tierra y las hizo crecer. ¡Nadie más podría haber hecho una cosa así! La tierra está muerta, y ella es la única capaz de hacerla revivir. Si te la llevas contigo, las Fuerzas Escogidas dispondrán de toda la comida que necesiten. A partir de una sola mazorca de maíz ella puede hacer crecer todo un campo.

Macklin la miró fijamente. No creía haber visto nunca una muchacha tan encantadora, y su rostro era fuerte, muy fuerte.

—¿Es eso cierto? —repitió.

—Sí —contestó ella—. Pero no haré crecer alimentos para ustedes. No le proporcionaré cosechas a un ejército. No hay ninguna forma de obligarme a hacerlo.

—¡Sí, sí que la hay! —siseó Amigo por encima del hombro de Macklin—. ¡Ella tiene amigos en el campo de prisioneros! ¡Un negro corpulento y un muchacho! Yo mismo los he visto hace un rato. Tráelos con nosotros cuando emprendamos la marcha, y ella hará crecer las cosechas para salvar sus cuellos.

—Josh y Robín preferirían morir.

—¿Y tú? ¿Preferirías tú dejarlos morir? —preguntó Amigo meneando la cabeza, con su otro ojo adquiriendo un tono verde mar—. No, no lo creo.

Swan sabía que él tenía razón. No podía negarse a ayudarlos si lo que estaba en juego eran las vidas de Josh y Robin.

—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó con indiferencia.

—¡Aquí! —exclamó entonces Amigo—. ¡Aquí está nuestro hermano Timothy! ¡Él te lo dirá!

Roland y el hermano Timothy entraron en ese momento en el camión; Roland lo sujetaba con firmeza por un brazo muy delgado, y el hermano Timothy caminó como en un estado de trance, deslizando los zapatos sobre el suelo.

Swan se volvió para mirar a los dos hombres y se encogió. Los ojos del recién llegado estaban rodeados por círculos fijos de conmoción, de un profundo color púrpura. Tenía la boca medio abierta, y los labios grises y caídos.

Amigo dio unas palmadas.

—¡Vamos, hermano Timothy, dile a esta pequeña zorra adónde nos dirigimos!

El hombre emitió un gemido y un sonido balbuceante. Se estremeció y luego dijo:

—A… la montaña Warwick…, para encontrar a Dios.

—Dice Simón. ¡Muy bien! Vamos a ver, dinos dónde está la montaña Warwick.

—En Virginia occidental. Yo estuve allí. Viví con Dios… durante siete días… y siete noches.

—Dice Simón. ¿Y qué tiene Dios en lo más alto de la montaña Warwick? —El hermano Timothy parpadeó y una lágrima rodó por su mejilla derecha—. No permitas que Simón se enoje, hermano Timothy —añadió Amigo con dulzura.

El hombre gimoteó; su boca se abrió aún más y la cabeza se balanceó hacia adelante y atrás.

—La caja negra… y la llave de plata —dijo atropelladamente, pronunciando las palabras con precipitación—. ¡La oración por la hora final! ¡Temed la muerte por agua! ¡Temed la muerte por agua!

—Muy bien. Y ahora, cuenta hasta diez.

El hermano Timothy levantó las dos manos a la luz de la lámpara. Empezó a contar con los dedos.

—Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…, seis…

De pronto se detuvo, confundido. Y Swan ya se había dado cuenta de que se le habían cortado los cuatro dedos de la mano derecha.

—Pero yo no te he dicho «dice Simón» —le recordó Amigo.

Las venas se hincharon en la nuca del hermano Timothy y una de ellas latió con rapidez en su sien. Las lágrimas brotaron de unos ojos aterrorizados. Trató de retroceder, pero la mano de Roland lo sujetó con firmeza por el brazo.

—Por favor —gimoteó el hermano Timothy con voz ronca—. No… me hagáis más daño. Os llevaré hasta él, ¡os lo juro! Pero… no me hagáis más daño…

Su voz se quebró con un sollozo, y se encogió en cuanto Amigo se le aproximó.

—No te haremos daño —le dijo Amigo acariciando el cabello húmedo del otro hombre—. No se nos ocurriría hacer una cosa así. Sólo queríamos demostrarles a estas dos damas lo que es capaz de hacer el poder de la persuasión. Serían muy estúpidas si no hicieran lo que les dijéramos, ¿verdad que sí?

—Estúpidas —asintió el hermano Timothy con una mueca de zombie—. Muy estúpidas.

—Buen perrito —dijo Amigo dándole unos golpecitos suaves sobre la cabeza. Luego regresó junto a Hermana, la sujetó por la nuca y le hizo volver la cabeza hacia el hermano Timothy; con la otra mano le obligó a abrir uno de los ojos—. Míralo bien —gritó, sacudiéndola.

El contacto de su mano hizo que todo su cuerpo se viera atravesado por un frío insoportable; le dolieron los huesos, y no tuvo más remedio que mirar al hombre mutilado que estaba de pie ante ella.

—El capitán Croninger dispone de una hermosa habitación llena de juguetes —dijo Amigo, con la boca muy cerca de la oreja de Hermana—. Te voy a dejar en sus manos hasta el amanecer, para darte tiempo a que recuerdes dónde has escondido esa baratija. Si tu memoria sigue siendo deficiente, el bueno del capitán empezará a elegir a gente del gallinero para que jueguen con él. Y tú vas a observarlo todo, porque el primer juego consistirá en cortarte los párpados.

La mano le apretó la nuca con fuerza.

Hermana permaneció en silencio. La luz azul seguía girando en su mente, y el hombre joven del impermeable amarillo continuaba extendiendo las manos para tomar a la niña muerta que ella sostenía en sus brazos.

«Fuera quien fuese —susurró el hombre joven—, espero que haya muerto odiándola».

Amigo sintió que Swan lo miraba, sintió aquellos ojos penetrándole en el alma, y apartó la mano antes de que una cólera ciega le impulsara a romperle el cuello a la mujer. Luego, al no poder seguir resistiéndolo, se dio media vuelta hacia ella. Los rostros de ambos quedaron a pocos centímetros de distancia.

—¡Te mataré, zorra! —rugió.

Swan utilizó toda su fuerza de voluntad para no retroceder ni un ápice. Le sostuvo la mirada como una mano de hierro que hubiera atrapado a una serpiente.

—No, no lo harás —le dijo—. Dijiste que yo no representaba nada para ti. Pero estabas mintiendo.

Un pigmento oscuro se extendió a través de la carne pálida de Amigo. Su quijada se prolongó y una falsa boca se abrió como una herida desgarrada en la frente. Uno de los ojos conservó un color marrón, mientras que el otro se volvía carmesí, como si se hubiera roto y se hubiese llenado de sangre. «¡Aplástala! —pensó—. ¡Aplasta a esta zorra!».

Pero no lo hizo. No podía hacerlo. Porque, a pesar del malvado embrollo de su propio odio, sabía que había en ella un poder más allá de cualquier cosa que él pudiera comprender, y que él anhelaba en lo más profundo de sí mismo como un corazón desahuciado. La despreciaba, y hubiera querido arrancarle los huesos, pero al mismo tiempo no se atrevía a tocarla, porque el fuego de Swan podía convertirlo en cenizas.

Se apartó de ella. Su rostro adquirió rasgos hispanos, luego orientales y finalmente se estabilizaron en algo intermedio.

—Vendrás con nosotros cuando emprendamos la marcha —le prometió con una voz aguda y rasposa, que se elevaba y caía en octavas—. Primero nos dirigiremos hacia Virginia occidental… para encontrar a Dios —dijo, dándole un tono burlón a la palabra—. Luego te vamos a encontrar una bonita granja, con mucho terreno. Y te vamos a conseguir las semillas y el grano. Encontraremos todo lo que necesites en los silos y en los cobertizos que descubramos por el camino. Construiremos un muro muy alto alrededor de tu granja, e incluso dejaremos en ella a algunos soldados para que te hagan compañía. —La boca de su frente sonrió y luego se cerró—. Y durante el resto de tu vida te dedicarás a hacer crecer las plantas de las que se pueda extraer comida para las Fuerzas Escogidas. Dispondrás de tractores, de cosechadoras, de toda clase de máquinas. ¡Y también tendrás tus propios esclavos! Apuesto a que ese negro corpulento puede tirar de un arado. —Miró rápidamente a los dos guardias—. Id y traed a ese negro bastardo del gallinero. Y también a un muchacho llamado Robin. Compartirán los alojamientos del hermano Timothy. Eso no te importará, ¿verdad?

El hermano Timothy sonrió tímidamente con una mueca.

—Simón no ha dicho que hablara.

—¿Dónde podemos alojar a estas dos damas? —preguntó Amigo volviéndose hacia el coronel Macklin.

—No lo sé. Supongo que en una tienda.

—¡Oh, no! Proporcionémosles al menos unos colchones. Queremos que se sientan muy cómodas mientras reflexionan. ¿Qué tal en un camión?

—Pueden alojarse en el camión de Sheila —sugirió Roland—. Ella también se encargará de vigilarlas.

—Entonces, llevadlas allí —ordenó Amigo—. Pero quiero que haya permanentemente dos guardias de vigilancia ante esa puerta. No habrá errores, ¿comprendido?

—Sí, señor. —Extrajo la pistola de la funda del cinto—. Después de ustedes —les dijo a Swan y a Hermana.

Al salir por la puerta y bajar los escalones de madera labrada, Swan tomó a Hermana por la mano. Amigo permaneció en el umbral y las vio alejarse.

—¿Cuánto falta para el amanecer? —preguntó.

—Creo que tres o cuatro horas —contestó Macklin.

El rostro de Swan había quedado impreso en la mente del coronel como si se tratara de una fotografía. Se arrancó de los clavos de la palma el informe de bajas; los números habían sido organizados por la brigada, y Macklin intentó concentrarse en ellos, pero no podía alejar de su mente el rostro de la muchacha. No había visto semejante belleza en mucho, mucho tiempo; era algo que iba mucho más allá de lo sexual…, era algo limpio, poderoso y nuevo. Se encontró contemplando fijamente los clavos de la palma y los sucios vendajes enrollados alrededor del muñón de la muñeca. Por un instante, se olió a sí mismo y el hedor que percibió casi le hizo vomitar.

Levantó la mirada hacia donde estaba Amigo, en el umbral de la puerta y, de repente, la mente de Macklin se aclaró como si un viento fuerte se hubiera llevado las nubes que la oscurecían.

«Dios santo —pensó—, estoy aliado con…».

Amigo volvió la cabeza ligeramente.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó de sopetón.

—No, en nada. Sólo pensaba, eso es todo.

—El pensar demasiado hace que la gente se meta en problemas. Eso dice Simón, ¿no te parece, hermano Timothy?

—¡Correcto! —se apresuró a contestar el hombre batiendo palmas con las manos mutiladas.