Los maestros de la eficiencia
Swan se llevó las manos a las orejas, a pesar de lo cual seguía escuchando los terribles sonidos doloridos, y por un momento creyó que su mente se resquebrajaría antes de que aquellos sonidos dejaran de sonar en su cabeza.
Más allá del «gallinero», formado por un amplio círculo de alambrada de espinos que rodeaba a los doscientos sesenta y dos supervivientes del pueblo, hechos ahora prisioneros, los soldados recorrían el campo de maíz cortando los tallos con machetes y hachas, e incluso arrancándolos con raíces y todo. Los tallos fueron apilados como cadáveres en los camiones.
No se les permitió encender ninguna hoguera dentro del gallinero, y los guardias armados que rodeaban la alambrada se apresuraban a disparar tiros de advertencia que disuadían a la gente de permanecer muy juntos. Muchos de los heridos se estaban quedando congelados.
Josh se encogió al escuchar las risotadas y los cantos de las tropas en el pueblo. Miró hacia las barracas con ojos agotados y vio una enorme hoguera en medio de la calle principal, cerca de la fuente de agua. Aparcados alrededor de Mary’s Rest había docenas de camiones, vehículos blindados, camionetas y remolques, y también se veía el resplandor de otras hogueras, encendidas para mantener calientes a los vencedores. A los cuerpos se les quitaban las ropas y se les dejaba en montones macabros y congelados. Los camiones se movían de un lado a otro, reuniendo las ropas y las armas.
Fueran quienes fuesen aquellos bastardos, a Josh le parecieron verdaderos maestros de la eficiencia. No desperdiciaban nada, excepto la vida humana.
Sobre Mary’s Rest se extendió una atmósfera de carnaval macabro, pero Josh se consoló diciéndose que Swan aún seguía con vida. Cerca de ellos, sentados a la distancia que les permitían los guardias, también se encontraban Glory y Aaron. Ella estaba tan conmocionada que era incluso incapaz de ponerse a llorar. Aaron estaba enroscado, con los ojos muy abiertos, mirando fijamente hacia el vacío, con el dedo gordo de la mano metido en la boca. Los soldados le habían quitado a Bebé Llorón y lo habían arrojado al fuego.
Robin fue recorriendo la alambrada de espino como un tigre enjaulado. Sólo había una forma de salir o de entrar, a través de una puerta que los soldados se habían apresurado a construir, también con alambrada de espino. Desde la distancia les llegaron algunos disparos hechos con rapidez, y Robin se imaginó que los bastardos habían encontrado a alguien aún con vida. Dentro del gallinero sólo había contado a seis de sus chicos salteadores, y dos de ellos estaban gravemente heridos. El doctor Ryan, que había sobrevivido al ataque contra su hospital artesanal, ya le había dicho a Robin que aquellos dos chicos iban a morir. Bucky había salido bien librado, aunque se mostraba hosco y no quería hablar. Pero Hermana no estaba por ninguna parte, y eso sí que le producía a Robin un nudo en el estómago.
Se detuvo y miró fijamente a un guardia, al otro lado de la alambrada. El hombre amartilló la pistola, apuntó a Robin y dijo:
—Muévete, mierda.
Robin contrajo la cara en una mueca, escupió en el suelo y dio media vuelta. Sintió un hormigueo en la entrepierna, esperando que la bala le alcanzara en cualquier momento en la espalda. Había visto a prisioneros asesinados sin ninguna razón aparente, como no fuera la diversión de los guardias, y no volvió a respirar con tranquilidad hasta que se hubo alejado de aquel hombre. Pero caminó con lentitud; no estaba dispuesto a correr. Estaba harto de correr.
Swan se apartó las manos de las orejas. Los últimos sonidos doloridos desaparecían poco a poco. El campo de maíz se había convertido en una ruina de tallos cortados, y los camiones se alejaron con su carga, como felices cucarachas.
Sentía náuseas de tanto terror, y anhelaba volver a encontrarse en el sótano donde ella y Josh se habían visto atrapados hacía ya tanto tiempo. Pero hizo un esfuerzo por mirar a su alrededor, contemplar a los prisioneros y absorber la escena en su mente: los gemidos y las toses de los heridos, el balbuceo de los que habían perdido la razón, los sollozos y los lloros de los supervivientes. Vio sus rostros, sus ojos oscuros, vueltos hacia dentro, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos, perdida ya toda esperanza.
Habían luchado y sufrido por ella, y allí estaba ahora, sentada en el suelo como un insecto, esperando a que una bota la aplastara. Cerró los puños. «¡Levántate! —se dijo a sí misma—. ¡Maldita sea, levántate!». Se sentía avergonzada de su propia fragilidad y debilidad, y un destello de rabia surgió en su interior. Escuchó las risotadas de dos de los guardias. «¡Levántate!», volvió a decirse, y la rabia interna aumentó, se extendió por todo su cuerpo y terminó por ahuyentar el temor.
«Eres una líder —le había dicho Hermana—, y será mejor que aprendas a actuar como tal».
Swan no lo había querido ser, nunca había pedido serlo. Pero escuchó entonces el lloro de un niño, a corta distancia, y supo que si existía algún futuro para todas aquellas personas, ese futuro tenía que empezar allí mismo… con ella.
Se levantó, respiró profundamente para despejar las últimas telarañas y caminó entre los demás prisioneros, moviendo la mirada a derecha e izquierda, encontrándose con la de ellos y dejándoles la impresión de haber echado un vistazo fugaz a un horno encendido.
—¡Swan! —le llamó Josh.
Pero ella no le prestó atención y continuó caminando, y él empezó a incorporarse para seguirla. Pero entonces se dio cuenta de que Swan caminaba con la espalda muy erguida; era una postura regia, llena de confianza y valor, y los otros prisioneros empezaban a sentarse en posturas más dignas a medida que ella pasaba ante ellos, y hasta los heridos se esforzaron por incorporarse. Josh la dejó marchar.
Swan sentía la pierna izquierda todavía rígida y dolorida, pero al menos no se le había roto ningún hueso. Ella también fue consciente del efecto energético que estaba teniendo entre los demás, pero no sabía que, a su alrededor, ellos creyeron percibir un resplandor que incluso calentaba el aire brevemente.
Llegó junto al niño que lloraba. Lo sostenía en sus brazos un hombre tembloroso, que mostraba una hendidura hinchada y púrpura en un lado de la cabeza. Swan miró al niño, y empezó a desabrocharse el abrigo multicolor. Se lo quitó, se arrodilló y envolvió con el abrigo los hombros del hombre, arropando al niño.
—¡Tú! —gritó uno de los guardias—. ¡Apártate de ahí! —Swan se encogió, pero continuó con lo que estaba haciendo.
—¡Apártate! —le dijo una prisionera en voz baja—. ¡Te matarán!
El guardia disparó un tiro de advertencia. Swan arregló los pliegues del abrigo para mantener caliente al niño y sólo entonces se levantó.
—¡Vuelve a donde estabas y siéntate! —ordenó el guardia.
Sostenía un rifle que apoyaba contra la cadera. Swan sintió que todos la estaban mirando. El momento era muy tenso.
—¡No te lo repetiré otra vez! ¡Mueve el culo!
«Que Dios me ayude», pensó. Tragó saliva con dificultad y empezó a caminar hacia la alambrada de espino, en dirección al guardia con el rifle. Este levantó inmediatamente el arma, disponiéndose a disparar.
—¡Alto! —le advirtió otro guardia situado a su derecha.
Swan continuó caminando, un paso tras otro, con los ojos clavados en el hombre del rifle.
El guardia apretó el gatillo.
La bala silbó junto a la cabeza de Swan y ella advirtió que había fallado por muy pocos centímetros. Se detuvo, vaciló un instante fugaz… y luego dio otro paso hacia adelante.
—¡Swan! —gritó Josh, levantándose—. ¡No lo hagas, Swan!
El guardia del rifle retrocedió un paso mientras ella seguía aproximándose.
—Voy a meterte la próxima bala entre los ojos —le prometió el hombre, pero la mirada implacable de Swan pareció descomponerlo en trozos.
Swan se detuvo.
—Estas personas necesitan mantas y comida —dijo, y hasta ella misma se sintió sorprendida por la fortaleza de su voz—. Y las necesitan ahora. Vaya a decirle a quien esté al mando que quiero verlo.
—Jódete —dijo el guardia, y disparó.
Pero la bala pasó por encima de la cabeza de Swan porque otro de los guardias había empujado el cañón del rifle hacia arriba.
—¿Es que no has oído su nombre, imbécil? —preguntó el segundo hombre—. ¡Es la muchacha que anda buscando el coronel! ¡Ve a buscar a un oficial e infórmale!
El primer guardia se había puesto pálido, al darse cuenta de lo cerca que había estado de ser despellejado vivo por su equivocación. Echó a correr en dirección al centro de mando del coronel Macklin.
—He dicho que quiero ver a quien esté al mando —repitió Swan con firmeza.
—No te preocupes —le dijo el otro hombre—. No tardarás mucho en ver al coronel Macklin.
Otro camión se detuvo ante la puerta del gallinero. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de atrás y esta se abrió. Otros catorce prisioneros fueron introducidos en el campo rodeado de alambradas. Swan los observó al entrar, algunos de ellos gravemente heridos y apenas capacitados para andar. Se acercó a ellos para ayudarlos, y un ramalazo eléctrico la sacudió porque acababa de reconocer a una de las recién llegadas.
—¡Hermana! —gritó, y echó a correr hacia la mujer sucia que acababa de entrar por la puerta, tambaleándose.
—¡Oh, Dios santo, Dios santo! —sollozó Hermana al tiempo que Swan la rodeaba con sus brazos y la sostenía. Permanecieron abrazadas por un momento, en silencio, sólo con la necesidad de sentir palpitar el corazón de la otra—. ¡Creí que habías muerto! —dijo finalmente Hermana, con la visión nublada por las lágrimas—. ¡Oh, Dios santo! ¡Creí que te habían matado!
—No, estoy bien. Josh está aquí, y también Robín, Glory y Aaron. ¡Todos nosotros te creíamos muerta!
Swan se apartó un poco para mirarla y se le hizo un nudo en el estómago. La gasolina ardiendo le había quemado a Hermana la parte derecha del rostro. La ceja de ese lado se le había quemado por completo, y tenía el ojo derecho hinchado y casi cerrado. Los cristales que volaron durante las explosiones le habían producido heridas en la barbilla y en la nariz. Tenía el abrigo cubierto de barro y la tela aparecía chamuscada y desgarrada. Hermana comprendió la expresión de Swan y se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que nunca estuve destinada a ser guapa.
Swan la volvió a abrazar.
—Te vas a poner bien. ¡No sé qué habría hecho sin ti!
—Te las habrías arreglado perfectamente, tal y como habías hecho antes de que llegáramos Paul y yo. —Miró con avidez por toda la zona de prisioneros—. ¿Dónde está?
Swan sabía a quién se refería, a pesar de lo cual preguntó:
—¿Quién?
—Sabes a quién me refiero, a Paul —contestó Hermana, endureciendo su tono de voz—. Está aquí, ¿verdad? —Swan vaciló—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Paul? —insistió con desesperación.
—No lo sé —admitió—. No está aquí.
—Oh…, Dios mío.
Hermana se llevó una mano sucia de tierra a la boca. Se sintió aturdida y este nuevo golpe casi terminó con ella; estaba cansada de seguir luchando y le dolían todos los huesos, como si su cuerpo hubiera sido desmembrado y recompuesto de nuevo. Se había retirado del muro occidental cuando los soldados lo asaltaron, había encontrado un cuchillo de carnicero y matado a uno de ellos en una lucha cuerpo a cuerpo; luego, una oleada de tropas atacantes le había obligado a retroceder a través del campo. Se había ocultado debajo de una barraca, pero cuando la incendiaron no tuvo más remedio que rendirse.
—Paul —susurró—. Está muerto. Sé que lo está.
—¡No, eso no lo sabes! ¡Quizá logró escapar! ¡Quizá esté oculto en alguna parte!
—Apóyate en mí —dijo Swan. Ayudó a Hermana a caminar hacia donde estaban los demás. Josh acudió para ayudarlas, seguido por Robin. Y, de pronto, Swan se dio cuenta de que Hermana ya no tenía su bolsa de cuero—. ¡El círculo de cristal! —exclamó—. ¿Qué le ha ocurrido?
Hermana se llevó un dedo a los labios.
Un jeep se acercó haciendo rugir el motor. Sus dos pasajeros eran Roland Croninger, que aún llevaba puesto el casco y mostraba barro sobre su rostro vendado, y el hombre que se hacía llamar Amigo. Los dos bajaron del vehículo y el conductor dejó el motor en marcha, en punto muerto.
Amigo caminó a lo largo de la alambrada de espino, estrechando sus oscuros ojos negros, buscando entre los prisioneros. Y entonces la vio, ayudando a una mujer herida.
—¡Allí! —dijo excitadamente, señalando—. ¡Es ella!
—Trae a esa chica —ordenó Roland al guardia más próximo.
Amigo se detuvo, mirando a la mujer que se apoyaba en el hombro de Swan. El rostro de aquella mujer no le era familiar, puesto que la última vez que había visto a Hermana la cara de esta había estado desfigurada. Creyó recordar haber visto a aquella mujer el día en que había escuchado al chatarrero hablar de las FE, pero no le había prestado ninguna atención. Eso sucedió cuando él se sintió enfermo, y se le habían escapado por ello los detalles de lo que le rodeaba. Pero ahora se dio cuenta de que si aquella mujer resultaba ser Hermana, ya no llevaba consigo aquella condenada bolsa de cuero en la que guardaba el círculo de cristal.
—¡Espera! —le dijo al guardia—. ¡Trae también a esa otra mujer! ¡De prisa!
El guardia hizo señas a otro para que le acompañara, y ambos entraron en el campo de prisioneros, con los rifles preparados.
Josh estaba a punto de hacerse cargo de Hermana cuando los guardias le dieron el alto a Swan. Ella miró por encima del hombro y vio los cañones de los dos rifles.
—Vamos —dijo uno de los dos hombres—, ¿querías ver al coronel Macklin? Pues ahora tienes la oportunidad. Y tú también —añadió, dirigiéndose a la otra mujer.
—¡Está herida! —protestó Josh—. ¿Es que no podéis ver…?
El guardia que había hablado disparó su rifle hacia el suelo, a los pies de Josh, y este se vio obligado a retroceder.
—Vámonos —dijo el otro guardia, empujando a Swan con el rifle—. El coronel está esperando.
Swan sostuvo a Hermana y ambas caminaron escoltadas por los dos guardias, dirigiéndose hacia la puerta.
Robin hizo ademán de seguirlas, pero Josh lo sujetó por el brazo.
—No seas estúpido —le advirtió Josh.
El muchacho se liberó de su mano, colérico.
—¿Vas a permitir que se las lleven? ¡Creía que tú eras su guardián!
—Antes lo era. Ahora, tendrá que cuidar de sí misma.
—¡Muy bien! —exclamó Robin con amargura—. ¿Y qué es lo que vamos a hacer? ¿Limitarnos a esperar?
—Si tienes que hacer alguna sugerencia mejor, me gustaría escucharla, siempre que no implique la muerte de muchas personas, incluyéndote a ti y a la propia Swan.
Robin no tenía ninguna sugerencia que hacer. Observó impotente cómo se llevaban a Swan y a Hermana hacia el jeep, donde ya esperaban los dos hombres.
Al acercarse al vehículo, tanto a Swan como a Hermana se les puso la carne de gallina. Hermana reconoció al que llevaba la cara vendada como al hombre al que se había enfrentado verbalmente frente al tanque…, y también conocía muy bien al otro. Se dio cuenta por sus ojos, por su sonrisa, o por la forma en que ladeaba la cabeza o mantenía las manos a lo largo de los costados, cerradas para formar puños. O quizá fuera por la forma en que temblaba con excitación. Pero el caso es que lo conocía, como también lo conocía Swan.
El hombre no miró a Swan. En lugar de eso, se adelantó unos pasos y le abrió a Hermana el abrigo, apartándoselo del cuello.
Por debajo quedó expuesta una cicatriz amarronada que tenía la forma de un crucifijo.
—Tu rostro es diferente —dijo.
—También el tuyo.
El hombre asintió y ella observó un rápido destello de un rojo profundo en sus ojos, que desapareció inmediatamente, como una visión fugaz de algo monstruoso y desconocido.
—¿Dónde está?
—¿Dónde está, qué?
—El anillo. La corona, o lo que sea. ¿Dónde está?
—¿Acaso no lo sabes todo? Dímelo tú a mí.
El hombre guardó un momento de silencio y se pasó la lengua por el labio inferior.
—No lo has destruido, de eso estoy seguro. Lo has escondido en alguna parte. Oh, te crees muy astuta, ¿verdad? Te crees capaz de hacer crecer las rosas como… —casi volvió la cabeza, casi se permitió mirar a Swan, pero no lo hizo. Los músculos de su nuca estaban tan tensos como cuerdas de piano—…, como ella hace —terminó diciendo.
—¿De qué corona hablas? —preguntó Roland.
Amigo lo ignoró.
—La encontraré —le prometió a Hermana—. Y si no puedo convencerte para que me ayudes, mi socio, el capitán Croninger, sabe manejar muy bien las herramientas. Y ahora, ¿me perdonas?
Swan se dio cuenta de que estaba hablando con ella, a pesar de que seguía mirando a Hermana.
—Te he preguntado si me perdonas ahora. —Al ver que Swan no contestaba, su sonrisa se hizo más amplia—. No, creo que no. Ahora ya conoces el sabor del odio. ¿Qué tal, te gusta?
—No, no me gusta.
—Oh —dijo él sin atreverse a mirarla—, creo que aprenderás a disfrutar de ese sabor. ¿Nos vamos, señoras?
Subieron al jeep y el conductor condujo el vehículo hacia el camión del coronel Macklin.
Fuera del desmoronado muro norte, donde las llamas seguían lamiendo los troncos y los camiones continuaban yendo de un lado a otro, con sus cargamentos de armas, ropas y calzado, una figura solitaria encontró un grupo de cadáveres a los que aún no habían llegado las brigadas de despojo.
Alvin Mangrim dio la vuelta al cuerpo de un hombre muerto y le examinó las orejas y la nariz. Decidió que la nariz era demasiado pequeña, pero que las orejas servirían. Sacó un ensangrentado cuchillo de carnicero de una funda de cuero que llevaba al cinto y empezó a trabajar para cortar las dos orejas; luego, las metió en una bolsa de tela que llevaba colgada al hombro. El fondo de la bolsa estaba empapado de sangre y en el interior había más orejas, narices y unos pocos dedos que él ya había «liberado» de los otros cuerpos. Tenía la intención de secar los objetos para formar collares con ellos. Sabía que al coronel Macklin le gustaría tener uno, y pensó que aquella sería una buena forma de conseguir algunas raciones extra. En los tiempos que corrían, un hombre tenía que utilizar su imaginación para sobrevivir.
Recordó una canción de hacía mucho tiempo, cuando formó parte de un mundo en sombras. Recordó haber sostenido la mano de una mujer, una mano ruda y odiosa, cubierta de callos, y haber ido a un cine para ver una película de dibujos animados que trataba de una encantadora princesa que vivía en compañía de siete enanitos. Siempre le había gustado aquella melodía que los enanitos silbaban mientras trabajaban en la mina, y ahora empezó a silbarla al tiempo que le cortaba la nariz a una mujer y se la metía en la bolsa. La mayor parte de la música que silbaba surgía por el agujero donde había estado su propia nariz, y se le ocurrió pensar que si encontraba una nariz del tamaño adecuado, podría disecarla y utilizarla para cubrirse el agujero.
Se acercó al siguiente cadáver, que estaba tumbado de bruces en el suelo. Probablemente, tendría la nariz aplastada, pensó Alvin. De todos modos, agarró al cadáver por el hombro y lo hizo girar hacia el otro lado.
Se trataba de un hombre con una barba surcada de hebras grises.
De repente, los ojos del cadáver se abrieron, con un brillante color azul e inyectados en sangre en contraste con la carne, de un blanco grisáceo.
—Oh…, vaya —exclamó Alvin Mangrim.
Paul levantó la Magnum, apretó el cañón contra la cabeza del otro hombre y le voló los sesos con la última bala que le quedaba.
El hombre muerto cayó sobre Paul y lo calentó. Pero Paul sabía que se estaba muriendo y ahora se alegraba de haber tenido las agallas para esperar, y no haberse volado la cabeza con aquella última bala, siguiendo así el camino más fácil. No sabía quién era el hombre muerto, pero el bastardo ya había pasado a la historia.
Esperó. Había vivido en soledad durante la mayor parte de su vida, y no tenía miedo de morir solo. No, no tenía ningún miedo, porque lo más terrible de todo había consistido en llegar hasta este momento. A partir de ahora, todo sería mucho más fácil. Lo único que lamentaba era no saber qué le había ocurrido a la muchacha, pero sabía que Hermana era una mujer muy dura, y si había sobrevivido a la hecatombe, no iba a permitir que a Swan le hicieran ningún daño.
«Swan —pensó—. Swan. No permitas que te dobleguen. Escúpeles a los ojos y dales una buena patada en el culo… y piensa de vez en cuando en un buen samaritano, ¿de acuerdo?».
Decidió que se sentía muy cansado. Iba a descansar, y quizá cuando se despertara ya se habría hecho de día. Sería tan maravilloso volver a ver el sol.
Y Paul se quedó dormido.