Garras de hierro
Con la noche llegó un frío que se metía en los huesos. El fuego de las hogueras encendidas lamió la madera que antes había sido las paredes y los techos de las barracas, y los defensores de Mary’s Rest se calentaron, comieron y descansaron en turnos de varias horas, antes de regresar al muro.
A Hermana ya sólo le quedaban cuatro cartuchos. El último soldado al que había matado se hallaba tendido a tres metros del muro, con la sangre congelada y negra alrededor de lo que había sido su pecho. En el perímetro norte, Paul sólo disponía de doce balas, y durante una breve escaramuza que se había producido poco antes del anochecer, habían muerto el par de hombres que luchaban a los dos lados de donde él se encontraba. Un trozo de madera rebotada le había golpeado en la frente y en la mejilla derecha, pero por lo demás se sentía bien.
En el lado oriental de Mary’s Rest, Robin contó seis cartuchos para su rifle. Anna McClay, que defendía esa parte del muro, junto con Robin y unas cuarenta personas más, se había quedado sin balas para su propio rifle y ahora sostenía una pequeña pistola del calibre 22 que le había quitado a un hombre muerto.
Los ataques habían continuado durante todo el día, a intervalos de una hora o dos. Primero atacaban un lado de la barricada, y luego disparaban una cortina de fuego contra otro sector. El muro aún resistía y rechazaba la mayor parte de las balas, pero estas encontraban huecos entre los troncos y de vez en cuando alcanzaban a alguien. Una bala de rifle le había destrozado una rodilla a Bud Royce precisamente de ese modo, pero él seguía resistiendo en el sector sur, con el rostro pálido por el dolor.
Se había pasado la orden de ahorrar municiones, pero los suministros disminuían con rapidez, mientras que el enemigo parecía disponer de gran cantidad que malgastar. Todos sabían que sólo era una cuestión de tiempo el que una fuerza masiva se lanzara al asalto de los muros, pero la cuestión que se planteaba era: ¿en qué parte se produciría?
Swan sabía todo esto mientras cabalgaba sobre Mulo por el campo de maíz. Los tallos, abundantemente cargados, oscilaban al viento. En un claro situado delante estaba la hoguera más grande de todas, alrededor de la cual había cincuenta o sesenta personas descansando y tomando una sopa caliente que les era servida de cubos de madera humeantes. Se disponía a comprobar el estado de los numerosos heridos que habían sido colocados bajo cubierto en el interior de las barracas, para que el doctor Ryan pudiera ayudarlos, y al pasar junto a la hoguera un profundo silencio se extendió entre las personas reunidas alrededor del fuego.
Ella no miró directamente a ninguno de ellos. No podía hacerlo, porque, aun sabiendo que Hermana tenía razón, se sentía como si ella misma hubiera firmado sus sentencias de muerte. La gente moría, era herida y mutilada a causa de ella, y si ser una líder significaba tener que aceptar esa clase de carga, a ella le parecía demasiado pesada. No los miró porque sabía que muchos de ellos morirían antes del amanecer.
—¡No te preocupes! —gritó un hombre—. ¡No permitiremos que entren aquí esos bastardos!
—¡Cuando me quede sin balas, utilizaré mi cuchillo! —prometió otro hombre—. Y cuando se rompa, aún me quedarán los dientes.
—¡Los detendremos! —gritó una mujer—. ¡Les obligaremos a retroceder!
Hubo más gritos y palabras de ánimo, y cuando Swan miró finalmente hacia la hoguera, vio que la gente la observaba intensamente, algunos de ellos perfilados por el resplandor de la hoguera y otros iluminados por ella, con sus ojos llenos de luz y expresiones firmes y esperanzadas en sus rostros.
—¡No tenemos miedo a morir! —dijo otra mujer, y otras voces se mostraron de acuerdo con ella—. ¡Lo que más me asusta es abandonar, y por Dios que no soy una derrotista!
Swan tiró de las riendas de Mulo y permaneció mirándolos con los ojos llenos de lágrimas.
Se le aproximó el hombre negro y huesudo que había sido tan vehemente en la reunión del pueblo. Llevaba el brazo izquierdo vendado con unos trapos ensangrentados, pero en sus ojos había una expresión feroz y valiente.
—¡No llores ahora! —la reprendió con suavidad al acercarse lo suficiente como para ver sus lágrimas—. No te corresponde a ti llorar, ¡santo Dios, no! Si tú no eres fuerte, ¿quién lo va a ser?
Swan asintió con un gesto y se limpió las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano.
—Gracias —dijo.
—Ah, ah…, gracias a ti.
—¿Por qué?
—Por haberme permitido escuchar de nuevo esa música dulce —contestó él sonriendo graciosamente e indicando con un gesto el campo de maíz.
Swan sabía a qué música se refería, ya que ella también la escuchaba: era la producida por el viento al moverse entre las hileras y los tallos, como dedos que acariciaran las cuerdas de un arpa.
—Yo nací junto a un campo de maíz —dijo el hombre—. Escuchaba esa música por la noche, justo antes de quedarme dormido, y era lo primero que escuchaba en cuanto me despertaba a la mañana siguiente. Creía que ya no volvería a oírla, después de que esos tipos lo echaran todo a perder. —Levantó la mirada hacia Swan—. Ahora ya no tengo miedo a morir. ¡Ja, ja! ¿Sabes? Siempre pensé que era mucho mejor morir de pie que vivir de rodillas. Ahora estoy preparado, y he sido yo quien lo ha elegido. Así que tú no tienes que preocuparte por nada. —Cerró los ojos durante unos pocos segundos y su frágil cuerpo pareció bambolearse al ritmo del maíz. Luego los abrió de nuevo y añadió—: Y ahora cuídate mucho, ¿de acuerdo?
El hombre regresó junto a la hoguera, extendiendo las manos hacia el fuego para calentarse.
Swan impulsó a Mulo hacia adelante, y el caballo trotó a través del campo. Swan quería comprobar cómo estaban los heridos, y también ver a Josh; la última vez que lo había visto, a primeras horas de aquella misma mañana, aún estaba inconsciente.
Ya casi había cruzado el campo cuando unas brillantes llamaradas de luz se elevaron sobre el muro oriental. Las llamas estallaron y se mezclaron con el tableteo del fuego de fusilería, parecido al de una máquina de coser. Se dio cuenta de que Robin se encontraba en aquel lado del muro.
—¡Adelante! —gritó haciendo restallar las riendas. Mulo se lanzó al galope.
Detrás de ella, en el muro occidental, la infantería y los vehículos de las FE surgían de entre los bosques.
—¡No disparéis aún! —gritó Hermana.
Pero la gente ya había empezado a disparar, desperdiciando municiones. Entonces, algo alcanzó el muro, a unos quince metros de distancia y las llamas se elevaron en el aire, lamiendo la superficie helada. Otro objeto cayó contra el muro, unos pocos metros más cerca. Hermana escuchó el sonido del cristal al romperse y percibió el olor de la gasolina un instante antes de que una llamarada naranja se elevara ante ella. «¡Bombas! —pensó—. ¡Están arrojando bombas contra el muro!».
La gente gritaba y disparaba produciendo un gran estruendo. Las botellas llenas de gasolina, con trozos de trapos encendidos en las bocas, volaban por encima del muro y explotaban entre los defensores. El cristal se rompió casi a los pies de Hermana y ella se arrojó instintivamente al suelo, un instante antes de que una lengua de gasolina encendida se extendiera en todas direcciones.
En el lado oriental se estaban lanzando docenas de cócteles molotov por encima del muro. Un hombre situado cerca de Robin lanzó un grito al ser alcanzado por fragmentos de cristal en llamas, y él mismo se incendió. Alguien lo arrojó al suelo, tratando de apagar el fuego con nieve y tierra. Y entonces, a través del estruendo producido por las llamaradas y las explosiones, se inició un tiroteo de pistola, rifle y ametralladora tan fuerte que los troncos saltaron y las balas rebotaron entre los huecos que había en ellos.
—¡Démosles lo suyo! —bramó Anna McClay.
A la luz de las llamaradas anaranjadas vieron a cientos de soldados que avanzaban entre el muro y el bosque, arrastrándose, protegiéndose en las trincheras, o detrás de los vehículos inservibles, para disparar desde sus posiciones o arrojar las bombas de fabricación casera. Al ver que algunos se volvían para alejarse de las llamas, Anna les gritó:
—¡Quedaos donde estáis! ¡No corráis!
A su izquierda, una mujer se tambaleó y cayó del parapeto. Cuando Anna se volvió para apoderarse del arma de la mujer herida, una bala de rifle se abrió paso a través de un agujero en el muro y la alcanzó en un costado, haciéndola caer de rodillas. Percibió el sabor de la sangre en la boca y se dio cuenta de que esta vez le había tocado a ella. A pesar de todo, se incorporó con un arma en cada mano y volvió a subir al parapeto.
La tormenta de bombas y fuego de fusilería aumentó de intensidad. Una parte del muro se había incendiado, con la madera húmeda restallando y lanzando humo. Robin se mantuvo firme en su puesto, junto al muro, mientras las bombas explotaban por todas partes y los fragmentos de cristal volaban por el aire turbulento, al tiempo que él disparaba contra los soldados que avanzaban. Alcanzó a dos de ellos y entonces una bomba explotó en el otro lado del muro, justo por delante de él. El calor y el cristal que voló a causa de la explosión le hicieron retroceder, y tropezó con el cuerpo de un hombre muerto, detrás de él.
La sangre le corría por la cara a causa de una herida abierta en la cabeza, y sentía la piel quemada. Se limpió la sangre de los ojos y entonces vio algo que le produjo un nudo de temor en el estómago.
Una garra de metal sostenida por una cuerda pesada voló de repente por encima del muro. La cuerda fue tensada desde el otro lado y los agudos dientes del garfio se hincaron con fuerza entre los troncos. Otro garfio pasó por encima del muro, sujetándose cerca; luego se arrojó un tercero, pero este no encontró anclaje y fue retirado con rapidez para ser arrojado de nuevo. Un cuarto y un quinto garfios se anclaron en el muro, y los soldados empezaron a tirar con fuerza de las cuerdas.
Robin se dio cuenta en seguida de que toda aquella sección del muro, ya debilitada por las balas y las llamas, estaba a punto de ser derribada. Se arrojaron más garfios y sus dientes se anclaron fuertemente entre los troncos. A medida que se tensaban las cuerdas desde el otro lado, el muro crujió como un costillar a punto de desgarrarse.
Se puso en pie y corrió hacia el muro. Agarró uno de los garfios y trató de soltarlo. A unos pocos metros de distancia, un hombre corpulento, de barba gris, cortaba una de las cuerdas con un hacha y, junto a él, una mujer negra y delgada trataba de cortar otra cuerda con un cuchillo de carnicero. Las bombas de fabricación casera seguían explotando a lo largo del muro, y desde el otro lado se arrojaban más garfios.
A la derecha de la posición de Robin, Anna McClay había vaciado sus dos armas y ahora vio los garfios y las cuerdas volando por encima del muro. Se volvió, buscando otra arma, sin hacer caso de la bala que le había alcanzado en el costado, ni de la segunda que le había dado en el hombro derecho. Dio la vuelta al cadáver de un hombre y encontró una pistola, pero no disponía de munición; luego, descubrió una cuchilla de carnicero que alguien había dejado caer y la utilizó para cortar las cuerdas. Logró cortar una y ya casi había cortado la segunda cuando la parte superior de la pared se desmoronó hacia el otro lado con un gran estruendo de troncos en llamas. Había desaparecido un metro de la pared. Instantes después, media docena de soldados se abalanzaron sobre ella.
—¡No! —gritó arrojándoles la cuchilla de carnicero.
Una rociada de balas de ametralladora la hicieron bailotear y saltar en el aire en una pirueta macabra. Mientras caía al suelo, lo último en que pensó fue en un parque de atracciones, montada en un vehículo llamado Ratón Loco, que se había movido arriba y abajo, sobre sus enormes muelles, lanzándola de un lado a otro como un muñeco, mientras las luces del parque brillaban allá abajo y el aire silbaba en sus orejas.
Había muerto antes de caer al suelo.
—¡Están entrando! —escuchó Robin gritar a alguien.
Luego, el muro se desmoronó delante de él con un ruido que casi pareció el de un gemido humano, y se encontró de pie, expuesto en un espacio por el que podría haber pasado un camión con remolque. Una oleada de soldados se lanzaba directamente contra él, y saltó a un lado un instante antes de que las balas atravesaran el aire.
Apuntó con su rifle y mató al primer soldado que intentó pasar la brecha. Los otros retrocedieron o cayeron al suelo, alcanzados por las balas del rifle de Robin…, hasta que estas se le terminaron, y ya no pudo ver a los soldados debido al humo que despedían los troncos incendiados. Escuchó más crujidos y gemidos en otras secciones del muro, de las que tiraban desde el otro lado con las cuerdas que sujetaban los garfios. Las llamaradas se elevaban al cielo al explotar las bombas. Fue consciente de figuras que corrían a su alrededor, algunas de ellas disparando y cayendo.
—¡Matad a los hijos de puta! —escuchó gritar a alguien a su izquierda, y luego una figura con un uniforme verde grisáceo surgió entre el humo.
Robin afianzó los pies en el suelo, le dio la vuelta al rifle para utilizarlo como un mazo y golpeó al soldado en el cráneo en el momento en que el hombre pasaba a su lado. El soldado cayó. Robin arrojó el rifle y se apoderó de la automática del 45 del hombre.
Una bala le pasó silbando junto a la cabeza. A ocho metros de distancia explotó una bomba, y una mujer con el cabello incendiado y con el rostro convertido en una máscara de sangre surgió tambaleándose de entre el humo; cayó al suelo antes de llegar junto a Robin. Apuntó a las figuras que cruzaban el muro desmoronado, y vació sobre ellas el resto del cargador de la 45. Las balas de ametralladora levantaron nubecillas de tierra en el suelo, a pocos pasos de él, y se dio cuenta de que allí ya no podía hacer nada más. Tenía que alejarse y encontrar otro sitio desde donde defenderse; el muro de la parte oriental de Mary’s Rest estaba siendo destruido y los soldados penetraban por los huecos abiertos.
Echó a correr hacia el pueblo. Docenas de figuras echaron a correr también, y el campo de batalla quedó cubierto por los cuerpos de los muertos y heridos. Pequeños grupos de gente se habían detenido para ofrecer allí mismo su última y desesperada resistencia, pero eran rápidamente diezmados o diseminados. Robin miró hacia atrás y vio dos coches blindados surgiendo de entre el humo, disparando desde las torretas.
—¡Robin! ¡Robin! —gritó alguien por encima del caos.
Reconoció la voz de Swan, y supo que ella debía de estar en alguna parte cerca de allí.
—¡Swan! —gritó—. ¡Aquí!
Ella escuchó la respuesta de Robin y dirigió a Mulo hacia la izquierda, en la dirección de donde creía que le había llegado la voz. El humo le picaba en los ojos y casi le imposibilitaba ver los rostros de la gente hasta que se encontraban a pocos pasos de distancia. Las explosiones seguían estallando por delante, y se dio cuenta de que los soldados enemigos estaban cruzando sobre la parte desmoronada del muro oriental. Vio a mucha gente herida y sangrando, pero se detenían para volverse y disparar sus últimas balas; otros, armados sólo con hachas, cuchillos y palas, se lanzaban hacia adelante para luchar cuerpo a cuerpo.
Una bomba explotó cerca y un hombre gritó. Mulo se encabritó y pateó el aire con sus patas delanteras. Al descender, el animal vaciló como si una parte de él quisiera correr en una dirección y la otra en una dirección distinta.
—¡Robin! —gritó—. ¿Dónde estás?
—¡Aquí!
Aún no podía verla. Tropezó con el cadáver de un hombre que tenía el pecho destrozado a balazos; el hombre sostenía un hacha en la mano y Robin empleó unos pocos y preciosos segundos en arrancársela de un tirón.
Al incorporarse, se encontró de frente con un caballo, y ninguno de los dos supo quién había sido el más sorprendido. Mulo relinchó y se encabritó de nuevo, pretendiendo soltarse y salir de allí a todo galope, pero Swan consiguió controlarlo con rapidez. Vio el rostro ensangrentado de Robin y extendió una mano hacia él.
—¡Sube! ¡De prisa!
Robin se afianzó a su mano y montó de un salto tras ella. Swan hundió los talones en los flancos de Mulo, lo dirigió hacia el pueblo y le dejó lanzarse al galope.
Salieron de la espesa humareda y, de pronto, Swan retuvo a Mulo con las riendas. El animal obedeció, plantando los cascos sobre la tierra. Desde aquella posición, Swan y Robin pudieron ver que se estaba combatiendo en todo el perímetro alrededor de Mary’s Rest; las llamaradas se elevaban en el lado sur, y en la parte occidental vieron soldados penetrando por enormes huecos abiertos en el muro, seguidos por más camiones y coches blindados. El ruido de los disparos, los gritos y alaridos era arrastrado de un lado a otro por el viento, y en ese preciso instante Swan se dio cuenta de que Mary’s Rest había caído.
Tenía que encontrar a Hermana, y hacerlo rápido. Su rostro se endureció y se tensó, y sus dientes rechinaron de rabia, al tiempo que lanzaba a Mulo al galope. El animal emprendió el galope como un pura sangre, con la cabeza baja y las orejas echadas hacia atrás.
Se escuchó un fuerte estruendo y corrientes de aire caliente la azotaron a su alrededor. Swan sintió que Mulo se estremecía, y lo escuchó emitir un gruñido, como si le hubieran dado una fuerte patada, y luego las patas del animal cedieron bajo ella. El caballo cayó, arrojando a Robin a un lado, pero atrapando la pierna izquierda de Swan, que quedó con la respiración entrecortada y conmocionada mientras Mulo intentaba levantarse desesperadamente. Pero Robin ya había visto los agujeros abiertos por las balas en el vientre del caballo, y se dio cuenta de que este estaba acabado.
Un motor rugió cerca. Levantó la mirada y vio acercarse un Chevy Nova con un parabrisas blindado y una torreta armada. Se inclinó junto a Swan y trató de liberarla, pero la pierna estaba firmemente atrapada bajo el peso del caballo. Mulo seguía esforzándose por incorporarse, arrojando vapor y sangre por las ventanas de la nariz, tirando de los costados. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de terror.
Empezaron a disparar desde la torreta del Chevy, y las balas repiquetearon sobre el suelo, peligrosamente cerca de Swan. Robin se dio cuenta con aterrorizada certidumbre de que no tenía la fuerza suficiente para liberarla. El radiador del vehículo blindado rechinó como una boca de dientes de metal. La mano de Robin se apretó con fuerza alrededor del mango del hacha. Swan le sujetó la mano.
—No me dejes —dijo, mareada y sin advertir que Mulo agonizaba sobre ella.
Pero Robin ya había tomado su decisión. Se liberó y se lanzó de un salto hacia el vehículo blindado.
—¡Robin! —gritó ella levantando la cabeza y viendo lo que ocurría.
Robin zigzagueó al tiempo que seguían disparando desde la torreta. Las balas levantaron nubecillas de nieve y tierra junto a sus talones. El Chevy giró hacia él, apartándose de Swan, tal y como Robin había esperado que sucediera. «¡Mueve el trasero!», se dijo arrojándose al suelo, girando sobre su cuerpo y volviendo a levantarse de un salto para hacerle perder la puntería al tirador de la torreta. El Chevy adquirió velocidad disminuyendo la distancia. Robin saltó primero a un lado y luego a otro, escuchó el nuevo tableteo de la ametralladora y vio los trazos calientes de las balas cruzando el aire. «¡Oh, mierda!», pensó al sentir un dolor desgarrador en el muslo izquierdo; sabía que lo habían alcanzado, pero no era demasiado grave y siguió corriendo. El vehículo blindado lo siguió, metiéndose entre la humareda.
En el perímetro norte, Paul Thorson y otros cuarenta hombres y mujeres se vieron rodeados por los soldados. A Paul sólo le quedaban dos balas y la mayoría de los demás ya se habían quedado sin munición desde hacía tiempo; empuñaron palos, picos y palas y desafiaron a los soldados a que se lanzaran a la carga.
Un jeep apareció por detrás de la barrera protectora formada por la infantería de las FE, y el coronel Macklin se incorporó en él. Llevaba el abrigo echado sobre los hombros, y los ojos hundidos en su cara esquelética se fijaron en el grupo de defensores que habían sido arrinconados contra el muro.
—¿Está ella entre estos? —le preguntó al hombre que ocupaba el asiento trasero.
Amigo se levantó. Vestía un uniforme de las FE y una gorra gris sobre su cabello fino y moreno; hoy, su rostro era normal, sin características especiales. Sus ojos acuosos se desplazaron de un lado a otro durante unos pocos segundos.
—No —contestó finalmente con una voz sin tonalidad—, no está con ellos.
Y volvió a sentarse en el jeep.
—Matadlos a todos —ordenó Macklin a los soldados.
Luego ordenó al conductor que continuara, mientras las tropas de las FE rociaban con balas de ametralladora a los hombres y mujeres atrapados. Entre ellos, Paul disparó una bala y vio tambalearse a uno de los soldados. Luego, él mismo fue alcanzado en el estómago y una segunda bala le partió la clavícula. Cayó de bruces, intentó levantarse y se estremeció cuando una tercera y una cuarta balas le dieron en el antebrazo, destrozándoselo. Se arrastró un instante, y quedó quieto.
A trescientos metros de distancia, el Chevy Nova blindado seguía buscando entre la humareda, con la ametralladora de su torreta disparando en cuanto observaba el menor movimiento. Las ruedas traquetearon sobre los cuerpos tendidos, pero uno de aquellos cuerpos encogió de pronto los brazos y las piernas en el momento en que el vehículo pasaba sobre él sin tocarlo.
Una vez que el vehículo hubo pasado, Robin se sentó y agarró el hacha que había ocultado bajo su propio cuerpo. Se incorporó, avanzó tres rápidos pasos y saltó sobre el guardabarros trasero del Nova. Siguió subiendo hasta encontrarse en el techo y entonces levantó el hacha y la dejó caer con todas sus fuerzas contra la hoja de metal de la torreta.
El metal se abolló hacia adentro y el tirador intentó hacer girar su arma, pero Robin se lo impidió colocando una bota contra el cañón del arma. Volvió a lanzar un fuerte golpe contra la torreta y el hacha desgarró la hoja de metal y golpeó el cráneo del tirador. Se escuchó un ahogado grito de agonía, y el conductor apretó el acelerador. En el momento en que el Nova salió disparado, Robín salió despedido contra el suelo. Su mano soltó la empuñadura del hacha y al ponerse en pie de nuevo vio que el mango del hacha permanecía rígidamente en el aire, con la hoja afilada introducida varios centímetros en la cabeza del tirador. Robin esperaba que el vehículo girara para lanzarse contra él, pero el pánico se había apoderado del conductor, que hizo girar el vehículo erráticamente. El Nova continuó su marcha y desapareció entre la humareda.
Mulo estaba agonizando, arrojando vapor por las ventanas de la nariz, y con los agujeros abiertos por las balas en el vientre. La mente de Swan se había aclarado lo suficiente como para darse cuenta de lo que había ocurrido, pero sabía que ella no podía hacer nada. Mulo todavía se retorcía, como si tratara de levantarse sólo con la fuerza de su voluntad. Swan vio llegar a más soldados y tiró de la pierna, pero no la pudo sacar.
De pronto, alguien se inclinó junto a ella y pasó los brazos por debajo del costado del caballo. Swan escuchó el crujido de los músculos del hombre que tiraba hacia arriba, sosteniendo una parte del peso del animal, y aliviando así la terrible presión ejercida sobre la pierna de Swan.
—¡Tira de la pierna! —dijo con la voz tensa por el esfuerzo—. ¡Date prisa!
Ella tiró de la pierna y logró sacarla unos pocos centímetros más hacia la libertad. Luego, Mulo se estremeció, como si hiciera un último esfuerzo por ayudar y ella, tirando con todas sus fuerzas, hasta el punto de tener la impresión de que se le iba a dislocar el muslo, logró por fin sacar la pierna de debajo del caballo. La sangre volvió a correr inmediatamente por la pierna, produciéndole una sensación hormigueante, y Swan apretó los dientes al sentir el dolor.
El hombre retiró los brazos de debajo del caballo. Tenía las manos manchadas con pigmento blanco y negro.
Swan levantó la cabeza y vio el rostro de Josh.
Su piel había vuelto a adquirir su vivo color negro. Tenía una corta barba gris y casi todo el cabello se le había vuelto blanco. Pero la nariz, que tantas veces le habían roto y que parecía tan desfigurada, volvía a mostrar un puente recto y fuerte y también habían desaparecido por completo las viejas cicatrices de jugar al fútbol y de la lucha libre. Sus pómulos eran altos y agudos, como si se los hubieran cincelado en granito, y sus ojos era de un gris suave, que brillaban con la sorpresa translúcida de un niño.
Swan pensó que, junto a Robin, era el hombre más apuesto que había visto nunca.
Josh vio llegar a los soldados y la adrenalina se bombeó con rapidez por todo su cuerpo; había dejado a Glory y Aaron en la barraca para salir en busca de Swan, y ahora tenía que salvarlos a todos. No sabía dónde podría estar Hermana, pero se había dado cuenta de que los soldados penetraban por todas partes en Mary’s Rest, a través del muro desmoronado. No tardarían en llegar a las calles y se dedicarían a incendiar las barracas. Tomó a Swan en sus brazos, sintiendo un gran dolor en el hombro y las costillas.
En ese instante, el cuerpo de Mulo tembló y una columna de vapor surgió por las ventanas de la nariz del animal, elevándose en el aire como un alma cansada que encuentra por fin el descanso. Y nadie mejor que Josh sabía que no había otra bestia de carga que se mereciera más el descanso que Mulo. Para él nunca existiría ningún otro caballo tan exquisito y tan hermoso.
Los ojos del animal ya empezaban a desplomarse, pero Swan comprendió que lo que Mulo había sido, ya había dejado de existir.
—Oh… —susurró, y ya no pudo decir nada más.
Josh vio a Robin surgiendo de entre la humareda.
—¡Por aquí! —gritó Josh.
Robin echó a correr hacia ellos, cojeando un poco y sosteniéndose el muslo izquierdo. Pero los soldados también lo habían visto y uno de ellos empezó a disparar con una pistola. Una bala levantó una nubecilla de tierra a un metro por delante de Robin, y otra pasó silbando junto a la cabeza de Josh.
—¡Vamos! —gritó Josh.
Echó a correr hacia el pueblo, llevando a Swan en sus brazos, con sus pulmones trabajando como fuelles en una forja. Vio a otro grupo de soldados hacia la izquierda.
—¡Alto! —gritó uno de ellos.
Josh siguió corriendo. Miró fugazmente hacia atrás para asegurarse de que Robin lo seguía. A pesar de la pierna herida, Robin le pisaba los talones.
Ya casi habían llegado a la barrera de callejas cuando cuatro soldados se cruzaron en su camino. Josh decidió pasar entre ellos, derribándolos, pero dos de los hombres levantaron sus armas. Se detuvo, resbalando sobre el barro y buscando una vía de escape del mismo modo que un zorro atrapado por los perros. Robin giró a la derecha, y a unos tres metros de distancia aparecieron tres soldados más, uno de ellos apuntándole ya con su M-16. Por la izquierda se aproximaban más soldados, y Josh sabía que en pocos segundos sus cuerpos quedarían hechos trizas por el fuego cruzado.
Swan estaba a punto de morir en sus brazos. Ahora ya no había escapatoria posible, y sólo había una forma de salvarla, si es que podía salvarla. No tenía otra elección, y no dispuso de tiempo para reflexionar sobre su decisión.
—¡No disparéis! —gritó. Y luego, para evitar que los soldados dispararan, tuvo que decirlo—: ¡Esta es Swan! ¡Esta es la muchacha que estáis buscando!
—¡Quédate donde estás! —le ordenó uno de los soldados apuntándole a la cabeza con el rifle.
Los otros hombres formaron rápidamente un círculo alrededor de Swan, Josh y Robin. Hubo una breve discusión entre algunos de los soldados, uno de los cuales parecía estar al mando. Luego, dos de ellos salieron corriendo en direcciones opuestas. Evidentemente, se marcharon para ir en busca de alguien.
Swan hubiera querido llorar, pero no se atrevió a permitir mostrar una sola lágrima, y mucho menos delante de hombres como aquellos. Mantuvo la expresión de su cara lo más calmada posible, como si estuviera esculpida en hielo.
—Todo saldrá bien —le dijo Josh con serenidad, aunque sus palabras le parecieron vacías y estúpidas. Al menos, ella estaba viva por el momento—. Ya lo verás. Conseguiremos salir de…
—¡Nada de conversación, negro! —le gritó un soldado apuntando una 38 al rostro de Josh.
Josh dirigió al hombre la mejor sonrisa que pudo componer.
El ruido de los disparos, las explosiones y los gritos seguía extendiéndose por todo Mary’s Rest como si se tratara del residuo de una pesadilla. Robin pensó que habían perdido, y que no contaban con una sola posibilidad de hacer nada al respecto. Sólo a él le apuntaban dos rifles y cuatro pistolas. Miró hacia el muro oriental que estaba en llamas, luego hacia el occidental, y más allá del campo de maíz, donde parecían estar agrupándose los camiones y vehículos blindados para montar un campamento.
Cinco o seis minutos después regresó uno de los soldados que se habían marchado antes, conduciendo en su dirección un camión de paquetería. A Josh se le ordenó que dejara a Swan de pie en el suelo, pero ella tuvo dificultades para sostenerse y se vio obligada a apoyarse en él. Luego, los soldados los sometieron a un cacheo minucioso, y al ponerle las manos encima a Swan, las dejaron más de lo necesario sobre sus pechos. Josh vio que el rostro de Robin enrojecía de rabia, y le advirtió:
—Mantente frío.
—¿Qué es esta mierda? —preguntó un soldado sacándole del pantalón la carta del tarot.
—Sólo es una carta —contestó Josh—. No es nada especial.
El hombre la partió en varios trozos y dejó caer al suelo los fragmentos de La Emperatriz.
Se abrió la puerta trasera del camión de paquetería. Josh, Robin y Swan fueron obligados a subir a empujones. Allí dentro había ya unas treinta personas. Cuando se cerró la puerta y se pasaron los cerrojos exteriores, los prisioneros quedaron sumidos en la más completa oscuridad.
—¡Llévalos al gallinero! —ordenó al conductor el sargento que estaba al mando.
El camión de paquetería se alejó, llevando en el interior su nueva carga de «paquetes».