Oleada de muerte y destrucción
Y llegó el día.
La luz sombría del amanecer reveló el muro terminado, cubierto por una brillante capa de hielo de diez centímetros de espesor, y dotada aquí y allá de estacas afiladas, rodeando el pueblo de Mary’s Rest y el campo de maíz. El pueblo estaba en el más completo silencio, a excepción del aullido ocasional de los perros, y no se observaba el menor movimiento en el terreno cubierto de tocones de árboles que se extendía entre el muro y el lindero del bosque, a unos cuarenta metros de distancia.
Unas dos horas después del amanecer se escuchó un solo disparo y uno de los centinelas apostados en la sección oriental del muro se desplomó de la escalera, con un agujero de bala en la frente.
Los defensores de Mary’s Rest esperaron el primer ataque…, pero este no se produjo.
Una vigía de la sección occidental del muro informó haber visto movimiento en los bosques, pero la mujer no pudo distinguir de cuántos soldados se trataba. Los soldados volvieron a perderse en la espesura del bosque y no se produjo ningún tiroteo.
Una hora más tarde, otro centinela del lado oriental hizo correr la voz de que escuchaba lo que parecían sonar como máquinas pesadas en la distancia, moviéndose a través del bosque y acercándose cada vez más.
—¡Llegan los camiones! —gritó uno de los centinelas de la sección norte.
Paul Thorson subió a una escalera y echó un vistazo. Escuchó el crujiente y extraño sonido de una alegre música grabada. Por la carretera procedente del norte apareció un camión blindado con dos altavoces montados sobre la cabina, un parabrisas blindado y una torreta hecha de hojas de metal, armada con una ametralladora.
La música se detuvo y mientras el camión seguía avanzando lentamente, una voz de hombre resonó por los dos altavoces:
—¡Gentes de Mary’s Rest! ¡Escuchad la ley de las Fuerzas Escogidas! —La voz resonó por todo el pueblo, así como sobre el campo donde crecía el maíz y los nuevos manzanos echaban raíces, sobre los cimientos donde había estado la iglesia, las hogueras encendidas y la barraca donde Josh yacía en cama, durmiendo—. ¡No queremos mataros! ¡Todos aquellos que quieran unirse a nosotros serán bienvenidos! Sólo tenéis que saltar por encima de ese muro y uniros a las Fuerzas Escogidas. Traed con vosotros a vuestras familias, vuestras armas y comida. ¡No queremos matar a ninguno de vosotros!
—Muy bien —murmuró Paul con la respiración contenida.
Tenía la Magnum amartillada y preparada.
—Queremos vuestras cosechas —exigió la voz desde los altavoces instalados en el camión, que se acercó más al muro norte—. Queremos vuestra comida y un suministro de agua. Y queremos a la muchacha. Traednos a la muchacha llamada Swan y os dejaremos en paz a todos los demás. Sólo tenéis que traérnosla, y os daremos la bienvenida con amor, con los braz… ¡oh, mierda!
Y en ese preciso instante las ruedas delanteras del vehículo saltaron sobre una de las trincheras ocultas, y al tiempo que las ruedas traseras se levantaban en el aire, el camión se volcó de lado y se estrelló contra el fondo de la zanja.
Los otros centinelas lanzaron gritos de victoria. Un minuto más tarde, dos hombres salieron a gatas de la zanja y echaron a correr en la misma dirección por la que habían llegado. Uno de ellos cojeaba, incapaz de correr con rapidez. Paul apuntó la Magnum al centro de su espalda.
Quiso apretar el gatillo. Sabía que debía matar a aquel bastardo mientras tuviera una posibilidad. Pero no lo hizo, y se quedó mirando mientras los dos soldados desaparecían en el bosque.
Una ametralladora tableteó hacia la derecha. Las balas zigzaguearon a través del muro, agrietando el hielo y deteniéndose al chocar contra los troncos y la tierra. Paul agachó la cabeza, escuchó gritos procedentes de la sección oriental y luego más ruido de disparos, y creyó que había empezado el primer ataque. Se atrevió a asomar la cabeza y vio a unos cuarenta soldados más salir de la cobertura que les proporcionaba el bosque. Abrieron fuego, pero sus balas no pudieron penetrar el muro, Paul agachó la cabeza y resistió el fuego, esperando la oportunidad de apuntar a uno de ellos cuando empezaran a cruzar el terreno abierto.
En el lado oriental de Mary’s Rest los centinelas vieron una oleada de unos doscientos soldados saliendo del bosque. La infantería de las FE empezó a gritar y se lanzó hacia adelante… y no tardaron en caer en la red de zanjas excavadas, muchos de ellos rompiéndose los tobillos y las piernas al caer al fondo. Los centinelas, todos ellos armados con rifles, eligieron sus objetivos a voleo. Dos de los centinelas recibieron sendos disparos y cayeron, pero en cuanto eso sucedió fueron inmediatamente sustituidos por otros que subieron la escalera para ocupar sus puestos.
Los soldados de las FE, con su formación en desbandada y cayendo hombres por todas partes, iniciaron la retirada en busca de la protección del bosque y cayeron en otras zanjas y agujeros. Los heridos fueron pisoteados por las botas de sus compañeros.
En ese momento, más de quinientos soldados surgieron del bosque por el lado occidental de Mary’s Rest, junto con una docena de vehículos blindados, camiones y dos bulldozers. Al avanzar formando una masa de hombres que gritaban, las trincheras se abrieron bajo sus pies. Uno de los bulldozers se inclinó hacia adelante y quedó volcado, y un coche blindado que lo seguía chocó con el armatoste y estalló en llamas, explotando y lanzando una bola de fuego al aire. Algunos de los otros vehículos quedaron atrapados en los tocones de los árboles, y no pudieron avanzar ni retroceder. Los hombres caían en las trincheras, rompiéndose los huesos. Los centinelas dispararon con toda la rapidez que pudieron, seleccionando a sus blancos, y muchos soldados de las FE cayeron muertos sobre la nieve.
Pero la mayoría de los soldados y vehículos continuaron avanzando, asaltando la sección occidental del muro, y detrás de ellos apareció una segunda oleada de otros doscientos hombres. El fuego de ametralladora, rifle y pistola empezó a astillar el muro, pero la mayoría de las balas eran desviadas.
—¡Subid y disparad! —gritó Bud Royce.
Una hilera de hombres y mujeres subió al banco de tierra que se había construido junto a la base interior del muro, a unos sesenta centímetros de altura, apuntaron sus armas y dispararon.
Anna McClay corrió a lo largo del muro, gritando:
—¡Subid y enviadlos al infierno!
Una nutrida descarga surgió desde el muro occidental, y la primera oleada de soldados de las FE vaciló. La segunda oleada chocó contra ellos y luego los vehículos aplastaron a algunos hombres al desparramarse por todas partes. Los oficiales, montados en coches y jeeps blindados, gritaban órdenes, pero las tropas habían sido presas del pánico. Huyeron hacia el bosque, y en el momento en que el capitán Carr se levantó en el jeep para ordenarles que regresaran, una bala le atravesó el cuello y lo arrojó contra el suelo.
El ataque terminó al cabo de pocos minutos más, cuando los soldados se introdujeron más profundamente en el bosque. Por delante del muro, los soldados heridos se arrastraban por el suelo, y los muertos permanecían donde habían caído. Un grito de victoria se extendió por las filas de los defensores del muro occidental, pero una figura montada a caballo les gritó:
—¡No! ¡Alto! ¡Alto!
Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Swan, y el sonido de las descargas aún resonaba en su cabeza.
—¡Alto! —gritó, al tiempo que Mulo se encabritaba y pateaba el aire. Dirigió el caballo hacia donde estaba Hermana, que empuñaba su escopeta de cañones recortados—. ¡Hazlos callar! —dijo Swan—. ¡No han hecho más que matar a otras personas! ¡No deberían alegrarse por ello!
—No se alegran por haber matado a otras personas —le dijo Hermana—. Se alegran porque no han sido ellos los que han muerto. —Señaló con un gesto el cadáver de un hombre que yacía en el suelo, a pocos pasos de distancia, con el rostro volado por una bala. Otra persona se hacía cargo ya de la pistola y las balas del hombre muerto—. Va a haber muchos más como ese. Si no puedes soportar lo que estás viendo, será mejor que te quedes en casa.
Swan miró a su alrededor. Había una mujer espatarrada sobre el suelo, gimiendo, mientras otra mujer y un hombre le vendaban la muñeca destrozada por una bala, utilizando tiras desgarradas de una camisa. A pocos metros de distancia un hombre se contorsionaba en el suelo, moribundo, tosiendo y escupiendo sangre, mientras otras personas intentaban consolarlo. Swan se encogió, horrorizada, y se volvió a mirar a Hermana, dedicada a recargar tranquilamente su escopeta.
—Será mejor que te marches —sugirió ella.
Swan se sentía desgarrada; sabía que debía estar allí, con la gente que luchaba para protegerla, pero no podía soportar la visión de la muerte. El ruido de los disparos era mil veces peor que los sonidos dolorosos que había percibido hasta entonces al matar a las plantas.
Pero antes de que pudiera tomar la decisión de quedarse o marcharse, se escuchó el bramido de un motor desde el otro lado del muro. Alguien gritó:
—¡Santo Dios! ¡Mirad eso!
Hermana acudió rápidamente al muro y subió al montón de tierra elevado.
Surgiendo del bosque, a unos veinte metros de distancia, hacia la izquierda de donde se encontraba Hermana, había un tanque. Sus anchas cadenas aplastaron a los muertos y a los vivos por igual. La boca del cañón apuntaba directamente contra el muro. Y colgando por todo el tanque, como ornamentos grotescos, había huesos humanos atados con alambre: piernas, brazos, costillares, caderas, vértebras y cráneos, algunos de los cuales todavía tenían la cabellera. El tanque se detuvo justo en el lindero del bosque, con el motor en marcha como el gruñido de una bestia.
La tapa de la torreta se abrió y una mano surgió por ella ondeando un pañuelo blanco.
—¡Alto el fuego! —gritó Hermana a los otros—. ¡Veamos antes qué es lo que quieren!
Por la torreta del tanque surgió una cabeza cubierta por un casco; el rostro estaba lleno de vendajes, y llevaba los ojos cubiertos por anteojos.
—¿Quién está al mando ahí? —preguntó Roland Croninger hacia la hilera de rostros que pudo ver sobre el muro, como si fueran cabezas desmembradas colgadas en lo más alto del condenado muro.
Algunos de los presentes se volvieron a mirar a Hermana; ella no deseaba hacerse cargo de aquella responsabilidad, pero supuso que le había tocado.
—¡Yo! ¿Qué quiere?
—Paz —replicó Roland mirando los cuerpos esparcidos por el suelo—. ¡Su gente ha hecho un buen trabajo! —Sonrió con una mueca, aunque interiormente estaba furioso de rabia. Amigo no le había dicho nada acerca de trincheras y muros defensivos. ¿Cómo era posible que aquellos condenados granjeros hubieran podido construir una barricada tan buena?—. ¡Tienen ahí un buen muro! —dijo—. ¡Parece bastante sólido! ¿Lo es?
—¡Resistirá lo suficiente!
—¿Lo hará? Me pregunto cuántos cañonazos se necesitarán para abrir un agujero y enviarla al infierno, señora.
—No lo sé —contestó Hermana con una sonrisa rígida, aunque el sudor le corría por las sienes y sabía que no tendrían ninguna oportunidad contra una máquina tan monstruosa—. ¿De cuánto tiempo dispone?
—¡De mucho! ¡De todo el tiempo del mundo! —exclamó Roland palmeando el cañón.
Era una pena, pensó, que el cañón no dispusiera de proyectiles, y aunque los hubieran tenido, ninguno de ellos habría sabido cómo cargarlo y dispararlo. El segundo tanque se había estropeado sólo unas pocas horas después de salir de Lincoln, y este había tenido que ser conducido por un cabo que en otros tiempos se había ganado la vida conduciendo grandes camiones de transporte por las montañas Rocosas, pero ni siquiera él podía controlar al enorme bastardo durante todo el tiempo. No obstante, a Roland le encantaba montar en él, porque el interior olía a metal caliente y a sudor, y no podía imaginar un caballo de guerra más adecuado para un caballero del rey.
—¡Eh, señora! ¿Por qué no nos dan ustedes lo que queremos y nadie sufrirá ningún daño? ¿Le parece bien?
—¡A mí me da la impresión de que son ustedes los que están recibiendo el peor daño!
—Oh, ¿lo dice por esta pequeña escaramuza? ¡Señora, aún no hemos empezado! ¡Eso no ha sido más que un ejercicio! Mire, ahora ya sabemos dónde están sus trincheras. Detrás de mí hay mil soldados a los que le gustaría mucho conocer a su gente. O quizá me equivoque y estén al otro lado, rodeándoles por el sur. ¡Podrían estar en cualquier parte!
Hermana se sintió mal. ¡No había forma de luchar contra un tanque! Se dio cuenta de que Swan estaba junto a ella, mirando por encima del muro.
—¿Por qué no se meten en sus propios asuntos y nos dejan en paz? —preguntó Hermana.
—Porque uno de nuestros asuntos es precisamente conseguir lo que hemos venido a buscar —contestó Roland—. Queremos comida, agua y a la muchacha. Queremos sus armas y municiones, y los queremos ahora. ¿Me he expresado con la suficiente claridad?
—Perfectamente —contestó ella.
Y entonces levantó la escopeta y apretó el gatillo.
La distancia era demasiado grande como para apuntar con exactitud, pero el casco de Roland fue alcanzado por los perdigones en el instante en que él agachaba la cabeza por la portilla. El pañuelo blanco quedó agujereado por los perdigones y algunos de ellos le atravesaron la mano. Maldiciendo y temblando de rabia, Roland cayó en el interior del tanque.
A Hermana, un hormigueo le recorrió la espalda. Se tensó, a la espera del primer disparo del cañón…, pero este no se produjo. El motor del tanque aumentó sus revoluciones y el vehículo retrocedió sobre los cuerpos y los tocones, regresando hacia el bosque. Los nervios de Hermana no dejaron de hormiguear hasta que el tanque se hubo perdido en el bosque, y sólo entonces se dio cuenta de que algo debía de pasarle al tanque, ya que, de no ser así, ¿por qué no habían disparado y abierto un agujero directamente en el muro?
Un cohete rojo se elevó en el cielo desde los bosques occidentales y explotó sobre el campo de maíz.
—¡Ahí vienen de nuevo! —gritó Hermana con expresión encarnizada. Miró a Swan—. Será mejor que te marches de aquí antes de que todo empiece.
Swan miró a lo largo del muro, vio a los que ya estaban dispuestos para luchar y supo dónde debía estar.
—Me quedaré.
Otro cohete se elevó desde los bosques orientales y explotó en el cielo como una mancha de sangre.
El fuego de fusilería y ametralladora barrió el muro occidental, y Hermana obligó a Swan a refugiarse tras el muro. Las balas golpearon contra los troncos, arrancando fragmentos de hielo. Unos veinte segundos después de iniciada la primera cortina de fuego, los soldados de las FE apostados en el bosque del lado oriental empezaron a disparar. Sus balas no produjeron grandes daños pero obligaron a los defensores a mantener las cabezas agachadas. Los disparos continuaron, y algunas balas abrieron pequeños agujeros en el muro, rebotando contra el suelo, alcanzando a unos pocos defensores.
En el perímetro sur, los defensores vieron más coches y camiones blindados saliendo del bosque, junto con cincuenta o sesenta soldados. Las FE se precipitaron contra el muro. Las trincheras ocultas detuvieron a algunos vehículos, y provocaron la caída de unos veinte hombres, pero los demás siguieron avanzando. Dos camiones lograron pasar por el laberinto de zanjas, trincheras y tocones de árboles y se estrellaron contra los troncos. Toda la sección sur del muro tembló, pero resistió. Luego, los soldados que habían cruzado el terreno abierto llegaron junto al muro y trataron de escalarlo; sus dedos no pudieron agarrarse en el hielo, y al resbalar hacia atrás, los defensores pudieron dispararles prácticamente a quemarropa. Quienes no tenían armas de fuego, blandieron hachas, picos y palas afiladas.
El señor Polowsky, subido en la escalera de un centinela muerto, disparó su pistola con toda la rapidez con que era capaz de apuntar.
—¡Rechazadlos! —gritó.
Apuntó contra un soldado enemigo, pero antes de que pudiera disparar, una bala de rifle le alcanzó en el pecho, y una segunda en la cabeza. Cayó de la escalera, y una mujer le arrancó en seguida la pistola de la mano.
—¡Atrás! ¡Atrás! —ordenó el teniente Thatcher con las balas silbando alrededor de su cabeza, mientras defensores y atacantes caían heridos y muertos a ambos lados del muro.
Thatcher no esperó a que los demás le obedecieran; dio media vuelta y echó a correr, y al tercer paso que dio una bala del 38 le alcanzó en la parte inferior de la espalda, lanzándolo al interior de una trinchera, donde cayó sobre tres o cuatro hombres más.
La carga había sido rechazada y los soldados se retiraron dejando atrás muchos muertos.
—¡Alto el fuego! —gritó Hermana.
Los disparos cesaron poco a poco y al cabo de un minuto también dejaron de escucharse los procedentes del muro oriental.
—¡Me he quedado sin balas! —le dijo a Hermana una mujer que sostenía un rifle.
A lo largo de la hilera de defensores se escucharon otras voces, pidiendo más munición, pero Hermana sabía que una vez agotadas las balas de que disponía cada cual, ya no habría más. «Nos están preparando una trampa —pensó—. Nos obligan a desperdiciar la munición y en cuanto vean que las armas son inútiles asaltaran el muro en una oleada de muerte y destrucción». A ella misma sólo le quedaban seis cartuchos para la escopeta, y eso era todo.
Se dio cuenta de que a la larga conseguirían atravesar el muro. Miró a Swan, y por la expresión de sus ojos comprendió que ella también había llegado a la misma conclusión.
—Me quieren a mí —dijo Swan. El viento le arremolinó el cabello alrededor de su rostro pálido y encantador, como el flamear de unas brillantes llamas—. No quieren a nadie más que a mí.
Su mirada se posó sobre una de las escaleras apoyadas contra el muro.
Hermana extendió el brazo y su mano sujetó la barbilla de Swan, haciéndole volver la cabeza.
—¡Quítate eso de la cabeza! —le espetó Hermana—. ¡Sí, te quieren a ti! ¡Él te quiere a ti! ¡Pero no imagines ni por un instante que todo habrá terminado si tú te entregas!
—Pero… si yo me entregara, quizá pudiera…
—¡No podrías! —le interrumpió Hermana—. Si pasaras al otro lado de este muro les estarías diciendo a los demás que ya no queda nada por lo que valga la pena seguir luchando.
—Yo no… —Meneó la cabeza, tratando de desembarazarse de la visión, los sonidos y los olores de la guerra—. Yo no quiero que muera nadie más.
—Ahora ya no depende de ti. Hay gente que va a morir. Incluso es posible que yo esté muerta antes de que termine el día. Pero hay cosas por las que vale la pena luchar y morir. Será mejor que aprendas eso aquí y ahora mismo, si es que alguna vez vas a tener que dirigir a la gente.
—¿Dirigir a la gente? ¿Qué quieres decir?
—No lo sabes, ¿verdad? —Hermana soltó la mandíbula de Swan—. ¡Tú eres una líder natural! Se nota en tus ojos y en tu voz, en la forma en que te comportas, en todo lo que te rodea. La gente te escucha, y creen en lo que les dices, y desean seguirte. Si dijeras que todos deberían bajar las armas en este mismo instante, así lo harían. Porque saben que eres alguien muy especial, al margen de que tú lo creas o no. Eres una líder, Swan, y será mejor que aprendas a actuar como tal.
—¿Yo? ¿Una líder? No, yo sólo soy…, sólo soy una muchacha.
—Naciste para dirigir a la gente, y también para enseñarles —afirmó Hermana—. Esto me ha dicho lo que eres —dijo tocando el contorno del círculo de cristal que llevaba en la bolsa de cuero—. Josh lo sabe, como también lo sabe Robin. Y ese hombre del ojo escarlata lo sabe tan bien como yo misma. —Hizo un gesto señalando el otro lado del muro, donde estaba segura de que se encontraría el hombre—. Y ha llegado el momento de que tú también lo aceptes así.
Swan se sintió confundida y desorientada. Su niñez en Kansas, antes del diecisiete de julio, le parecía ahora como si hubiera sido la vida de otra persona que hubiese vivido cien años antes.
—¿Enseñarles, qué? —preguntó.
—Lo que puede ser el futuro —contestó Hermana.
Swan pensó en lo que había visto en el círculo de cristal: los bosques y los prados verdes, los campos dorados, los fragantes huertos de un nuevo mundo.
—Y ahora monta en ese caballo —dijo Hermana—, y recorre el muro. Muéstrate erguida y orgullosa, y deja que te vea todo el mundo. Monta como lo haría una princesa —dijo, irguiendo ella misma la espalda—, y deja que todo el mundo sepa que en este condenado mundo aún quedan cosas por las que vale la pena morir.
Swan volvió a mirar la escalera. Hermana tenía razón. Sus enemigos querían apoderarse de ella, sí, pero no se detendrían aunque la tuvieran; seguirían matando, como perros rabiosos y frenéticos, porque eso era todo lo que comprendían.
Se dirigió hacia el costado de Mulo, sujetó las riendas de cuerdas y saltó sobre su lomo. El caballo se encabritó un poco, aún nervioso por el fragor de la lucha, y luego se tranquilizó y respondió al contacto de la mano de Swan. Ella lo hizo avanzar con un susurro, y Mulo inició un trote suave a lo largo del muro.
Hermana la observó alejarse, con el cabello ondeándole a la espalda, como un feroz estandarte, y vio como los demás se volvían para mirarla y se enderezaban un poco más al hacerlo, y los vio comprobar sus armas y municiones después de que ella hubiera pasado. Vio una nueva resolución en los rostros de todos, y supo que, si la situación llegaba a ese extremo, todos estarían dispuestos a morir por Swan y por su pueblo. Confiaba en que no fuera así, pero en el fondo estaba segura de que los soldados volverían a lanzarse al ataque con mayor furia que nunca, y en estos momentos no había escapatoria posible.
Hermana volvió a cargar la escopeta y se encaramó de nuevo al banco de tierra para esperar el siguiente ataque.