Cenizas amargas
En la cuarta noche, el fuego se reflejó en el cielo.
Robin lo vio mientras seguía llenando cubos y baldes de agua que cargaba en carros que eran transportados junto al muro. Utilizaban todas las vasijas disponibles, desde cubetas de plástico hasta bañeras, y en cuanto quienes trabajaban alrededor de la fuente habían llenado un carro o camión, otro se adelantaba dispuesto para aceptar una nueva carga.
Robin sabía que el resplandor reflejado en las nubes bajas, hacia el norte, procedía de las antorchas y las hogueras del campamento enemigo, que quizá se hallaba ahora a unos veinte kilómetros de distancia. Llegarían a Mary’s Rest al día siguiente, y había que espesar todo lo posible la delgada capa de hielo que cubría el muro, ya terminado, de poco más de dos metros de altura. Tenían que hacer todos los esfuerzos posibles para aprovechar las últimas horas que les quedaban. Le dolían los hombros, y cada cubo que hundía en el pozo de la fuente parecía pesar treinta kilos al sacarlo. Pero pensaba en Swan y seguía trabajando. Aquel otro día, ella se le había unido y caminado a su lado, y luego le había ayudado a rellenar la carretilla de tierra, como cualquier otra persona. Se habían hecho cortes en las manos y les habían salido callos al mismo tiempo y, mientras trabajaban, Robin le había hablado de sí mismo, del orfanato y de los años pasados con los salteadores de caminos. Swan lo había escuchado sin juzgar, y cuando él hubo terminado de contarle su historia, ella también le había contado la suya.
A Robin no le importaba el dolor de su cuerpo. Había apartado de su mente la noción de debilidad y cansancio como si fuera una manta vieja. Todo lo que tenía que hacer era pensar en el rostro de Swan, e inmediatamente experimentaba una renovada fortaleza. Tenía que ser protegida como una flor hermosa, y sabía que estaba dispuesto a morir por ella si así tuviera que ser.
También vio la misma fortaleza reflejada en otros rostros, y se dio cuenta de que todo el mundo estaba esforzándose más allá de sus propios límites. Porque todos sabían tan bien como él que del día de mañana dependería el futuro.
Glory estaba de pie en el porche de su barraca, mirando fijamente hacia el norte, con una mano puesta sobre el hombro de Aaron.
—¡Les voy a golpear con todas mis fuerzas! —prometió Aaron blandiendo a Bebé Llorón como si fuera una cachiporra.
—Mañana te vas a quedar dentro de la casa —le dijo su madre—. ¿Me has entendido?
—¡Quiero ser soldado! —protestó el chico.
Ella le apretó el hombro con dureza y lo hizo volverse.
—¡No! —le gritó con una mirada de furia en sus ojos de color ámbar—. ¿Acaso quieres aprender a matar y apoderarte de lo que pertenece a otras personas? ¿Quieres que tu corazón se convierta en una piedra para poder empujar a la gente y pensar que eso está bien hecho? Muchacho, si pensara que pudieras llegar a ser así de mayor, te abriría la cabeza ahora mismo. Así que no vuelvas a decir nunca que quieres ser soldado. ¿Me has entendido?
Al pequeño le tembló el labio inferior.
—Sí, mamá —dijo—. Pero… si no hay soldados buenos, ¿cómo vas a impedir que ganen los soldados malos?
Ella no pudo contestar aquella pregunta. Los ojos del chico buscaron los de su madre. ¿Sería cierto que los soldados marcharían siempre bajo banderas y jefes diferentes?, se preguntó Glory. ¿Es que nunca acabarían las guerras, independientemente de quién las ganara? Allí estaba su propio hijo, ante ella, haciéndole la misma pregunta.
—Pensaré en ello —dijo, y eso fue todo lo que pudo decirle.
Miró calle abajo, hacia donde había estado la iglesia, ahora desaparecida porque se había utilizado la madera para fortificar el muro. Se habían contado y distribuido todas las armas de fuego, hachas, picos, palas, martillos, cuchillos y todo aquello que pudiera ser utilizado como arma. No disponían de mucha munición, y el chatarrero se había ofrecido a fabricar «tirachinas supersónicos» si se le proporcionaban suficientes gomas elásticas.
Paul Thorson y los chicos aún no habían regresado, y Glory dudaba de que volvieran a verlos.
Entró en la barraca y regresó a la habitación donde Josh estaba tumbado en la cama, con un coma febril. Observó la nudosa máscara de Job sabiendo que por debajo de ella se encontraba el verdadero rostro de Josh.
Aún sostenía en la mano una carta del tarot. Sus dedos sujetaban con tal firmeza la carta de La Emperatriz, que ninguno de ellos se la había podido quitar, ni siquiera Anna. Se sentó a su lado y esperó.
De repente, uno de los centinelas apostados sobre una escalera mal construida gritó desde el borde norte del muro.
—¡Alguien se acerca!
Hermana y Swan, que estaban trabajando juntas, vertiendo agua sobre su sección del muro, escucharon el grito de advertencia. Acudieron presurosas al puesto de observación.
—¿Cuántos son? —preguntó Hermana.
¡Aún no estaban preparados! ¡Era demasiado pronto!
—Dos. No, espera…, creo que son tres. —El centinela amartilló su rifle, intentando ver en la oscuridad—. Vienen dos a pie. Y creo que uno de ellos lleva a un tercero. ¡Es un hombre y dos chicos!
—¡Oh, Dios! —exclamó Hermana con el corazón dándole un salto en el pecho—. ¡Traed una escalera! —gritó al centinela más próximo a lo largo del muro—. ¡De prisa!
Se bajó la segunda escalera por el otro lado del muro. El primero en subir fue Bucky, con el rostro cubierto de sangre reseca. Hermana lo ayudó a bajar y el muchacho le echó los brazos al cuello y se colgó de ella.
Paul Thorson subió al otro lado del muro. Tenía una herida de siete centímetros en un lado de la cabeza y sus ojos parecían rodeados por una conmoción grisácea. Llevaba sobre los hombros a uno de los chicos que habían ayudado a Hermana y a él mismo a efectuar el viaje hasta Mary’s Rest. El brazo derecho del muchacho estaba cubierto de sangre seca, y tenía agujeros de bala en la espalda.
—¡Llevadlo a la enfermería! —le dijo Hermana a otra mujer, entregándole a Bucky. El muchacho sólo emitió un débil sollozo, nada más.
Paul descendió al suelo. Las rodillas se le doblaron, pero Hermana y Swan lo sostuvieron antes de que cayera al suelo. El señor Polowsky y Anna se acercaron corriendo, seguidos por otras personas.
—Tomadlo —dijo Paul con voz ronca. Tenía la barba y el cabello llenos de nieve y el rostro arrugado y agotado. Polowsky y el centinela le quitaron al muchacho de la espalda, y Hermana se dio cuenta de que el chico estaba casi rígido por la congelación—. ¡Se pondrá bien! —dijo Paul—. Le dije que lo traería. —Tocó con una mano el rostro frío y azulado—. Eso fue lo que te dije, ¿verdad? —Se lo llevaron, y Paul les gritó aún—: ¡Tened cuidado con él! ¡Dejadlo dormir si eso es lo que quiere!
Uno de los otros hombres desenroscó la tapa de un recipiente de café y se lo entregó a Paul. Empezó a beber con tal avidez que Hermana tuvo que contenerlo, y él parpadeó de dolor cuando el líquido caliente extendió el calor por sus ateridos huesos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Hermana—. ¿Dónde están los otros?
—Muertos —contestó Paul estremeciéndose y bebiendo más café—. Todos han muerto. ¡Oh, Jesús, estoy helado de frío!
Alguien trajo una manta y Swan le ayudó a envolverse en ella. Lo condujeron hasta una hoguera cercana, y permaneció allí de pie durante un rato, dejando que la circulación de la sangre volviera a fluir por sus manos.
Luego les contó lo que había ocurrido. Habían descubierto el campamento enemigo al segundo día de marcha, a unos noventa kilómetros al norte de Mary’s Rest. Los chicos sabían muy bien cómo acechar; se habían podido introducir en el campamento y echar un vistazo, y mientras estuvieron allí pincharon las ruedas de algunos camiones. Pero había muchos coches y camiones, y la mayoría de ellos estaban cubiertos con planchas de metal y tenían torretas para las armas. Había soldados por todas partes, llevando ametralladoras, pistolas y rifles. Los chicos habían logrado salir, y durante el día siguiente ellos y Paul se habían mantenido por delante del ejército que avanzaba.
Pero esa misma noche algo había salido mal. Se escucharon disparos y se vieron fogonazos, y sólo Bucky y el otro chico lograron salir del campamento.
—Tratamos de alejarnos en el vehículo —dijo Paul con los dientes castañeteándole aún—. Habíamos recorrido ya unos diez o doce kilómetros cuando, de pronto, los bosques se llenaron de soldados. Quizá nos habían estado siguiendo durante todo el día, no lo sé. Empezó a dispararnos una ametralladora. Las balas alcanzaron el motor. Intenté llegar a la carretera, pero el coche estaba acabado. Echamos a correr. No sé durante cuánto tiempo nos siguieron. —Miró fijamente el fuego, moviendo la boca por un momento, pero sin pronunciar palabras—. Nos siguieron —continuó diciendo al cabo de un rato—. No sé quiénes eran pero, desde luego, sabían lo que se hacían. —Parpadeó pesadamente y miró a Hermana—. Tienen muchas armas de fuego, cohetes de señales y quizá también granadas de mano. Y muchas armas. Diles que atiendan bien a ese chico. Está muy cansado. Le dije que lo traería de vuelta.
—Lo has traído de vuelta —le dijo Hermana con suavidad—. Y ahora quiero que vayas a la casa de Hugh y descanses. —Le hizo una seña a Anna para que lo ayudara—. Mañana te vamos a necesitar.
—No me la han arrebatado —dijo Paul—. No les habría permitido que me mataran y me la arrebataran.
—¿Arrebatarte, qué?
Sonrió fatigadamente y se tocó la Magnum, que llevaba al cinto.
—Mi vieja compañera.
—Vamos, será mejor que descanses un poco, ¿de acuerdo?
Él asintió con un gesto y permitió que Anna lo ayudara a alejarse de allí, medio tambaleándose.
De repente, Hermana subió la escalera y su rostro se llenó de sangre al tiempo que gritaba hacia el norte:
—¡Vamos, jodidos asesinos! ¡Vamos, venid! ¡Ya hemos visto lo que sois capaces de hacerles a unos niños! ¡Venid, cobardes hijos de perra!
Su voz se quebró y se apagó y luego permaneció en lo alto de la escalera, echando vapor por la boca y las ventanas de la nariz, con el cuerpo temblándole como un pararrayos en una tempestad.
El viento helado le dio en la cara y creyó percibir el olor de unas cenizas amargas.
No servía de nada continuar allí de pie, encolerizada como…, como una vieja dama de la ciudad de Nueva York, terminó por decirse a sí misma. No, aún quedaba mucho trabajo por hacer, porque los soldados no tardarían en presentarse.
Bajó la escalera, y Swan le tocó en un brazo.
—Estoy bien —dijo Hermana con voz ronca.
Ambas sabían que la Muerte estaba de camino, sonriendo con la mueca de una calavera, y arrasándolo todo a su paso.
Regresaron a sus puestos en el muro y se inclinaron para reanudar su trabajo.