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Robin se muestra frío

El sonido doloroso produjo un eco a través del aire helado y Swan se encogió. Tiró de la cuerda que formaba las riendas de Mulo, llevándolo al paso, y las ventanas de la nariz del caballo despidieron vapor, como si el animal también hubiera escuchado el ruido y se hubiera sentido molesto por ello. Hasta ella llegaron más sonidos dolorosos, como el rápido y agudo gemido de las notas de una guitarra eléctrica, pero Swan sabía que tenía que soportarlos.

Eran los sonidos producidos por los árboles vivos que estaban siendo cortados para añadir sus troncos al muro de metro y medio de altura que, junto con el ramaje y la tierra, rodeaban el pueblo de Mary’s Rest y el campo de maíz.

Por encima de aquellos sonidos dolorosos, Swan escuchó el continuo golpeteo de las hachas trabajando.

—Adelante, Mulo —dijo, guiando al caballo a lo largo del muro, donde docenas de personas apilaban ramajes y maderos. Todos ellos levantaron la mirada y detuvieron su trabajo mientras ella pasaba, y luego volvieron a la tarea con una energía renovada.

Bud Royce les había dicho a ella, a Hermana y a Josh que el muro debía tener por lo menos dos metros de altura antes de verter agua sobre él…, pero el tiempo se les acababa. Habían necesitado más de veinte horas de arduo trabajo ininterrumpido para levantar un muro hasta la altura y con la circunferencia que tenía ahora. En el lindero del bosque, que retrocedía con rapidez, equipos de trabajo dirigidos por Anna McClay, Royce y otros voluntarios se ocupaban de excavar una red de trincheras, cubriéndolas luego con palos, ramajes y nieve.

Delante de ella había un grupo de gente transportando piedras y tierra e introduciéndolas en las grietas del muro. La respiración de las personas producía nubecillas blancas en el aire. Entre ellas se encontraba Hermana, con las manos y las ropas manchadas de tierra y el rostro enrojecido por el frío. Llevaba una fuerte cuerda enrollada al cuello, y de ella colgaba el asa de la bolsa de cuero. Cerca, Robín descargaba otra carretilla llena de tierra. Swan sabía que el muchacho había querido marcharse con Paul, Bucky y los otros chicos que se dirigieron hacia el norte el día anterior, en un Subaru gris, pero Hermana le había dicho que necesitaban de sus músculos para construir el muro.

Swan retuvo a Mulo y bajó del caballo. Hermana la vio y la reprendió.

—¿Qué estás haciendo aquí? Te dije que te quedaras dentro de la barraca.

—Eso fue lo que me dijiste, sí —asintió Swan recogiendo puñados de tierra y arrojándolos en una de las grietas—. Pero no voy a quedarme allí sentada mientras todo el mundo se dedica a trabajar.

Hermana levantó las manos para mostrárselas a Swan. Estaban cruzadas por rasguños ensangrentados que se había hecho con las pequeñas piedras cortantes.

—Tienes que conservar tus manos en buen estado para cosas mejores. ¡Vete ahora!

—Tus manos se curarán. Y las mías también.

Swan se inclinó, recogió más tierra y piedras y siguió llenando el agujero existente entre dos troncos. A unos veinte metros de distancia, unos hombres colocaban en posición más troncos y ramajes, aumentando así la altura del muro.

Robin levantó la vista hacia el cielo bajo y de feo aspecto.

—Se habrá hecho de noche dentro de una hora. Si están cerca de aquí, es posible que veamos el resplandor de sus hogueras de campamento.

—Paul nos hará saber si se acercan —dijo Hermana, confiada. Sabía que Paul se había presentado voluntario para llevar a cabo una tarea muy peligrosa. Si los soldados lo capturaban a él y a los chicos, estarían prácticamente muertos. Miró a Swan, aguijoneada por el temor que sentía por Paul—. ¡Vamos, Swan! No tienes ninguna necesidad de estar aquí fuera desgarrándote las manos.

—¡Yo no soy diferente a los demás, maldita sea! —espetó Swan de repente, enderezándose y dejando de trabajar un momento. En sus ojos apareció una expresión de cólera y sus mejillas se ruborizaron—. Soy una persona, no…, no una pieza de cristal en una condenada estantería. Puedo trabajar tan duramente como cualquiera, y no necesito que tú me facilites las cosas.

A Hermana le extrañó la explosión de cólera de Swan, y se dio cuenta de que los demás también la miraban.

—Lo siento —dijo Swan un instante después, tranquilizándose—, pero no tienes que alejarme de nada ni protegerme. Soy capaz de cuidar de mí misma. —Se volvió y miró a los demás y, sobre todo, a Robin, y luego volvió a mirar a Hermana—. Sé por qué se dirige ese ejército hacia aquí, y también sé quién lo trae. Es a mí a quien quieren. Todo el pueblo está en peligro sólo por mi causa. —Se le quebró la voz y unas lágrimas asomaron a sus ojos—. Quisiera echar a correr, huir, pero sé que si lo hago los soldados vendrían de todas formas. A pesar de todo, se apoderarían de las cosechas y no dejarían a nadie con vida. Así que no hay necesidad de huir, pero si morimos todos, será por mi causa. Por mí. Así que, por favor, déjame hacer todo lo que pueda.

Hermana sabía que Swan tenía razón. Ella, Josh y los demás la habían estado tratando como si fuera una pieza frágil de porcelana, o como…, sí, pensó, como una de aquellas esculturas de cristal de la tienda Steuben Glass, en la Quinta Avenida. Todos ellos habían fijado su atención en el don de Swan, capaz de agitar la vida en la tierra muerta hasta entonces, y se habían olvidado de que no era más que una muchacha. No obstante, Hermana temía por las manos de Swan, porque aquellas manos eran instrumentos capaces de hacer florecer la vida en el desierto. Swan, sin embargo, era mucho más decidida y dura de lo que indicaban sus años, y estaba dispuesta a trabajar.

—Desearía que te pusieras un par de guantes, pero supongo que serán difíciles de conseguir —dijo Hermana, cuyo propio par de guantes ya estaba destrozado—. Bueno, pongámonos a trabajar entonces. Estamos perdiendo el tiempo.

Y tras decir esto, volvió a su tarea.

Ante el rostro de Swan aparecieron un par de guantes de lana viejos.

—Póntelos —le pidió Robin, cuyas manos estaban desnudas ahora—. Yo siempre puedo robar unos en cualquier parte.

Swan le miró a los ojos. Por detrás de la dura máscara de su expresión había en los ojos de Robin un brillo de suave amabilidad, como si el sol hubiera brillado de pronto por entre las nubes bajas que anunciaban una nevada. Hizo un gesto en dirección a Hermana.

—Dáselos a ella.

Robin asintió con un gesto. El corazón le latía con rapidez, y por un momento pensó que si esta vez se le ocurría hacer algo estúpido, sería capaz de meterse en un agujero, cubrirse y quedarse allí encogido. «¡Oh, eres tan hermosa, Swan! ¡No debo cometer ninguna estupidez! —se advirtió a sí mismo—. ¡Debo ser frío! Muy frío».

Robin abrió la boca.

—Te amo —le dijo.

Hermana abrió mucho los ojos. Se enderezó y se volvió a mirar a Robin y a Swan.

Swan se había quedado sin habla. Robin mostraba una mueca horrorizada, como si se hubiera dado cuenta de que sus cuerdas vocales habían funcionado con una voluntad propia, al margen de su control. Pero ya había dicho las palabras, y todos los que estaban alrededor las habían escuchado.

—¿Qué… has dicho? —preguntó Swan.

El rostro de Robin parecía como si lo hubieran empapado con ketchup.

—Ah…, tengo que traer más tierra —murmuró—. Del campo. Es de allí de donde saco la tierra, ¿sabes?

Retrocedió de espaldas hacia donde había dejado la carretilla, tropezó con ella y casi estuvo a punto de caer. Luego se volvió y se alejó rápidamente.

Tanto Hermana como Swan se lo quedaron mirando mientras se alejaba.

—¡Ese muchacho está loco! —gruñó Hermana.

—Oh…, espero que no —dijo Swan con suavidad.

Hermana la miró fijamente y entonces se dio cuenta de todo.

—Creo que puede necesitar algo de ayuda con la tierra —sugirió Hermana—. Quiero decir que alguien debería ayudarlo. Sería mucho más rápido si dos personas trabajaran juntas, ¿no crees?

—Sí. —Swan casi contuvo la respiración y se encogió de hombros—. Supongo que sí. Quizá.

—Muy bien, entonces será mejor que vayas a ayudarle. Nosotros nos haremos cargo del trabajo aquí.

Swan vaciló. Observó a Robin que seguía alejándose hacia el campo, y se dio cuenta de que sabía muy pocas cosas de él. Probablemente, no le importaría nada si pudiera conocerlo.

Aún estaba pensando en lo mismo cuando tomó las riendas de Mulo y empezó a caminar en pos de Robin.

—Un paso cada vez —dijo Hermana en voz baja.

Pero Swan ya empezaba a alejarse.

Josh llevaba ocho horas transportando troncos sin parar, y sus piernas parecían a punto de ceder bajo su peso cuando se dirigió tambaleándose hacia la fuente de agua para beber un poco. Muchos de los niños, incluyendo a Aaron, tenían la responsabilidad de transportar cubos de agua y tazas entre los equipos de trabajadores.

Josh bebió una taza llena de agua y luego la dejó sobre la tapa del gran barril de agua que se había colocado junto a la fuente. Se sentía muy cansado, y el dolor del hombro le estaba matando. Además, apenas si podía ver a través de la ranura de su ojo, entre la máscara de Job; sentía la cabeza tan pesada que necesitaba hacer un tremendo esfuerzo sólo para evitar que se le ladeara. Se había obligado a sí mismo a transportar madera, a pesar de las objeciones de Hermana, Swan y Glory. Ahora, sin embargo, todo lo que deseaba era tumbarse y descansar. Una buena hora de descanso sería suficiente para recuperar fuerzas y regresar al trabajo, porque aún había muchas cosas por hacer y cada vez disponían de menos tiempo.

Había intentado convencer a Glory para que tomara a Aaron y se marchara de allí, quizá para ocultarse entre los bosques hasta que todo hubiera terminado, pero ella estaba decidida a quedarse con él. Y Swan también había tomado su decisión. No serviría de nada intentar cambiarla. Pero los soldados iban a llegar, y ellos querían a Swan, y Josh sabía que esta vez apenas si le quedaban fuerzas para protegerla.

Por debajo de la máscara de Job el dolor le recorría la cara como un choque eléctrico. Se sentía débil, a punto de perder el conocimiento. «Sólo una hora de descanso —se dijo a sí mismo—. Sólo una hora, y luego volveré a trabajar, aunque sea con los dedos rotos y las costillas doloridas. ¡Qué suerte que ese condenado bastardo de cara cambiante abandonara la lucha! ¡Podría haberme matado!».

Empezó a caminar hacia la barraca de Glory, sintiendo las piernas como trozos de madera insensible. «¡Vaya! —pensó—. Si todos aquellos aficionados pudieran ver ahora al Frankenstein Negro se pondrían a patear y aullar».

Se desabrochó el abrigo y se aflojó el cuello de la camisa, humedecido de sudor. Pensó que el aire debía de estar calentándose porque el sudor le corría por los costados y tenía la camisa pegada al pecho y a la espalda. «¡Dios santo! ¡Si estoy ardiendo!».

Se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre los escalones de acceso a la barraca, pero poco después se encontró dentro, se quitó el abrigo y lo tendió sobre el suelo.

—¡Glory! —llamó con voz débil antes de recordar que esta había salido a excavar trincheras con uno de los equipos de trabajo—. Glory —susurró, pensando en cómo sus ojos de color ámbar se habían iluminado y cómo había brillado su rostro, como una lámpara en la oscuridad, cuando él le regaló aquel vestido tachonado de lentejuelas.

Ella había abrazado el vestido y había recorrido la tela con los dedos, y al mirarlo a él de nuevo Josh había visto una lágrima bajándole por la mejilla.

En ese instante, había sentido deseos de besarla. Había querido apretar sus labios contra los de ella y acariciarle la mejilla con la suya, pero no pudo hacerlo, no con aquella condenada porquería que le cubría toda la cara. Pero la había mirado a través de la estrecha ranura de su único ojo en buen estado, y se le ocurrió pensar entonces que ya se le había olvidado el aspecto que había tenido Rose. Los rostros de los chicos, sin embargo, permanecían en su mente con tanta claridad como si fueran fotografías…, pero el rostro de Rose se había desvanecido de sus recuerdos.

Le había regalado el vestido a Glory porque había querido ver cómo era su sonrisa…, y entonces ella había sonreído y para él fue como si hubiera echado un fugaz vistazo a otro mundo, mucho mejor.

Josh perdió finalmente el equilibrio y se tambaleó contra la mesa. Algo cayó al suelo, y se inclinó para recogerlo.

Pero, de repente, todo su cuerpo pareció ceder y desmoronarse como un castillo de naipes, y cayó hacia adelante cuán largo era, sobre el suelo. Toda la barraca tembló con el choque.

«Me estoy quemando —pensó—. Oh, Dios… Me estoy… quemando…».

Sostenía algo entre los dedos. Era el objeto que se había caído de la mesa al suelo. Lo sostuvo cerca del ojo y distinguió lo que era.

Se trataba de la carta de tarot, con la mujer joven sentada sobre un paisaje de fondo, lleno de flores, trigo y una cascada. El león y el cordero yacían a sus pies, y en una mano sostenía un escudo con el ave fénix en él, resurgiendo en llamas de entre las cenizas. Sobre la cabeza llevaba lo que parecía ser una corona de cristal, que brillaba iluminada por la luz.

—La… Em… peratriz —leyó Josh en la carta.

Miró fijamente las flores, observó la corona de cristal y luego el rostro de la mujer joven. Lo examinó más de cerca y cuidadosamente, mientras la fiebre le atenazaba la cabeza y el cuerpo como si se hubieran abierto unas compuertas volcánicas.

«Tengo que decírselo a Hermana —pensó—. Tengo que decirle a Hermana… que el círculo de cristal de su bolsa… es una corona. Tengo que enseñarle esta carta… porque Swan y la Emperatriz… tienen la misma cara…».

Y entonces, la fiebre eliminó todos los pensamientos de su mente y se quedó inmóvil, con la carta de tarot sujeta en su mano.