79

La decisión de Swan

—Van a venir —dijo Hermana—. Sé que van a venir. Lo que yo planteo es: ¿qué vamos a hacer cuando estén aquí?

—¡Les volamos sus condenadas cabezas! —dijo un escuálido hombre negro, levantándose del banco toscamente construido—. ¡Sí, señor! ¡Conseguimos armas suficientes para obligarlos a retirarse!

—¡Correcto! —asintió otro hombre, sentado en el otro extremo de la iglesia—. No vamos a permitir que esos bastardos vengan aquí y se lleven todo lo que quieran.

Se produjo un murmullo de asentimiento enojado entre la multitud de más de doscientas personas que se había reunido en la iglesia, todavía a medio construir, aunque también hubo muchos otros que disintieron.

—¡Escuchad! —dijo una mujer, levantándose del asiento—. Si lo que ella dice es cierto, y vienen hacia aquí un par de miles de soldados, estaríamos locos si pensáramos que podemos oponerles resistencia. Tenemos que recoger todas aquellas pertenencias que podamos llevarnos y march…

—¡No! —bramó un hombre de barba gris desde la fila contigua de bancos. Se levantó, con el rostro recorrido por cicatrices de quemaduras y lívido de rabia—. ¡No, por Dios! Nos quedaremos aquí, donde están nuestros hogares. Mary’s Rest era un pueblo que no valía nada, pero miradlo ahora. ¡Demonios, hemos construido casi una verdadera ciudad en la que vivir! ¡Lo estamos reconstruyendo todo! —Miró a la multitud que lo rodeaba, con los ojos oscuros y una expresión de furia. A unos dos metros y medio por encima de su cabeza había lámparas de aceite que colgaban de las vigas del techo aún sin cubrir, extendiendo una apagada luz dorada sobre los reunidos; el humo de las lámparas se elevaba hacia la noche—. Yo tengo una escopeta que me está pidiendo que mi esposa y yo nos quedemos donde estamos. Y si tenemos que morir, moriremos aquí. ¡No vamos a salir corriendo delante de nadie!

—¡Esperad un momento! ¡Escuchadme todos un momento! —exclamó un hombre corpulento, con una chaqueta de tela y unos pantalones caqui, levantándose del banco donde había estado sentado—. ¿Cómo es posible que todos nos hayamos vuelto locos? Esta mujer ha impreso estas cosas —sostuvo en alto un boletín toscamente impreso en que se decía: «¡Reunión de emergencia esta noche! ¡Acudid todos!»—, y todos empezamos a discutir como un puñado de idiotas. Ahora se nos planta ahí delante y nos dice que una especie de condenado ejército se dirige ahora mismo hacia aquí… —Miró directamente a Hermana—. ¿Cuánto tiempo dijiste que tardarían en llegar?

—No lo sé. Quizá tres o cuatro días. Disponen de coches y camiones, y una vez que emprendan la marcha, se moverán con rapidez.

—Ah, ah. Muy bien, te pones ahí delante y empiezas a hablar de que un ejército se dirige hacia aquí, y todos empezamos a cagarnos en los pantalones. ¿Cómo sabes tú eso? ¿Y qué es lo que andan buscando? Quiero decir que si están dispuestos a librar una guerra, seguramente encontrarían un mejor lugar donde hacerlo. ¡Aquí todos somos estadounidenses, no rusos!

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Hermana.

—Bud Royce. Es decir, capitán Bud Royce, de la ex Guardia Nacional de Arkansas. ¿Lo ve? Yo mismo sé algo acerca de los ejércitos.

—Pues bien, capitán Royce. Te voy a decir exactamente qué es lo que andan buscando: sencillamente, nuestras cosechas. Y probablemente también nuestra agua. No puedo decirte cómo lo sé para que lo comprendas, pero estoy segura de que se acercan, y van a arrasar Mary’s Rest hasta los cimientos.

Se apretó el bolso de cuero, en cuyo interior guardaba el círculo de cristal que le había permitido caminar en sueños por un paisaje devastado cubierto de montones de esqueletos. Miró a Swan, sentada junto a Josh en el banco delantero, escuchando atentamente. Luego, se volvió a mirar a Bud Royce.

—Simplemente, créelo. Van a estar aquí muy pronto, y será mucho mejor que decidamos ahora mismo lo que vamos a hacer.

—¡Lucharemos! —gritó un hombre desde el fondo.

—¿Cómo vamos a poder luchar? —preguntó con voz temblorosa un hombre que se sostenía con un bastón—. No podemos oponer resistencia a un ejército. ¡Seríamos unos estúpidos sólo si lo intentáramos!

—¡Seríamos unos condenados cobardes si no lo hiciéramos! —dijo una mujer sentada a la izquierda.

—Sí, pero es mucho mejor vivir como cobardes que morir como héroes —replicó un hombre joven y barbudo que estaba sentado detrás de Josh—. ¡Yo me largo de aquí!

—¡Eso no es más que una basura de blandengues! —rugió Anna McClay poniéndose en pie. Se puso los brazos en jarras y observó a los presentes, con el labio superior curvado en una mueca burlona—. Dios todopoderoso, ¿de qué sirve vivir si no se lucha por todo aquello que le es más querido? Hemos trabajado como esclavos limpiando este pueblo y reconstruyendo esta iglesia, ¿y vamos a echar a correr en cuanto olisqueamos el primer problema? —Lanzó un gruñido y sacudió la cabeza, con una expresión de asco—. Recuerdo el aspecto que tenía antes Mary’s Rest, y la mayoría de vosotros también lo recordáis. Pero veo en lo que se ha convertido ahora, y me imagino lo que puede llegar a ser. Si nos marcháramos de aquí, ¿adónde iríamos? ¿A algún otro agujero en el suelo? ¿Y qué sucedería cuando ese condenado ejército decidiera seguir avanzando en nuestra dirección? Yo digo que si echamos a correr, estaremos tan muertos como si nos quedamos, así que ¿por qué no presentarles una buena resistencia y luchar?

—¡Sí! ¡Es lo mismo que digo yo! —añadió el señor Polowsky.

—¡Yo tengo esposa e hijos! —dijo Vulcevic, con una expresión de temor—. No quiero morir, y tampoco quiero que mueran ellos. ¡No sé nada de luchas!

—¡Pues entonces ya va siendo hora de que aprendas! —dijo Paul Thorson, que caminó por el pasillo central hacia el frente—. Escuchad —dijo, colocándose al lado de Hermana—. Todos nosotros sabemos lo que nos espera, ¿no es así? Sabemos dónde estábamos y dónde estamos ahora. Si abandonamos Mary’s Rest, sin luchar, volveremos a ser emigrantes, y sabremos que no tuvimos agallas suficientes ni siquiera para intentarlo. Yo, por lo menos, soy un tipo bastante holgazán. No tengo ningún deseo de volver a la carretera…, así que me quedo aquí.

Mientras la gente exponía a gritos sus opiniones, Hermana miró a Paul y sonrió débilmente.

—¿Qué es esto? ¿Otra capa en el pastel de mierda?

—No —contestó él con unos ojos azules eléctricos y acerados—. Creo que mi pastel ya está bien cocido, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí.

Quería a Paul como a un hermano, y nunca se había sentido más orgullosa de él como en aquellos momentos. Ella ya había tomado su propia decisión: quedarse y luchar, mientras Josh y Swan huían para buscar la seguridad. Se trataba de un plan que Swan no conocía aún.

Swan escuchó el tumulto de las voces mientras que en su mente surgió algo que sabía y que debería levantarse y comunicar a los demás. Pero allí había demasiada gente, y ella aún se sentía tímida cuando se trataba de hablar delante de personas extrañas. No obstante, el pensamiento era importante, y sabía que tenía que exponerlo antes de que pasara la oportunidad. Respiró profundamente y se levantó.

—Perdonadme —dijo, pero su voz quedó apagada por la cacofonía de las otras voces. Se dirigió hacia donde estaba Paul y se puso a su lado, situándose frente a la gente. El corazón le latía aceleradamente, como el de un pequeño pajarillo, y su voz tembló cuando dijo, apenas un poco más fuerte—: Perdonadme, pero quisiera…

El tumulto empezó a amortiguarse casi en seguida. Pocos segundos después se había hecho un profundo silencio, sólo interrumpido por el aullido del viento alrededor de las paredes, y los lloros de un niño, al fondo de la iglesia.

Swan los miró a todos. Estaban esperando a que ella hablara. Se había convertido en el centro de toda la atención y eso le hizo sentirse como si unas hormigas le recorrieran la espina dorsal. En el fondo de la iglesia, otras personas recién llegadas se apretaron junto a la puerta, y quizá había otras doscientas reunidas en la calle, escuchando lo que se decía, transmitido de unos a otros. Todas las miradas se posaban en Swan y, por un momento, ella creyó que la garganta se le había secado y cerrado.

—Perdonadme —se las arregló para repetir por fin—, pero me gustaría decir algo. —Vaciló, tratando de ordenar sus pensamientos—. A mí… me parece —empezó a decir sin mucha confianza— que todos nos sentimos preocupados por saber si seremos capaces de rechazar a los soldados o no… y no es esa la mejor forma de pensar. Si tenemos que luchar contra ellos aquí, en Mary’s Rest, es casi seguro que perderemos. Si huimos y lo abandonamos todo, ellos lo destruirán…, porque eso es lo que hacen los ejércitos. —Vio a Robín de pie, en la parte lateral de la iglesia, rodeado por varios de sus chicos. Sus miradas se cruzaron y se sostuvieron durante unos pocos segundos—. No podemos ganar si luchamos —siguió diciendo Swan—, y no podemos ganar tampoco si huimos. Así que a mí me parece que lo que deberíamos hacer es pensar en detenerlos, antes de que lleguen aquí.

Bud Royce se echó a reír estentóreamente.

—¿Y cómo demonios vamos a detener a un ejército si no luchamos contra él?

—Haciéndoles que sea demasiado costoso el llegar hasta aquí. Es posible que decidan dar media vuelta.

—Correcto —dijo Royce sonriendo sarcásticamente—. ¿Y qué sugiere, señorita?

—Que convirtamos Mary’s Rest en un fuerte. Como solían hacer los vaqueros en las películas antiguas cuando sabían que se acercaban los indios. Podemos construir muros alrededor de Mary’s Rest, podemos utilizar la tierra, los árboles caídos, maderos…, incluso la madera de este lugar. Podemos excavar trincheras en el bosque y cubrirlas con matorrales para que sus vehículos caigan en ellas, y podemos bloquear las carreteras para que se vean obligados a avanzar por los bosques.

—¿Has oído hablar alguna vez de lo que es la infantería? —preguntó Royce—. Aunque construyéramos trampas para sus vehículos, los soldados podrían arrastrarse y subir los muros, ¿no es cierto?

—Quizá no —contestó Swan—. Especialmente si esos muros estuvieran cubiertos de hielo.

—¿Hielo? —preguntó una mujer de rostro hundido, con unas hebras de cabello moreno, levantándose—. ¿Y cómo vamos a conseguir el hielo?

—Tenemos una fuente de agua —le recordó Swan—. Tenemos cubos, baldes y bañeras. Tenemos caballos para tirar de los carros, y disponemos de tres o cuatro días. —Swan fue observando a los presentes. Aún se sentía algo nerviosa, pero ahora ya no tanto porque tenía la sensación de que ellos querían escucharla—. Si empezamos a trabajar ahora mismo, podríamos construir un muro alrededor de Mary’s Rest, y podríamos inventar un sistema para hacer llegar el agua hasta él. Podríamos empezar a verter el agua sobre el muro antes de haberlo terminado, y a juzgar por el frío que hace, el agua no tardaría mucho en congelarse. Cuanto más agua utilicemos, mayor será el espesor del hielo. Y entonces, los soldados no podrán asaltarlo.

—¡No hay forma! —exclamó burlón Royce—. ¡No disponemos de tiempo para hacer un trabajo así!

—¡Demonios, vale la pena intentarlo! —replicó el hombre negro y huesudo—. ¡No tenemos otra alternativa!

Sonaron otras voces y volvieron a estallar las discusiones. Hermana empezó a gritarles que se callaran, pero sabía que aquel era el momento de Swan, y que era a ella a quien deseaban escuchar. En cuanto Swan volvió a hablar, cesaron las discusiones.

—Tú podrías ayudar más que nadie —le dijo a Bud Royce—. Puesto que fuiste capitán de la Guardia Nacional, podrías determinar dónde excavar las trincheras y las trampas, ¿verdad?

—Eso sería lo más fácil de todo. Pero resulta que no quiero ayudar. Me largo de aquí con las primeras luces del día.

Ella asintió con un gesto, mirándolo con serenidad. Si era aquella su elección, que así fuera.

—Muy bien —dijo volviendo a mirar a la multitud—. Creo que todo aquel que quiera marcharse debería hacerlo mañana por la mañana. Os deseo buena suerte a todos y espero que encontréis aquello que andáis buscando. —Se volvió a mirar a Robin, quien se sintió atravesado por una corriente de excitación porque los ojos de Swan estaban encendidos—. Yo me quedo —afirmó ella—. Voy a hacer todo lo que pueda para detener a los soldados e impedir que destruyan lo que hemos hecho… todos y cada uno de nosotros. Porque no sólo he sido yo quien ha hecho crecer el maíz; habéis sido todos. Yo puse las semillas en el suelo y las cubrí con tierra, pero vosotros mantuvisteis encendidas las hogueras que conservaron la tierra y el aire calientes. Y otros tuvieron a raya a los linces y a los cuervos, y otros han recogido el maíz. ¿Y cuántos de vosotros ayudasteis a cavar la fuente de agua? Todos ayudamos a recoger las pepitas de manzana y también trabajamos para reconstruir este edificio.

Vio que la escuchaban con atención, hasta el propio Bud Royce y ella tuvo la sensación de estar absorbiendo energía de ellos. Armada con la fe que habían puesto en ella, siguió hablando.

—No fui yo sola. Fuimos todos los que quisimos reconstruir las cosas. Mary’s Rest ya no es un simple montón de viejas barracas llenas de personas extrañas las unas para las otras. Ahora, todos nos conocemos, y trabajamos juntos y nos tomamos interés por las dificultades de los demás, porque sabemos que no somos diferentes los unos de los otros. Todos sabemos lo que hemos perdido… y si ahora abandonamos lo que tenemos y huimos, volveremos a perderlo todo de nuevo. Así que yo me quedo aquí. Si vivo o muero, me parecerá bien, porque he decidido dejar de huir. —Hubo un profundo silencio—. Eso es todo lo que tengo que decir.

Luego volvió a sentarse en el banco, junto a Josh, quien le puso una mano en el hombro y la notó temblando.

El silencio permaneció durante un rato. Bud Royce aún estaba de pie, pero su mirada ya no era tan dura como lo había sido antes, y en su frente habían aparecido las arrugas de un hombre entregado a sus propios pensamientos.

Hermana tampoco dijo nada. Sentía el corazón henchido de orgullo por Swan, pero en el fondo sabía muy bien que aquel ejército no acudía sólo para apoderarse de las cosechas y del agua fresca. También venían a por Swan. El hombre del ojo escarlata los estaba conduciendo hasta allí, y se disponía a utilizar la mano humana que había prometido para aplastarla.

—Muros cubiertos de hielo —musitó Royce en voz alta—. Es la idea más loca que he oído jamás. Demonios…, es una locura tan grande que incluso podría funcionar. He dicho, podría. No detendrá a los soldados durante mucho tiempo si ellos tienen voluntad suficiente para asaltar el muro. Eso depende de la clase de armas de que dispongan. Pero si les rompemos suficientes suspensiones y ejes en las trampas para vehículos, es posible que se lo piensen dos veces.

—Entonces, ¿se puede hacer? —preguntó Hermana.

—No he dicho eso. Será un trabajo tremendo, y no sé si disponemos de la mano de obra masculina suficiente para llevarlo a cabo.

—¿Mano de obra masculina? ¡Mierda! —exclamó Arma McClay—. ¿Y qué pasa con la mano de obra femenina? Y también hay muchos niños que pueden ayudar.

Su voz ronca despertó gritos de asentimiento entre los presentes.

—Bien, no necesitaremos a muchas personas y armas para defender los muros —dijo Royce—, sobre todo si nivelamos los bosques que hay alrededor y no les dejamos a esos bastardos muchos lugares donde protegerse. No queremos que nos asalten por sorpresa.

—Podemos disponer las cosas para que no suceda así —dijo una voz.

Un muchacho de cabello moreno de unos diez u once años se levantó del banco. Había engordado algo desde la última vez que lo viera Hermana, y sus mejillas estaban curtidas por el viento. Ella sabía que, por debajo del abrigo, tendría una pequeña cicatriz redonda justo por debajo del corazón.

—Si ellos están al norte —dijo Bucky—, podemos tomar un vehículo y salir a su encuentro. —Extrajo un cuchillo de hoja larga de entre los pliegues de su abrigo—. Para nosotros no sería un gran problema ocultarnos entre los bosques y pincharles algunas de las ruedas cuando no estén vigilando.

—Eso, desde luego, ayudaría mucho —admitió Royce—. Cualquier cosa que hagamos para hacer más lento su avance nos permitiría disponer de más tiempo para excavar y construir. No sería una mala idea disponer vigías a unos setenta kilómetros de distancia, por la carretera.

—Dudo que te hayas pasado mucho tiempo detrás de un volante —le dijo Paul a Bucky—. Si consigo un vehículo que no suene como un bramido de elefante, yo me encargaré de conducirlo. Tengo un poco de experiencia en eso de cazar lobos.

—¡Yo tengo un hacha! —exclamó otro hombre—. ¡No está muy afilada, pero servirá para hacer ese trabajo!

Otras personas se pusieron en pie, presentándose voluntarios.

—Podemos desmembrar algunas de las barracas vacías y utilizar también esa madera —propuso un hombre hispano, con un queloide de color violeta pálido en el rostro.

—Muy bien, tenemos que reunir todas las sierras y hachas que podamos encontrar —le dijo Bud Royce a Hermana—. Jesús, supongo que yo siempre he estado medio loco. ¿Por qué no seguir estándolo a fondo? Tendremos que asignar los detalles del trabajo y trazarnos planes, y será mejor que empecemos a hacerlo ahora mismo.

—Correcto —asintió Hermana—. Y todo aquel que no quiera ayudar, debe marcharse y apartarse de nuestro camino, empezando ahora mismo.

Unas quince personas se marcharon, pero sus lugares fueron ocupados instantáneamente por los que esperaban en el exterior.

Cuando los presentes se hubieron sentado de nuevo, Hermana miró a Swan y vio una expresión de determinación en su rostro. Sabía que, en su interior, Swan ya había tomado su propia decisión, y también sabía que nadie la convencería de abandonar Mary’s Rest mientras todos los demás se quedaban allí para enfrentarse a los soldados.

«Bueno —pensó Hermana—, daremos un paso cada vez. Un paso detrás de otro nos conduce a donde queremos llegar».

—Ahora sabemos lo que tenemos que hacer —le dijo a los presentes—: Llevar a cabo el trabajo y salvar nuestra ciudad.