Amigo
—Tráiganlo —ordenó Roland Croninger.
Los dos centinelas escoltaron al extranjero hasta el camión del coronel Macklin. Al subir la escalera, Roland vio que el hombre acariciaba con la mano izquierda uno de los rostros demoníacos tallados en la madera; en la mano derecha sostenía algo envuelto en una tela marrón. Los dos centinelas le apuntaban a la cabeza con sus pistolas, porque se había negado a permitir que le registraran el paquete, y ya había golpeado el brazo de uno de los soldados que había intentado arrebatárselo. Lo había detenido dos horas antes un centinela en el límite sur del campamento de las FE, y había sido llevado inmediatamente ante la presencia de Roland Croninger para ser interrogado. Roland le echó un vistazo y advirtió en seguida que se trataba de un hombre extraordinario; pero el extranjero se había negado a contestar cualquier pregunta, diciendo que sólo hablaría en presencia del jefe del ejército. Roland no pudo arrebatarle el paquete, y el hombre no se dejó impresionar por ninguna amenaza de tortura. Roland no creía que le preocupara mucho la tortura a un hombre que no llevaba otra cosa que unos pantalones vaqueros descoloridos, unas zapatillas deportivas y una camisa de verano de manga corta y vivos colores, a pesar del tiempo frío que hacía.
Roland se apartó a un lado cuando hicieron pasar al hombre. Había otros guardias armados alrededor de la habitación, y Macklin también había convocado a los capitanes Carr y Wilson, al teniente Thatcher, al sargento Benning y al cabo Mangrim. El coronel estaba sentado detrás de su mesa de despacho, y había una silla en el centro de la habitación, reservada para el extranjero. Cerca de ella había una pequeña mesa sobre la que se había dispuesto una lámpara de aceite encendida.
—Siéntese —ordenó Roland, y el hombre obedeció—. Creo que comprenderán por sí mismos la razón por la que deseaba que conocieran a este hombre —dijo Roland con serenidad, con la luz de la lámpara arrancando destellos rojizos de sus anteojos—. Estas son exactamente las ropas que llevaba cuando lo encontraron. Dice que no quiere hablar con nadie excepto con el coronel Macklin. Muy bien, señor —le dijo al hombre—. Aquí tiene usted su oportunidad.
El hombre echó un vistazo a la habitación, examinando a cada uno de los presentes, uno tras otro. Su mirada se entretuvo un poco más en Alvin Mangrim.
—¡Eh! —exclamó Mangrim—. Yo le conozco de haberlo visto en alguna parte, ¿verdad?
—Es posible —respondió el extranjero con voz ronca.
Era la voz de alguien que acababa de superar una enfermedad.
Macklin lo estudió. El extranjero parecía ser un hombre joven, de unos veinticinco a treinta años de edad. Tenía el cabello moreno ensortijado, ojos azules y un rostro agradable. No llevaba barba. La tela de la camisa mostraba papagayos verdes y palmeras rojas. Macklin no había visto una camisa como aquella desde el día en que cayeron las bombas. Era una camisa confeccionada para ser llevada en una playa tropical, no en una tarde en que la temperatura era casi de cero grados.
—¿De dónde demonios viene usted? —le preguntó Macklin.
La mirada del hombre joven se encontró con la suya.
—Oh, sí —dijo—. Está usted al mando, ¿verdad?
—Le he hecho una pregunta.
—Le he traído algo.
De pronto, el hombre joven arrojó su regalo sobre la mesa de Macklin. Inmediatamente, dos guardias le pusieron los cañones de sus rifles ante la cara. Macklin se encogió por el brusco movimiento, tuvo una imagen mental de una bomba destrozándolo y empezó a agacharse hacia el suelo…, pero el paquete golpeó sobre la tabla de la mesa y se abrió.
Su contenido rodó sobre los mapas de Missouri, que tenía extendidos sobre la mesa.
Macklin guardó silencio, mirando fijamente las cinco espigas de maíz. Roland cruzó la habitación y tomó una de ellas, y otros dos oficiales también se acercaron a la mesa para mirar más de cerca.
—Quitadme eso de la cara —dijo el hombre joven dirigiéndose a los guardias.
Estos vacilaron, hasta que Roland les ordenó que bajaran los rifles.
—¿Dónde las ha conseguido? —preguntó Roland.
Aún podía oler la tierra en la espiga de maíz que sostenía en la mano.
—Ya me han hecho suficientes preguntas. Ahora me toca a mí. ¿Cuántos son ustedes? —preguntó haciendo un gesto hacia la pared del camión, más allá de la cual se extendía el campamento, con sus docenas de hogueras encendidas. Ni Roland ni el coronel se molestaron en contestarle—. Si lo que pretenden es jugar conmigo —dijo el hombre sonriendo ligeramente—, me llevaré mis juguetitos y me marcharé a casa. Y supongo que no querrán que haga eso, ¿verdad?
Fue el coronel Macklin quien finalmente se decidió a romper el silencio.
—Tenemos… unos tres mil hombres. Perdimos a muchos soldados allá en Nebraska.
—¿Son tres mil hombres aptos para la lucha?
—¿Quién es usted? —preguntó Macklin.
Sentía mucho frío, y observó que el capitán Carr se soplaba el aliento sobre las manos para calentárselas.
—¿Son esos tres mil hombres capaces de luchar?
—No. Tenemos unos cuatrocientos enfermos o heridos. Y llevamos con nosotros unas mil mujeres y niños.
—¿De modo que sólo disponen de mil seiscientos soldados? —preguntó el hombre agarrándose con fuerza a los brazos del asiento. Macklin observó que algo pareció cambiar en él, algo casi imperceptible, y entonces se dio cuenta de que el ojo izquierdo del joven se estaba volviendo marrón—. ¡Creí que esto era un ejército, no un grupo de boy scouts!
—Está usted hablando con oficiales de las Fuerzas Escogidas —dijo Roland con serenidad, pero con un tono de amenaza en su voz—. No me importa una mierda quién es…
Entonces, él también vio el ojo marrón, y se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Y creen que esto es un gran ejército? —espetó el hombre con burla—. ¡Una mierda! —Su rostro se estaba enrojeciendo y su quijada parecía hincharse—. No tienen más que unas pocas armas y camiones, ¿y se creen soldados por eso? ¡No son más que una mierda! —exclamó casi gritando y el único ojo de color azul adquirió un tono gris pálido—. ¿Cuál es su rango? —le preguntó a Macklin.
Todos permanecieron en silencio, porque también ellos se habían dado cuenta de los cambios producidos en la cara del hombre. Entonces, Alvin Mangrim sonrió y, alegremente encantado con el extranjero, le contestó:
—¡Es un coronel!
—Un coronel —repitió el hombre—. Bien, coronel, creo que ha llegado el momento de que las Fuerzas Escogidas sean dirigidas por un general de cinco estrellas.
Una raya negra se extendió a través de su cabello. Alvin Mangrim se echó a reír y palmeó con las manos.
—¿Con qué alimenta a sus mil seiscientos soldados? —preguntó el hombre, levantándose. Los hombres que estaban agrupados alrededor de la mesa de Macklin retrocedieron, casi pisándose los unos a los otros. El hombre chasqueó los dedos cuando Macklin no contestó con la rapidez suficiente—. ¡Hable!
Macklin estaba atónito. Nadie se había atrevido jamás a hablarle de aquella forma, excepto los guardias del campo de prisioneros, y de eso hacía ya una eternidad. Normalmente habría abofeteado al ofensor ante aquella flagrante muestra de falta de respeto, pero no podía discutir con un hombre cuyo rostro cambiaba como el de un camaleón y llevaba una camisa de manga corta cuando todos los demás temblaban de frío en sus abrigos forrados de lana. Se sintió repentinamente debilitado, como si aquel joven extranjero le estuviera absorbiendo la energía y el poder de su voluntad, dejándolo vacío. Aquel hombre atraía su atención como un imán, y su presencia llenaba toda la habitación con oleadas de frío que habían empezado a extenderse como una marea de hielo. Miró a su alrededor, como buscando ayuda en alguno de los presentes, pero todos ellos estaban como hipnotizados e impotentes, y hasta Roland había retrocedido, con los puños apretados a sus costados.
El joven extranjero bajó la cabeza. Permaneció en esa posición durante unos treinta segundos. Cuando la levantó de nuevo, volvía a mostrar una expresión agradable y sus ojos eran nuevamente azules. Pero el mechón negro permaneció en su cabello.
—Lo siento —dijo con una sonrisa tranquilizadora—. Hoy me siento fuera de mí. Realmente, aunque a pesar de todo me gustaría saber con qué alimentan a sus tropas.
—Nosotros… capturamos algo de alimentos enlatados a la Alianza Americana —contestó Macklin por fin—. Nos apoderamos de algunas cajas de sopa enlatada y estofado…, verduras y fruta, todo enlatado.
—¿Durante cuánto tiempo les durarán esos suministros? ¿Una semana? ¿Dos semanas?
—Nos dirigimos hacia el este —le dijo Roland, logrando recuperar el control de sí mismo—. A Virginia occidental. Saquearemos los asentamientos que encontremos en nuestro camino.
—¿A Virginia occidental? ¿Y qué hay allí?
—Una montaña… donde vive Dios —contestó Roland—. Allí están la caja negra y la llave de plata. El hermano Timothy va a conducirnos.
El hermano Timothy había sido duro de pelar, pero finalmente se había desmoronado bajo las atenciones que Roland le había prodigado en el interior de su camión negro de interrogatorios. Según el hermano Timothy, Dios tenía una llave de plata que había insertado en una caja negra, y una puerta se había abierto en la roca sólida. Dentro de la montaña Warwick, al menos según dijo el hermano Timothy, había pasillos y luces eléctricas y máquinas que funcionaban y que hacían girar rollos de cinta magnética, y las máquinas habían hablado con Dios, leyendo cifras y datos que habían sido transmitidos a la cabeza del hermano Timothy. Y cuanto más había pensado Roland en aquella historia, más convencido estaba de una cosa que le pareció interesante: que el hombre que se hacía llamar Dios le había mostrado al hermano Timothy una habitación llena de computadoras que aún estaban conectadas con alguna fuente de energía.
Y si bajo la montaña Warwick aún había computadoras en funcionamiento, Roland quería descubrir por qué estaban allí, qué información contenían y por qué alguien se había asegurado de que siguieran funcionando, incluso después de que se produjera un holocausto nuclear total.
—Una montaña donde vive Dios —repitió el extranjero—. Bien. A mí también me gustaría ver esa montaña.
Parpadeó y su ojo derecho adquirió una tonalidad verde. Nadie se movió, ni siquiera los guardias que sostenían los rifles.
—Miren ese maíz —dijo el extranjero—. Huélanlo. Es fresco. Ha sido cosechado de los tallos hace apenas un par de días. Sé dónde hay todo un campo de maíz en crecimiento, y dentro de poco también habrá allí manzanos llenos de fruta. Cientos de manzanos. ¿Cuánto tiempo llevan sin probar una manzana? ¿O un buen pan de maíz? ¿O tortas de maíz fritas? —Su mirada se paseó por el círculo de hombres que le observaban—. Apuesto a que hace mucho tiempo que no prueban nada de eso.
—¿Dónde? —preguntó Macklin con la boca echa agua—. ¿Dónde está ese campo?
—Oh…, a unos doscientos kilómetros hacia el sur, en un pequeño pueblo llamado Mary’s Rest. También tienen una fuente de agua fresca. Pueden llenar ustedes todas sus botellas y garrafas con un agua que tiene un sabor excelente. —Sus ojos de colores diferentes relucieron, y se acercó al borde de la mesa de Macklin—. En ese pueblo vive una muchacha —siguió diciendo, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa e inclinándose hacia adelante—. Se llama Swan. Me gustaría que la conociera. Porque ella es la que ha hecho crecer ese maíz de una tierra muerta; ella es la que ha plantado las semillas de manzana que también van a crecer. —Sonrió con una mueca, pero había rabia en ella y un oscuro pigmento rosado le cruzó la mejilla, como si fuera una marca de nacimiento—. Esta muchacha puede hacer que crezcan las plantas. Yo mismo he visto lo que es capaz de hacer. Y si usted se apoderara de ella… podría alimentar a su ejército mientras que todos los demás se morían de hambre. ¿Comprende ahora lo que quiero decir?
Macklin se estremeció a causa del frío que parecía proceder del cuerpo de aquel hombre, pero no pudo apartar la mirada de aquellos ojos incandescentes.
—¿Por qué… me está diciendo todo esto? ¿Qué gana usted con ello?
—Oh…, digamos que sólo pretendo estar en el equipo ganador.
El pigmento oscuro desapareció.
—Nos dirigimos hacia la montaña Warwick —protestó Roland—. No podemos desviarnos doscientos kilómetros de nuestro cam…
—La montaña esperará —le interrumpió el extranjero con suavidad, sin dejar de mirar a Macklin—. Primero les llevaré a donde está esa muchacha. Luego podrán irse a encontrar a Dios, o a Sansón y Dalila si es eso lo que quieren hacer. Pero primero la muchacha… y la comida.
—Sí —asintió Macklin, con los ojos relucientes y la mandíbula caída—. Sí. Primero la muchacha y la comida.
El hombre joven sonrió y, lentamente, sus ojos volvieron a adquirir una tonalidad azulada. Ahora se sentía mucho mejor, e incluso mucho más fuerte. «¡Afinado como un violín!», pensó. Quizá se debiera al hecho de encontrarse allí, entre personas que, por lo que percibía, tenían las ideas correctas. Sí, la guerra era algo bueno. Eso diezmaba a la población y permitía asegurarse de que sólo sobrevivieran los más fuertes. De ese modo, la generación siguiente sería mucho mejor. Siempre había sido un defensor de la naturaleza humana de la guerra. Quizá también se sentía más fuerte por el hecho de hallarse lejos de aquella muchacha. Aquella pequeña y condenada zorra estaba atormentando a las pobres almas que vivían en Mary’s Rest, haciéndoles creer que valía la pena vivir sus vidas. Y no estaba dispuesto a tolerar esa clase de engaño.
Tomó el mapa de Missouri con la mano izquierda y lo sostuvo delante de él, recorriéndolo desde atrás con un dedo serpenteante. Roland vio elevarse una tenue nubecilla de humo y percibió el olor de una vela ardiendo. Y luego apareció un círculo chamuscado sobre el mapa, a unos doscientos kilómetros al sur de la posición que ocupaban en la actualidad. Una vez completado el círculo, el extranjero dejó que el mapa cayera sobre la mesa, delante de Macklin; su mano derecha formaba un puño rodeado por una ligera neblina de humo.
—Ahí es adónde nos dirigimos —dijo.
Alvin Mangrim sonrió como un niño feliz.
—Ahora mismo, hermano.
Por primera vez en su vida, Macklin se sintió desfallecer. Algo había quedado fuera de control; los engranajes de la gran máquina de guerra que eran las FE habían empezado a funcionar por su propia cuenta. En ese preciso instante, supo que en el fondo no le importaba lo más mínimo el estigma de Caín, o la purificación de la raza humana, o la reconstrucción del país para luchar contra los rusos. Todo eso no había sido más que una justificación que contarles a los demás, para hacerles creer que las FE tenían una causa elevada. Y también para creérselo él mismo.
Ahora sabía que, en el fondo, lo único que había deseado era volver a ser temido y respetado, como lo había sido cuando era un hombre joven que luchaba en campos de batalla extranjeros, antes de que sus reflejos se hubieran hecho más lentos. Había querido que la gente le llamara «señor», y que no apareciera ningún asomo de burla en sus ojos cuando lo dijeran. Había querido volver a ser alguien, en lugar de un zángano en un escuálido saco de huesos que se limitaba a soñar con las cosas del pasado.
Advirtió que ya había cruzado el punto sin retorno, en alguna parte, a lo largo de la corriente del tiempo que le había arrastrado a él y a Roland Croninger desde que abandonaran el refugio subterráneo. Ahora no había forma de volver atrás, ya no la habría nunca.
Pero una parte de él, en lo más profundo de sí mismo, lanzó un grito repentino y se acurrucó acobardada en un agujero oscuro, esperando a que alguien de aspecto terrible levantara la tapa del agujero y le ofreciera algo de comida.
—¿Quién es usted? —preguntó en un susurro.
El extranjero se inclinó hacia adelante colocando su rostro a pocos centímetros del de Macklin. En lo más profundo de los ojos del hombre, Macklin creyó distinguir unas ranuras de color escarlata.
—Puede usted llamarme… Amigo —contestó el extranjero.