Lo que vio el chatarrero
Una tarde en que volvía a nevar sobre Mary’s Rest, entró en el pueblo un camión procedente del norte, con una suspensión muy deficiente. Su motor de explosión lo convirtió inmediatamente en el centro de atención, pero ahora casi cada día llegaba gente nueva, algunos en coches y camiones muy estropeados, otros en carros tirados por caballos, y la mayoría a pie, con sus pertenencias en cajas de cartón y maletas, de modo que los recién llegados no atraían la misma curiosidad que antes.
A ambos lados del camión se había pintado con grandes letras rojas «EL CHATARRERO». El conductor se llamaba Vulcevic, y él, su esposa, dos hijos y una hija habían seguido la pauta de toda nueva sociedad de emigrantes: permanecer en un asentamiento el tiempo suficiente para encontrar comida, agua y descanso, y llegar poco después a la conclusión de que debía haber un mejor sitio al que marcharse. Vulcevic era un antiguo conductor de autobús de Milwaukee, que se encontraba en cama con gripe el día en que fue destruida la ciudad, y a estas alturas aún no había podido decidir si aquello fue una señal de buena o de mala suerte para él.
Durante las dos últimas semanas había oído rumores comentados por la gente con la que se encontraba en la carretera: allá adelante había un pueblo llamado Mary’s Rest donde había una fuente de agua tan fresca y dulce como la Fuente de la Juventud. Tenían, además, un campo de maíz, y las manzanas caían del cielo, y también disponían de un periódico y hasta estaban construyendo una iglesia.
Y, según los rumores, en ese pueblo vivía una muchacha llamada Swan que tenía el poder de la vida.
Vulcevic y su familia tenían el cabello y los ojos negros y la tez olivácea de generaciones de sangre gitana. Su esposa era particularmente atractiva, con un rostro agudamente cincelado y orgulloso, largo cabello con mechones grises y unos ojos morenos que parecían chispear con la luz. Apenas una semana antes se le había resquebrajado y abierto el casco de masa carnosa que le había cubierto el rostro y la cabeza, y, como muestra de agradecimiento, Vulcevic había dejado una linterna encendida para la Virgen María en medio de un bosque cubierto de nieve.
Al penetrar más en el interior del pueblo, Vulcevic vio que, en efecto, el agua brotaba de un agujero hecho en medio de la calle. Un poco más allá había una hoguera encendida, y algo más lejos la gente del pueblo estaba atareada reconstruyendo con maderos un edificio que bien podría haber sido una iglesia. Vulcevic se dio cuenta de que aquel era el lugar que andaba buscando, e hizo lo que él y su familia habían hecho en todos los asentamientos por donde habían pasado: detuvo el camión en la calle, y luego sus dos hijos bajaron el panel posterior y empezaron a sacar las cajas llenas de objetos para vender o intercambiar, entre los que había muchas de los inventos de su propio padre. La esposa y la hija de Vulcevic dispusieron mesas para desplegar las mercancías, y cuando todo estuvo dispuesto Vulcevic se llevó un viejo megáfono a los labios y empezó a pronunciar su perorata de ventas:
—¡Vamos, señoras y señores, no sean tímidos! Acérquense y vean lo que les ha traído el chatarrero. Tenemos instrumentos manuales, herramientas y artilugios procedentes de todo el país. Tenemos juguetes para los niños, antigüedades, y mis propios inventos, especialmente diseñados para ayudar y encantar en esta era moderna… Y sólo Dios sabe lo mucho que necesitamos un poco de ayuda y encanto, ¿verdad? Así que ¡acérquense ahora, vamos, vengan todos!
La gente empezó a amontonarse alrededor de las mesas, contemplando embobada lo que había traído el chatarrero: alegres vestidos de señora, incluyendo relucientes vestidos de noche y trajes de baño de vivos colores; zapatos de tacón alto, sillas de montar y zapatillas deportivas, cajas enteras de camisas de caballero de manga corta, la mayoría de ellas conservando aún las etiquetas de los grandes almacenes, abrelatas, freidoras, tostadoras, mezcladoras, relojes, radio transistores y aparatos de televisión, lámparas, monos de jardinero, tumbonas, paraguas, jaulas para pájaros, yoyos, hula hoops, juegos de salón como el Monopoly y el Risk, ositos de felpa, pequeños coches y camiones de juguete, muñecas y cajas de aeromodelismo. Entre los inventos de Vulcevic se incluían una maquinilla de afeitar que funcionaba con la energía de gomas elásticas que se torcían a uno y otro lado, gafas con pequeños limpiaparabrisas en los lentes, funcionando también a base de gomas elásticas, y una pequeña aspiradora que funcionaba con un motor de gomas elásticas.
—¿Cuánto pide por esto? —preguntó una mujer sosteniendo una bufanda resplandeciente.
—¿Tiene usted gomas elásticas? —preguntó él.
Cuando la mujer le contestó con un movimiento negativo de la cabeza, le dijo que se fuera a casa y que le trajera aquello que tuviera para intercambiar, y que quizá pudieran llegar a un acuerdo.
—¡Cambiaré mi mercancía por aquello que tengan ustedes! —le dijo a la gente—. Pollos, comida enlatada, peines, botas, relojes de pulsera…, tráiganlo todo y llegaremos a un acuerdo. —Percibió un aroma fragante en el aire y se volvió hacia su esposa—. ¿Me estoy volviendo loco o huelo a manzanas? —le preguntó.
La mano de una mujer tomó un objeto de encima de la mesa, delante de Vulcevic.
—¡Ese sí que es un hermoso objeto, señora! —dijo Vulcevic—. ¡Sí, señora! ¡Ya no se ven obras de artesanía como esa! ¡Adelante! ¡Sacúdalo!
Así lo hizo ella. Diminutos copos de nieve cayeron sobre los tejados de una ciudad en miniatura, dentro de la bola de cristal que ella sostenía en la mano.
—Es bonito, ¿verdad? —preguntó Vulcevic.
—Sí —contestó la mujer, observando la caída de los brillantes copos de nieve con sus pálidos ojos azules—. ¿Cuánto cuesta?
—Oh, yo diría que por lo menos dos latas de comida. Pero…, puesto que le gusta tanto…
Guardó silencio, examinando a su clienta potencial. Era una mujer de hombros cuadrados y aspecto robusto, y parecía la clase de persona capaz de detectar una mentira a muchos kilómetros de distancia. Llevaba una espesa mata de cabello gris cortado justo por encima de los hombros y peinado hacia atrás a partir de un copete elevado sobre la frente. Su piel era suave y no mostraba arrugas, como si fuera la de un bebé recién nacido, y resultaba difícil adivinar la edad que tenía. Vulcevic pensó que quizá su cabello se había vuelto prematuramente gris, pero, por otro lado, había algo de viejo en sus ojos, como si hubieran sido testigos de toda una vida de esfuerzos. Era una mujer elegante, con rasgos apacibles y encantadores, y Vulcevic decidió que tenía un aspecto regio, y se imaginó que antes del diecisiete de julio debió de haber llevado pieles y diamantes y poseído una mansión llena de sirvientes. Pero había amabilidad en su rostro, y en el instante siguiente pensó que quizá hubiera sido una maestra, o una asistenta social, o quizá incluso una misionera. Llevaba una bolsa de cuero bien sujeta bajo el otro brazo. «Una empresaria —decidió Vulcevic—. Sí. Eso debió de haber sido. Probablemente, esta mujer tuvo su propia empresa».
—Bueno ¿qué tiene usted para cambiar, señora? —preguntó señalando la bolsa.
Ella sonrió con suavidad, mirándole directamente a los ojos.
—Puede llamarme Hermana —dijo—. Y, lo siento, pero no puedo darle a cambio lo que tengo aquí.
—No hay por qué conservar las cosas toda la vida —dijo Vulcevic con un encogimiento de hombros—. Hay que pasarlas a los demás. Así es como actuamos en este país.
—Supongo que sí —asintió Hermana, pero no por ello aflojó la presión ejercida sobre la bolsa de cuero. Volvió a tomar la bola de cristal y observó los copos de nieve agitándose en su interior. Luego, la volvió a dejar sobre la mesa—. Gracias —dijo—, sólo estaba mirando.
—¡Mira lo que hay aquí! —dijo alguien a su lado metiendo la mano en una caja y sacando un estetoscopio deslustrado—. ¡Hablando de reliquias! —Hugh Ryan se lo puso alrededor del cuello—. ¿Qué tal aspecto tengo?
—Muy profesional.
—Eso es lo que pensaba. —Hugh no pudo evitar el contemplar el nuevo rostro de Hermana, a pesar de que lo había visto en numerosas ocasiones durante los dos últimos días. Robin había vuelto a la cueva con unos pocos hombres para buscar a Hugh y al resto de los chicos, y se los había traído a todos para vivir en Mary’s Rest—. ¿Qué pide por esto? —le preguntó a Vulcevic.
—Un objeto tan valioso como ese…, depende. Ya sabe cómo son estas cosas; algún día podría encontrarme con un médico que realmente lo necesitara. No puedo venderle eso a cualquiera. Eh…, ¿por qué lo cambiaría usted?
—Creo que puedo conseguirle unas pocas gomas elásticas.
—Vendido.
Una figura gigantesca apareció junto a Hermana, y Vulcevic contempló un rostro nudoso y cubierto por una dura masa de carne, al tiempo que Hugh se retiraba. Sólo parpadeó un instante, porque era un hombre acostumbrado a ver aquella clase de cosas. El gigante llevaba un brazo en cabestrillo y le habían vendado los dedos rotos después de haberlos entablillado, por cortesía del nuevo médico del pueblo.
—¿Qué te parece esto? —le preguntó Josh a Hermana sosteniendo un largo vestido negro cubierto con brillantes lentejuelas—. ¿Crees que le gustará?
—Oh, sí. Estaría preciosa en la próxima sesión de ópera.
—Pues creo que a Glory le gustaría —decidió—. Quiero decir…, aunque no le gustara podría utilizar el material, ¿no te parece? Me llevaré esto —le dijo a Vulcevic dejando el vestido sobre la mesa—. Y también esto —añadió, tomando un pequeño tractor de plástico verde.
—Buena elección. Eh…, ¿qué tiene usted para intercambiar?
Josh vaciló y finalmente dijo:
—Espere un momento. Volveré en seguida.
Se dirigió hacia la barraca de Glory, cojeando sobre su pierna izquierda.
Hermana le observó marcharse. Era fuerte como un toro, pero el hombre del ojo escarlata había estado a punto de matarlo. Tenía un hombro gravemente dolorido, la rodilla izquierda amoratada, tres dedos rotos y una costilla fracturada, y estaba cubierto de cortes y quemaduras que ya se estaban curando. Josh había tenido mucha suerte de seguir con vida. Pero el hombre del ojo escarlata había abandonado su guarida bajo la iglesia incendiada; cuando Hermana llegó hasta allí, acompañada por Paul, Anna y media docena de hombres armados con rifles y escopetas, el hombre ya había desaparecido, y aunque llevaban cuatro días vigilando el agujero, no había regresado. Luego, rellenaron el agujero e iniciaron los trabajos de reconstrucción de la iglesia.
Pero Hermana no sabía si había abandonado Mary’s Rest o no. Recordaba, sin embargo, el mensaje que Josh les había transmitido: «Pondré a una mano humana a hacer el trabajo».
La gente se apretujó a su alrededor, examinando los objetos como si se tratara de fragmentos de una cultura extraña. Hermana los estuvo examinando. Ahora no eran más que chatarra, pero algunos años antes no habrían faltado en ningún hogar. Tomó una huevera y la dejó caer en una caja donde había también rodillos de cocina, moldes para pasteles y utensilios de cocina. Sobre la mesa había un cubo multicolor, y recordó que aquellas cosas se habían conocido en otros tiempos como Cubos de Rubik. Tomó un viejo calendario ilustrado con la imagen de un pescador fumando en pipa dedicado a pescar entre una corriente azul.
—Eso sólo tiene ocho años de antigüedad —le dijo Vulcevic—. Si se cuenta hacia atrás, podrá calcular las fechas. A mí me gusta saber la fecha en que estamos. Hoy, por ejemplo, es el once de junio. O el doce. Uno de los dos.
—¿Dónde consiguió todas estas cosas?
—Aquí y allá. Llevamos viajando desde hace mucho tiempo. Creo que demasiado tiempo. ¡Eh! ¿Le interesa un bonito medallón de plata? ¿Lo ve? —Abrió el medallón, pero Hermana apartó rápidamente la mirada de la pequeña fotografía amarillenta de una niña pequeña y sonriente que había en el interior—. Oh —dijo Vulcevic, dándose cuenta de que había perdido su capacidad de venta—. Lo siento —dijo cerrando el medallón—. Quizá no debiera vender esto, ¿verdad?
—No. Debería usted enterrarlo.
—Sí. —Lo dejó a un lado y observó las nubes bajas y oscuras—. Menuda mañana para ser el mes de junio, ¿no le parece? —Miró después las barracas, mientras sus dos hijos se encargaban de atender a los clientes—. ¿Cuántas personas viven aquí?
—No estoy segura. Quizá unas quinientas o seiscientas. Cada día llega gente nueva.
—Supongo que así es. Parece que disponen de un buen suministro de agua buena. Las casas no están tan mal. Hemos visto cosas mucho peores. ¿Sabe lo que oímos decir en la carretera, cuando veníamos hacia aquí? —preguntó sonriendo con una mueca—. Que tenían ustedes un campo de maíz, y que del cielo caían manzanas. ¿No le parece lo más divertido que se haya escuchado jamás? —Hermana se limitó a sonreír—. Y también oímos decir que tienen aquí a una muchacha llamada Swan o algo así, que es capaz de hacer crecer las cosechas. ¡Sólo tiene que tocar la tierra y las plantas crecen! ¿Qué le parece eso? Todo este país estaría muerto hace ya tiempo si no fuera por la imaginación, se lo aseguro.
—¿Tiene usted intenciones de quedarse?
—Sí, al menos durante unos cuantos días. Esto me parece bien. Le aseguro que no tenemos ningún deseo de volver de nuevo al norte, no señora.
—¿Por qué? ¿Qué hay al norte?
—Muerte —contestó Vulcevic. Sonrió burlonamente y meneó la cabeza—. Algunas gentes han perdido por completo la chaveta. Hemos oído decir que se están produciendo combates en el norte, que hay por allí una especie de ejército, justo a este lado de la línea fronteriza con Iowa, o de lo que antes era Iowa. En cualquier caso, resulta muy peligroso ir al norte, así que nos dirigimos al sur.
—¿Un ejército? —Hermana recordó que Hugh Ryan les había hablado a ella y a Paul de las Tierras de Batalla—. ¿Qué clase de ejército?
—¡De los que le matan a uno, señora! Ya sabe, hombres y armas. Se supone que hay allí dos o tres mil soldados en marcha, a la búsqueda de gente a la que matar. No sé qué diablos están haciendo. ¡Pequeños bastardos! ¡Fueron locos como ellos los que nos metieron en este follón!
—¿Los ha visto usted?
La esposa de Vulcevic los había estado escuchando y ahora se adelantó hasta colocarse junto a su esposo.
—No —le contestó a Hermana—, pero una noche vimos las hogueras de su campamento. Estaban en la distancia, como una ciudad incendiada. Poco después de eso encontramos a un hombre en la carretera. Estaba medio muerto. Se llamaba a sí mismo hermano David, y nos habló de la lucha que se había librado. Nos dijo que lo peor de todo había ocurrido cerca de Lincoln, Nebraska, pero que ellos seguían dando caza a la gente del Salvador. Eso fue lo que nos dijo, y luego murió antes de que pudiéramos comprender nada más. Pero, en cualquier caso, nos volvimos hacia el sur y llegamos aquí.
—Será mejor que rece para que no aparezcan por aquí —le dijo Vulcevic a Hermana—. ¡Pequeños bastardos!
Hermana asintió con un gesto, y Vulcevic se dedicó a regatear con alguien acerca de un reloj de pulsera. Si de hecho había un ejército en marcha a este lado de la línea fronteriza de Iowa, eso significaba que podría encontrarse a unos ciento cincuenta kilómetros de Mary’s Rest. «¡Dios santo! —pensó—. ¡Si dos o tres mil soldados asaltaran el pueblo, lo dejarían reducido a escombros!». También pensó en todo lo que había estado viendo últimamente en el círculo de cristal, y sintió un gran frío por dentro.
Casi al mismo tiempo sintió sobre ella una fría oleada de…, sí, pensó, de odio, y supo que él estaba tras ella, o junto a ella, o en alguna parte, cerca de allí. Sintió su mirada fija, como una garra posada sobre su nuca. Se volvió con rapidez, con todos sus nervios enviándole una señal de alarma.
Pero toda la gente que la rodeaba parecía sentirse más interesada por los objetos que había sobre la mesa y en las cajas. No había nadie mirándola fijamente, y la oleada de frío parecía estar remitiendo, como si el hombre del ojo escarlata, fuera quien fuese, hubiera empezado a alejarse.
Sin embargo, su fría presencia seguía como flotando en el aire. Estaba cerca…, en alguna parte, muy cerca, oculto entre la multitud.
Captó un movimiento repentino hacia la derecha, y percibió a una figura que se adelantaba hacia ella. Una mano se extendió, a punto de tocarle el rostro. Se volvió y vio a un hombre con un abrigo oscuro, demasiado cerca de ella como para escapar. Encogió la cabeza… y el delgado brazo del hombre pasó cerca de su cara como una serpiente.
—¿Cuánto pide por esto? —le preguntó a Vulcevic.
Sostenía en la mano un destartalado mono de juguete, que movía los brazos y tocaba dos pequeños platillos.
—¿Qué tiene usted para cambiar?
El hombre se sacó del bolsillo una navaja y se la entregó. Vulcevic la examinó de cerca y finalmente asintió con un gesto.
—Es suyo, amigo.
El otro hombre sonrió y le entregó el juguete a un niño que estaba junto a él, esperando pacientemente.
—Aquí estoy —dijo Josh Hutchins abriéndose paso entre la gente para acercarse a la mesa. En su mano sana llevaba algo envuelto en una tela marrón—. ¿Qué le parece esto?
Dejó la tela sobre la mesa, cerca del vestido negro de lentejuelas.
Vulcevic abrió la tela y se quedó contemplando fijamente lo que contenía.
—Oh… Dios santo —susurró.
Frente a él había cinco espigas de maíz dorado.
—Supuse que podría querer una para cada uno de ustedes —dijo Josh—. ¿Le parece bien?
Vulcevic tomó una de las espigas, mientras su esposa la miraba con la boca abierta por encima de su hombro. La olió y dijo:
—¡Es real! ¡Dios santo, es real! ¡Es tan fresca que hasta puedo oler la tierra en ella!
—Claro. Tenemos todo un campo de maíz en crecimiento no muy lejos de aquí.
Vulcevic lo miró como si estuviera a punto de desplomarse.
—¿Y bien? —preguntó Josh—. ¿Hacemos un trato o no?
—Sí. Sí. ¡Claro que sí! ¡Llévese el vestido! Llévese lo que quiera. ¡Dios santo! ¡Esto es maíz fresco! —Se volvió a mirar al hombre que quería el reloj de pulsera—. ¡Lléveselo! Demonios, lléveselo. ¡Eh, señora! ¿Quiera esa bufanda? ¡Es suya! ¡No puedo…, no puedo creerlo! —Tocó el brazo sano de Josh, mientras este recogía con cuidado el nuevo vestido para Glory—. Muéstremelo —le rogó—. Muéstremelo, por favor. Hace tanto tiempo que no veo crecer nada. Por favor.
—Está bien. Le llevaré hasta donde está el campo —dijo Josh, haciéndole señas para que lo siguiera.
—¡Chicos! ¡Vigilad la mercancía! —les dijo Vulcevic a sus hijos. Luego se volvió, miró las caras de la gente, y añadió—: ¡Demonios, dadles lo que quieran! ¡Pueden llevarse lo que quieran!
Vulcevic, su esposa y su hija empezaron a seguir a Josh en dirección al campo, donde el maíz dorado maduraba a ojos vistas.
Conmocionada y nerviosa, Hermana seguía siendo consciente de la presencia fría. Inició el camino de regreso hacia la barraca de Glory, sosteniendo la bolsa de cuero bien apretada bajo el brazo. Aún tenía la sensación de estar siendo observada, y si él estaba allí, en alguna parte, ella quería entrar en la barraca y alejarse.
Ya casi había llegado al porche cuando escuchó un grito.
—¡No!
Un instante más tarde, el motor del camión se puso en marcha con un rugido.
Hermana se volvió en redondo.
El camión del chatarrero estaba retrocediendo, derribando las mesas y aplastando las cajas de mercancía. La gente empezó a gritar y apartarse de su camino. Los dos hijos de Vulcevic intentaban subir a la cabina para alcanzar al conductor, pero uno de ellos tropezó y cayó, y el otro no fue lo bastante rápido. Las ruedas del camión pasaron sobre una mujer que había caído al suelo, y Hermana escuchó el claro sonido de su espalda al romperse. Un niño se encontraba en su camino, pero fue rápidamente apartado mientras el camión rugía por la calle, avanzando marcha atrás. Luego, al llegar a un espacio abierto, el camión trazó un giro, chocando contra la parte delantera de otra barraca, y empezó a dar la vuelta. Las ruedas arrojaron nieve y tierra cuando las ruedas se lanzaron hacia adelante, y el vehículo salió por la carretera de Mary’s Rest, tomando dirección norte.
Finalmente, Hermana pudo moverse, y echó a correr para ayudar a la gente que había caído y que se había librado por muy poco de ser aplastada. Los objetos, antigüedades e inventos del chatarrero yacían desparramados por toda la calle, y Hermana vio cosas que salían volando de la caja del camión mientras este se alejaba a toda velocidad, patinaba en una curva y desaparecía de la vista.
—¡Ha robado el camión de mi padre! —gritaba uno de los hijos de Vulcevic, casi histérico—. ¡Ha robado el camión de mi padre!
El otro muchacho echó a correr para ir a llamar a su padre.
Hermana experimentó una sensación de terror que le golpeó en el estómago como si le hubieran pegado un puñetazo. Echó a correr hacia el muchacho y lo tomó por el brazo. Él aún estaba atónito, y unas lágrimas de rabia le brotaban de los ojos oscuros.
—¿Quién ha sido? —le preguntó—. ¿Qué aspecto tenía?
—¡No lo sé! Su rostro… ¡no lo sé!
—¿Te dijo algo? ¡Piensa!
—No —contestó el muchacho meneando la cabeza—. Sólo… estaba allí. Justo delante de mí. Y…, y lo vi sonreír. Luego, se apoderó de ellas y echó a correr hacia la cabina del camión.
—¿Se apoderó de ellas? ¿De qué?
—De las espigas de maíz —contestó el muchacho—. También robó el maíz.
Hermana le soltó el brazo y permaneció mirando fijamente hacia la carretera, por donde había desaparecido el camión, en dirección norte.
Allí era donde estaba aquel ejército.
—Oh, Dios santo —gimió con voz ronca.
Sostuvo la bolsa de cuero con ambas manos y sintió el círculo de cristal en su interior. Durante las dos últimas semanas había caminado por una ensoñación donde los ríos que cruzaban el terreno corrían cargados de sangre y el cielo era del color de las heridas abiertas, y un esqueleto montado sobre un caballo flacucho segaba un campo de cabezas humanas.
«Pondré a una mano humana hacer el trabajo —había prometido él—. Una mano humana».
Hermana se volvió a mirar hacia la casa de Glory. Swan estaba de pie en el porche. Llevaba puesto el abrigo de retales de muchos colores, y su mirada también se dirigía directamente hacia el norte. Luego, Hermana empezó a caminar hacia ella para contarle lo que había sucedido y lo que, por lo que se temía, terminaría por suceder cuando el hombre del ojo escarlata llegara donde estaba aquel ejército y les mostrara el maíz fresco. Cuando les hablara de la existencia de Swan, y les hiciera comprender que una marcha de ciento cincuenta kilómetros no significaba un gran esfuerzo, si a cambio encontraban a la muchacha que era capaz de hacer crecer las plantas en una tierra muerta hasta entonces.
Eso significaría cosechas suficientes con las que alimentar a todo un ejército.