Roland se cobra su presa
Con las luces apagadas, tres hileras de vehículos de las Fuerzas Escogidas avanzaron lentamente a través de la zona de aparcamiento, mientras el viento aullaba soplando la nieve en direcciones contrapuestas y cegadoras. La visibilidad había quedado reducida a tres o cuatro metros en todas direcciones, pero la ventisca había proporcionado a las FE la oportunidad de retirar algunos de los restos que impedían el paso por la zona de aparcamiento, utilizando para ello dos de sus tres bulldozers. Habían empujado con las palas los cadáveres congelados y los montones de metal retorcido, formando enormes pilas a ambos lados de lo que la infantería de las FE llamaba ahora el «Valle de la Muerte».
Roland iba montado en su jeep, situado en el centro de la primera hilera de asalto, con el sargento McCowan al volante. Llevaba bajo el abrigo una funda con una 38 y un M-16 al costado. Sobre el suelo del jeep, por detrás de su bota derecha, había una pistola de señales y dos bengalas rojas.
Sabía que iba a ser un buen día.
Los soldados montaban en los capós, los remolques y los guardabarros de los vehículos, añadiendo peso para permitir la tracción de estos. Por detrás de la oleada de vanguardia seguían otros mil doscientos soldados de las FE. El capitán Carr controlaba el flanco izquierdo, y el mando del ala derecha, a partir del jeep de Roland, le había correspondido al capitán Wilson. Ellos dos, junto con todos los demás oficiales implicados en la Operación Crucifijo, habían repasado varias veces los planes con Roland, quien les había dicho exactamente lo que esperaba de cada uno de ellos. No tenía que haber la menor vacilación en cuanto se dieran las señales, y las maniobras tenían que llevarse a cabo con toda precisión, tal y como las había planeado Roland, quien les había anunciado que esta vez no habría retirada; el primer hombre que lanzara un grito de retirada sería ejecutado en el mismo campo de batalla. Y mientras se daban las órdenes y se repasaban los planes una y otra vez, el coronel Macklin había permanecido sentado y en silencio detrás de su mesa.
«¡Oh, sí! —pensó Roland, delirante con el hormigueo de la excitación y el temor—. ¡Vaya si va a ser un buen día!».
Los vehículos siguieron avanzando, poco a poco, con el ruido de sus motores cubierto por el aullido del viento.
Roland se limpió la nieve de los anteojos. A lo largo de la primera hilera de camiones y coches blindados, los soldados empezaron a bajar de los capós y parachoques, arrastrándose hacia adelante sobre manos y pie, por encima de la nieve. Eran miembros de la Brigada de Reconocimiento que había organizado el propio Roland; formaban un grupo pequeño de hombres rápidos capaces de llegar junto a la línea defensiva de la Alianza sin ser vistos. Roland se tensó hacia adelante en su asiento, tratando de descubrir dónde estaban las hogueras de la Alianza. Sabía que en aquellos precisos momentos, los soldados de la Brigada de Reconocimiento estaban ocupando posiciones en los extremos más alejados de los flancos izquierdo y derecho, y que serían ellos los primeros en abrir el fuego en cuanto vieran las señales. Si la Brigada de Reconocimiento lograba atraer con éxito la atención del enemigo, tanto hacia la izquierda como hacia la derecha de la línea defensiva, podía producirse un vacío dominado por la confusión, justo en el centro, y era precisamente allí donde Roland tenía planeado lanzar el golpe más fuerte.
Una luz anaranjada parpadeó allá adelante. Era la luz de una de las hogueras de la línea defensiva enemiga. Roland volvió a limpiarse los anteojos, distinguió el brillo de otra hoguera hacia la izquierda y quizá a unos treinta metros de distancia. Tomó la pistola de señales y cargó un cohete. Luego, sosteniendo el segundo cohete en la enguantada mano izquierda, se incorporó en el jeep y esperó a que la oleada de asalto se hubiera acercado otros cinco metros.
«¡Ahora!», decidió Roland, y apuntó la pistola de señales justo por encima de los parabrisas blindados de los vehículos del flanco izquierdo. Apretó el gatillo y el arma resonó; el brillante destello rojizo salió disparado dejando tras de sí una brillante estela. Aquella había sido la primera señal. Los vehículos del lado izquierdo empezaron a pivotar y toda la línea giró más a la izquierda. Roland volvió a cargar con rapidez y lanzó el segundo cohete de señales hacia el flanco derecho. Los vehículos de ese lado empezaron a girar hacia la derecha.
El sargento McCowan también hizo girar el volante del jeep hacia la derecha. Las ruedas patinaron sobre la nieve por unos segundos antes de responder. Roland estaba contando el tiempo que faltaba:
—Ocho…, siete…, seis…
Observó rápidos fogonazos de fuego de fusilería en el extremo del flanco izquierdo, justo por delante de la línea defensiva de la Alianza, y supo que la Brigada de Reconocimiento de ese lado había empezado su trabajo.
—… cinco…, cuatro…
En el lado izquierdo, los vehículos de las FE encendieron de repente sus faros, y los cegadores haces de luz atravesaron la nieve dando en los ojos a los centinelas de la Alianza, que apenas estaban a diez metros de distancia. Una fracción de segundo más tarde se encendieron los faros de los vehículos del flanco derecho. Las balas de una ametralladora, disparada en un acceso de pánico por un centinela, levantaron nubecillas de nieve a dos metros por delante del jeep de Roland.
—… uno —terminó de contar.
Y de pronto, la enorme construcción, que era medio máquina de guerra, medio construcción de una pesadilla medieval, y que les había seguido a unos diez metros por detrás del jeep de mando, rugió hacia adelante, aplastando cadáveres y restos, con su blindaje de acero levantado para protegerse del fuego de fusilería. Roland observó la enorme máquina de guerra mientras pasaba por delante, adquiriendo velocidad, y dirigiéndose directamente contra las defensas del enemigo.
—¡Adelante! —gritó Roland—. ¡Adelante! ¡Adelante!
La construcción hecha por Mangrim estaba compuesta por el tercer bulldozer, con su conductor situado dentro de una cabina blindada; pero arrastrada por unos cables de acero avanzaba por detrás del bulldozer una amplia plataforma de madera, dotada de las partes laterales de varios camiones y con las ruedas de estos. Sobre la plataforma se elevaba una estructura complicada, fabricada a base de resistentes postes de teléfonos, unidos con cuerdas para soportar una escalera central que ascendía en el aire hasta una altura de más de veinte metros. Las escaleras se habían extraído de las casas que se levantaban en el muerto distrito residencial que rodeaba el gran complejo comercial. La larga escalera se curvaba ligeramente hacia adelante en lo más alto, y terminaba en una rampa que podía ser desenganchada y extendida hacia fuera, como el puente levadizo de un castillo. El alambre de espinos y los fragmentos de metal extraídos de los coches destrozados cubrían las superficies exteriores, con portillas abiertas para las armas aquí y allá en varios de los rellanos de que disponía la escalera. Para ayudar a sostener el peso, algunos de los postes telefónicos se habían anclado en soportes de hierro soldados al bulldozer, elevándose para sostener con firmeza la máquina de guerra.
Roland sabía muy bien qué era aquello. Había visto imágenes de un artefacto como aquel en los libros.
Alvin Mangrim había construido una torre de asedio, tal y como las que solían utilizar los ejércitos medievales para asaltar los castillos fortificados.
La pala levantada del bulldozer chocó contra un camión de correos blindado, cubierto de pintadas en las que se podían leer cosas como: «AMAD AL SALVADOR» y «MUERTE EN NOMBRE DEL AMOR», y empezó a empujarlo hacia atrás, apartándolo de la línea defensiva. El camión de correos chocó contra un coche, y este fue aplastado entre aquel y una camioneta Toyota blindada, mientras el bulldozer seguía empujándolos, con el motor a toda potencia y las cadenas arrojando por detrás ráfagas de nieve. La torre de asedio se estremeció y crujió como si estuviera hecha de huesos artríticos, pero había sido construida sólidamente y resistió.
El fuego de fusilería tableteó desde la izquierda y la derecha de las defensas de la Alianza, pero los soldados situados en el centro se vieron obligados a retirarse, en plena confusión, algunos de ellos aplastados por el bulldozer, que seguía su avance. A través del hueco abierto por el bulldozer se precipitó entonces un enjambre de soldados de infantería de las FE, repartiendo más muerte con sus armas. Las balas silbaban y arrancaban esquirlas de metal y algo más abajo de la línea defensiva fue alcanzado un tanque de gasolina, que explotó, iluminando todo el campo de batalla con un resplandor infernal.
El bulldozer apartó a un lado los vehículos aplastados y continuó su marcha. Cuando su pala de acero chocó contra el muro de la fortaleza, el conductor apagó el motor y trabó los frenos. Un camión cargado con soldados y diez bidones de gasolina se precipitó por el hueco abierto por el bulldozer y la torre de asedio y se detuvo junto al muro. Mientras otros soldados de infantería proporcionaban un fuego de cobertura, algunos de los soldados empezaron a descargar los bidones de gasolina, mientras que el resto, que llevaban cuerdas largas, corrió a la torre de asedio y empezó a subir los escalones. Una vez en lo alto de la torre, soltaron la rampa y la empujaron hacia adelante; en la parte inferior de la rampa había cientos de largos clavos, que penetraron en la nieve del tejado del complejo de muelles de carga y descarga, al tiempo que la rampa caía en su lugar. Se dispuso así de un puente de madera, de poco más de dos metros de longitud, que conectaba la torre de asedio con el tejado. Los soldados la cruzaron uno a uno y, una vez en el tejado, bajaron los extremos de las cuerdas a los hombres que habían hecho rodar los bidones de gasolina colocándolos contra la pared. Las cuerdas ya tenían los lazos hechos para permitir una actuación rápida, y en cuanto uno de los bidones quedaba bien atado era izado hacia el tejado, uno tras otro, en rápida sucesión.
Otros soldados subieron a la torre de asedio y ocuparon sus puestos junto a las portillas de tiro, disparando contra la masa de la infantería de la Alianza, que se retiraba hacia la entrada a los muelles de carga y descarga. Entonces, los soldados del tejado empezaron a rodar los bidones de gasolina, dejándolos caer por la claraboya central en medio de los almacenes abarrotados de hombres de la Alianza Americana, muchos de los cuales habían estado durmiendo y aún no sabían lo que estaba sucediendo. A medida que los bidones caían al suelo, los soldados apuntaban desde arriba y disparaban con sus rifles, atravesando los bidones y arrojando gasolina por todas partes. Las balas produjeron chispas y la gasolina se incendió de pronto con un ruido ensordecedor.
De pie en su jeep de mando, Roland vio como las llamas iluminaban la noche a través de las claraboyas rotas.
—¡Ya los tenemos! —gritó—. ¡Ahora ya los tenemos!
Por debajo de la claraboya, en los almacenes de carga y descarga y en el atestado atrio, los hombres, las mujeres y los niños bailaban al son de la música impuesta por Roland Croninger. Más bidones de gasolina fueron arrojados desde el tejado, explotando como bombas de napalm en la conflagración. Dos minutos más tarde todo el suelo del atrio estaba envuelto en las llamas de la gasolina incendiada. Cientos de cuerpos se achicharraban al tiempo que otros cientos intentaban luchar para liberarse, pisoteando a sus hermanos y hermanas, pugnando desesperadamente por respirar un poco de aire en medio de aquella tormenta de fuego.
Ahora, el resto de los vehículos de las Fuerzas Escogidas aplastaban la línea defensiva de la Alianza y el aire se llenó de balas que silbaban por todas partes. Una figura envuelta en llamas pasó corriendo por delante del jeep de Roland y quedó rota como un muñeco de paja bajo las ruedas de un camión que se le echó encima. Los soldados de la Alianza se sintieron presas del pánico, sin saber hacia dónde echar a correr, y los que intentaron ofrecer resistencia fueron masacrados. El humo salía a borbotones por la entrada de los almacenes, mientras que los hombres del techo continuaban arrojando al interior bidones de gasolina. Roland escuchó las explosiones incluso por encima de los alaridos y el fuego de fusilería y ametralladora.
Los soldados de las FE empezaron a entrar en los almacenes. Roland tomó el M-16 y saltó del jeep, corriendo hacia la entrada, entre la confusión de cuerpos. Una bala trazadora le pasó cerca de la cara, y él tropezó y cayó sobre una confusión de cuerpos, pero volvió a ponerse en pie y continuó su marcha. Sus guantes se habían vuelto rojos y la sangre de alguien le cubría la parte delantera del abrigo. Le gustó aquel color; era el color que le correspondía a un buen soldado.
Ya dentro de los almacenes se vio rodeado por docenas de soldados de infantería de las FE que disparaban contra los soldados enemigos. El aire estaba lleno de un humo gris, y gente con el cuerpo incendiado bajaba corriendo por el pasillo, aunque la mayoría de ellos se desmoronaban contra el suelo antes de haber recorrido un largo trecho. El suelo se estremeció con la explosión del último bidón de gasolina, y Roland sintió una nauseabunda oleada de calor procedente del atrio. Olió el olor intoxicante de la carne quemada, el cabello y las ropas. Otras explosiones conmocionaron el suelo y Roland pensó que debía de tratarse de las municiones de la Alianza, que habían empezado a explotar. Los soldados de la Alianza arrojaban las armas y salían de los almacenes, suplicando piedad. Pero no recibieron ninguna.
—¡Tú! ¡Tú! ¡Y tú! —gritó Roland, señalando a tres soldados—. ¡Seguidme!
Echó a correr hacia donde se encontraba el almacén de librería.
El atrio se había convertido en una sólida masa en llamas. El calor era tan terrible que los cientos de cadáveres ya se estaban convirtiendo en líquido, rezumando y fundiéndose los unos con los otros. Unos vientos desgarradores silbaban alrededor de las paredes. El abrigo de Roland despedía humo, pero él siguió corriendo más allá del atrio, entrando en un pasillo que conducía al almacén de librería. Los tres soldados le siguieron inmediatamente detrás.
De pronto, Roland se detuvo, con los ojos muy abiertos de terror.
Uno de los tanques de la Alianza estaba aparcado frente al almacén de librería.
—Oh, Jes… —empezó a decir el soldado que avanzaba tras él.
El cañón principal del tanque disparó, se escuchó un «¡bum!» que rasgó el aire e hizo volar el resto de los pocos cristales que aún quedaban en pie en las ventanas de los almacenes. Pero la elevación del cañón era demasiado alta, y la onda de calor producida por el proyectil arrojó a Roland y a los otros hombres al suelo, pasando un metro por encima de ellos. Atravesó el tejado, en el extremo del pasillo, sin explotar, y explosionó como un trueno a unos veinte metros por encima, en el aire, matando a la mayoría de los soldados que estaban en el tejado y que habían arrojado los bidones de gasolina.
Roland y los que le acompañaban abrieron fuego, pero sus balas rebotaron inofensivamente contra el blindaje. El tanque avanzó a trompicones, empezó a girar hacia ellos y entonces se detuvo, retrocedió y empezó a girar hacia la derecha. Su torreta inició un giro y el cañón volvió a disparar, abriendo esta vez un hueco en la pared por donde podría haber pasado un camión. Se escuchó un ruido de cadenas y cojinetes, y exhalando una nubecilla de humo gris aquella máquina que tantos dólares había costado se estremeció y se detuvo.
«O el conductor no sabe lo que está haciendo, o ese tanque es una porquería», pensó Roland.
La portilla se abrió. Un hombre salió por ella, con los brazos levantados.
—¡No disparéis! —gritó—. Por favor, no…
Lo interrumpió la fuerza de las balas que le volaron la cabeza, y se deslizó hacia abajo, dentro del tanque.
Dos soldados de la Alianza armados con rifles aparecieron ante la entrada del almacén de librería B. Dalton y empezaron a disparar. El soldado de las FE situado a la derecha de Roland resultó muerto, pero pocos segundos después había terminado la escaramuza con la muerte de los dos hombres enemigos. El camino de entrada hacia el almacén de librería había quedado libre.
Roland se arrojó al suelo al escuchar un disparo, inmediatamente seguido por un segundo. Los otros dos hombres dispararon repetidas veces en la penumbra, hacia el fondo del almacén, pero ya no hubo más resistencia enemiga.
Roland abrió la puerta de una patada y saltó al interior, preparado para llenar la habitación de balas si había allí más soldados protegiendo al Salvador.
Pero no hubo ningún movimiento, ni se escuchó ningún sonido.
Dentro del almacén sólo brillaba una única lámpara encendida. Con el rifle preparado, Roland se arrastró sobre el suelo.
El Salvador, que llevaba un abrigo de color verde y unos pantalones beige con parches de cuero en las rodillas, estaba sentado en su sillón. Se agarraba a los brazos del asiento con las manos. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y Roland observó los empastes de sus molares.
La sangre le resbalaba por un agujero de bala que tenía entre los ojos. Otro agujero de bala aparecía negro y chamuscado contra el abrigo verde, a la altura del corazón. Mientras Roland observaba, las manos del Salvador se abrieron y cerraron en una convulsión. Pero estaba muerto. Roland sabía muy bien cuál era el aspecto de un hombre muerto.
Algo se movió más allá del círculo de luz. Roland apuntó con su rifle.
—Vamos, sal ahora mismo. Con las manos sobre la cabeza.
Hubo una larga pausa y Roland estuvo a punto de dispararle una ráfaga, pero en ese momento la figura salió a la luz, con las manos levantadas. En una de ellas sostenía una automática del 45.
Era el hermano Timothy, con el rostro del color de la ceniza. Y Roland supo en ese instante que había tenido razón; sabía que el Salvador no le habría permitido al hermano Timothy alejarse mucho de su lado.
—Tira el arma —le ordenó.
El hermano Timothy sonrió débilmente. Bajó las manos, hizo girar el cañón de la 45 hacia su propia sien y apretó el gatillo.
—¡No! —gritó Roland lanzándose hacia adelante para detenerlo. Pero la 45 chasqueó con un «clic», una y otra vez.
—Se suponía que yo debía matarlo —dijo el hermano Timothy mientras seguía apretando el gatillo del arma vacía—. Me dijo que lo hiciera. Dijo que los paganos habían ganado, y que mi último acto debía consistir en librarlo de caer en manos de los paganos… y luego disponer de mí mismo. Eso fue lo que me dijo. Me mostró dónde tenía que dispararle…, en dos lugares distintos.
—Tira el arma —dijo Roland.
El hermano Timothy sonrió con una mueca, y una lágrima descendió de cada uno de sus ojos.
—Pero sólo había dos balas en el arma. ¿Cómo iba a poder disponer de mí mismo… si sólo quedaban dos balas en el arma?
Siguió apretando el gatillo, hasta que Roland le arrebató el arma y luego se echó a llorar y se encogió hasta caer de rodillas al suelo.
El tejado del atrio se sacudió, debilitado por las llamas, por siete años de abandono y por las toneladas de agua procedentes de la nieve fundida por el calor, y terminó por derrumbarse sobre los cadáveres que seguían ardiendo. Ya había cesado la mayor parte del fuego de fusilería y ametralladora. La batalla ya casi había terminado y Roland se había cobrado su presa.