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El desierto

Roland Croninger levantó unos binoculares a la altura de sus anteojos. La nieve revoloteaba impulsada por el viento frío, y ya había cubierto la mayor parte de los cadáveres y vehículos destrozados. Había hogueras encendidas alrededor de la entrada al complejo de muelles de carga y descarga, y sabía que los soldados de la Alianza también los estaban vigilando a ellos.

Escuchó el lento retumbar de los truenos en las nubes bajas y el lanzazo de un rayo atravesó la tormenta de nieve. Recorrió con la mirada toda la zona de aparcamiento y sus binoculares revelaron una mano congelada surgiendo de entre un montón de nieve, un montón de cuerpos encerrados en una muerte de hielo, el rostro gris de un muchacho mirándole en la oscuridad.

«El desierto —pensó Roland—. Sí, esto es como el desierto».

Bajó los binoculares y se apoyó contra el vehículo blindado que lo protegía del fuego de los francotiradores. El viento le trajo el sonido de los martillos trabajando. El desierto. De eso trataba la oración de Dios para la hora final. Había intentado recordar dónde la había escuchado antes, sólo que en aquel entonces no había sido una oración, como tampoco había sido sir Roland quien la escuchara. Era un recuerdo agazapado en la mente infantil de Roland, pero no era una oración. No, no era una oración. Había sido un poema.

Se había despertado aquella mañana en el colchón desnudo que tenía en su camión negro y había pensado en la señorita Edna Merritt. Era una de aquellas maestras solteronas de inglés que debía de haber nacido por lo menos sesenta años antes. Había tenido a su cargo la enseñanza del inglés a los alumnos avanzados de Flagstaff. Ahora, al sentarse en el colchón, Roland la había visto de pie sobre la tarima, sosteniendo un ejemplar abierto del Nuevo libro Oxford de versos ingleses.

—Voy a recitar —anunció la señorita Edna Merritt con un tono de voz tan seco que habría hecho parecer húmedo hasta el polvo. Luego, tras mirar a los alumnos de inglés avanzado para asegurarse de que todos le prestaban la debida atención, comenzó a leer:

Aquí, en Belladonna, la Virgen de las Rocas,

la virgen de las situaciones.

Aquí está el hombre con tres peldaños y aquí está la Rueda,

y el mercader de un solo ojo, y esta carta,

que está en blanco, y que es algo que lleva en su espalda

y que tengo prohibido ver. No encuentro

al Hombre Ahorcado. Teme a la muerte por agua.

Una vez que hubo terminado de recitar, anunció que la clase redactaría un ejercicio de investigación sobre alguna de las facetas de «El desierto», de T. S. Eliot, uno de cuyos fragmentos acababa de leer.

Él había conseguido un sobresaliente en el ejercicio del examen, y la señorita Edna Merritt había escrito en rojo sobre la página: «Excelente. Muestra interés e inteligencia». Pensó que eso sólo demostraba que él era una mierda exquisita. Apostaría a que de la vieja señorita Edna no quedaban ahora más que los huesos, pensó Roland mientras seguía observando la zona de aparcamiento. Apostaría a que los gusanos se la habían comido avanzando desde dentro hacia afuera.

Le intrigaban dos posibilidades. Una, que el hermano Timothy estuviera loco y dirigiera a la Alianza Americana hacia Virginia occidental, en busca de un sueño febril; y otra, que hubiera efectivamente alguien en lo más alto de la montaña Warwick que se considerara a sí mismo como un Dios y que supiera algo de poesía. Quizá tuviera allá arriba algunos libros. Pero Roland recordó algo extraño que le había dicho el hermano Gary, allá, en Sutton: «Dios le mostró la caja negra y la llave de plata y le dijo cómo acabaría el mundo».

«La caja negra y la llave de plata —pensó Roland—. ¿Qué significaría eso?».

Dejó que los binoculares le colgaran de la correa que llevaba alrededor del cuello, y escuchó la música de los martillazos. Luego se volvió para mirar más allá de donde estaba el campamento, allí donde se estaba construyendo la creación de Alvin Mangrim a la luz de las hogueras, a unos dos kilómetros de distancia, fuera de la vista de los centinelas de la Alianza. Llevaban trabajando desde hacía tres días y tres noches, y el coronel Macklin se había ocupado de suministrar todo aquello que Mangrim necesitaba. Roland no podía distinguirlo bien a través de la nieve que caía, pero sabía de qué se trataba. Era algo condenadamente sencillo, pero a él no se le hubiera ocurrido, y aunque lo hubiera pensado, no habría sabido cómo montarlo. No le gustaba Alvin Mangrim, ni confiaba en él, pero debía admitir que tenía cerebro. Si algo así había sido lo bastante bueno para un ejército medieval, sin duda alguna también lo sería para las Fuerzas Escogidas.

Roland sabía que el Salvador debía de estar inquieto a estas alturas, preguntándose cuándo se produciría el próximo ataque. Ahora estarían allí todos reunidos, entonando sus cánticos en voz alta…

Un dolor desgarrador le recorrió el rostro y se apretó las palmas de las manos contra los vendajes. De los labios se le escapó un tembloroso gemido. Pensó que la cabeza estaba a punto de estallarle. Y entonces, por debajo de los dedos, sintió que las costras duras que tenía bajo los vendajes se movían e hinchaban hacia el exterior, como la presión que trata de abrirse paso bajo la costra de un volcán. Roland se tambaleó de dolor y terror, al tiempo que toda la parte izquierda de la cara se abultaba, casi desgarrando los vendajes. Frenéticamente, se apretó las manos contra la cara para impedir que esta se le desprendiera. Pensó en los fragmentos agrietados encontrados sobre la almohada del rey, y en lo que había quedado revelado por debajo, y gimió como un niño.

El dolor cedió. El movimiento de los vendajes se detuvo. Luego todo hubo pasado y Roland volvió a sentirse bien. Su rostro no se había desprendido. Se encontraba bien. Esta vez, el dolor tampoco le había durado lo que solía. Lo ocurrido con el coronel Macklin había sido terrible, se dijo a sí mismo. Y no quería que le sucediera a él. Se sentía contento de llevar aquellos vendajes durante el resto de su vida.

Esperó hasta que su cuerpo dejó de temblar. No quería que nadie le viera en aquel estado. Él era un oficial. Después, cruzó el campamento con paso firme, dirigiéndose hacia el camión del coronel Macklin.

Macklin estaba sentado detrás de su mesa de despacho, repasando los informes del capitán Satterlee acerca del combustible y las municiones que les quedaban. Los suministros disminuían con rapidez.

—Entra —dijo cuando Roland llamó a la puerta. El joven entró y Macklin añadió—: Cierra la puerta.

Roland permaneció de pie ante la mesa, esperando a que él levantara la mirada, pero también temiendo que lo hiciera. Aquel rostro esquelético, con sus sobresalientes pómulos, sus venas y músculos expuestos, hacían que Macklin tuviera el aspecto de la Muerte.

—¿Qué quieres? —preguntó Macklin, ocupado con sus despiadados cálculos.

—Ya está casi preparada —dijo Roland.

—¿La máquina? Sí. ¿Y qué pasa?

—Atacaremos cuando esté terminada, ¿verdad?

—En efecto —contestó el coronel dejando el lápiz sobre la mesa—. Si es que puedo contar con su permiso para atacar, capitán.

Roland sabía que él aún se sentía dolido por el desacuerdo que había mostrado ante los demás. Ahora había llegado el momento de enmendar la desavenencia, porque Roland amaba al rey, y también porque no quería que Alvin Mangrim se convirtiera en el favorito del monarca, y él mismo fuera despedido y abandonado en el frío.

—Yo… quiero pedirle mis disculpas —dijo Roland—. Hablé sin pensar.

—¡Podríamos haberlos destrozado! —le espetó Macklin, vengativo—. ¡Sólo necesitábamos lanzar un ataque más! ¡Podríamos haberlos destrozado allí mismo, en aquel momento!

Roland mantuvo los ojos bajos, en una actitud sumisa, aunque en el fondo sabía que otro condenado ataque frontal como aquel no habría hecho más que aumentar la carnicería entre los soldados de las FE.

—Sí, señor.

—Si cualquier otro se hubiera dirigido a mí como tú lo hiciste, ¡lo habría matado allí mismo! ¡Estabas equivocado, capitán! ¡Mira estas condenadas cifras! —Le enseñó los papeles a Roland y luego los dejó caer sobre la mesa—. ¡Mira la poca gasolina que nos queda! ¡Mira el inventario de la munición! ¿Quieres saber de cuánta comida disponemos? Estamos aquí sentados, muriéndonos de hambre cuando hace tres días que podríamos habernos apoderado de todos los suministros de la Alianza. ¡Deberíamos haber atacado entonces! —Golpeó la mesa con la mano del guante negro, y la lámpara de aceite pegó un salto—. ¡Y todo ha sido por tu culpa, capitán! ¡No por la mía! ¡Yo quería atacar! ¡Tengo fe en las Fuerzas Escogidas! ¡Vamos, sal de aquí!

Roland no se movió.

—¡Te he dado una orden, capitán!

—Tengo que hacerle una petición, señor —dijo Roland tranquilamente.

—¡No estás en posición de hacer ninguna petición!

—Quisiera hacerla, a pesar de todo —siguió diciendo Roland en tono sumiso—. Quisiera tener el honor de dirigir la primera oleada de asalto cuando hayamos penetrado sus defensas.

—La dirigirá el capitán Carr.

—Sé que le dio usted permiso, pero quisiera pedirle que cambiara de opinión. Quisiera dirigir la primera oleada.

—Es un honor dirigir una oleada de asalto. Y no creo que tú te merezcas ningún honor, ¿no te parece? —Guardó silencio por un momento y se reclinó en la silla—. Nunca me habías solicitado hasta ahora dirigir una oleada de asalto. ¿Por qué precisamente ahora?

—Porque quiero encontrar a alguien, y quiero capturarlo vivo.

—¿Y de quién se trata?

—Del hombre que se hace llamar hermano Timothy —contestó Roland—. Quiero atraparlo vivo.

—No vamos a hacer prisioneros. Van a morir todos, desde el primero hasta el último.

—La caja negra y la llave de plata —dijo Roland.

—¿Qué?

—Dios enseñó al hermano Timothy la caja negra y la llave de plata y le dijo cómo acabaría el mundo. Quisiera saber más sobre lo que el hermano Timothy asegura haber visto en la cima de esa montaña.

—¿Acaso has perdido el juicio? ¿O es que te lavaron el cerebro cuando estuviste allí?

—Admito que el hermano Timothy está probablemente loco —dijo Roland, manteniendo su compostura—. Pero si no lo está…, entonces, ¿quién es el que se llama a sí mismo Dios? ¿Y qué es la caja negra y la llave de plata?

—Esas cosas no existen.

—Probablemente no. Es posible que ni siquiera exista una montaña llamada Warwick. Pero si la hay… el hermano Timothy sería el único que sabría cómo encontrarla. Creo que valdría la pena hacer el esfuerzo de capturarlo vivo.

—¿Por qué? ¿Quieres que las Fuerzas Escogidas se pongan también a buscar a Dios?

—No. Pero quisiera dirigir la primera oleada de asalto y capturar con vida al hermano Timothy.

Roland sabía que sus palabras sonaban como si fueran una orden, pero eso no le importó. Miró fijamente al rey.

Se produjo un largo silencio. La mano izquierda de Macklin se cerró formando un puño y luego volvió a abrirse lentamente.

—Me lo pensaré.

—Quisiera saberlo ahora mismo.

Macklin se inclinó hacia adelante, con la boca curvada en una delgada y terrible sonrisa.

—No me presiones, Roland. No me gusta que nadie me presione, ni siquiera tú.

—Al hermano Timothy hay que atraparlo con vida —dijo Roland—. Podemos matar a todos los demás, pero no a él. Quiero que conteste unas cuantas preguntas, y quiero saber algo sobre la caja negra y la llave de plata.

Macklin se incorporó como un ciclón oscuro que se desplegara lentamente. Pero antes de que pudiera replicar se escuchó una llamada en la puerta del camión.

—¿Qué ocurre ahora? —gritó Macklin.

Se abrió la puerta y entró el sargento Benning, quien percibió inmediatamente la tensión.

—Eh… Le traigo un mensaje del cabo Mangrim, señor.

—Le escucho.

—Dice que ya está todo preparado. Y quiere que venga usted a verlo.

—Dígale que estaré allí dentro de cinco minutos.

—Sí, señor.

Benning se dispuso a marcharse.

—¿Sargento? —dijo Roland—. Dígale que estaremos allí dentro de cinco minutos.

—Eh…, sí, señor.

Benning dirigió una rápida mirada al coronel y luego salió de allí lo más rápidamente que pudo.

Macklin se sentía lleno de una rabia fría.

—Te estás acercando demasiado al límite, Roland. Demasiado.

—Sí, eso es lo que estoy haciendo. Pero usted no hará nada. No puede hacerlo. Le he ayudado a crear esto. Le he ayudado a montarlo todo. Si no le hubiera amputado la mano ahora estaría convertido en polvo. Si no le hubiera dicho que comerciara con las drogas, aún seguiríamos siendo unos gusanos. Y si yo mismo no hubiera ejecutado a Freddie Kempka, no existirían las Fuerzas Escogidas. Usted pide mi consejo, y hace lo que yo le digo. Así es como ha sido siempre. Los soldados se inclinan ante usted…, pero usted se inclina ante mí. —Los vendajes se tensaron cuando Roland sonrió. Observó un atisbo de incertidumbre, no, de debilidad, en los ojos del rey. Y en ese momento se dio cuenta de toda la verdad—. Siempre he mantenido a las brigadas en estado operativo para usted, e incluso he descubierto los asentamientos que debíamos atacar. Ni siquiera puede usted localizar los suministros sin hacerlos pedazos.

—Pequeño… bastardo —consiguió decir Macklin—. Debería… hacerte… fusilar…

—No lo hará. Antes acostumbraba a decir que yo era su mano derecha. Y yo lo creía. Pero eso nunca ha sido cierto, ¿verdad? Usted es mi mano derecha. Yo soy el verdadero rey aquí, y lo único que he hecho ha sido permitirle llevar la corona.

—Fuera de aquí…, fuera de aquí…, fuera de aquí… —Macklin se sintió mareado, y se sujetó al borde de la mesa para sostenerse—. ¡No te necesito! ¡Nunca te necesité!

—Siempre me necesitó, como me necesita ahora.

—No…, no…, no te necesito…

Meneó la cabeza y apartó la mirada de Roland, pero siguió sintiendo la mirada fija de este en él, tanteándole hasta el alma con una precisión quirúrgica. Recordó los ojos del muchacho huesudo que había estado sentado en el Ayuntamiento, dentro de la montaña, durante el discurso de bienvenida a los recién llegados, y recordó haber visto allí algo de sí mismo…, algo decidido, lleno de voluntad y, sobre todo, de astucia.

—Yo seguiré siendo el caballero del Rey —dijo Roland—. Me gusta el juego. Pero a partir de ahora ya no seguiremos aparentando que es usted quien determina las reglas.

De repente, Macklin levantó la mano derecha y la avanzó hacia el rostro de Roland, con la palma hacia adelante. Pero Roland no se movió de donde estaba, ni siquiera parpadeó. El rostro esquelético de Macklin estaba contraído por la rabia, y su cuerpo tembló, pero no terminó de lanzar el golpe. Emitió un sonido con la boca abierta, como un globo que se deshincha, y la habitación pareció girar alocadamente a su alrededor. En su mente escuchó la risotada hueca del soldado en la sombra.

La risa continuó durante algún tiempo. Y cuando hubo pasado, Macklin dejó caer el brazo a lo largo de su costado.

Permaneció de pie, mirando al suelo, con la mente puesta en un pozo nauseabundo donde sólo sobrevivían los más fuertes.

—Y ahora, deberíamos ir a ver la máquina de Mangrim —sugirió Roland hablando esta vez con una voz más suave, casi amable. Una voz que volvía a ser la de un muchacho—. Le llevaré en mi jeep, ¿le parece bien?

Macklin no dijo nada. Pero cuando Roland se volvió para dirigirse hacia la puerta, lo siguió como hace un perro sumiso con un nuevo amo.