Asalto a la fortaleza
El hombre, con un rostro como una calavera, se incorporó en el jeep y levantó un potente megáfono eléctrico.
—¡Matadlos! ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!
El rugido de Macklin se entremezcló con el de los motores al ponerse en marcha y quedó ahogado por el retumbar de la maquinaria, a medida que más de seiscientos coches, camionetas y camiones blindados empezaban a avanzar por la zona de aparcamiento hacia la fortaleza del Salvador. La luz grisácea del amanecer se veía aún más ensuciada por las columnas de humo y las hogueras encendidas en el aparcamiento, consumiendo los doscientos vehículos que habían quedado inutilizados o destruidos durante las dos primeras oleadas de asalto. Los cuerpos destrozados de los soldados de las FE yacían desparramados, muertos o agonizantes, sobre el agrietado piso de cemento, y se escucharon nuevos gritos de agonía cuando las ruedas de la tercera oleada rodaron sobre los heridos que no se habían podido levantar.
—¡Matadlos! ¡Matadlos a todos! —siguió gritando Macklin por el megáfono, indicando con la mano derecha, enfundada en un guante negro, que avanzaran las monstruosas máquinas.
Los clavos que sobresalían de la palma brillaron, iluminados por los fuegos de la destrucción.
Cientos de soldados, armados con rifles, pistolas y cócteles molotov, avanzaron a pie por detrás de los vehículos. En un semicírculo alrededor de los muelles de carga y descarga, había tres hileras de camiones, coches y camionetas de la Alianza Americana, unos muy cerca de otros, esperando el asalto, tal y como habían esperado y rechazado los otros dos. Pero también había montones de soldados muertos de la Alianza Americana, y muchos de sus vehículos se habían incendiado, y seguían explotando a medida que se incendiaban los tanques de combustible.
Las llamas se elevaban y un humo picante llenaba el aire. Pero Macklin miró hacia la fortaleza del Salvador y sonrió con una mueca, porque sabía que la Alianza no podría resistir la potencia de las Fuerzas Escogidas. Serían vencidos, si no en el tercer asalto, lo serían en el cuarto, el quinto, el sexto o el séptimo. Macklin sabía que podía ganar la batalla. Hoy mismo podría ser el vencedor y obligaría al Salvador a arrodillarse y besarle las botas antes de aplastarle la cabeza.
—¡Más cerca! —ordenó Macklin a su conductor.
Judd Lawry se encogió. No podía soportar el mirar el rostro de Macklin y mientras conducía el jeep para situarlo más cerca de la línea de vehículos que avanzaban en la vanguardia, no supo a quién debía temer más: si a la cosa vacía y repugnante en que se había convertido el rostro del coronel Macklin o a los tiradores de la Alianza Americana.
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Seguid avanzando! —ordenó Macklin a los soldados, recorriendo las filas con la mirada, tratando de descubrir la menor señal de vacilación—. ¡Están a punto de desmoronarse! —gritó—. ¡Adelante! ¡Seguid avanzando!
Macklin escuchó el sonido de un claxon y se volvió para ver un Cadillac reconstruido, de brillante color rojo, con un parabrisas blindado, que rugía por el aparcamiento, sorteando a otros vehículos para llegar a la vanguardia de la columna. El conductor tenía el cabello largo, rubio y rizado, y un enano se acurrucaba en la torreta construida sobre el Cadillac, por donde sobresalía el cañón de una ametralladora.
—¡Más cerca, teniente! —ordenó Macklin—. ¡Quiero estar en primera línea! «¡Oh, Jesús!», pensó Lawry. Las axilas le sudaban con abundancia. Una cosa era lanzarse al ataque contra un puñado de granjeros armados con picos y palas, y otra completamente diferente era asaltar una fortaleza de ladrillo, donde aquellos demonios disponían incluso de artillería.
Pero la Alianza Americana sostuvo el fuego a medida que los camiones y vehículos de las FE avanzaban con firmeza.
Macklin sabía que todos sus oficiales participaban en la lucha, dirigiendo a sus batallones. Roland Croninger estaba a la derecha, en su propio jeep de mando, lanzando a la batalla a doscientos hombres y a más de cincuenta vehículos blindados. Los capitanes Carr, Wilson y Satterlee, los tenientes Thatcher y Meyers, los sargentos McCowan, Arnholdt, Benning y Buford…, todos sus oficiales de confianza estaban en sus puestos, y todos ellos pensaban únicamente en una cosa: la victoria.
Macklin había llegado a la conclusión de que penetrar en las defensas del Salvador no era más que una cuestión de disciplina y control. No importaba la cantidad de soldados de las FE que pudieran morir, ni los vehículos que pudieran explotar e incendiarse. Aquello representaba una prueba de su propia disciplina y control personal. Y se había jurado a sí mismo que lucharían hasta el último hombre antes que permitir que el Salvador lo derrotara.
Sabía que se había vuelto un poco loco cuando aquella masa que le cubría la cara se había agrietado, cuando tomó una lámpara y se miró en un espejo. Pero ahora se sentía bien.
Porque, una vez pasado aquel acceso de locura, el coronel Macklin se había dado cuenta de que ya no tenía el rostro del soldado en la sombra. Ahora era sólo uno y una misma cosa. Era como un milagro que, en opinión de Macklin, demostraba que Dios estaba de parte de las Fuerzas Escogidas.
—¡Adelante! —rugió, sonriendo con una mueca—. ¡Disciplina y control! Y la voz surgió por el megáfono como si fuera el rugido de una bestia.
Otra voz habló entonces. Fue un «¡bum!» de sonido hueco, y Macklin vio el surtidor de luz anaranjada que surgió desde la barricada de la entrada a los muelles de carga y descarga. Se escuchó un fuerte sonido agudo que pareció pasar justo por encima de la cabeza de Macklin. A unos setenta metros por detrás de donde se encontraba, la explosión arrojó por todas partes trozos de cemento y los fragmentos de metal retorcido de una camioneta ya hecha trizas.
—¡Adelante! —ordenó Macklin por el megáfono.
Los de la Alianza Americana podían disponer de tanques, pero no sabían una mierda acerca de las trayectorias de los obuses. Otro disparo silbó en el aire, explotando más lejos, en el campamento. Y luego hubo una rociada de fuego a lo largo de las masivas defensas de la Alianza Americana, y las balas levantaron chispas del cemento y rebotaron contra el blindaje de los vehículos. Algunos de los soldados cayeron, y Macklin gritó:
—¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Abrid fuego!
La orden fue transmitida por otros oficiales y casi inmediatamente empezaron a sonar y tabletear las ametralladoras, pistolas y rifles automáticos de las FE, apuntando directamente contra la línea defensiva del enemigo. Los vehículos de vanguardia de las FE aumentaron su velocidad, para abrirse paso a través de las defensas. Un tercer obús procedente del tanque explotó en el aparcamiento, levantando una nube de humo y cascotes y haciendo retemblar la tierra. Y entonces algunos de los vehículos pesados de la Alianza se lanzaron hacia adelante, con sus motores a toda potencia, y cuando los vehículos blindados de los dos ejércitos chocaron los unos contra los otros se produjo una horrible cacofonía de ruedas que chirriaban, metal que se doblaba y explosiones ensordecedoras.
—¡Al ataque! ¡Matadlos a todos! —siguió gritando Macklin a los soldados que avanzaban, mientras Judd Lawry hacía girar las ruedas para evitar los cadáveres y los vehículos incendiados.
Lawry tenía los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y unas gotas de sudor frío le cubrían el rostro. Una bala chocó contra el borde del parabrisas blindado y pudo sentir su vibración como el golpe de un tenedor clavado y oscilante.
El fuego de ametralladora zigzagueaba por toda la zona de aparcamiento y una docena de soldados de las FE saltaron como alocados bailarines de ballet. Macklin dejó a un lado el megáfono, extrajo el colt 45 de la funda de la cintura y disparó contra los soldados de la Alianza, a medida que asaltaban la línea defensiva, entre un montón de cuerpos, vehículos, explosiones y restos incendiados. Había tantos vehículos lanzándose salvajemente los unos contra los otros, que la zona de aparcamiento parecía una enorme carrera de demolición.
Dos camiones chocaron justo por delante del jeep, y Lawry pisó los frenos e hizo girar el volante al mismo tiempo, haciendo que el vehículo patinara lateralmente. Dos hombres fueron alcanzados por las ruedas, aunque Lawry no supo si se trataba de soldados de las FE o de la Alianza. Todo era confusión y locura, el aire estaba lleno de un humo cegador, de destellos, de gritos y alaridos, por encima de los cuales pudo escuchar las risotadas de Macklin, que seguía disparando a voleo contra los blancos.
Los faros del jeep iluminaron de pronto a un hombre armado con una pistola, y Lawry se le echó encima. Las balas alcanzaron el costado del jeep y hacia la izquierda de donde se encontraba explotó un vehículo de las FE, enviando al conductor por los aires, dando vueltas, agarrado todavía al volante incendiado.
Por entre los vehículos destrozados e incendiados, la infantería se hallaba envuelta en un feroz combate cuerpo a cuerpo. Lawry giró para evitar un camión ardiendo. Escuchó el amenazador silbido de un obús que se aproximaba, y le temblaron hasta los testículos.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó al tiempo que hacía girar el volante con violencia y apretaba el pie sobre el acelerador.
El jeep se lanzó hacia adelante, rodó sobre dos soldados y mordió el cemento del piso. Una bala trazadora se introdujo en el costado del vehículo, y Lawry escuchó su propio gemido.
—¡Teniente! —gritó Macklin—. ¡Dé la vuelta inmediatamente!
Y eso fue todo lo que pudo decir porque, de repente, la tierra se sacudió y hubo una explosión cegadora y blanca a unos cuatro metros por delante del jeep. El vehículo se estremeció y se levantó sobre las ruedas traseras, como un caballo asustado. Macklin escuchó el grito estrangulado de Lawry, y luego saltó para salvar su vida en el momento en que la caliente onda de choque de la explosión le alcanzaba y casi le arrancaba el uniforme de su cuerpo. Cayó sobre el cemento golpeándose en un hombro y escuchó el chillido de las ruedas y el estruendo del jeep al chocar contra otro vehículo.
Lo siguiente que supo Macklin fue que se encontró de pie, con el uniforme y el abrigo colgándole en harapos desgarrados, y mirando a Judd Lawry. El hombre yacía de espaldas, espatarrado y entre los restos del jeep, retorciendo el cuerpo como si intentara salir a rastras para buscar refugio. La cabeza de Judd Lawry había quedado aplastada formando una informe masa encefálica, y los dientes rotos aún tintineaban como castañuelas.
Macklin tenía el arma en la mano izquierda. Aún conservaba la mano derecha postiza atada al muñón de su muñeca, con la palma llena de clavos, gracias a las fuertes tiras adhesivas que la sujetaban. La sangre le resbalaba por el brazo derecho, hasta llegar a los dedos enfundados en un guante negro, goteando sobre el cemento. Se dio cuenta de que se había desgarrado desde el hombro hasta el codo, pero aparte de esa herida parecía estar bien. Los soldados se movían a su alrededor, luchando y disparando, y una bala levantó una nubecilla de polvo de cemento a pocos centímetros por delante de su bota derecha. Miró a su alrededor, intentando descubrir una forma de regresar al campamento de las FE; al no disponer de transporte, se hallaba tan indefenso como cualquier soldado de infantería. Se escuchaban tantos alaridos, gritos y fuego de fusilería y ametralladora, que Macklin apenas si podía pensar. Vio a un hombre ensartando a un soldado de las FE con un cuchillo de carnicero y Macklin apretó el gatillo del 45 contra el cráneo del hombre, volándole la cabeza.
La sacudida del retroceso del arma le levantó el brazo y la vista del cuerpo cayendo de rodillas aclaró la neblina que dominaba la mente de Macklin; sabía que tenía que moverse con rapidez o pronto estaría tan muerto como el soldado de la Alianza que había caído ante él. Escuchó el silbido de otro obús y una sensación de terror le atenazó la nuca. Agachó la cabeza y echó a correr, evitando los lugares donde los hombres luchaban y saltando sobre los cuerpos tendidos y sangrantes.
La explosión hizo que llovieran sobre él trozos de cemento arrancado. Tropezó, cayó, y se arrastró frenéticamente tras la protección de un vehículo blindado tumbado. Allí le esperaba un cuerpo al que le faltaba la mayor parte de la cara. Macklin creyó que había podido ser el sargento Arnholdt. Conmocionado, el coronel extrajo el cargador del 45 y lo sustituyó por uno lleno. Las balas se estrellaron contra el vehículo blindado y él se acurrucó contra el cemento, intentando encontrar el valor suficiente para continuar su carrera de regreso hacia el campamento.
Por encima del tumulto, escuchó gritos de «¡Retirada! ¡Retirada!». El tercer asalto había fracasado.
No sabía en qué se había equivocado. La Alianza ya debía de haberse desmoronado a estas alturas. Pero disponían de demasiados hombres, demasiados vehículos, y demasiada potencia de fuego. Todo lo que tenían que hacer era permanecer sentados en aquel condenado complejo de muelles de carga y descarga. Tenía que haber una forma de hacerlos salir de allí. ¡Tenía que haberla!
Los camiones y los coches empezaron a retirarse con rapidez a través de la zona de aparcamiento, alejándose del complejo. Los soldados los siguieron, muchos de ellos cojeando y heridos, deteniéndose para disparar unos pocos tiros contra sus perseguidores, para reanudar después la retirada. Macklin se incorporó haciendo un esfuerzo y echó a correr. En cuanto se puso al descubierto sintió un tirón de los restos del abrigo, y se dio cuenta de que una bala le había pasado rozando. Se volvió y disparó cuatro tiros sin apuntar siquiera, y luego echó a correr con los restos de sus Fuerzas Escogidas, mientras el fuego de ametralladora seguía marcando su camino y más hombres caían a su alrededor.
Cuando Macklin llegó de regreso al campamento encontró al capitán Satterlee que ya estaba recibiendo informes de los otros oficiales supervivientes, mientras que el teniente Thatcher asignaba pelotones para vigilar el perímetro contra un posible contraataque de la Alianza. Macklin se subió a lo alto de un vehículo blindado y contempló la zona de aparcamiento. Parecía el suelo de un matadero, con cientos de cuerpos caídos en montones alrededor de los vehículos incendiados. Los saqueadores de la Alianza ya se dedicaban a reunir las armas y municiones diseminadas entre los cadáveres. Desde la dirección del complejo le llegaron gritos de victoria.
—¡Esto no ha terminado! —rugió el coronel Macklin—. ¡Aún no ha terminado! Disparó el resto de las balas que le quedaban en el cargador contra los saqueadores, pero estaba temblando tanto que apenas si pudo apuntar.
—¡Coronel! —dijo el capitán Satterlee—. ¿Preparamos otro ataque?
—¡Sí! ¡Inmediatamente! ¡Esto no ha terminado aún! ¡No habrá terminado hasta que yo lo diga!
—¡No podemos permitirnos otro ataque frontal! —protestó otra voz—. ¡Sería un suicidio!
—¿Qué? —espetó Macklin, y bajó la mirada para ver quién había osado oponerse a sus órdenes.
Era Roland Croninger, que tenía el abrigo salpicado de sangre. Sin embargo, era la sangre de los demás, porque Roland no había recibido ninguna herida y aún llevaba los sucios vendajes envolviéndole la cara. La sangre también le había salpicado en los anteojos.
—¿Qué has dicho?
—¡He dicho que no podemos permitirnos otro ataque frontal! ¡Probablemente nos quedan menos de tres mil hombres aptos para el combate! Si volvemos a lanzarnos de frente contra esas ametralladoras, perderemos otros quinientos, y no habremos llegado a ninguna parte.
—¿Quieres decir que no tenemos la fuerza de voluntad suficiente para atravesar sus defensas…, o estás hablando por tu cuenta?
Roland respiró profundamente, tratando de serenarse. Jamás había visto una carnicería como aquella, y ahora mismo estaría muerto si no hubiera logrado disparar a quemarropa antes de que lo hiciera un soldado de la Alianza.
—Quiero decir que tenemos que idear otra forma de penetrar en el complejo de edificios.
—Y yo digo que ataquemos de nuevo. Ahora mismo, antes de que puedan volver a organizar sus defensas.
—¡Pero si no las hemos conseguido desorganizar, maldita sea! —gritó Roland.
Se produjo un silencio, sólo interrumpido por los gemidos de los heridos y por el crepitar de las llamas. Macklin miró ferozmente a Roland. Era la primera vez que Roland se había atrevido a gritarle, y allí estaba, discutiendo sus órdenes delante de los demás oficiales.
—Escúcheme —siguió diciendo Roland, antes de que el coronel o cualquier otro de los presentes pudiera hablar—. Creo que sé dónde hay un punto débil en la fortaleza. En realidad, hay más de uno. Me refiero a las claraboyas.
Macklin no dijo nada durante un rato. Su mirada parecía atravesar con fuego a Roland.
—Las claraboyas —repitió—. Las claraboyas. Están en el tejado. ¿Y cómo conseguimos llegar al jodido tejado? ¿Volando?
Las risas interrumpieron por un momento su discusión. Alvin Mangrim estaba apoyado contra el capó abollado del Cadillac rojo. El vapor surgía silbando del radiador agrietado. Había agujeros hechos por las balas en el metal, y goterones de sangre habían resbalado desde la ranura de visión de la torreta. Mangrim mostraba una mueca en la cara, con la frente desgarrada por fragmentos de metal.
—¿Quiere usted llegar a ese tejado, coronel? Yo puedo conseguirlo.
—¿Cómo?
Levantó las manos y movió los dedos.
—Yo era un buen carpintero —dijo—. Jesús era carpintero. Jesús también sabía mucho sobre cuchillos. Esa fue la razón por la que lo crucificaron. Cuando yo era carpintero, fabricaba casetas para perros, aunque no se trataba de viejas casetas para perros, oh, no. Eran castillos como aquellos en los que vivían los caballeros. Mire, leí muchos libros sobre castillos y cosas como esas porque quería que esas casetas para perros fueran algo realmente especial. Y en algunos de esos libros encontré cosas muy interesantes.
—¿Como qué? —le preguntó Roland con impaciencia.
—Oh… como por ejemplo la forma de llegar a los tejados —contestó volviendo después su atención al coronel Macklin—. Lo único que necesito son algunos postes de teléfono, alambre de espino y unos buenos maderos resistentes, además del permiso para desmontar algunos de esos vehículos destrozados. Con eso conseguiré ponerle encima de ese tejado.
—¿Qué está planeando fabricar?
—Crear —le corrigió Mangrim—. Aunque para eso necesitaré un tiempo. También necesitaré ayuda, y tantos hombres como pueda usted poner bajo mis órdenes. Si consigo los componentes adecuados, habré podido terminar en tres o cuatro días.
—Le he preguntado qué planea fabricar.
Mangrim se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.
—¿Qué le parece si vamos a su camión y le trazo allí un buen dibujo? Es posible que por aquí haya algún espía.
La mirada de Macklin recorrió la longitud de las defensas de la fortaleza del Salvador. Observó a los saqueadores rematando a algunos de los soldados heridos de las FE, y luego quitándoles a los cuerpos todo lo que llevaban. Casi lanzó un grito de frustración.
—Esto no ha terminado —prometió—. No habrá terminado hasta que yo lo diga. —Luego, se apeó de un salto del vehículo blindado y le dijo a Alvin Mangrim—. Dibújeme lo que quiere fabricar.