72

Una dama

Hermana estaba soñando con el sol. Relucía, caliente, en un deslumbrante cielo azul y ella podía volver a ver su propia sombra, con nitidez. El calor del sol jugueteaba sobre su rostro, se asentaba sobre sus arrugas y penetraba por su piel, llegándole hasta los huesos. «¡Oh, Señor! —pensó—. Es tan agradable no volver a sentir más frío, ver el cielo azul y la propia sombra mirándola a una». El día de verano prometía ser muy caluroso y el rostro de Hermana ya estaba sudando, pero eso le parecía muy bien a ella. Contemplar un cielo limpio, sin sombras ni nubes, fue uno de los momentos más felices de su vida, y si tenía que morir, sólo le pedía a Dios que fuera bajo la luz del sol.

Extendió los brazos hacia el sol y gritó de alegría en voz alta porque el largo y terrible invierno había terminado por fin.

Sentado en una silla, junto a su cama, Paul Thorson creyó haber escuchado a Hermana decir algo…, aunque sólo fue un susurro soñoliento. Se inclinó hacia adelante, escuchando, pero Hermana permaneció en silencio. El aire que la rodeaba parecía rizarse con ondas de calor, aunque el viento soplaba frío al otro lado de las paredes de la barraca, y la temperatura había vuelto a caer por debajo de los cero grados después del anochecer. Esa mañana, Hermana le había dicho a Paul que se sentía débil, pero había estado trajinando durante todo el día, hasta que la fiebre la obligó a guardar cama. Se había derrumbado sobre el porche de la barraca y ahora llevaba más de seis horas durmiendo, entrando y saliendo de un estado delirante.

En su sueño, sin embargo, Hermana sostenía la bolsa de cuero, con el círculo de cristal en su interior, bien apretada entre sus manos, y ni siquiera Josh pudo arrancársela. Paul sabía que ella había llegado demasiado lejos en compañía del círculo de cristal, que lo había vigilado y protegido de todo daño durante aquel tiempo, y que no estaba dispuesta a desprenderse de él.

Paul había supuesto que el hecho de haber encontrado a Swan significaba el final del camino de ensoñaciones. Pero aquella misma mañana había visto a Hermana mirar en las profundidades del cristal, tal y como había hecho tantas veces antes de que ambos llegaran a Mary’s Rest. Había visto cómo se le iluminaban los ojos, y conocía muy bien aquella mirada fija: el círculo había vuelto a llevársela, y estaba caminando en sueños, en alguna parte, más allá del ámbito de los sentidos y la imaginación de Paul. Más tarde, cuando Hermana recuperó la conciencia —que apenas perdió durante unos quince o veinte segundos—, ella meneó la cabeza y no quiso hablar de lo que había visto. Devolvió el círculo de cristal a la bolsa de cuero y no lo volvió a mirar. Paul, sin embargo, se dio cuenta de que Hermana parecía sentirse preocupada, y supo que, en esta ocasión, el viaje de la ensoñación había tomado por un camino oscuro.

—¿Cómo está?

Swan estaba de pie, a unos pocos pasos por detrás de él, sin que Paul supiera cuánto tiempo llevaba allí.

—Más o menos igual —contestó—. La fiebre es muy alta.

Swan se aproximó a la cama. Ahora ya estaba familiarizada con los síntomas. En los dos días transcurridos desde que Sylvester Moody trajera su regalo de manzanas, ella y Josh habían visto a otras ocho personas con máscaras de Job cayendo en un estado febril y casi comatoso. Una vez que las masas de carne se hubieron agrietado y desprendido de los rostros de siete de ellas, su piel aparecía por debajo sin la menor señal, y sus rostros volvían a ser como habían sido antes, o incluso mejores. Pero el octavo casi había sido diferente.

Se trataba de un nombre llamado DeLauren que vivía solo en una pequeña barraca situada en el borde oriental de Mary’s Rest. Josh y Swan habían sido llamados por un vecino, que había encontrado a DeLauren tumbado sobre el suelo sucio de la barraca, inconsciente y febril. Josh había recogido al hombre y lo había llevado hasta su cama. Al hacerlo, el peso de su corpachón había abierto con un crujido una de las tablas del suelo. Al arrodillarse para volver a colocarla en su sitio, percibió el olor nauseabundo de la carne putrefacta y vio algo húmedo y brillante en la penumbra del fondo. Introdujo la mano en el hueco y extrajo una mano humana cortada, a la que se le había recomido la carne de la mayoría de los dedos.

Y, justo en ese momento, el rostro de DeLauren se agrietó, revelando por debajo algo negro y reptilesco. El hombre se sentó en la cama, gritando, y al darse cuenta de que se había descubierto su despensa de comida humana, se arrastró sobre el suelo, tratando de morder a Josh con pequeños y aguzados colmillos. Swan apartó la mirada antes de que el resto de la máscara de Job de aquel hombre se agrietara y se desprendiera, pero Josh lo sujetó por la parte posterior del cuello y lo lanzó por la puerta, con la cabeza por delante. Lo último que vieron de DeLauren fue su figura corriendo hacia los bosques, llevándose las manos al rostro.

No había forma de saber cuántos cuerpos habían sido desgarrados y ocultados bajo las tablas de madera de la barraca, ni de qué personas se había tratado. El impresionado vecino de DeLauren dijo que este siempre había sido un hombre tranquilo, de hablar suave, que no podía haberle hecho daño ni a una mosca. Siguiendo la sugerencia de Swan, Josh incendió la barraca y la redujo por completo a cenizas. Al regresar a la barraca de Glory, Josh se pasó casi una hora refregándose las manos y quitándose la piel legamosa de DeLauren.

Swan tocó la máscara de Job que cubría la mitad inferior de la cara de Hermana y que permanecía adherida a su cráneo. La máscara también estaba caliente por la fiebre.

—¿Qué aspecto crees que tendrá en lo más profundo de sí misma? —le preguntó Swan a Paul.

—¿Eh?

—Está a punto de mostrarnos su verdadero rostro —dijo Swan, y sus profundos ojos azules, con el brillo de muchos colores, se encontraron fijamente con los de Paul—. Eso es lo que hay por debajo de la máscara de Job. El rostro del alma de una persona.

Paul se rascó la barba. No sabía de qué estaba hablando Swan, pero cada vez que ella hablaba, él la escuchaba, del mismo modo que todos los demás. Su voz era suave, pero transmitía un poder de pensamiento y de mando que era mucho más viejo que los años que tenía. El día anterior, Paul había estado trabajando en el campo en compañía de algunos de los otros habitantes del pueblo, ayudándoles a excavar agujeros y viendo a Swan plantando las semillas de manzana que había reunido después del festín de esta fruta. Había explicado con toda exactitud qué profundidad debían tener los agujeros y a qué distancia había que abrir los unos de los otros; luego, mientras Josh la seguía llevando una pequeña carretilla llena de semillas de manzana, Swan había tomado en sus manos montones de tierra, escupido en ella y frotado la tierra sobre cada una de las semillas, antes de colocarlas en el agujero y cubrirlas con el resto de tierra extraída. Y lo más extraño de todo era que la sola presencia de Swan le había dado a Paul deseos de ponerse a trabajar, aunque excavar agujeros en el suelo frío no era precisamente la idea que tenía acerca de la mejor forma de pasar el día. Ella le había hecho desear excavar cada agujero con la mayor exactitud posible, y una sola palabra de alabanza o de ánimo surgida de sus labios le proporcionaba energía suficiente, como si hubiera recargado una batería debilitada. Paul también había observado a los demás, comprobando que Swan ejercía el mismo efecto sobre todos ellos. Ahora, Paul creía que Swan era capaz de hacer crecer un manzano de cada una de las semillas plantadas en la tierra, y se hubiera sentido orgulloso de excavar agujeros para ella, hasta que la trompeta de Gideon hubiera hecho sonar una música de jazz de Nueva Orleans. Creía en Swan, y si ahora ella decía que el verdadero rostro de Hermana estaba a punto de surgir a la superficie, pues también creía en eso.

—¿Qué aspecto crees que tendrá en lo más profundo de sí misma? —volvió a preguntar Swan.

—No lo sé —contestó Paul finalmente—. Nunca he conocido a nadie con tanto valor como ella. Es toda una mujer. Es una dama.

—Sí, sí que lo es. —Swan observó la superficie nudosa de la máscara de Job. «Pronto, muy pronto», pensó—. Se pondrá bien —dijo en voz alta—. ¿Necesitas descansar un rato?

—No. Voy a quedarme aquí, con ella. Si tengo sueño me tumbaré un rato en el suelo. ¿Ya están durmiendo todos los demás?

—Sí. Es bastante tarde.

—Supongo que lo es. Será mejor que tú también duermas un poco.

—Lo haré. Pero cuando suceda, me gustaría verla.

—Te llamaré —le prometió Paul.

Creyó que Hermana acababa de decir algo y se inclinó hacia adelante para escucharla mejor. La cabeza de Hermana se movió lentamente adelante y atrás, pero no emitió ningún otro sonido y permaneció quieta de nuevo. Cuando Paul levantó la mirada, Swan ya se había marchado.

Swan se sentía demasiado emocionada como para dormir, como si volviera a ser una niña en la noche de la víspera de Reyes. Atravesó la habitación delantera donde dormían los otros en el suelo, cerca de la estufa, y luego abrió la puerta. Entró un viento frío, avivando los carbones encendidos de la estufa. Swan salió con rapidez colocándose el abrigo alrededor de los hombros y cerrando la puerta tras ella.

—Es bastante tarde para que estés despierta —dijo Anna McClay, sentada en los escalones del porche, junto a un ex obrero metalúrgico de Pittsburgh llamado Polowsky.

Ambos llevaban puestos unos gruesos abrigos, gorros y guantes, e iban armados con rifles. Al amanecer, otro par de guardias se harían cargo de la vigilancia durante unas pocas horas, y los cambios de guardia se harían regularmente durante todo el día y la noche.

—¿Cómo se encuentra Hermana? —preguntó.

—Todavía no se ha producido ningún cambio.

Swan contempló el fuego de campamento que ardía en medio de la calle. El viento soplaba a través de él levantando una nubecilla de chispas rojas hacia el cielo. Unas veinte personas dormían alrededor de la hoguera, y había algunas más sentadas, contemplando fijamente las llamas, o hablando las unas con las otras para pasar la noche. Hasta que supo dónde se encontraba el hombre del ojo escarlata, Swan había pedido que la barraca fuera vigilada en todo momento, petición con la que habían estado muy de acuerdo tanto Josh como los demás. Los voluntarios también habían permanecido alrededor de las hogueras encendidas en el campo, vigilando los tallos de maíz y la nueva zona donde se habían plantado las semillas de manzana.

Swan les había contado a Josh y a Hermana su encuentro con el hombre del ojo escarlata, en medio de la multitud, y creía comprender, aunque sólo fuera un poco, por qué aquel hombre había causado tanto daño a los seres humanos. También sabía que había estado a punto de tomar la manzana con la mano, aunque en el último instante habían ganado su odio y su cólera irreflexivos. Había comprendido que la odiaba, y que se odiaba a sí mismo por haber deseado dar un paso más allá de lo que él mismo era, pero también había sentido miedo de ella, y al verle retroceder, Swan se había dado cuenta de que el perdón era capaz de vencer al mal, extraer el veneno de él como si se hubiera cortado un forúnculo. No sabía qué podría haber ocurrido en el caso de que él hubiera tomado la manzana, pero lo cierto es que ese momento había pasado ya. Ahora, sin embargo, ya no temía al hombre del ojo escarlata como lo había temido hasta entonces, y desde aquel momento había dejado de mirar por encima del hombro para ver quién se le acercaba por detrás.

Se dirigió hacia la esquina del porche, donde Mulo estaba atado al poste que lo sostenía. El caballo se mantenía caliente gracias a unas mantas que le habían echado por encima, y disponía de un cubo de agua fresca del que podía beber. Encontrar comida para él constituía un problema, pero Swan le había reservado los corazones de algunas manzanas con las que le estaba alimentando, dándole también raíces y algo de la paja con la que estaba relleno el colchón del señor Polowsky, a quien le gustaban mucho los caballos y que se había ofrecido para dar de comer y beber al animal. Habitualmente, el caballo se mostraba receloso con las personas extrañas, pero pareció aceptar las atenciones del señor Polowsky con un mínimo de recelo.

Mulo tenía la cabeza agachada, pero su nariz se retorció en cuanto captó el aroma de Swan e instantáneamente levantó la cabeza, con los ojos abiertos y alerta. Ella le acarició entre los ojos y luego bajó la mano por la piel suave y aterciopelada de su hocico, y el animal le mordisqueó los dedos con un evidente encanto.

De repente, Swan miró hacia la hoguera y lo vio allí de pie, silueteado por las llamas y las chispas. No pudo distinguir la cara, pero sintió que él la miraba fijamente. Se le puso la carne de gallina por debajo del abrigo, y apartó la mirada con rapidez, concentrándose en las caricias que le hacía al hocico de Mulo. Pero su mirada volvió a deslizarse hacia donde estaba Robin, que se había acercado unos pocos pasos más hacia el borde del porche. El corazón le latía con la fuerza de un tambor y volvió a apartar la mirada. Lo vio aproximarse por el rabillo del ojo. Luego, se detuvo y aparentó estar examinando algo en el suelo con la punta de su bota.

«Ya es hora de volver a entrar —se dijo a sí misma—. Tengo que comprobar cómo se encuentra Hermana».

Pero sus piernas no querían moverse de donde estaba. Robin se acercó un poco más, volvió a detenerse y miró más allá de la hoguera, como si algo más hubiera atraído su atención. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo. Parecía como si tratara de decidir si regresaba junto al calor del fuego o no. Swan no sabía si deseaba que se acercara más o que se marchara, y se sentía tan inquieta como un saltamontes sobre una roca caliente.

Entonces, él avanzó otro paso hacia adelante. Al parecer, había tomado una decisión.

Pero Swan no pudo seguir resistiéndolo e inició el movimiento para volverse y entrar de nuevo en la barraca.

Mulo decidió la cuestión al elegir ese preciso momento para juguetear con los dedos de Swan, que mordisqueó con suavidad, reteniéndola durante los pocos segundos que Robin tardó en llegar junto a ella.

—Creo que tu caballo debe de estar hambriento —dijo Robin.

Swan se liberó los dedos. Inició de nuevo el movimiento para volverse, con el corazón latiéndole tan fuerte que casi estaba segura de que él lo escucharía, como si fuera un trueno distante en el horizonte.

—No te marches —dijo la voz de Robin, muy suavemente—. Por favor.

Swan se detuvo. Pensó que el joven no se parecía en nada a las estrellas de cine que aparecían en las revistas que solía leer su madre, porque no había nada elegante ni típico de Hollywood en él; no se parecía en nada a los muchachos adolescentes bien limpios y mejor vestidos que Darleen Prescott había visto en las series de televisión. Su rostro era joven, a pesar de sus líneas y ángulos duros, pero había una mirada de viejo en sus ojos. Eran del color de las cenizas, pero parecían capaces de echar fuego. Le miró directamente, y observó que había perdido aquella máscara de rudeza. Ahora, los ojos de Robin la miraban con suavidad, quizá incluso con ternura, y lo hacían fija e insistentemente.

—¡Eh! —le gritó Anna McClay desde los escalones—. Métete en tus asuntos. Swan no tiene tiempo para ti.

La máscara de su rostro volvió a endurecerse.

—¿Y quién te ha nombrado a ti su guardiana?

—Nada de guardiana, sino protectora. Y ahora, ¿por qué no te portas como un buen chico y te vas…?

—No —la interrumpió Swan—. No necesito guardianes, ni protectores. Gracias por preocuparte tanto por mí, Anna, pero soy capaz de cuidarme sola.

—Oh. Lo siento. Sólo pensaba que estaba volviendo a molestarte.

—No me molesta. Todo está bien, de veras.

—¿Estás segura? Creo que este tipo andaba suelto por los caminos a la búsqueda de bolsillos que vaciar.

—Estoy segura —replicó Swan.

Anna dirigió a Robin otra mirada de advertencia, y luego volvió a enfrascarse en la conversación que mantenía con el señor Polowsky.

—Eso ha estado muy bien —comentó Robin con una sonrisa agradecida—. Ya era hora de que alguien le propinara una buena patada en el trasero.

—No, no está bien. Es posible que no te guste Anna, y a ella, desde luego, no pareces gustarle tú, pero hace lo que cree que es mejor para mí, y eso es algo que aprecio. Si tú me estuvieras molestando, habría dejado que ella te echara de aquí.

La sonrisa de Robin se desvaneció.

—¿De modo que te crees mejor que los demás?

—No, no he querido decir eso. —Swan sintió que se ruborizaba y estaba muy nerviosa. Su lengua se haba entre sus pensamientos y sus palabras—. Sólo quería decir… que Anna tiene razón al llevar cuidado.

—Ah, ah. ¿De modo que te molesto por el hecho de mostrarme amistoso?

—Fuiste algo más que amistoso cuando entraste en la barraca y… me despertaste de aquel modo —replicó ella con una cierta crispación. Sentía el rubor en sus mejillas y hubiera deseado volver al principio e iniciar de nuevo la conversación, pero ahora esta se había descontrolado, y estaba medio asustada y medio encolerizada—. ¡Y el otro día tampoco te ofrecí a ti aquella manzana!

—Oh, la conseguí de todas formas. En cualquier caso, mis pies pisan un terreno sólido. No están sobre un pedestal, como les ocurre a otras personas. Posiblemente, no pude evitar el besarte, y quizá cuando te vi allí de pie, con la manzana en la mano y unos ojos tan grandes y abiertos, tampoco pude evitar el tomarla de tu mano. La primera vez que te vi, me pareciste una muchacha correcta; no sabía que eras como una especie de pequeña princesa engreída.

—¡No lo soy!

—¿No? Pues actúas como si lo fueras. Escucha, he estado dando vueltas por ahí. He conocido a muchas chicas. ¡Y reconozco el engreimiento en cuanto lo veo!

—Y… —empezó a decir ella. «¡Alto! Deja de hablar así ahora mismo», se dijo. Pero no pudo evitarlo, porque estaba interiormente asustada y no se atrevía a permitir que él lo advirtiera—. ¡Y yo reconozco a un estúpido bocazas en cuanto lo veo!

—¿Sí? ¿Soy un estúpido? ¡Muy bien! —Meneó la cabeza y se echó a reír con buen humor—. Quizá lo sea por pensar que me podría agradar conocer mejor a la princesa de hielo, ¿eh?

Y tras decir esto se alejó antes de que ella pudiera contestar. Todo lo que a Swan se le ocurrió decir tras él, fue:

—¡No vuelvas a molestarme!

Instantáneamente, sintió una punzada de dolor que pareció desgarrarla desde la cabeza hasta los dedos de los pies. Apretó los dientes para no llamarlo. Si él iba a actuar como un estúpido, ¡que lo fuera! Era como un niño malcriado, y no quería tener nada que ver con él.

Pero también sabía que una palabra amable tendría la virtud de hacerle regresar. Sólo una palabra amable, y eso sería todo. ¿Acaso era tan difícil pronunciarla? Robin la había malinterpretado, y quizá ella también lo había malinterpretado a él. Sintió las miradas de Anna y del señor Polowsky sobre ella, y se dio cuenta de que quizá Anna mostraba una débil sonrisa, como si supiera lo que había sucedido. Mulo se agitó y exhaló el vapor de su respiración sobre el rostro de Swan, que en ese momento decidió prescindir de su orgullo y se dispuso a llamar a Robin. En el mismo instante en que abrió la boca para hacerlo, se abrió de golpe la puerta de la barraca y Paul Thorson se asomó y dijo excitadamente:

—¡Swan! ¡Está sucediendo!

Observó por un instante a Robin, que se alejaba hacia la hoguera. Y luego siguió a Paul al interior de la barraca.

Robin se detuvo ante la hoguera. Lentamente, su mano formó un puño que luego se llevó a la frente, golpeándola.

—¡Idiota, idiota, idiota, idiota! —dijo a cada golpe que se daba.

Seguía sin saber qué demonios había ocurrido; sólo sabía que se había sentido muy asustado de hablar con una muchacha tan hermosa como Swan. Había pretendido impresionarla, pero ahora se sentía como si hubiera caminado con los pies desnudos sobre excrementos de vaca.

—¡Idiota, idiota, idiota! —seguía repitiendo.

Claro que no había conocido a tantas muchachas; en realidad, no había conocido profundamente a ninguna. No sabía cómo actuar con ellas. Para él eran como criaturas de otro planeta. ¿Cómo se podía hablar con ellas sin…, sí, sin parecer un estúpido bocazas? Y él era exactamente eso.

«Bueno —se dijo a sí mismo—, todo se ha estropeado ahora». Aún temblaba en su interior y sentía verdaderas náuseas en la boca del estómago. Al cerrar los ojos pudo ver a Swan de pie ante él, tan radiante como el sueño más maravilloso que hubiera tenido nunca. No se la había podido quitar de la cabeza desde el primer día en que la viera, dormida sobre la cama.

«La amo», pensó. Había oído hablar del amor, pero no tenía ni la menor idea de que el amor pudiera hacerlo sentirse atolondrado, con náuseas y tembloroso, todo al mismo tiempo. «La amo», se repitió. Y no sabía si ponerse a gritar o a llorar, así que simplemente, se quedó mirando fijamente las llamas de la hoguera, sin ver en su mente otra cosa que no fuera el rostro de Swan.

—Creo que acabo de ver dos flechas alcanzando el corazón de dos jóvenes —le dijo Anna al señor Polowsky, y ambos se miraron y se echaron a reír.