71

Una visita al Salvador

Un anillo de antorchas iluminaba la noche, ardiendo alrededor del perímetro de un enorme aparcamiento situado a veinte kilómetros al sur de las ruinas de Lincoln, Nebraska. En el centro del aparcamiento había un complejo de edificios de ladrillo, conectados con caminos cubiertos dotados con claraboyas y ventiladores en los techos planos. En la parte lateral de uno de los edificios que daba a la autopista 77 Sur se veían unas oxidadas letras de metal que decían: «ALMACENES GREENBRI».

En la parte occidental del aparcamiento, los faros de un jeep emitieron dos rápidas ráfagas. Unos veinte segundos más tarde hubo una respuesta igual por parte de una camioneta con el parabrisas blindado, aparcada cerca de una de las entradas al complejo.

—Ahí está la señal —dijo Roland Croninger—. Vamos.

Judd Lawry condujo lentamente el jeep atravesando el aparcamiento, dirigiéndose hacia los faros que se iban acercando a medida que se aproximaba la camioneta. Las ruedas traqueteaban sobre ladrillos, trozos de metal, viejos huesos y otros restos extendidos sobre el cemento cubierto de nieve. En el asiento posterior, detrás de Roland, iba un soldado con un rifle automático. Lawry llevaba una 38 en la sobaquera, pero Roland no iba armado. Observó como disminuía la distancia entre los dos vehículos. Tanto en la antena de radio del jeep como en la de la camioneta ondeaban dos trozos de tela blanca.

—No le dejarán salir con vida de ahí —dijo Lawry casi con naturalidad. Miró con rapidez el rostro envuelto en vendajes del capitán Croninger, cubierto por la capucha de su chaquetón—. ¿Por qué se presentó voluntario para esto?

El rostro encapuchado se volvió lentamente hacia Lawry.

—Me gusta la excitación.

—Sí. Bueno, pues está a punto de conseguirla…, señor.

Lawry hizo girar el jeep para evitar un camión quemado y pisó los frenos. La camioneta estaba a unos veinte metros de distancia y también aminoró la marcha. Los vehículos se detuvieron a diez metros.

No se produjo ningún movimiento en la camioneta.

—¡Estamos esperando! —gritó Roland desde la ventanilla, soltando una nubecilla de vapor por entre los labios nudosos.

Transcurrieron los segundos sin obtener ninguna respuesta. Luego, se abrió la puerta del pasajero de la camioneta y de ella se apeó un hombre rubio que llevaba un chaquetón azul oscuro, pantalones marrones y botas. Avanzó unos pasos y apuntó una escopeta hacia el parabrisas blindado del jeep.

—Tranquilo —le dijo Roland a Lawry al ver que este se disponía a desenfundar la 38.

Otro hombre se bajó de la camioneta y se situó junto al primero. Era delgado y tenía un cabello moreno y corto. Levantó las manos para demostrar que no iba armado.

—¡De acuerdo! —gritó el de la escopeta, que empezaba a ponerse nervioso—. ¡Hagamos el canje!

Roland tenía miedo. Pero había aprendido desde mucho tiempo atrás a reprimir aquella sensación propia de un niño, y a demostrar la parte de sir Roland que llevaba en él: el aventurero al servicio del rey, capaz de hacer cumplir la voluntad del monarca, amén. Tenía las palmas de las manos húmedas y pegadas a sus guantes negros, pero abrió la puerta y bajó del vehículo.

El soldado con el rifle automático le siguió y permaneció en pie, a unos pocos pasos de distancia y hacia un lado, apuntando al otro hombre armado.

Roland miró a Lawry para asegurarse de que aquel idiota no echara a perderlo todo, y luego empezó a caminar hacia la camioneta. El hombre de cabello oscuro empezó a caminar hacia el jeep, con ojos inquietos y nerviosos. Las dos figuras se cruzaron, sin mirarse la una a la otra y el hombre de la escopeta sujetó a Roland por el brazo, casi al mismo tiempo que el soldado de las FE empujaba a su rehén hacia un costado del jeep.

A Roland se le obligó a apoyarse contra la camioneta, le ordenaron que extendiera brazos y piernas y fue cacheado a fondo. Una vez terminado el registro, el hombre lo hizo girar y le apretó el cañón de la escopeta bajo la barbilla.

—¿Qué le pasa a tu cara? —preguntó el hombre—. ¿Qué hay por debajo de esos vendajes?

—Recibí graves quemaduras —contestó Roland—. Eso es todo.

—¡No me gusta! —exclamó el hombre que tenía un largo cabello rubio y unos feroces ojos azules, como un maníaco del surf—. La imperfección es obra de Satán, loado sea el Salvador.

—El canje ya se ha hecho —dijo Roland. El rehén de la Alianza Americana ya estaba siendo empujado al interior del jeep—. El Salvador me espera.

El hombre no dijo nada, inquieto y vacilante. Entonces, Lawry empezó a hacer retroceder el jeep, dando así por terminado el canje. Roland no supo en ese momento si aquello fue un acto de astucia o de estupidez por su parte.

—¡Sube!

El soldado de la Alianza Americana lo empujó en la cabina de la camioneta, donde Roland se sentó apretujado entre él y el corpulento conductor, de barba blanca. La camioneta giró en el aparcamiento y se dirigió hacia el fondo del complejo de edificios.

A través de la estrecha rendija del parabrisas blindado, Roland vio que los faros iluminaban otros vehículos que protegían la fortaleza de la Alianza Americana: un camión blindado con un cartel apenas visible en un costado, un jeep con una ametralladora montada en el asiento trasero, un remolque de tractor blindado cubierto y con docenas de portillas, por cada una de las cuales asomaba un rifle o el cañón de una ametralladora, otro camión de correos con una torreta toscamente construida en su parte superior, más coches y camionetas, y luego un vehículo que a Roland le produjo un nudo en la garganta: un tanque pesado, de aspecto impresionante, cubierto con pintadas multicolores en las que se podían leer cosas como: «QUERIDA CHINCHE», o: «¡VIVA EL SALVADOR!». Según observó Roland, el cañón principal del tanque apuntaba en la dirección por donde se encontraba el camión Airstream del coronel Macklin, donde el rey se encontraba ahora incapacitado, sufriendo una fuerte fiebre que le había afectado la noche anterior.

La camioneta pasó entre el tanque y otro coche blindado, subió a la acera y continuó por una rampa para minusválidos, entrando en un espacioso muelle de carga y descarga a través del oscuro espacio abierto donde antes había puertas de cristal. Los faros iluminaron una espaciosa zona de carga y descarga, con almacenes a ambos lados, todos ellos saqueados ya desde mucho tiempo antes. Soldados armados con rifles, pistolas y escopetas dejaron paso a la camioneta, y había cientos de faroles encendidos en el gran pasillo central y en los almacenes, emitiendo por todo el interior del edificio un parpadeante resplandor anaranjado, como las luces de una fiesta de Halloween. Roland también observó cientos de tiendas, montadas en todos los espacios imaginables, a excepción del pasillo por el que avanzaba la camioneta. Roland se dio cuenta de que todo el ejército de la Alianza Americana había instalado su campamento en el interior de los enormes almacenes, y cuando la camioneta penetró en una especie de atrio mucho más grande, dotado con claraboyas, escuchó cánticos y vio el resplandor del fuego.

En aquel gran almacén había quizá unas mil personas, batiendo palmas rítmicamente, cantando y balanceándose alrededor de una gran fogata, cuyo humo se elevaba hacia el techo, saliendo por los cristales rotos de las claraboyas. Casi todos ellos llevaban rifles colgados al hombro, y Roland supo que una de las razones por las que el Salvador había invitado a un oficial de las FE era para mostrarle sus armas y sus tropas. Pero la razón por la que Roland había aceptado la invitación era para intentar descubrir un punto débil en la fortaleza del Salvador.

La camioneta no entró en el atrio, sino que continuó a lo largo de otro pasillo que se ramificaba a partir de él, alineado a ambos lados con almacenes saqueados, llenos ahora de tiendas, bidones de gasolina y de aceite y lo que parecían ser cajas de comida enlatada y agua embotellada, ropas, armas y otros suministros. La camioneta se detuvo delante de un almacén, y el hombre rubio de la escopeta se bajó y le hizo señas a Roland para que lo siguiera. Roland vio los fragmentos rotos de un cartel que en otro tiempo decía: «LIBRERÍAS B. DALTON». Estaba situado sobre la entrada al almacén.

Había tres lámparas encendidas en el mostrador del cajero, donde las dos cajas registradoras habían quedado destrozadas a golpes y convertidas en chatarra. Las paredes del almacén estaban chamuscadas, y las botas de Roland pisotearon los restos de libros quemados. En las estanterías y en las mesas no quedaba un solo libro; todo había sido amontonado e incendiado. En el mostrador de información del almacén había más faroles encendidos, y el hombre de la escopeta empujó a Roland hacia una habitación situada al fondo, donde otro soldado de la Alianza Americana, armado con un rifle automático, se puso inmediatamente en posición de alerta. Cuando Roland se aproximó, el soldado bajó el rifle y quitó el seguro del arma.

—Alto —ordenó.

Roland se detuvo.

El soldado se volvió y llamó a la puerta.

Por ella se asomó un hombre calvo y de baja estatura, con una cara delgada y expresión de zorro. Sonrió cálidamente.

—¡Hola! Él ya está casi preparado para verle. Quiere saber su nombre.

—Roland Croninger.

El hombre volvió a meter la cabeza en el interior de la habitación y cerró la puerta. Luego, bruscamente, esta se abrió de nuevo, y el hombre calvo preguntó:

—¿Es usted judío?

—No.

Entonces, desde atrás, le quitaron a Roland la capucha que le cubría la cabeza.

—¡Mire! —dijo el hombre de la escopeta—. ¡Dígale que nos han enviado a alguien con una enfermedad!

—Oh, oh. —El otro miró con expresión inquieta el rostro vendado de Roland—. ¿Qué le ocurre en la cara, Roland?

—Resulté quemado el diecis…

—¡Es un embustero, hermano Norman! —le interrumpió el de la escopeta apretándola contra las duras excrecencias de tejido del cráneo de Roland—. ¡Tiene la lepra de Satán!

El hermano Norman frunció el ceño y emitió un chasquido de simpatía con los labios.

—Espera un momento —dijo, y volvió a desaparecer en la otra habitación. Regresó al momento, se aproximó a Roland y le pidió—: Abre la boca, por favor.

—¿Qué?

La escopeta se apretó contra su cabeza.

—Hazlo.

Roland así lo hizo. El hermano Norman sonrió.

—Eso está bien. Ahora saca la lengua. ¡Vaya, vaya, veo que necesitas un nuevo cepillo de dientes! —Colocó un pequeño crucifijo de plata sobre la lengua de Roland—. Ahora mantén esto dentro de la boca durante unos pocos segundos, ¿de acuerdo? ¡Pero no te lo tragues!

Roland retiró la lengua con el crucifijo y cerró la boca. El hermano Norman sonrió alegremente.

—Ese crucifijo ha sido bendecido por el Salvador —explicó—. Es muy especial. Si tienes corrupción, el crucifijo saldrá ennegrecido cuando vuelvas a abrir la boca. Y si es así, el hermano Edward te volará la cabeza aquí mismo.

Por un momento, los ojos de Roland se abrieron mucho detrás de sus anteojos.

Transcurrieron lentamente unos cuarenta segundos.

—¡Abre la boca! —pidió el hermano Norman con voz alegre.

Roland abrió la boca, extendió lentamente la lengua y observó el rostro del otro hombre para ver cuál era su reacción.

—¿Sabes una cosa? —dijo el hermano Norman. Tomó el crucifijo de la lengua de Roland y lo sostuvo en alto. Seguía teniendo un brillante color plateado—. ¡Has pasado la prueba! El Salvador te verá ahora.

A pesar de todo, el hermano Edward empujó a Roland con la escopeta, todavía apoyada en su cabeza, y el joven siguió al hermano Norman al interior de la habitación. Por sus sienes corrían gotitas de sudor, pero su mente estaba tranquila y relajada.

Un hombre iluminado por la luz de una lámpara, con el cabello gris muy corto, estaba sentado en una silla, delante de una mesa, atendido por otro hombre y una mujer joven. Había dos o tres personas más en la habitación, todos ellos de pie, y fuera del círculo de luz de la lámpara.

—Hola, Roland —dijo el hombre de cabello gris sentado en la silla, con una ligera sonrisa retorcida en la comisura izquierda de su boca.

Sostenía la cabeza muy quieta, y Roland sólo pudo distinguirle el perfil izquierdo. Tenía una frente alta y aristocrática, una nariz fuerte y ganchuda, unas cejas rectas y grises sobre unos ojos claros de color azul marino, las mejillas perfectamente afeitadas, y una mandíbula tan poderosa como un mazo. Roland pensó que debía de tener cerca de los sesenta años, pero el Salvador parecía disfrutar de una salud robusta, y su rostro no mostraba ningún defecto. Llevaba un traje a rayas, con chaleco y una corbata azul, y parecía como dispuesto a predicar ante las cámaras en uno de sus programas de televisión por cable. Pero, al observarlo más de cerca, Roland vio parches bien cosidos aquí y allá en la chaqueta, así como unos parches de cuero cosidos en las rodillas. El Salvador llevaba botas de montar. Rodeándole el cuello y cayéndole por delante del chaleco, llevaba unos doce o quince crucifijos de plata y oro colgando de cadenas, algunas de ellas incrustadas con piedras preciosas. Las robustas manos del Salvador aparecían decoradas con media docena de relucientes anillos de diamantes.

El hombre y la mujer joven que lo atendían estaban trabajando sobre su cara con lápices de color y aplicadores de polvos. Roland observó un maletín de maquillaje abierto sobre la mesa.

El Salvador levantó ligeramente la cabeza para que la mujer pudiera empolvarle el cuello.

—Voy a presentarme delante de mi gente dentro de unos cinco minutos, Roland. Ahora mismo, ellos están cantando por mí. Tienen voces de ángeles, ¿no te parece? —Roland no dijo nada, y el Salvador sonrió débilmente—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que escuchaste música?

—Yo me hago mi propia música —replicó Roland.

El Salvador ladeó la cabeza hacia la derecha, mientras el hombre le terminaba de pasar un lápiz por la ceja.

—Me gusta tener el mejor aspecto posible —dijo—. No hay excusas que justifiquen un aspecto desaseado, ni siquiera en estos tiempos. Me gusta que mi gente me mire y vea confianza. Y la confianza es una buena cosa, ¿verdad? Significa que uno es fuerte y que puede enfrentarse a las trampas que Satán le tiende. Oh, Satán anda muy ocupado en estos tiempos, Roland, sí, ¡vaya si lo está! —Cruzó las manos sobre el regazo—. Claro que Satán tiene muchas caras, y muchos nombres, y uno de esos nombres puede ser el de Roland. ¿Lo es?

—No.

—Bueno, Satán es un embustero así que, ¿qué otra contestación podía esperar? —preguntó echándose a reír. Los demás se rieron con él. Una vez se hubieron apagado las risas, dejó que la mujer le pasara algo de colorete por la mejilla izquierda—. Muy bien Satán…, digo, Roland. Dime lo que quieres. Y dime por qué tú y tu ejército de demonios nos habéis estado siguiendo desde hace dos días, y por qué nos habéis rodeado ahora. Por lo que sé de tácticas militares podría pensar que os disponéis a iniciar un sitio contra nosotros. Y eso es algo que no me gustaría pensar. Podría molestarme, podría hacerme pensar en todos los pobres demonios a punto de morir por su Maestro. ¡Habla, Satán! —espetó de pronto, haciendo restallar su voz como un látigo, y todos los presentes en la habitación se sobresaltaron, excepto Roland.

—Soy el capitán Roland Croninger, de las Fuerzas Escogidas. El coronel Macklin es mi oficial superior. Queremos que nos entreguen su gasolina, aceite, comida y armas. Si nos las entregan dentro de las próximas seis horas, nos retiraremos y os dejaremos en paz.

—Quieres decir que nos dejaréis hechos trizas, ¿no es así? —replicó el Salvador con una sonrisa burlona, casi volviendo su rostro hacia Roland, pero la mujer le estaba empolvando la frente y no llegó a hacerlo—. Las Fuerzas Escogidas. Creo haber oído hablar de vosotros. Pensé que estabais en Colorado.

—Nos hemos trasladado.

—Bueno, supongo que eso es lo que hacen los ejércitos, ¿no? Oh, ya nos hemos encontrado antes con otros ejércitos —dijo, pronunciando la frase con expresión de asco—. Algunos de ellos llevaban pequeños uniformes y armas que no les sirvieron para nada, y todos ellos se arrugaron como muñecas de papel. Ningún ejército puede resistirse al Salvador, Roland. Regresa y dile eso a tu «oficial superior». Dile que rezaré una oración por vuestras dos almas.

Roland estaba a punto de ser despedido. Decidió intentar otra táctica.

—¿A quién le vas a rezar? ¿Al Dios que está en lo más alto de la montaña Warwick?

Se produjo un tenso silencio. Los dos maquilladores se quedaron quietos, como petrificados, y ambos se volvieron a mirar a Roland. En el silencio que se produjo, Roland pudo escuchar la respiración del Salvador.

—El hermano Gary se ha unido a nosotros —siguió diciendo Roland con serenidad—. Nos lo ha contado todo…, hacia dónde os dirigís y por qué.

Bajo la persuasión de Roland, en el interior del camión negro, Gary Cates había repetido su historia sobre el Dios que vivía en lo más alto de la montaña Warwick, en Virginia occidental, así como algo acerca de una caja negra y una llave de plata que podría decidir si la tierra viviría o moriría. Ni siquiera el tormento de la rueda había logrado cambiar la historia contada por el hombre. Fiel a su palabra, Macklin le había conservado la vida al hermano Gary… para ser despellejado vivo y colgado por los tobillos de un mástil, frente a la oficina de correos de Sutton.

El silencio continuaba. Finalmente, el Salvador dijo con suavidad:

—No conozco a ningún hermano Gary.

—Él sí te conoce a ti. Nos dijo de cuántos soldados disponéis. Nos dijo que tenéis dos tanques. Incluso he visto uno de ellos, y supongo que el otro estará en alguna otra parte. El hermano Gary ha sido una verdadera fuente de información. Nos habló de que el hermano Timothy te dirige hacia la montaña Warwick para encontrar a Dios. —Roland sonrió, mostrando sus estropeados dientes por entre los pliegues de sus vendajes—. Pero Dios está mucho más cerca que Virginia. Mucho más cerca. Está justo ahí fuera, y va a enviarte al infierno dentro de seis horas si no consigue lo que desea.

El Salvador permaneció sentado, muy quieto. Roland lo vio temblar, vio la parte izquierda de su boca contraerse y el ojo izquierdo abultándose, como si se adelantara a causa de una presión volcánica.

El Salvador apartó a un lado a los dos maquilladores. Su cabeza se volvió para mirar a Roland… y este vio los dos lados de su cara.

La parte izquierda era perfecta, iluminada por el colorete y suavizada por los polvos. Pero la parte derecha era una pesadilla de tejido cicatrizado, con la carne carcomida por una herida terrible y el ojo tan blanco y muerto como un pequeño guijarro de río.

El único ojo vivo del Salvador se fijó en Roland como si se tratara de la hora del Juicio Final y, al levantarse, agarró la silla y la lanzó contra el suelo. Avanzó hacia Roland, con los pequeños crucifijos tintineándole del cuello, y levantó el puño.

Roland se mantuvo firme en su sitio.

Se miraron fijamente el uno al otro y se produjo un silencio tenso, como el que se produce antes del choque de una fuerza irresistible y un objeto inamovible.

—¿Salvador? —dijo una voz—. Es un estúpido, y está tratando de atormentarte.

El Salvador vaciló. Su único ojo parpadeó y Roland casi pudo ver sus pensamientos girando en su cabeza, tratando de conectar y de volver a encontrarle sentido a las cosas.

Una figura surgió de la penumbra, a la derecha de donde se encontraba Roland. Era un hombre alto, de aspecto frágil, de poco menos de treinta años, con el cabello negro peinado hacia atrás y unas gafas metálicas sobre unos ojos negros y hundidos. Una cicatriz de quemadura le zigzagueaba como un rayo desde la frente hasta la nuca, y el cabello que quedaba a lo largo de su recorrido se había vuelto blanco.

—No lo toques, Salvador —le pidió con serenidad el hombre—. Ellos tienen al hermano Kenneth.

—¿El hermano Kenneth? —preguntó el Salvador meneando la cabeza, sin comprender.

—Enviaste al hermano Kenneth como rehén por este hombre. El hermano Kenneth es un buen mecánico, y no queremos que nadie le haga daño, ¿verdad?

—El hermano Kenneth —repitió el Salvador—. Un buen mecánico. Sí. Sí, es un buen mecánico.

—Ya es hora de que salgas —añadió el hombre—. Ellos están cantando por ti.

—Sí. Están cantando… por mí.

El Salvador se miró el puño que aún colgaba en el aire; abrió la mano y dejó que el brazo cayera a su costado. Luego se quedó de pie, mirando el suelo, con la comisura izquierda de la boca contraída en una sonrisa burlona que se abría y se cerraba.

—¡Queridos míos! ¡Queridos míos! —exclamó el hermano Norman—. ¡Terminemos el trabajo, muchachos! ¡Ahora está preparado, y queremos que tenga aspecto de inspirar confianza!

Otras dos personas surgieron de entre las sombras, tomaron al Salvador por los brazos y le dieron la vuelta como si se tratara de una marioneta, para que los maquilladores pudieran terminar lo que habían estado haciendo.

—Eres un tonto, estúpido pagano —dijo el hombre de las gafas mirando a Roland—. Por lo visto, tienes muchos deseos de morir.

—Dentro de seis horas ya veremos quién vive y quién muere.

—Dios está en la montaña Warwick. Vive allí, en lo más alto, donde están las minas de carbón. Yo lo he visto. Yo lo he tocado. Yo soy el hermano Timothy.

—Me parece muy bien.

—Puedes quedarte con nosotros, si quieres. Puedes unirte a nosotros y venir con nosotros para encontrarnos con Dios, y así sabrás cómo morirán los lisiados en la hora final. Él aún estará allí, esperándonos. Sé que estará esperándonos.

—¿Cuándo llegará esa hora final?

El hermano Timothy sonrió.

—Eso sólo lo sabe Dios. Pero me mostró cómo el fuego lloverá de los cielos, y en ese fuego se ahogará hasta el Arca de Noé. En la hora final quedarán eliminadas todas las imperfecciones, y el mundo volverá a ser fresco y renovado.

—Muy bien —dijo Roland.

—Sí, muy bien. Estuve con Dios durante siete días y siete noches, en lo más alto de la montaña Warwick, y me enseñó la oración que rezará en la hora final. —El hermano Timothy cerró los ojos, sonrió beatíficamente y empezó a recitar—: Aquí, en Belladonna, la Virgen de las Rocas, la virgen de las situaciones. Aquí está el hombre con tres peldaños y aquí está la Rueda, y el mercader de un solo ojo, y esta carta, que está en blanco, y que es algo que lleva en su espalda y que tengo prohibido ver. No encuentro al Hombre Ahorcado. Teme a la muerte por agua.

Guardó silencio y cuando abrió los ojos de nuevo los tenía brillantes por las lágrimas.

—¡Saca a este Satán de aquí! —gruñó el Salvador—. ¡Sácalo!

—Seis horas —dijo Roland, pero la oración por la hora final resonó en su mente como el recuerdo de las campanadas a muerte.

—Apártate de mí, Satán; apártate de mí, Satán; apártate de mí, Sa… —entonó el Salvador mientras Roland era sacado de la habitación y entregado al hermano Edward para que lo acompañara en el viaje de regreso.

Roland grabó en su mente todo lo que vio para comunicárselo al coronel Macklin. No había descubierto ninguna zona evidentemente débil, pero una vez que se sentara a trazar un mapa de lo que había visto, quizá pudiera descubrir alguna.

El ritual de las señales con los faros se repitió. Roland regresó al jeep, y él y el hermano Kenneth pasaron uno junto al otro sin mirarse siquiera. Luego, se encontró en el jeep y volvió a respirar tranquilo mientras Judd Lawry conducía el vehículo hacia los fuegos del campamento de las FE.

—¿Se ha divertido? —le preguntó Lawry.

—Sí. Llévame rápidamente al centro de mando.

«No encuentro al Hombre Ahorcado», pensó Roland. De algún modo, aquella especie de oración por la hora final le resultaba familiar, pero no se trataba en realidad de una oración. No. Era… era…

Había una cierta actividad alrededor del camión del coronel. Los guardias habían roto su formación y uno de ellos golpeaba la puerta con la culata de su rifle. Roland saltó del jeep en marcha en cuanto este aminoró un poco la velocidad y echó a correr hacia el camión.

—¿Qué ocurre?

Uno de los guardias se apresuró a saludarle.

—¡El coronel se ha encerrado dentro, señor! No podemos abrir la puerta y…, bueno, ¡será mejor que lo escuche usted mismo!

Roland subió los escalones, apartó a un lado al otro guardia y escuchó.

A través de la puerta metálica del Airstream se escuchaba el ruido de muebles rotos y de cristal haciéndose añicos. Luego se escuchó un gemido apenas humano que a Roland Croninger le produjo un escalofrío en la espalda.

—¡Jesús! —exclamó Lawry palideciendo—. ¡Hay alguna clase de animal salvaje ahí dentro, con él!

La última vez que Roland lo había visto, el coronel estaba inmovilizado en su cama, con una fiebre muy alta.

—¡Debía haber alguien con él en todo momento! —espetó Roland—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Sólo salí unos cinco minutos para fumar un cigarrillo! —dijo el otro guardia, y en sus ojos se reflejaba la temerosa toma de conciencia de que habría de pagar muy caro el haberse fumado aquel cigarrillo—. ¡Sólo fueron cinco minutos, señor!

Roland aporreó la puerta con el puño.

—¡Coronel! ¡Abra! ¡Soy Roland!

El ruido se transformó en un gruñido gutural que sonó como el equivalente bestial de unos sollozos. Algo más se estrelló contra el suelo… y luego se produjo el silencio.

Roland volvió a golpear la puerta. Luego retrocedió y le dijo al guardia que la abriera aunque tuviera que volar los goznes.

Pero entonces, alguien más subió tranquilamente los escalones y una mano se deslizó hacia la cerradura de la puerta, sosteniendo un cuchillo de hoja delgada.

—¿Me permite intentarlo, capitán?

El aire silbó a través del agujero donde había estado la nariz de Alvin Mangrim.

Roland detestaba verlo, así como al condenado y feo enano que siempre le acompañaba, dando saltos de un lado a otro, a pocos pasos de distancia. Pero pensó que valía la pena intentarlo.

—Adelante —dijo Roland.

Mangrim insertó la hoja del cuchillo en la cerradura de la puerta. Empezó a girar el cuchillo adelante y atrás, avanzando apenas un poco cada vez.

—Si ha corrido los cerrojos por dentro, esto no servirá de mucho —dijo—. Ya veremos.

—Haga lo que pueda.

—Sé manejar muy bien los cuchillos, capitán. Hablan conmigo, y me dicen lo que tengo que hacer. Este me está hablando ahora mismo. Y me dice: «Tranquilo, Alvin, el truco consiste en actuar con tranquilidad». —Hizo girar la hoja con suavidad, se escuchó un «clic» y la puerta se abrió—. ¿Lo ve?

Los cerrojos no estaban corridos.

Roland entró en el camión a oscuras, seguido por Lawry y Mangrim.

—¡Necesitamos una luz! —gritó Roland.

El guardia que había fumado su cigarrillo encendió un mechero y se lo pasó.

La habitación delantera estaba destrozada. La mesa de los mapas estaba tumbada en el suelo y la silla hecha trizas; se habían arrancado los rifles del armero de la pared, utilizándolos para destrozar las lámparas y otros muebles. Roland entró en el dormitorio, que se hallaba igualmente destrozado. El coronel Macklin no estaba allí, pero a la luz de la llama del mechero descubrió lo que en un principio parecían ser fragmentos de cerámica gris esparcidos sobre la almohada, empapada de sudor. Tomó uno de ellos y lo examinó, sin poderse imaginar de qué se trataba; pero una especie de gelatina blancuzca se le pegó a los dedos, y Roland arrojó a un lado aquella masa pegajosa.

—¡No está por aquí! —gritó Lawry desde el otro extremo del camión.

—¡Tiene que estar en alguna parte! —replicó Roland a gritos. Cuando el eco de su voz se hubo desvanecido escuchó algo. El sonido de un gemido.

Procedía del cuarto de baño.

—¿Coronel? —preguntó.

El gemido se interrumpió, pero Roland aún pudo escuchar una respiración rápida y asustada.

Se acercó a la puerta del cuarto de baño, puso la mano en el pomo y se dispuso a abrirla.

—¡Fuera de aquí, maldita sea! —retumbó una voz desde detrás de la puerta.

Roland quedó petrificado. Aquella voz era una imitación de pesadilla de la del coronel Macklin. Sonaba como si hubiera estado haciendo gárgaras con cuchillas de afeitar.

—Yo… tengo que abrir la puerta, coronel.

—No…, no…, por favor, ¡fuera de aquí!

Luego volvió a escucharle el gruñido gutural y Roland se dio cuenta de que el coronel estaba llorando.

La espalda de Roland se puso muy rígida. Odiaba aquellas situaciones en las que el rey actuaba con debilidad. No era aquella la forma adecuada de comportarse de un rey. Un rey no debía demostrar debilidad nunca, ¡nunca! Hizo girar el pomo de la puerta y la abrió, sosteniendo el mechero en alto para poder ver en el interior.

Roland miró y lanzó un grito.

Retrocedió, sin dejar de gritar, al tiempo que la bestia que se encontraba en el cuarto de baño —la bestia que llevaba el uniforme del coronel Macklin, e incluso su mano erizada de clavos— se arrastró y, con una sonrisa enloquecedora, empezó a incorporarse.

La masa de carne dura había desaparecido del rostro y la cabeza del coronel y, al retirarse hacia el fondo de la habitación, Roland se dio cuenta de que los trozos agrietados de aquella masa correspondían a los que habían quedado esparcidos sobre la almohada.

El rostro de Macklin se había vuelto hacia adentro. La carne era de un blanco óseo, la nariz había quedado colapsada hacia el interior; las venas, músculos y nudos cartilaginosos corrían sobre la superficie de su cara, retorciéndose y temblando, al tiempo que abría aquellas horribles mandíbulas para lanzar una risotada que pareció como si unas uñas afiladas se arrastraran sobre una pizarra. Sus dientes se habían curvado formando afilados colmillos y las encías aparecían manchadas y amarillentas. Las venas de su rostro eran tan gruesas como gusanos, entrecruzándose en los pómulos, por debajo de las cuencas de unos ojos gélidamente azules y atónitos que miraban con fijeza, por encima de su frente y hacia atrás, en dirección a la mata de cabello gris recién formado. Parecía como si se le hubiera desprendido toda la capa exterior de carne de la cara, o como si se le hubiera podrido, dejando al descubierto algo que más bien parecía un cráneo en carne viva.

El coronel reía estentóreamente, y los músculos de la mandíbula, terriblemente expuestos, se movían en espasmos. Las venas se hincharon bajo la presión de la sangre que las llenaba. Pero, al mismo tiempo que reía, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y empezó a golpear la pared una y otra vez, con la mano cubierta de clavos, arrastrándolos sobre el barato panel de madera.

Lawry y Mangrim también habían entrado en la habitación. Lawry se detuvo de pronto al ver al monstruo vestido con las ropas del coronel Macklin, y echó mano de la 38, pero Roland le sujetó la muñeca con fuerza.

—¡No seas exagerado, hombre! —dijo Mangrim, que se limitó a sonreír.