El hijo del señor Caidin
Swan caminó entre las hileras de tallos de maíz verde en crecimiento, mientras los copos de nieve siseaban sobre las hogueras encendidas. Josh y Hermana caminaban a ambos lados de ella, flanqueados a su vez por dos hombres con rifles, que vigilaban para prevenir la presencia de linces, o de cualquier otra clase de depredadores.
Habían transcurrido tres días desde que Swan despertara. Su cuerpo delgado se calentaba con un abrigo hecho a base de retales que Glory le había cosido, y llevaba la cabeza protegida por un gorro de punto de color blanco, una de las docenas de regalos que la agradecida gente de Mary’s Rest había dejado para ella en el porche de Glory. Swan no podía utilizar todos los abrigos, guantes, pares de calcetines y gorros que le habían ofrecido, así que la ropa sobrante fue a parar a cajas de cartón para ser distribuida entre aquellos cuyas ropas se hallaban más desgastadas.
Sus ojos, de un azul oscuro intenso, con manchitas de rojo y dorado, observaron los nuevos tallos de maíz, que ahora tenían más de un metro de altura y empezaban a adquirir un profundo color verde. Surgiéndole por debajo del gorro, el cabello de Swan le caía sobre los hombros como una cascada de llamas. Su piel aún era muy pálida, pero tenía las mejillas sonrosadas por el viento frío; su rostro era huesudo, necesitado de recuperar su aspecto normal, pero eso ya llegaría más tarde. En estos momentos toda su atención estaba concentrada en el maíz.
Se habían encendido hogueras en el campo, y los voluntarios de Mary’s Rest vigilaban día y noche para mantener alejados a los linces, los cuervos y cualquier otro animal que intentara destruir el maíz. De vez en cuando, otro grupo de voluntarios acudía al campo con cubos y vasos para ofrecer a los vigilantes el agua fresca del nuevo pozo que habían abierto dos días antes a base de pico y pala. El sabor del agua les hacía recordar a todos los que la bebían cosas que ya habían medio olvidado: el olor del aire limpio y frío de las montañas; la dulzura de los pasteles de Navidad; un vino exquisito encerrado en una botella durante cincuenta años, en espera de ser degustado; y docenas de otras sensaciones, cada una de ellas única, que habían formado parte de una vida más feliz. Ahora, el agua ya no se fundía de la nieve radiactiva, y la gente empezaba a sentirse más fuerte y desaparecían las inflamaciones de garganta, los dolores de cabeza y otros achaques.
Gene Scully y Zachial Epstein no habían regresado. Aún no se habían encontrado sus cuerpos, y Hermana estaba segura de que habían muerto. También estaba convencida de que «el hombre del ojo escarlata» se hallaba oculto en alguna parte de Mary’s Rest. Hermana sostenía con mayor fuerza que nunca el bolso de cuero, pero se preguntaba ahora si aquel hombre, o lo que fuera, no habría perdido interés por el círculo, para dedicar toda su atención a Swan.
Hermana y Josh habían hablado acerca de qué clase de criatura podría ser el hombre del ojo escarlata. Ella no sabía si creía o no en un demonio con cuernos y cola en forma de tridente, pero sabía muy bien lo que era el mal. Si él los había estado buscando durante siete años, eso significaba que no lo sabía todo. Es posible que fuera muy astuto, y que sus intuiciones fueran tan afiladas como una cuchilla, y quizá podía cambiarse de cara según su voluntad, o incendiar a la gente con un solo toque, pero también era imperfecto y estúpido. Y quizá su mayor debilidad fuera el creerse mucho más astuto que los seres humanos.
Swan se detuvo en su inspección, y luego se aproximó a uno de los tallos de maíz más pequeños. Sus hojas seguían estando moteadas por las oscuras manchas rojas de la sangre de sus manos. Se quitó uno de los guantes y tocó el delgado tallo, experimentó la ya familiar sensación hormigueante que empezó por sus pies, subió por sus piernas, penetró por su espalda y finalmente por el brazo hasta llegar a los dedos y transmitirse así a la planta, como una débil corriente eléctrica. Desde muy niña, había pensado que aquella sensación era normal, pero ahora se preguntaba si acaso todo su cuerpo no sería, en cierto modo, como Bebé Llorón: era receptiva y capaz de extraer energía de la batería de la tierra, para poderla dirigir a través de sus dedos hacia las semillas, los árboles y las plantas. Quizá aquello fuera mucho más que eso, y quizá no llegara a comprender nunca lo que era en realidad, pero podía cerrar los ojos e imaginarse de nuevo las escenas maravillosas que le había mostrado el círculo de cristal, y sabía a qué debía dedicar todo el resto de su vida.
Siguiendo una sugerencia de Swan, las bases de los tallos se habían rodeado con trapos y periódicos viejos, para mantenerlos lo más calientes posible. Se había abierto la dura tierra con palas, y practicado agujeros a cada cuatro o cinco pasos, entre las hileras; dentro de aquellos agujeros se había vertido agua limpia, y si se escuchaba con toda atención y el viento estaba en calma, casi se podía escuchar a la tierra absorbiendo el agua.
Swan continuó su recorrido, deteniéndose de vez en cuando para tocar alguno de los tallos, o para inclinarse y amasar la tierra entre los dedos. La sentía como si entre sus manos saltaran chispas. Pero se sentía incómoda por el hecho de verse rodeada continuamente por tanta gente, especialmente por los hombres que llevaban los rifles. Le parecía extraño que la gente la observara tanto, y que quisiera tocarla, y darle sus ropas de abrigo, que se quitaban allí mismo. Ella nunca se había sentido especial, y tampoco se sentía ahora. Su capacidad para hacer crecer el maíz no era más que algo que podía hacer, del mismo modo que Glory podía coserle un abrigo y Paul podía hacer funcionar de nuevo la pequeña prensa manual. Todo el mundo poseía una capacidad, y Swan sabía que esta era la suya.
Caminó unos pocos pasos más y entonces supo que alguien la estaba mirando fijamente.
Volvió la cabeza hacia donde se encontraba el pueblo de Mary’s Rest, y lo vio al otro lado del campo, con el cabello, que le llegaba a la altura de los hombros, ondeando al viento.
Hermana siguió la dirección de la mirada de Swan y también lo vio. Sabía que Robin Oakes los había estado siguiendo toda la mañana, pero no se atrevía a acercarse más. Durante los tres últimos días había declinado toda oferta de volver a entrar en la barraca de Glory; se contentaba con dormir junto a una de las fogatas, y Hermana observó con interés que se había quitado del cabello todas las plumas y huesos de animales. Hermana miró a Swan y la vio ruborizarse antes de apartar la mirada con rapidez. Josh estaba ocupado vigilando los bosques para prevenir la aparición de linces, y no se dio cuenta del pequeño drama que se estaba desarrollando. «Es lo que suele pasarles a los hombres —musitó para sí misma—. Ve tantos árboles que es incapaz de distinguir el bosque».
—Están creciendo muy bien —comentó Swan dirigiéndose a Hermana para apartar sus pensamientos de Robin Oakes. Su tono de voz era un tanto nervioso y un poco más agudo de lo habitual, y Hermana sonrió por debajo de la costra de su máscara de Job—. Las fogatas están manteniendo el aire algo más caliente en esta zona. Creo que el maíz está creciendo muy bien.
—Me alegro de escucharlo —dijo Hermana.
Swan se sentía satisfecha. Pasó por cada una de las fogatas, hablando con los voluntarios, preguntando si alguien necesitaba ser sustituido, si querían agua o algo de la sopa de raíces que siempre estaban preparando Glory, Anna o cualquiera de las otras mujeres. Se aseguró de darles las gracias a todos por ayudar a vigilar el campo y ahuyentar a los cuervos. Desde luego, los cuervos también necesitaban comer, pero tendrían que encontrar su alimento en cualquier otra parte. Swan observó a una muchacha adolescente que no tenía guantes, y le entregó los suyos. De las palmas de las manos de Swan aún se desprendían pieles muertas, pero, por lo demás, sus manos estaban totalmente curadas.
Se detuvo ante la tabla de madera que señalaba la tumba de Rusty. Seguía sin recordar nada de lo ocurrido aquella noche, a excepción de su pesadilla sobre el hombre del ojo escarlata. No había tenido tiempo para decirle a Rusty lo mucho que él significaba para ella, y cuánto lo había querido. Recordaba a Rusty haciendo aparecer y desaparecer pelotas rojas como parte del acto de magia del Espectáculo viajero, ganándose así una vieja lata de judías o de macedonia de frutas, a cambio de su trabajo. Ahora, la tierra lo tenía aprisionado, y lo había rodeado con brazos lo bastante fuertes como para que él pudiera dormir durante mucho tiempo sin que nadie lo molestara. Y su magia seguía viva, en ella, en Josh, y en los tallos verdes que oscilaban al viento con la promesa de una vida que aún tenía que convertirse en realidad.
Swan, Josh y Hermana regresaron a través del campo, acompañados por los dos hombres armados. Tanto Swan como Hermana observaron que Robin Oakes ya había desaparecido. Y Swan experimentó un aguijonazo de desilusión.
Los niños saltaron y bailotearon alrededor de Swan, mientras ellos se dirigían hacia la barraca de Glory. A Hermana se le aceleraban los latidos del corazón cuando pasaban por delante de cada calleja lateral, como si esperara observar un movimiento repentino y sinuoso, y creyó escuchar el crujido de las ruedas del cochecito rojo en alguna parte, cerca de allí, pero el sonido se desvaneció y no estuvo segura de haberlo escuchado.
Les estaba esperando un hombre alto y flaco, con unos pálidos queloides azulados que le cruzaban el rostro en diagonal. Estaba a los pies de la escalera, hablando con Paul Thorson, que tenía las manos manchadas de marrón oscuro a causa del barro y los tintes que él y Glory estaban mezclando para usarlos como tinta de impresión de una hoja informativa. Había docenas de personas en la calle, así como alrededor de la barraca, todas ellas deseando mirar a Swan. Abrieron paso cuando ella se aproximó al hombre que esperaba.
Hermana se interpuso entre ellos, tensa y preparada para cualquier cosa. Pero no captó en el extraño ninguna oleada repulsiva y fría o ningún olor físico que procediera de él. Sus ojos casi tenían el mismo color que los queloides. Llevaba un delgado abrigo y la cabeza al descubierto, con mechones de cabello negro adheridos a un cráneo con cicatrices de quemaduras.
—El señor Caidin estaba esperando para ver a Swan —dijo Paul—. No pasa nada. —Hermana se relajó de inmediato, confiando en el buen juicio de Paul—. Creo que deberías escuchar lo que tiene que decir.
Caidin volvió su atención a Swan.
—Mi familia y yo vivimos allí —dijo, señalando en la dirección de la iglesia quemada. Tenía acento del Medio Oeste, y su voz era temblorosa, pero bien articulada—. Mi esposa y yo tenemos tres chicos. El mayor tiene dieciséis años, y hasta esta mañana había tenido en la cara lo mismo que, según tengo entendido, tenías tú. —Indicó con un gesto el rostro de Josh—. Como eso. Se trata de esas excrecencias de carne.
—La máscara de Job —dijo Hermana—. ¿Qué quiere decir con eso de «hasta esta mañana»?
—Ben había tenido una fiebre muy alta. Estaba tan débil que apenas si podía moverse. Y entonces…, a primeras horas de esta mañana…, simplemente eso se agrietó y se abrió. —Hermana y Swan se miraron la una a la otra—. He oído decir que a ti te pasó lo mismo —siguió diciendo Caidin—. Por eso estoy aquí. Sé que mucha gente debe estar deseando verte, pero… ¿podrías venir a donde yo vivo y echarle un vistazo a Ben?
—No creo que Swan pueda hacer nada por tu hijo —intervino Josh—. Ella no es médico.
—No se trata de eso. Ben está bien. Doy gracias a Dios por el hecho de que esa costra se agrietara y se abriera, porque apenas si podía respirar. Sólo es que… —Se volvió a mirar a Swan—. Él es diferente —dijo con una voz suave—. Ven a verlo, por favor. No te ocupará mucho tiempo.
La necesidad que expresaba el rostro del hombre la conmovió. Asintió con un gesto y le siguieron a lo largo de la calle, entrando en una calleja situada más allá de las ruinas chamuscadas de la iglesia de Jackson Bowen, y atravesando después por entre un laberinto de barracas, pequeñas cabañas, montones de excrementos humanos y desperdicios, e incluso cajas de cartón que algunas personas habían montado para formarse un cobijo.
Vadearon una charca llena de barro hasta los tobillos y subieron un par de escalones de madera, para entrar en una barraca que era aún más pequeña y destartalada que la de Glory. Sólo contenía una habitación, y a modo de aislamiento se habían clavado viejos periódicos y revistas por todas las paredes, hasta que no quedaba ningún espacio que no estuviera cubierto por páginas amarillentas, tipografía e imágenes procedentes de un mundo ya desaparecido.
La esposa de Caidin, con el rostro hundido a la luz de la única lámpara de la habitación, sostenía a un niño dormido en sus delgados brazos. Otro chico de unos nueve o diez años, de aspecto frágil y mirada asustada, se apretaba contra las piernas de su madre y trató de ocultarse cuando entraron los extraños. La habitación tenía un camastro con los muelles rotos, una vieja lavadora manual y una estufa eléctrica, que a Josh le pareció de modelo antiguo, donde unos pequeños trozos de madera y residuos formaban un fuego sin vida que daba poco calor. Había una silla de madera cerca de un montón de colchones superpuestos en el suelo, donde estaba tumbado el mayor de los hijos de los Caidin, bajo una manta marrón de aspecto avejentado.
Swan se acercó a los colchones y miró el rostro del muchacho. Había trozos de la máscara de Job que habían caído alrededor de su cabeza como cerámica gris rota, y observó la materia gelatinosa y legamosa pegada al interior de los fragmentos.
El muchacho, con el rostro muy blanco y unos ojos azules todavía iluminados por la fiebre, intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil. Se apartó una espesa mata de pelo moreno de la frente.
—Tú eres ella, ¿verdad? —preguntó—. La muchacha que empezó a hacer crecer el maíz.
—Sí.
—Es realmente maravilloso. El maíz se puede utilizar de maneras muy diferentes.
—Supongo que sí.
Swan examinó los rasgos del muchacho; su piel era suave, casi luminiscente a la luz de la linterna, y no mostraba ninguna imperfección. Tenía una mandíbula fuerte y cuadrada, y una nariz de puente estrecho, ligeramente puntiaguda. En conjunto, era un muchacho bien agraciado, y Swan se dio cuenta de que crecería hasta convertirse en un hombre guapo, si es que sobrevivía. Pero no comprendía la razón por la que Caidin había querido que le viera.
—¡Seguro que sí! —exclamó el muchacho, logrando esta vez sentarse sobre los colchones, con los ojos brillantes y excitados—. Lo puedes freír y hervir, hacer palomitas y pasteles, e incluso obtener aceite. También puedes hacer whisky. Yo lo sé todo sobre eso, porque en la escuela elemental, en Iowa, hice un estudio científico sobre el maíz. Gracias a eso gané el primer premio en la feria del estado. —Guardó un momento de silencio, y luego se palpó la parte izquierda del rostro con una mano temblorosa—. ¿Qué es lo que me ha ocurrido?
Ella miró a Caidin, quien les hizo señas a los tres para que le siguieran al exterior.
En el momento en que Swan se disponía a dar media vuelta y alejarse de los colchones, el titular de uno de los periódicos que cubrían la pared le llamó la atención: «FRACASAN LAS CONVERSACIONES SOBRE REDUCCIÓN DE ARMAMENTOS AL APROBARSE EL PROYECTO DE “GUERRA DE LAS GALAXIAS”». Había una fotografía de hombres de aspecto importante, vestidos con trajes y corbatas, que sonreían y levantaban las manos con alguna especie de celebración de la victoria. Ella no sabía de qué iba todo aquel asunto, porque ninguno de aquellos hombres le resultaba familiar. Tenían aspecto de ser hombres muy satisfechos de sí mismos, y sus ropas eran limpias y nuevas, y llevaban los cabellos perfectamente peinados. Todos iban recién afeitados, y Swan se preguntó por un momento si alguno de ellos habría tenido que espatarrarse sobre un cubo para hacer sus necesidades.
Luego, salió de la habitación para reunirse con los demás en el exterior.
—Tu hijo tiene muy buen aspecto —le decía Hermana a Caidin—. Deberías sentirte muy contento.
—Estoy contento. Le doy gracias a Dios por el hecho de que esa materia se le haya caído de la cara. Pero no es esa la cuestión.
—Muy bien, ¿de qué se trata?
—Ese no es el rostro de mi hijo. Al menos… no era ese el aspecto que solía tener antes de que empezara a aparecerle esa materia.
—El rostro de Swan se quemó cuando cayeron las bombas —dijo Josh—. Ella tampoco tiene el mismo aspecto de antes.
—Mi hijo no quedó desfigurado el diecisiete de julio —replicó Caidin con serenidad—. Apenas si resultó herido. Siempre ha sido un buen muchacho, y su madre y yo lo queremos mucho, pero… Ben nació con defectos. Tenía una marca de nacimiento roja que le cubría toda la parte izquierda de la cara. Los médicos lo llamaban una mancha de color oporto. Y tenía la mandíbula malformada. Hicimos que un especialista le operara en Cedar Rapids, pero el problema era tan grave que… no cabían grandes esperanzas. Sin embargo, Ben siempre ha tenido agallas. Quiso ir a una escuela normal y que lo trataran como a un chico normal, ni mejor ni peor que a los demás. —Miró directamente a Swan—. El color de su cabello y de sus ojos es el mismo de siempre. La configuración de su rostro también es la misma. Pero la marca de nacimiento ha desaparecido, y su mandíbula ya no está malformada, y… —interrumpió la frase, vacilante, meneando la cabeza.
—¿Y qué más? —preguntó Hermana.
Caidin vaciló, tratando de encontrar las palabras adecuadas y finalmente levantó la vista hacia ella.
—Yo solía decirle que la verdadera belleza está a mucha mayor profundidad que la piel. Le decía que la verdadera belleza está en el interior, en el corazón y en el alma. —Una lágrima resbaló por la mejilla derecha de Caidin—. Ahora, Ben… parece ser el que yo siempre creí que era en su interior más profundo. Creo que ahora… empieza a mostrarse el rostro de su alma. —Su propio rostro estaba tenso, oscilando entre la risa y las lágrimas—. ¿Es una locura pensar eso?
—No —contestó Hermana—. Creo que es algo maravilloso. Es un muchacho muy guapo.
—Siempre lo ha sido —dijo Caidin, y esta vez se permitió sonreír.
El hombre volvió junto a su familia y ellos regresaron a la calle principal, vadeando los charcos de barro. Caminaron en silencio, cada uno de ellos ocupado en sus propios pensamientos. Josh y Hermana reflexionaban sobre la historia de Caidin, preguntándose si sus propias máscaras de Job alcanzarían el punto en que empezaran a romperse, y cuándo sucedería eso, y qué podría revelarse por debajo de ellas; en cuanto a Swan, recordaba algo que Leona Skelton le había dicho hacía mucho tiempo: «Todo el mundo tiene dos caras, niña; la cara exterior y la interior. Es como una cara por debajo del rostro, ¿comprendes? Esa es tu verdadera cara, y si la dejaras reflejar hacia el exterior, le estarías demostrando al mundo la clase de persona que eres».
«¿Reflejar hacia el exterior? —había replicado Swan—. ¿Cómo?».
Leona había sonreído ampliamente. «Bueno, Dios aún no ha inventado una forma de hacerlo. Pero lo hará…».
«Empieza a mostrarse el rostro de su alma», había dicho el señor Caidin.
«Pero él se enfrentará… al rostro de su alma…».
«Pero él se…».
—¡Viene un camión!
—¡Cuidado, un camión!
Aproximándose por la carretera se acercaba una camioneta, con los costados y el capó salpicados de óxido. Avanzaba casi a trompicones y la gente surgía de las barracas a su alrededor, para gritar y reír. Josh se imaginó que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que alguno de ellos viera un vehículo a motor que funcionase. Puso una mano sobre el hombro de Swan, y Hermana permaneció por detrás de la gente, mientras la camioneta se acercaba traqueteante.
—¡Allí está, señor! —gritó un muchacho poniéndose de pie sobre el capó—. ¡Allí está!
La camioneta se detuvo y un montón de gente se arremolinó a su alrededor. Su motor tosió, balbuceó y se apagó, pero el vehículo podría haber sido un Cadillac nuevo y reluciente a juzgar por la forma en que la gente acariciaba su metal roído por el óxido. El conductor, un hombre de rostro enrojecido que llevaba una gorra de béisbol de color rojo y que sostenía entre los dientes la colilla larga de un verdadero puro, observó fatigadamente por la ventanilla a la multitud excitada que lo rodeaba, como si no estuviera seguro del todo de la clase de manicomio en el que acababa de meterse.
—¡Swan está aquí mismo, señor! —exclamó el muchacho subido al capó, señalándola a ella, y dirigiéndose al hombre que ocupaba el asiento del pasajero.
La portezuela del pasajero se abrió y del vehículo se apeó un hombre de cabello blanco y ensortijado, con una barba larga y enmarañada, que se puso de puntillas para ver a quién señalaba el muchacho. Sus oscuros ojos negros, situados en un rostro duro y arrugado, buscaron entre la multitud.
—¿Dónde? —preguntó—. ¡No la veo!
Pero Josh sabía a quién había venido a buscar el hombre. Levantó un brazo y dijo:
—Swan está aquí, Sly.
Sylvester Moody reconoció inmediatamente al corpulento luchador de lucha libre del Espectáculo viajero, y se dio cuenta con asombro del porqué había llevado aquel pasamontañas de esquiador que le cubría el rostro. Su mirada se desvió hacia la muchacha que estaba junto a Josh y, por un momento, se quedó sin habla.
—¡Dulce Jesús! —exclamó finalmente, apartándose de la camioneta. Al llegar junto a ellos vaciló, sin estar aún muy seguro de que se tratara realmente de ella. Miró a Josh y le vio hacer un gesto de asentimiento.
—Tu rostro —dijo Sly—. Se ha… curado por completo.
—Ocurrió hace unas pocas noches —le dijo Swan—. Y creo que otras personas también están empezando a curarse.
Si el viento hubiera soplado con un poco más de fuerza, podría haberlo arrojado al suelo cuan largo era.
—Eres muy hermosa —dijo—. Oh, Señor… ¡eres muy hermosa! —Se volvió hacia la camioneta y su voz tembló al exclamar—: ¡Bill! ¡Esta es la muchacha! ¡Esta es Swan!
Bill McHenry, el vecino más cercano de Sly y propietario de la camioneta, abrió cuidadosamente la portezuela y bajó del vehículo.
—¡Lo hemos pasado muy mal en esa carretera! —se quejó Sly—. ¡Un bache más y se me habría desprendido el trasero! Ha sido una suerte que hayamos traído con nosotros un poco de combustible extra, porque de no haberlo hecho así habríamos tenido que recorrer a pie los últimos treinta kilómetros. —Miró a su alrededor, como buscando a alguien más—. ¿Dónde está el vaquero?
—Enterramos a Rusty hace unos días —contestó Josh—. Está en un campo, no lejos de aquí.
—Oh. —Sly frunció el ceño—. Bueno, siento mucho enterarme de eso. Lo siento de veras. Parecía un tipo muy decente.
—Lo era. —Josh ladeó la cabeza, mirando la camioneta—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Sabía que veníais a Mary’s Rest. Cuando os marchasteis de mi casa dijisteis que veníais hacia aquí. Y decidí venir a haceros una visita.
—¿Por qué? ¡Si hay casi ochenta kilómetros de mala carretera entre este lugar y tu casa!
—¡Si lo sabrá mi dolorido trasero! Dios todopoderoso, me gustaría poder sentarme en una almohada bien mullida —dijo, frotándose el trasero.
—No es ningún viaje agradable, eso es cierto —asintió Josh—. Pero eso ya lo sabías antes de emprenderlo. No me has dicho por qué has recorrido todo ese camino.
—No —admitió él con los ojos brillantes—. Admito que no te lo he dicho aún. —Contempló las destartaladas barracas de Mary’s Rest—. Santo Dios, ¿qué es esto, un pueblo o un estercolero? ¿Qué es ese olor tan terrible?
—Si te quedas por aquí el tiempo suficiente te acostumbrarás a él.
—Bueno, sólo he venido para quedarme un día. Un día es todo lo que necesito para pagar mi deuda.
—¿Deuda? ¿Qué deuda?
—Lo que le debo a Swan, y a ti por haberla traído ante mi puerta. ¡Muéstraselo, Bill!
Y Bill McHenry, que se había encaminado hacia la parte posterior de la camioneta, tiró hacia atrás un hule que cubría el fondo de la camioneta.
El suelo estaba lleno de pequeñas manzanas rojas. Quizá había doscientas o más.
A la vista de las manzanas, hubo un jadeo colectivo de asombro, que se extendió como una ola por entre todos los que miraban. El olor de las manzanas frescas endulzó el aire. Sly empezó a reír, casi lanzando risotadas, y luego se subió a la parte trasera de la camioneta y tomó una pala que había allí.
—¡Te he traído unas cuantas manzanas de mi árbol, Swan! —gritó Sly, con una amplia sonrisa en el rostro—. ¿Dónde quieres que te las deje?
Ella no supo qué decir. Hasta entonces, nunca había visto tantas manzanas fuera de un supermercado. Eran de un vivo color rojo y cada una de ellas tenía aproximadamente el tamaño del puño de un niño. Permaneció de pie, mirándolas fijamente, y se imaginó que debía de tener el aspecto de una tonta estúpida…, pero entonces supo qué había que hacer con las manzanas.
—Ahí —contestó ella, señalando a la gente que se arremolinaba junto a la parte trasera de la camioneta.
—Como quieras —asintió Sly.
Metió la pala en el montón de manzanas y luego las echó a volar sobre las cabezas de la multitud.
Las manzanas llovieron del cielo y la gente hambrienta de Mary’s Rest las cogía al vuelo, a medida que caían. Algunas rebotaron sobre sus cabezas, hombros y espaldas, pero eso no le importó a nadie; se escuchó un rugido de voces a medida que otras personas acudieron corriendo desde las callejas laterales y saliendo de las barracas para tomar por lo menos una manzana, y todos se pusieron a bailar bajo la lluvia de manzanas, gritando, aullando y batiendo palmas. Sly Moody estuvo trabajando con la pala, mientras que acudía más y más gente del pueblo. Todo el mundo se ocupaba de tomar una sola manzana, y, al tiempo que Sly Moody las arrojaba al aire, el montón que quedaba en la camioneta apenas si parecía disminuir. Sly sonrió encantado, y quiso decirle a Swan que dos días antes se había despertado para encontrar su árbol cargado con cientos de manzanas, con las ramas casi tocando el suelo. Y en cuanto recogió la cosecha, nuevos brotes empezaron a surgir del árbol, y todo parecía indicar que aquel ciclo increíblemente corto de crecimiento se iba a repetir de nuevo. Era el hecho más extraño y milagroso que había contemplado en toda su vida, y aquel único árbol parecía lo bastante sano y fuerte como para producir cientos de manzanas más…, quizá incluso miles. Él y Carla ya habían llenado todos sus cestos hasta rebosar.
Cada vez que Sly arrojaba las manzanas con la pala se producía un gran griterío de risas. La gente corría en todas direcciones, mientras las manzanas les caían encima y rodaban al suelo. Swan, Hermana y Josh fueron empujados a un lado y, de pronto, Swan se vio transportada por el ímpetu de la gente, como un junco en el río.
—¡Swan! —escuchó el grito de Hermana.
Pero ella ya estaba por lo menos a diez metros de distancia, y Josh hacía todo lo posible por abrirse paso entre la multitud sin hacerle daño a nadie.
Una manzana cayó sobre el hombro de Swan, luego resbaló al suelo, frente a ella, y se detuvo allí, a sus pies. Se inclinó para recogerla antes de que la volvieran a empujar y en el momento en que sus dedos se cerraban sobre ella en su campo de visión aparecieron un par de botas marrones, a un metro de distancia.
Swan sintió mucho frío. Un frío ávido que pareció metérsele en los huesos.
Y supo en seguida de quién procedía.
Su corazón le dio un vuelco. Una sensación de pánico le recorrió la espalda. El hombre de las botas marrones no se movió, y la gente no lo empujaba, sino que lo evitaba, como si se viera repelida por el frío. Las manzanas seguían cayendo al suelo, y la gente se precipitaba sobre ellas, pero nadie recogía las que habían caído entre el lugar donde estaba Swan y el hombre que la observaba.
Su primer impulso, casi abrumador, fue el de gritar pidiendo socorro de Josh o de Hermana, pero se dio cuenta en seguida de que eso era lo que el hombre esperaba que hiciera. En cuanto ella se incorporara y abriese la boca, la mano ardiente se cerraría sobre su garganta.
No sabía con exactitud qué iba a hacer, pero estaba tan asustada que por un momento creyó que se haría sus necesidades encima. Pero entonces apretó los dientes y con movimientos lentos y graciosos se incorporó, sosteniendo la manzana en la mano. Luego lo miró, porque quería verle el rostro al hombre del ojo escarlata.
Tenía el aspecto de un hombre negro y delgado, y vestía unos pantalones vaqueros, una camiseta de los Celtics de Boston y un abrigo de color verde oliva. Llevaba una bufanda roja alrededor del cuello, y sus ojos penetrantes y terribles eran de un color ámbar pálido.
Sus miradas se cruzaron, y Swan vio un diente plateado brillar en la boca del hombre cuando este sonrió burlonamente.
Hermana estaba demasiado lejos. Josh seguía intentando abrirse paso entre la multitud. El hombre del ojo escarlata estaba a sólo un metro de distancia, y a Swan le pareció que todo giraba a su alrededor en un movimiento lento de pesadilla, como si ella y el hombre estuvieran solos en una especie de trance en el tiempo. Sabía que era ella quien debía decidir su propio destino, porque no había absolutamente nadie que pudiera ayudarla.
Y cobró conciencia de que había algo más en los ojos de la máscara que él llevaba, algo que iba mucho más allá del frío y el brillo demoníaco de lagarto, algo más profundo… y casi humano. Recordó haber visto aquello mismo en los ojos de tío Tommy, la noche en que este le aplastó las flores en el aparcamiento para remolques de Kansas, siete años antes; era algo errante y anhelante, alejado para siempre de la luz y enloquecido, como un tigre encerrado en una jaula oscura. Era una estúpida arrogancia, un orgullo bastardo, una estupidez y una rabia capaz de cebar la energía atómica. Pero también había algo de un niño pequeño, que gime y se siente perdido.
Swan lo conocía. Sabía lo que había hecho y lo que podía hacer. Y en ese preciso instante en el que cobró conciencia del conocimiento, levantó el brazo, lo extendió hacia él… y le ofreció la manzana.
—Te perdono —le dijo.
La sonrisa burlona del hombre se quebró, como el reflejo en un espejo bruscamente hecho añicos.
El hombre parpadeó, sin saber qué hacer, y Swan vio en sus ojos fuego y salvajismo, un núcleo de dolor que iba mucho más allá de todo sufrimiento humano, un núcleo tan furioso que casi le desgarró a ella su propio corazón. El hombre era como un grito envuelto en paja, una cosa débil y depravada rechinando en el interior de una fachada monstruosa. Swan vio de qué estaba hecho, y en ese momento lo reconoció muy bien.
—Tómala —le dijo con el corazón latiéndole apresuradamente, aunque sabía que se lanzaría sobre ella en cuanto percibiera el menor signo de temor—. Ya es hora.
La sonrisa desapareció por completo. Los ojos del hombre se desviaron de su rostro hacia la manzana para volver a mirarla a ella, como un metrónomo mortal.
—Tómala —le repitió, con la sangre latiéndole tan fuerte en la cabeza que apenas si pudo escuchar su propia palabra.
Él la miró intensamente a los ojos, y Swan sintió que le estaba tanteando la mente, como un piolet congelado. Le produjo pequeños cortes aquí y allá, y luego efectuó un oscuro examen de los recuerdos de ella misma. Fue como si le estuviera invadiendo cada uno de los momentos de su vida, recogiéndolos y manoseándolos con unas manos sucias, y arrojándolos a un lado. Pero ella le sostuvo la mirada con firmeza y fuerza, y no retrocedió ni un ápice ante él.
La manzana volvió a llamar la atención del hombre y el piolet congelado dejó de importunar la mente de Swan. Ella vio un brillo en sus ojos y como abría la boca y salía de ella una mosca verde que zumbó débilmente alrededor de su propia cabeza hasta que finalmente cayó sobre el barro.
El hombre empezó a levantar la mano. Lenta, muy lentamente.
Swan no la miró, pero la sintió levantarse, como la cabeza de una cobra. Estaba esperando casi a que se incendiara envuelta en llamas. Pero no sucedió nada de eso.
Los dedos del hombre se extendieron hacia la manzana.
Y Swan vio el temblor de aquella mano. Casi estuvo a punto de coger la manzana. Casi.
Entonces, el hombre extendió la otra mano y se sujetó su propia muñeca, tirando de su brazo hacia atrás, y girándolo por debajo de su barbilla. Emitió un gemido boqueante que sonó como el viento a través de las fortificaciones de los castillos del infierno, y los ojos casi se le salieron de las órbitas. Retrocedió ante Swan, rechinando los dientes con un rictus diabólico y, por un instante, perdió el control de sí mismo. Uno de sus ojos adquirió una tonalidad blanco azulada, y un pigmento blanco se extendió sobre la piel de ébano. Una segunda boca, llena de brillantes protuberancias blanquecinas, se abrió como una cicatriz a través de su pómulo derecho.
Sus ojos estaban llenos de furia y odio, anhelantes de lo que nunca podría llegar a ser.
Dio media vuelta y huyó, y en cuanto echó a correr se rompió el trance interrumpido del tiempo y la multitud volvió a arremolinarse alrededor de Swan, recogiendo las últimas manzanas caídas al suelo. Josh estaba a unos pocos pasos de distancia, tratando de llegar hasta ella para protegerla. Pero ella sabía que ahora todo estaba bien. Sabía que ya no necesitaba más protección.
Alguien le arrancó la manzana de la mano.
Levantó la vista y se encontró ante el rostro de Robin.
—Espero que esta sea para mí —dijo el joven, y le dirigió una amplia sonrisa antes de morderla.
El hombre corrió por entre las callejas llenas de barro de Mary’s Rest, con la mano atrapada bajo la barbilla, sin saber adónde se dirigía. La mano se tensó y se estremeció, como si tratara de liberarse con una voluntad propia. Los perros se apartaban a su paso, y luego pisoteó los excrementos y cayó sobre el barro, se levantó y siguió corriendo, tambaleándose.
Si alguien hubiera visto su cara, habría sido testigo de mil transformaciones.
«¡Demasiado tarde! —gritó para sí—. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!».
Había tenido intención de incendiarla, allí mismo, en medio de todos ellos, para luego echarse a reír mientras la veía bailotear convertida en una antorcha. Pero había mirado en sus ojos, y había visto perdón, y él no podía soportar encontrarse con algo así. Perdón, incluso para él.
Había empezado a tomar la manzana; por un breve instante, incluso la había deseado tomar, como si diera el primer paso a lo largo de un oscuro pasillo que conducía de vuelta hacia la luz. Pero entonces la rabia y el dolor habían estallado en su interior, y sintió como si los muros del universo entero se deformaran, y como si las ruedas del tiempo hubieran empezado a girar de nuevo, incansables. ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!
Pero se dijo a sí mismo que él no necesitaba a nadie ni nada para sobrevivir. Había resistido hasta entonces, y seguiría resistiendo, y esta seguía siendo su fiesta. Siempre había estado solo. Siempre había caminado solo. Siempre había caminado…
Un grito produjo ecos desde las afueras de Mary’s Rest, y quienes lo escucharon pensaron que lo había emitido alguien que estaba siendo desollado vivo.
Pero la mayor parte de la gente estaba demasiado ocupada recogiendo manzanas, gritando y riendo al tiempo que comían, y no prestaron atención al grito.