69

El beso

—¡Ya estamos, muchachos! ¡La hora del desayuno!

Robin Oakes bufó con desinterés cuando Anna McClay apareció con un caldero de sopa y varios cuencos en el porche delantero. Él y los otros tres chicos que le acompañaban se habían pasado la noche durmiendo junto al fuego encendido en la calle, junto con otras seis o siete personas que vigilaban la barraca de Glory. Era otra mañana oscura y fría, y el viento agitaba unos pequeños copos de nieve.

—¡Bueno, venid! —les gritó Anna—. ¿Queréis desayunar o no?

Robin se incorporó, con los músculos rígidos, y pasó junto al caballo, atado al poste que sostenía el porche. Sobre el lomo y los flancos de Mulo se habían extendido dos mantas, y había permanecido lo bastante cerca de la hoguera como para no correr el menor peligro de quedar congelado. Los otros chicos siguieron a Robin, y otras personas se agitaron en sus posiciones y también se acercaron para tomar algo de alimento.

Anna le sirvió la sopa en uno de los cuencos. Robin arrugó la nariz.

—¿Otra vez este brebaje? ¿No tomamos lo mismo para cenar?

—Claro que sí. Y tendrás que tomarlo también para almorzar, así que será mejor que te guste.

Robin reprimió el impulso de arrojar el caldo al suelo. Sabía que estaba hecho a base de raíces hervidas, con unos pocos restos de buena y vieja carne de rata. Ahora, hasta la comida de la antigua cafetería del orfanato le habría parecido como un maná caído del cielo, y habría sido capaz de caminar hasta la China si hubiera sabido que allí había abierta una hamburguesería. Se apartó de la hilera que se había formado para que la persona que le seguía pudiera recibir su ración. Luego se llevó el cuenco a la boca y bebió. Había pasado una noche muy mala, inquieta y sin descanso, y finalmente había podido conciliar el sueño durante unas pocas horas, a pesar de un viejo sentado junto a la hoguera que no había dejado de tocar la flauta. Robin le habría arrojado una bota para que guardara silencio, pero algunos de los otros parecían disfrutar con aquella música estúpida, y él había visto el rostro del viejo brillando a la luz de la hoguera, mientras emitía notas al aire. Robin recordaba el sonido del metal de las cuerdas de una guitarra, o del retumbar de las baterías, como si el mundo estuviera a punto de estallar. Aquella solía ser la clase de música que le gustaba, pero se le ocurrió pensar que el mundo había estallado finalmente. Quizá hubiera llegado el momento de tener un poco de paz, pensó. Paz en la acción, las palabras y la música.

«¡Maldita sea! —se dijo—. ¡Debo estar haciéndome viejo!».

Se había despertado sólo en una ocasión, en algún momento de la noche. Se sentó, rígido y acalambrado, tratando de encontrar un lugar donde estuviera algo más caliente, y fue entonces cuando vio al hombre, de pie al otro lado de la hoguera. Sólo estaba allí de pie, con el sucio abrigo azotado por el viento, mirando fijamente hacia la barraca de Glory. Robin no recordaba qué aspecto había tenido el rostro de aquel hombre, pero sí recordaba que había avanzado por entre los que dormían, acercándose a unos siete metros del porche de la barraca. Anna y Gene estaban sentados en los escalones, armados con rifles, guardando la puerta. Pero estaban hablando la una con el otro y no prestaron la menor atención. Robin recordó que Gene se había estremecido por el frío y se había arropado con el cuello del abrigo, y que Anna se había soplado el aliento caliente sobre las manos, como si ambos hubieran experimentado de repente un ramalazo de frío.

El hombre se había dado media vuelta, alejándose con decisión. Era el paso de un hombre que parecía tener cosas que hacer y lugares adónde ir. Y quizá fuera esa la razón por la que Robin lo recordaba ahora. Pero luego, Robin había cambiado de posición, apoyó de nuevo la cabeza y se quedó dormido hasta que lo despertaron unos fríos copos de nieve que le cayeron sobre los párpados.

—¿Cuándo nos devolveréis las armas? —le preguntó a Anna.

—No hasta que así lo diga Josh.

—¡Mira, nadie me quita a mí el arma! ¡Quiero que me la devolváis!

—La recuperarás —dijo ella sonriéndole comprensivamente—. Cuando Josh así lo diga.

—¡Eh, Anna! —gritó en ese momento Aaron que estaba algo más lejos, en la calle. Jugaba con Bebé Llorón—. ¿Quieres ver ahora la magia?

—¡Más tarde! —replicó ella. Y volvió a servir el brebaje de raíces y carne de rata, al tiempo que se ponía a silbar una de sus canciones favoritas.

Robin sabía que no había forma de recuperar su rifle a menos que asaltara la barraca. Ni a él ni a los chicos se les había permitido entrar allí desde que llegaron, y Robin empezaba a sentirse harto.

—¿Por qué demonios te sientes tan alegre hoy? —le espetó a Anna.

—Porque hoy es una mañana grande y gloriosa —contestó ella—. Tan gloriosa que ni siquiera un pordiosero como tú puede sacarme de mis casillas. ¿Lo ves?

Y le dirigió una rápida sonrisa, mostrándole todos los dientes delanteros.

—¿Y qué hay de tan grande y glorioso en el día de hoy? —preguntó, arrojando los restos de la sopa—. A mí me parece que todo sigue igual. Está oscuro y hace frío. —Observó entonces que los ojos de la mujer brillaban con una luz diferente; su mirada era clara y parecía excitada—. ¿Qué está sucediendo?

Hermana salió en aquel momento de la barraca, sosteniendo el bolso de cuero que nunca dejaba. Respiró profundamente el aire frío para aclararse la cabeza, porque había estado de guardia vigilando a Swan, junto con los demás, desde bastante antes del amanecer.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó a Anna.

—No, ya está. Este es el último. —Sirvió el último cuenco de sopa. Todos, excepto Robin, habían regresado junto a la hoguera para tomar la sopa—. ¿Cómo está ella?

—Sigue igual —contestó Hermana desperezándose y escuchando los crujidos de sus articulaciones—. Ahora respira muy bien, y la fiebre ha desaparecido…, pero sigue igual.

—¿Qué está sucediendo? —volvió a preguntar Robin.

Anna le tomó el cuenco de sopa vacío y lo dejó dentro del caldero.

—Cuando Josh quiera que lo sepas, te lo hará saber. Y a todos los demás también.

—¿Qué le ocurre a Swan? —preguntó Robin mirando a Hermana y utilizando un tono de voz muy sereno.

Hermana miró rápidamente a Anna, y luego volvió a mirar al joven, que esperaba una respuesta. Pensó que se la merecía.

—Ella… se ha transformado —contestó.

—¿Transformado? ¿En qué? ¿En una rana? —preguntó sonriendo, aunque Hermana no le devolvió la sonrisa y esta desapareció de su rostro—. ¿Por qué no puedo entrar a verla? No voy a atacarla ni hacerle nada. Además, yo soy el que la vio, a ella y al hombre corpulento, en esa cosa de cristal. De no haber sido por mí, no estarías aquí ahora. ¿No me da eso derecho a algo?

—Cuando Josh te lo diga… —empezó a decir Anna.

—¡No estoy hablando contigo, mamaíta! —la interrumpió Robin, y su mirada fría la penetró profundamente. Ella vaciló sólo una fracción de segundo, antes de devolverle una mirada llena de fuerza—. No me importa nada lo que Josh diga o quiera —siguió diciendo, inconmovible—. Yo debería poder ver a Swan. —Señaló con un gesto la bolsa de cuero—. Sé que, según tú, ese círculo de cristal te ha guiado hasta aquí —le dijo a Hermana—. Pero ¿no te has parado a pensar que quizá también me ha guiado a mí hasta aquí?

Aquella idea le dio algo en lo que pensar. Es posible que el joven tuviera razón. Además de ella misma, él era la única persona que había tenido una visión de Swan en las profundidades del círculo de cristal.

—¿Qué te ha parecido eso? —insistió él.

—Está bien —decidió ella—. Entra.

—¡Eh! ¿No crees que deberíamos preguntárselo antes a Josh?

—No. Está bien —contestó Hermana subiendo los escalones y abriendo la puerta.

—¿Por qué no te peinas un poco ese enmarañado cabello? —preguntó Anna mientras él subía los escalones—. ¡Parece que tienes un nido de pájaros en la cabeza!

—¿Y por qué no te crece a ti un poco de cabello? —replicó él dirigiéndole una mirada sardónica—. Por ejemplo, en la cara.

Luego pasó junto a Hermana y entró en la barraca.

Antes de entrar, Hermana le preguntó a Anna si Gene y Zachial habían encontrado al tullido del cochecito rojo de juguete. Anna dijo que no habían venido aún para informar, que llevaban fuera unas dos horas y que empezaba a sentirse preocupada por ellos.

—Pero ¿qué tienes contra ese tullido? Está loco de remate, eso es todo.

—Quizá sí. Y quizá esté loco como un zorro.

Hermana dio media vuelta y entró en la barraca, mientras Anna se dedicaba a recoger los cuencos de sopa vacíos.

—¡Eh, Anna! —llamó Aaron—. ¿Quieres venir ahora para ver la magia?

Dentro de la barraca, Paul había mostrado cierto interés por la máquina de imprimir, la había desmontado en parte y ahora se dedicaba a limpiar los rodillos con cenizas, ayudado por Glory. La mujer miró con recelo a Robin cuando este se acercó a la estufa y se calentó las manos, pero Paul le dijo:

—No hay ningún problema con él.

Glory volvió a su trabajo. Hermana le hizo señas a Robin para que la siguiera. En el momento en que se disponían a entrar en la habitación contigua, el corpachón de Josh bloqueó de pronto la entrada.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Yo lo he invitado. Le dije que podría ver a Swan.

—Ella sigue durmiendo. O está terriblemente exhausta, o… sigue habiendo algo que no está bien del todo. —Ladeó la cabeza para dirigir la mirada de su único ojo hacia Robin—. No creo que sea buena idea que entre ahí.

—¡Vamos, hombre! ¿Cuál es el gran misterio? Sólo quiero ver qué aspecto tiene, eso es todo.

Josh lo ignoró, pero no se movió del umbral de la puerta. Volvió su atención a Hermana.

—¿Aún no han regresado Gene y Zachial?

—No. Anna dice que empieza a sentirse preocupada, y yo también.

Josh emitió un gruñido. Él también se sentía profundamente preocupado. Hermana le había hablado del hombre con la mano encendida del cine de la calle Cuarenta y dos, y de su encuentro con Doyle Halland en New Jersey. Le había hablado también del hombre que apareció pedaleando en bicicleta en una carretera de Pennsylvania, seguido de cerca por una manada de lobos, y que no había logrado encontrarla por muy poco en el puesto de rescate de Homewood. Según había dicho ella, aquel hombre era capaz de cambiar de cara, y también de cuerpo. Podía aparecer con el aspecto de cualquiera, incluso con el de un tullido. Eso habría sido un buen disfraz, le había dicho ella a Josh, porque ¿quién esperaría que un tullido fuera tan peligroso como un perro salvaje entre un rebaño de ovejas? Lo que no podía imaginar era cómo se las había arreglado para seguirle la pista. ¿Había decidido instalarse allí y esperar a que llegara ella o alguna otra persona que hubiera podido ver el círculo de cristal? Anna había dicho que aquel hombre sólo llevaba allí un par de días, aunque podía haber estado viviendo en Mary’s Rest adoptando cualquier disfraz. No obstante, y al margen de cuándo hubiera llegado, ahora tenían que encontrarlo, y Gene y Zachial habían iniciado la búsqueda armados hasta los dientes.

«Él estuvo aquí —recordó Josh haberle oído decir a Swan—. El hombre con el ojo escarlata».

—¿Enviamos a alguien para que los encuentre? —preguntó Hermana.

—¿Qué? —preguntó recuperándose de su distracción.

—Me refiero a Gene y Zachial. ¿Debemos empezar a buscarlos?

—No, todavía no. —Había querido ir con ellos, pero Glory le había tirado de la manga diciendo le que él necesitaba estar cerca de Swan. Josh había pensado que ella sabía quién era, y que quizá con su observación no hacía más que tratarle de salvar la vida al propio Josh—. El hombre del ojo escarlata —dijo ahora con voz suave.

—¿Eh? —preguntó Robin frunciendo el ceño, sin estar seguro de haberlo escuchado correctamente.

—Así es como lo llama Swan.

No le dijo que el título de aquella carta particular del tarot era el demonio.

—Muy bien —dijo Robin con tono burlón—. Creo que vosotros dos debéis tener escondida por aquí alguna medicina muy fuerte que os ha trastocado la cabeza.

—Eso es lo que yo quisiera —dijo Josh decidiendo que Robin no planteaba ningún peligro, aunque se mostrara a veces un poco rudo, pero ¿quién no lo era en los tiempos que corrían?—. Voy a tomar una taza de café. Puedes entrar, pero quédate sólo un par de minutos, ¿comprendido?

Esperó a que el muchacho hubiera asentido con un gesto de la cabeza y luego se dirigió a la habitación delantera. La entrada a la habitación donde dormía Swan quedó abierta.

Robin, sin embargo, vaciló. Tenía las palmas de las manos sudorosas. A la débil luz de la lámpara, distinguió una figura tumbada en la cama. Estaba cubierta por una manta, que le llegaba hasta la barbilla, pero con el rostro vuelto hacia el otro lado, de modo que no pudo verlo.

—Entra —le dijo Hermana.

«¡Estoy cagado de miedo!», se dijo a sí mismo.

—¿Qué querías decir con eso de que se ha transformado? ¿Es que está ahora…, bueno… hecha un amasijo?

—Entra y lo verás por ti mismo.

Sus piernas se negaron a moverse.

—Ella es muy importante, ¿verdad? Quiero decir que si hizo que el maíz empezara a crecer de nuevo, tiene que tratarse de alguien muy especial, ¿no es así?

—Será mejor que entres. Estás desperdiciando los dos minutos de que dispones.

Hermana lo empujó ligeramente y él entró en la habitación. Hermana lo siguió.

Robin se acercó a la cabecera de la cama. Se sentía tan nervioso como si una de las hermanas del orfanato se dispusiera a pegarle en las palmas de las manos por haber escupido.

Observó un mechón de cabello dorado desparramado sobre la almohada. Brillaba a la luz de la lámpara como si fuera heno recién cortado, pero aparecía salpicado aquí y allá por destellos de rojo.

Sus rodillas tocaron el borde metálico de la cama. Se sentía como hipnotizado por el aspecto del cabello. Ya había olvidado lo que era ver un cabello limpio.

Entonces, Swan cambió de posición en la cama, bajo la manta, y se volvió de espaldas al otro lado. Y Robin le vio la cara.

Ella seguía durmiendo, y la expresión de sus rasgos era de serenidad. El cabello se desparramó hacia atrás como las crines de una cabeza alta, y jirones de rojo lo surcaron a la altura de las sienes, como llamaradas en un campo amarillo. Tenía un rostro de forma ovalada, y era…, sí, pensó Robin, sí. Era muy hermosa. La muchacha más hermosa que hubiera visto nunca.

Unas cejas pelirrojas formaban protuberancias sobre sus ojos cerrados. Tenía una nariz recta y elegante, y unos pómulos agudos, y en la barbilla mostraba un pequeño hundimiento en forma de estrella. El color de su piel era muy pálido, casi translúcido; su color le hizo pensar a Robin en el aspecto que debió de haber tenido la luna en una clara noche de verano, en el mundo que antes había existido.

La mirada de Robin le recorrió la cara, pero con timidez, como alguien que está explorando un jardín encantador donde no hay ningún camino. Se preguntó qué aspecto tendría despierta, de qué color serían sus ojos, cómo sonaría su voz, cómo se moverían sus labios. La miraba con arrobamiento y no podía apartar la vista de ella. Parecía como si fuera la hija de un matrimonio entre el hielo y el fuego.

«Despiértate —pensó—. Despiértate, por favor».

Ella siguió dormida, muy quieta.

Pero en ese momento algo se despertó en el interior de Robin.

«Despierta. Despierta, Swan», deseó con todas sus fuerzas. Los ojos de ella continuaron cerrados.

En ese momento, una voz perturbó su arrobamiento.

—¡Josh! ¡Glory! ¡Venid a ver esto!

Se dio cuenta de que había sido la vieja Anna quien llamaba desde la puerta de entrada.

Robin volvió su atención a Anna.

—Voy a ver qué sucede —dijo Hermana—. Volveré en seguida.

Hermana abandonó la habitación, pero Robin casi ni la escuchó.

Extendió una mano para tocar la mejilla de Swan, pero se detuvo a medio camino. No se sentía lo bastante limpio como para tocarla. Llevaba las ropas rotas y rígidas a causa de la suciedad y el sudor, y tenía las manos sucias. Anna tenía razón al decirle que su cabellera parecía un nido de pájaros de tan enmarañada como estaba. ¿Por qué demonios había querido llevar plumas y huesos en el pelo?, se preguntó ahora. Supuso que eso sólo fue algo que quiso hacer, y que en aquel momento le pareció bastante frío. Ahora, sencillamente, se sentía como un estúpido por haberlo hecho.

—Despierta, Swan —susurró.

No hubo ninguna respuesta. De repente, una mosca zumbó sobre el rostro de la muchacha. Con un movimiento rápido, Robin la atrapó en el puño y la aplastó contra la pierna, porque un insecto tan nauseabundo como aquel no tenía nada que hacer allí. El insecto le picó un poco en la piel, pero él apenas si lo notó.

Permaneció allí, mirándole fijamente el rostro, y pensando en todas las cosas que había oído decir acerca del amor. «¡Vaya! —pensó—. Los chicos aullarían ahora si pudieran verme».

Pero la muchacha era tan hermosa que por un momento creyó que el corazón se le podría agrietar.

Hermana regresaría en cualquier momento. Y si quería hacer lo que tanto deseaba, tendría que hacerlo con rapidez, aprovechando el momento.

—Despierta —volvió a susurrar.

Al comprobar que ella seguía sin moverse, descendió la cabeza y la besó ligeramente en la comisura de la boca.

El calor de los labios de la muchacha, bajo los suyos, le impresionó, y percibió el aroma de su piel como una débil brisa a través de un huerto de melocotones. El corazón le latía con la fuerza de una batería, pero prolongó el beso un momento. Y otro momento. Y otro momento más.

Luego se apartó, repentinamente asustado ante la idea de que Hermana o cualquiera de los otros irrumpieran de pronto en la habitación. Aquel hombre corpulento lo arrojaría de allí a patadas y lo enviaría tan lejos como para alcanzar un satélite si es que todavía quedaba alg…

Swan se movió. Robin estaba seguro de ello. Algo se había movido…, un párpado, la comisura de los labios, quizá una leve contracción de la mejilla o la mandíbula. Se inclinó sobre ella, con el rostro a sólo unos pocos centímetros del de la muchacha.

Los ojos de Swan se abrieron de pronto, sin la menor advertencia previa.

Robin se asustó tanto que apartó la cabeza de golpe, como si ella hubiera sido una estatua que hubiese cobrado vida de repente. Sus ojos eran de un azul oscuro, con pequeñas motitas rojas y doradas, y sus colores le hicieron pensar en el círculo de cristal. Swan se sentó en la cama, llevándose una mano a los labios, allí donde él había depositado su beso, y Robin vio entonces que sus mejillas adquirían un vivido color rosado, como si se hubiera ruborizado intensamente.

Ella levantó la mano derecha y antes de que Robin pudiera pensar siquiera en encogerse, le plantó un sonoro bofetón en la mejilla.

Robin retrocedió unos pocos pasos, tambaleándose, antes de recuperarse. Ahora, su propia mejilla enrojecía, pero se las arregló para expresar una sonrisa burlona. No se le ocurrió otra cosa mejor que decir:

—Hola.

Swan se miró las manos. Se tocó la cara. Recorrió con los dedos la nariz, la boca, sintió los bordes de los pómulos y la línea de la mandíbula. Estaba temblando y se sentía a punto de echarse a llorar, y no sabía quién era aquel muchacho con plumas y huesos en el pelo, pero le había abofeteado porque pensó que se disponía a atacarla. Todo era confuso y alocado en su mente, pero lo cierto era que volvía a tener un rostro, y que volvía a ver con toda claridad con sus propios ojos. Captó un brillo de color dorado rojizo por una esquina del ojo, y tomó entre sus dedos un largo mechón de cabello. Lo miró fijamente, sin estar muy segura de saber de qué se trataba. La última vez que había tenido pelo fue el día en que ella y su madre habían entrado en aquella tienda polvorienta de Kansas.

«Mi cabello era de un color rubio pálido —recordó—. Ahora es del color del fuego».

—¡Puedo ver! —le dijo al joven al tiempo que las lágrimas se deslizaban por sus suaves mejillas—. ¡Puedo ver otra vez!

Su voz también era diferente, ahora que la boca y las aletas de la nariz no se veían presionadas por la máscara de Job; era la voz suave de la muchacha a punto de convertirse en mujer. Ahora, su voz se llenó de excitación al llamar a gritos.

—¡Josh! ¡Josh!

Robin salió corriendo para buscar a Hermana, pero llevaba estampado en el cerebro, como un camafeo, la imagen de la muchacha más hermosa que hubiera visto nunca.

Hermana no estaba en la habitación delantera. La encontró de pie en los escalones del porche, junto a Glory y Paul.

Josh y Anna estaban uno a cada lado de Aaron, a unos quince metros de distancia del porche y casi en el centro de la calle.

Aaron se había convertido en el foco de toda la atención.

—¿Lo ves? —preguntó—. ¡Ya te dije que era magia! ¡Sólo tienes que saber cómo sostenerlo!

Las dos pequeñas ramas que se apartaban en ángulos opuestos de Bebé Llorón eran sostenidas en equilibrio entre los dedos de Aaron. El otro extremo de la vara de zahorí subía y bajaba, subía y bajaba, como si se tratara de la acción de una bomba. Aaron sonreía orgullosamente ante su truco de magia, todo ojos y dientes relucientes, a medida que otras personas se iban acercando y rodeándolo.

—Creo que tú también puedes habernos encontrado —dijo Josh con una expresión de perplejidad.

—¿Eh? —preguntó Aaron mientras Bebé Llorón seguía señalando el camino donde se encontraba el agua fresca.

Junto a la escalera, Hermana sintió una mano tocándole el hombro. Se volvió y vio allí a Robin. El joven intentaba decir algo, pero estaba tan agitado que no lograba pronunciar las palabras. Observó la marca dejada por el bofetón en su mejilla, y estaba a punto de empujarle a un lado y entrar corriendo en la barraca, cuando Swan apareció en la puerta, con su alto y delgado cuerpo envuelto en una manta, y con las piernas tan inseguras como las de un cervatillo. Ella entrecerró los ojos y parpadeó a la luz grisácea del día.

A Hermana la podría haber derribado en aquel momento hasta un simple copo de nieve. Luego escuchó el susurro de Robin.

—¡Oh! —como si él también hubiera sido golpeado físicamente por la visión de Swan, y Hermana se dio cuenta en seguida de lo ocurrido entre ambos.

Anna levantó la mirada de la vara de zahorí, que seguía moviéndose. Josh se volvió y vio lo mismo que estaban viendo todos los demás.

Avanzó un paso, un segundo y un tercero, y luego echó a correr con tal fuerza que habría arrollado incluso a Haystacks Muldoon, tumbándolo de espaldas. La gente que se había reunido alrededor de la escalera se apartó para dejarle paso.

Subió de un salto los escalones y Swan ya extendía las manos hacia él, a punto de caer. La levantó del suelo con sus brazos, justo antes de que cayera, la apretó con fuerza contra su pecho y pensó: «Gracias, Dios mío. Gracias por haberme devuelto a mi hija».

Hundió la cabeza deformada sobre el hombro de Swan y empezó a llorar, y en esta ocasión ella no percibió en su llanto ningún signo de dolor, sino una canción de alegría nuevamente encontrada.