Es un mundo de hombres
El grito del Señor sacudió las paredes del camión, y la mujer que yacía sobre el colchón, envuelta en una manta harapienta, gimió en su sueño atormentado. Rudy volvía a gatear introduciéndose en su cama, y sostenía entre los brazos a un niño con la cabeza aplastada; ella le lanzó una patada, pero la boca podrida de Rudy le sonrió con una mueca. «Vamos, Ssssheila —la reprendió, con la voz siseando a través del profundo corte de bordes azulados que mostraba en el cuello—. ¿Es así como tratas a un viejo amigo?».
—¡Fuera! —gritó ella—. ¡Fuera…, fuera!
Pero él se deslizaba contra ella, con una piel legamosa. Tenía los ojos hundidos en la cabeza y los agujeros de la descomposición abrían cráteres en su rostro. «¡Ahhh! No seas así, Sheila. Fuimos felices y nos pinchamos muchas veces como para que ahora me saques a patadas de tu cama. En estos tiempos dejas entrar en ella a todo el mundo, ¿verdad? —Le ofreció el bebé de piel azulada—. ¿Lo ves? Te he traído un regalo».
Y la diminuta boca se abrió en aquella cabeza aplastada y de ella surgió un lamento que hizo que Sheila Fontana se pusiera rígida, se llevara las manos a las orejas, y las lágrimas brotaran de sus ojos muy abiertos, de mirada fija.
Los fantasmas se fragmentaron y se desvanecieron, y Sheila quedó a solas con su propio grito produciendo ecos dentro del sucio camión.
Pero el grito del Señor continuó, esta vez aporreando la puerta del camión.
—¡Cállate, loca idiota! —gritó una voz desde el exterior—. ¿Es que intentas despertar a los jodidos muertos?
Las lágrimas corrieron por su rostro, y sintió náuseas; el interior del camión ya olía a vómito y a humo de cigarrillo rancio. Había un cubo cerca del colchón, donde ella se aliviaba durante la noche. No podía dejar de temblar, de aspirar aire suficiente en los pulmones. Tanteó con la mano, en busca de la botella de vodka que sabía estaba en el suelo, junto a la cama, pero no la encontró, y volvió a gemir, con un tono de frustración.
—¡Vamos, abre esta condenada puerta! —Era la voz de Judd Lawry, que seguía aporreando la puerta con la culata de su rifle—. ¡Él quiere verte!
Ella se quedó helada y sus dedos se cerraron finalmente alrededor del cuello de la botella medio llena. «Él quiere verme —pensó mientras los latidos de su corazón se aceleraban—. ¡Él quiere verme!».
—¿Has oído lo que te he dicho? Me ha enviado a buscarte. ¡Vamos, mueve el culo!
Salió a rastras de la cama y se incorporó con la botella en una mano y la manta en la otra. Hacía frío en el camión y desde el exterior le llegaba el resplandor rojizo de un fuego de campamento.
—¡Di algo de una vez, si eres capaz de hablar! —dijo Lawry.
—Sí —le dijo ella—. Te he oído. Él quiere verme.
Estaba temblando y dejó caer la manta al suelo para quitarle el tapón a la botella de vodka.
—¡Pues vamos ya! ¡Y dice que esta vez te pongas algo de perfume!
—Sí. Él quiere verme. Él quiere verme.
Volvió a tomar un largo trago de la botella, la tapó y buscó el farol y las cerillas. Los encontró, encendió el farol y lo colocó sobre una mesita de tocador, cerca del agrietado espejo que colgaba de la pared. Sobre la mesita había un montón de botellas resecas de maquillaje, lápices de labios, botellas de perfume que habían perdido su olor desde hacía tiempo, tarros de cremas y aplicadores de máscaras. Sujetos al espejo con cinta adhesiva había imágenes amarillentas de modelos de rostro fresco, extraídas de antiguas copias de revistas como Glamour y Mademoiselle.
Dejó la botella de vodka cerca del farol y se sentó en la silla. El espejo captó el reflejo de su imagen.
Sus ojos parecían como apagados fragmentos de cristal hundidos en un rostro, enfermizo, muy arrugado y arruinado. La mayor parte de su cabello había perdido el negro original y se había transformado en un gris amarillento, y empezaba a mostrar una calva en la coronilla. Tenía la boca apretada y surcada de profundas arrugas, como si hubiera estado conteniendo un grito que no se atreviera a emitir.
Observó fijamente los ojos que le devolvieron la mirada. Había que maquillarse, decidió. «Desde luego. Necesito un poco de maquillaje». Abrió una de las botellas para oler lo que contenía, llevándosela a la cara como si fuera un bálsamo curativo, con las manos temblorosas, porque quería estar muy guapa para el coronel. Últimamente había sido amable con ella, la había mandado llamar varias veces e incluso le había dado varias botellas de precioso alcohol conseguidas en un abandonado almacén de licores. «Él quiere verme», se dijo mientras se pintaba los labios. El coronel prefería a las otras dos mujeres que habían vivido en el camión, con Sheila, pero Kathy había terminado por trasladarse a otro camión para vivir con un capitán, y una noche Gina se llevó la 45 a la cama. Eso significaba que Sheila dependía ahora de sí misma para conducir el camión, y que también tenía que conseguir gasolina suficiente, así como comida y agua para poder continuar. Conocía a la mayoría de las demás damas recreativas que seguían a las Fuerzas Escogidas, formando su propio convoy de camiones, camionetas y coches; muchas de ellas tenían enfermedades, algunas eran muy jóvenes, aunque con ojos de viejas; otras disfrutaban con su trabajo, y la mayoría buscaba el «sueño dorado», ser aceptadas por un oficial de las FE que dispusiera de gran cantidad de suministros y de una cama decente.
«Es un mundo de hombres», pensó Sheila. Y eso nunca había sido tan cierto como lo era ahora.
Pero ella se sentía feliz, porque ser convocada al camión del coronel significaba que no tendría que dormir sola, al menos durante unas cuantas horas, y, de ese modo, Rudy no podría meterse en su cama, con su nauseabundo regalo.
Rudy había sido para ella como un impulso en la vida. Pero en la muerte se había convertido en un verdadero estorbo.
—¡Date prisa! —gritó Lawry—. ¡Hace frío aquí fuera!
Terminó de maquillarse y se pasó un cepillo por el cabello, a pesar de que no le gustaba hacerlo porque se le caía mucho el pelo. Luego buscó entre los numerosos frascos de perfume que había sobre la mesa para encontrar el más adecuado. La mayoría de las etiquetas se habían desprendido, pero encontró la que andaba buscando y se roció un poco de perfume sobre el cuello. Recordó un anuncio que había visto en la revista Cosmo, hacía ya mucho tiempo: «A todos los hombres les encanta el Chanel número 5».
Se puso apresuradamente un suéter de color rojo oscuro sobre sus caídos pechos, luego unos pantalones vaqueros y las botas. Ya era demasiado tarde para hacer algo con respecto a las uñas; de todos modos, se las había mordido tanto que apenas le quedaba alguna. Se puso un abrigo de piel que había pertenecido a Gina. Un último vistazo en el espejo para comprobar el efecto del maquillaje. «Él quiere verme», volvió a pensar. Apagó el farol, se acercó a la puerta, descorrió el cerrojo y la abrió.
Judd Lawry, con la barba muy corta y una banda elástica sobre la frente, la miró un instante y se echó a reír.
—¡Vaya! ¿Has oído hablar alguna vez de una película titulada La novia de Frankenstein?
Ella sabía que era mejor no contestarle. Extrajo una llave del bolsillo del abrigo y cerró la puerta con llave. Lawry siempre la estaba molestando, y ella lo odiaba. Cada vez que lo miraba escuchaba el gemido del bebé y el sonido de la culata del rifle al estrellarse contra la carne inocente. Pasó junto a él y se dirigió hacia el centro de mando del coronel Macklin, instalado en el camión Airstream de color plateado, en el extremo occidental de lo que había sido Sutton, Nebraska.
—Desde luego, hueles muy bien —dijo Lawry siguiéndola por entre los camiones, coches y camionetas aparcados, y las tiendas instaladas de las Fuerzas Escogidas. La luz de las fogatas destelló sobre el cañón de la M-16 que llevaba colgada del hombro—. Hueles como una herida abierta. ¿Cuándo fue la última vez que te diste un baño?
No lo recordaba. Darse un baño significaba usar agua, y ella no disponía de mucha.
—No sé por qué te quiere ver precisamente a ti —siguió diciendo Lawry, caminando junto a ella—. Podría haber llamado a una de las jóvenes mujeres recreativas. Las hay muy bonitas. Y algunas de ellas se bañan. Tú no eres más que una pulga de campo con dos piernas.
Ella lo ignoró. Sabía que Lawry la odiaba porque nunca le había permitido que la tocara, ni siquiera una sola vez. Había aceptado a todo aquel que pudiera pagarle con gasolina, comida, agua, chucherías, cigarrillos, ropas o alcohol, pero no quería aceptar a Judd Lawry aunque de su pene brotara petróleo refinado. Una mujer tenía su orgullo, incluso en un mundo de hombres.
Él seguía molestándola cuando pasaron entre dos tiendas y casi se toparon con un camión cuadrado, pintado de negro. Se detuvo bruscamente, y Lawry casi tropezó con ella. Dejó de hacer comentarios crueles. Los dos sabían lo que sucedía en el interior del camión negro de Roland Croninger, el «centro de interrogatorios de las FE», y hallarse tan cerca de él agitó en sus mentes las historias que habían oído contar acerca de los métodos inquisitoriales del capitán Croninger. Lawry recordó lo que Croninger le había hecho a Freddie Kempka hacía ya varios años, y sabía que era mucho mejor evitar al capitán.
Sheila fue la primera en recuperar la compostura. Pasó junto al camión, que tenía las ventanas cubiertas con hojas de metal, y siguió caminando hacia el centro de mando del coronel. Lawry la siguió en silencio.
El camión Airstream tenía la cabina de un diesel y estaba rodeado por seis guardias armados. Espaciados a intervalos había bidones de aceite en los que se había encendido un fuego. Al aproximarse Sheila, uno de los guardias posó la mano sobre la pistola, por debajo del abrigo.
—Está bien —le dijo Lawry—. Él la espera.
El guarda se relajó y los dejó pasar. Subieron unos escalones de madera intrincadamente tallados, que conducían a la puerta cerrada del Airstream. La escalera de tres peldaños disponía incluso de una barandilla, en la que se habían tallado rostros grotescos de demonios con lenguas colgando, figuras humanas desnudas y contorsionadas y gárgolas deformadas. Aquellas figuras eran de pesadilla, pero la artesanía era hermosa, y los rostros y figuras habían sido tallados por una mano que conocía su oficio, lijadas y pulidas después hasta darles un brillo reluciente. En la superficie de cada uno de los escalones se habían claveteado almohadillas de terciopelo rojo, como si se tratara de los peldaños que condujeran al trono de un emperador. Sheila nunca había visto aquella escalera, pero Lawry sabía que se trataba de un reciente regalo hecho por el hombre que se había unido a las FE en Broken Bow. A Lawry le molestaba que Alvin Mangrim ya hubiera sido ascendido a cabo, y se preguntaba cómo habría perdido Mangrim la mitad de su nariz. Lo había visto trabajar con la Brigada Mecánica e ir a todas partes con un pequeño enano deforme al que él llamaba «Diablillo». En su opinión, Mangrim era otro hijo de puta al que no había que volverle la espalda en ningún momento.
Lawry llamó a la puerta.
—Entre —dijo la rasposa voz del coronel Macklin.
Entraron. La habitación delantera estaba a oscuras, a excepción de una sola lámpara de aceite encendida y situada sobre la mesa de despacho de Macklin. Él estaba sentado detrás de esta, estudiando unos mapas. Tenía el brazo derecho extendido sobre la mesa, casi como un apéndice medio olvidado, pero la palma enguantada de negro de su mano derecha estaba vuelta hacia arriba, y la luz de la lámpara resplandeció sobre los afilados clavos que la atravesaban.
—Gracias, teniente —dijo Macklin sin levantar siquiera el rostro sobre el que llevaba una máscara de cuero—. Ya puede retirarse.
—Sí, señor.
Lawry dirigió una mirada burlona y despreciativa a Sheila, y luego abandonó el remolque y cerró la puerta.
Macklin estaba calculando la velocidad de marcha entre Sutton y Nebraska City, desde donde tenía la intención de dirigir a las Fuerzas Escogidas a través del río Missouri. Pero los suministros disminuían a cada día que pasaba, y las FE no habían efectuado una sola incursión con éxito desde que destruyeran al ejército de Franklin Hayes, en Broken Bow. Sin embargo, las filas de las FE seguían aumentando a medida que se les unían los que habían vivido hasta entonces en asentamientos ahora muertos, y que llegaban en busca de cobijo y protección. Las FE disponían de una abundante mano de obra, armas y municiones, pero lo que se estaba acabando eran los suministros que engrasaban las ruedas del movimiento hacia adelante.
Las ruinas de Sutton aún despedían humo cuando los coches blindados de la vanguardia de las FE llegaron justo antes del anochecer. Todo aquello que había valido la pena saquear ya había desaparecido, incluyendo las ropas y el calzado de los montones de cuerpos muertos. Había señales de que se habían utilizado granadas y cócteles molotov, y en el extremo oriental de los escombros incendiados se observaron las huellas de vehículos pesados, y las de los soldados de infantería que habían salido de la ciudad, marchando sobre la nieve.
Macklin se dio cuenta de que había otro ejército actuando en la zona, quizá tan grande o incluso más que las FE, dirigiéndose hacia el este, justo por delante de ellos, saqueando los asentamientos y apoderándose de unos suministros que las Fuerzas Escogidas necesitaban para sobrevivir. Roland había visto sangre en la nieve, llegando a la conclusión de que debía de haber soldados heridos rezagados que se esforzaban por reunirse con el grueso del ejército. Sugirió que quizá una pequeña patrulla de avanzadilla pudiera capturar a alguno de aquellos rezagados. Se les podría traer al campamento para ser interrogados. El coronel Macklin estuvo de acuerdo con la idea, y Roland se había llevado al capitán Braden, al sargento Ulrich y a unos pocos soldados, marchándose en un camión blindado.
—Siéntate —le dijo el coronel a Sheila.
Ella se adelantó hacia el círculo de luz. Se le había preparado una silla, frente a la mesa del coronel. Se sentó en el borde, sin saber muy bien qué esperar. En otras ocasiones, él siempre la había esperado en la cama.
Macklin continuó trabajando en los mapas y cartas. Vestía el uniforme de las FE, con un bordado cosido en el bolsillo superior y cuatro barras doradas cosidas en cada hombrera, como indicativo de su rango. Llevaba sobre la cabeza un gorro de lana gris, y la máscara de cuero negro le oscurecía la cara, a excepción del ojo izquierdo. Ella no le había visto sin aquella máscara desde hacía varios años, pero eso era algo que no le preocupaba en particular. Por detrás de Macklin había una estantería con pistolas y rifles, así como la bandera de las FE, de color negro, verde y plata, perfectamente dispuesta sobre el revestimiento de madera de pino.
La hizo esperar durante varios minutos y finalmente levantó la cabeza. Su helado ojo azul le produjo un escalofrío al mirarla.
—Hola, Sheila.
—Hola.
—¿Estabas sola, o tenías compañía?
—Estaba sola.
Tuvo que hacer un esfuerzo por escuchar cada una de sus palabras. Su forma de hablar había empeorado desde la última vez que le había visitado allí mismo, hacía apenas una semana.
—Bien —dijo Macklin—, a veces es muy conveniente dormir sola. De ese modo puedes descansar más, ¿verdad? —Abrió una pitillera plateada que tenía sobre la mesa. Contenía unos veinte preciosos cigarrillos; nada de colillas o restos de tabaco de mascar vueltos a enrollar, sino verdaderos cigarrillos. Le ofreció la pitillera y ella tomó en seguida un cigarrillo—. Toma otro —le dijo él.
Sheila tomó otros dos más. Macklin empujó hacia ella una caja de cerillas. Encendió el primer cigarrillo que había tomado e inhaló el humo como si fuera verdadero oxígeno.
—¿Recuerdas cuando nos abrimos paso hasta aquí? —le preguntó—. Tú, yo y Roland. ¿Recuerdas cuando hicimos un trato con Freddie Kempka?
—Sí, lo recuerdo.
Había lamentado miles de veces no haberse quedado con un buen suministro de cocaína y pastillas, pero aquello era muy difícil de conseguir en estos tiempos.
—Confío en ti, Sheila. Tú y Roland sois prácticamente los únicos en los que puedo confiar. —Retiró el brazo derecho hacia él y se lo apoyó con suavidad contra el pecho—. Eso es así porque nosotros nos conocemos muy bien. Las personas que han pasado por tantas cosas como nosotros tienen que confiar entre sí. —Levantó la mirada del rostro de Sheila, dirigiéndola más allá, hacia donde se encontraba el soldado en la sombra, de pie detrás de la silla que ella ocupaba, justo en el borde de la oscuridad. Su mirada volvió a posarse en ella—. ¿Has estado entreteniendo a muchos oficiales últimamente?
—A unos pocos.
—¿Qué me dices del capitán Hewlitt? ¿Del sargento Oldfield? ¿Del teniente Vann? ¿Has estado con alguno de ellos?
—Creo que sí —contestó ella encogiéndose de hombros. Su boca se curvó en una débil sonrisa a través de la neblina del humo del cigarrillo—. Son gente que va y viene.
—He oído decir cosas —continuó Macklin—. Parece ser que alguno de mis oficiales, aunque no sé quiénes, no se sienten muy contentos con la forma en que dirijo las Fuerzas Escogidas. Creen que deberíamos quedarnos en un sitio, instalarnos e iniciar un asentamiento propio. No comprenden por qué nos dirigimos hacia el este, o por qué tenemos que erradicar la marca de Caín. No comprenden para nada el gran plan, Sheila. Especialmente los más jóvenes, como Hewlitt y Vann. Los nombré oficiales en contra de mi buen juicio. Debería haber esperado para ver de qué estaban hechos. Bueno, ahora lo sé. Creo que intentan arrebatarme el mando.
Ella permaneció en silencio. Se dio cuenta de que esta noche no habría relaciones sexuales, sino sólo una de las sesiones del coronel en las que este exponía sus preocupaciones. Pero eso le parecía bien a ella, porque de ese modo Rudy no podría encontrarla.
—Mira esto —siguió diciendo él volviendo hacia ella uno de los mapas en los que había estado trabajando.
Se trataba de un viejo mapa, arrugado y manchado, de Estados Unidos, arrancado de un atlas. Sobra él se habían marcado los nombres de los estados, y en grandes zonas se habían trazado sombras a lápiz. Se habían escrito nombres sustitutivos: «Zona de verano» para el área de Florida, Georgia, Alabama, Mississippi y Louisiana; «Parque industrial» para Illinois, Indiana, Kentucky y Tennessee; «Complejo portuario» para las dos Carolinas y Virginia; «Entrenamiento militar» para el área del sudoeste y también para Maine, New Hampshire y Vermont; las dos Dakotas, Montana y Wyoming ostentaban el nombre de «Área de prisión».
Y a través de todo el mapa, Macklin había escrito: «América de la Ilustración - FE».
—Este es el gran plan —le dijo—. Pero para convertirlo en realidad, tenemos que destruir a la gente que no piensa como nosotros. Tenemos que erradicar el estigma de Caín. —Volvió de nuevo el mapa hacia sí y lo rozó con los clavos de la palma de su mano derecha—. Tenemos que erradicarla para poder olvidar lo que ocurrió y dejarlo en el pasado. Pero también tenemos que prepararnos para combatir a los rusos. Van a lanzar paracaidistas y a enviarnos grandes barcazas de desembarco para la invasión. Creen que estamos muertos y acabados, pero se equivocan. —Se inclinó hacia adelante, arrastrando los clavos sobre le mesa llena de arañazos—. Les devolveremos lo que se merecen. ¡Les haremos pagar a esos bastardos mil veces lo que han hecho!
Parpadeó. El soldado en la sombra estaba sonriendo débilmente, con el rostro cubierto con pintura de camuflaje bajo el borde del casco. El corazón le latía a Macklin con fuerza, y tuvo que esperar un momento a que se tranquilizara antes de seguir hablando.
—Ellos no comprenden el gran plan —dijo algo más tranquilo—. Las FE disponen ahora de casi cinco mil soldados. Tenemos que movernos para sobrevivir, y tenemos que apoderarnos de todo aquello que necesitemos. No somos granjeros, sino guerreros. Esa es la razón por la que te necesito, Sheila.
—¿Me necesitas? ¿A mí?
—Tú andas por ahí. Escuchas cosas. Conoces a la mayoría de las otras mujeres recreativas. Quiero que descubras en quién puedo confiar entre mis oficiales, y a quién habría que eliminar. Como ya te he dicho, no confío en Hewlitt, Oldfield o Vann, pero no dispongo de pruebas que pueda presentar ante un consejo de guerra. Y es posible que ese cáncer sea ya muy profundo. Creen que sólo por esto —y se tocó la máscara de cuero negro—, ya no soy adecuado para el mando. Pero esto no es el estigma de Caín. Esto es diferente. Esto desaparecerá en cuanto el aire sea más limpio y vuelva a salir el sol. El estigma de Caín, en cambio, no desaparecerá hasta que lo erradiquemos. —Ladeó la cabeza y la observó con mucha atención—. Por cada nombre que puedas entregarme para ponerlo en una lista de ejecución, con pruebas suficientes, te daré un cartón de cigarrillos y dos botellas de licor. ¿Qué te parece eso?
Era una oferta generosa. Ella ya tenía un nombre en la mente; empezaba con una L y terminaba con una Y. Pero no sabía si Lawry era realmente fiel o no. En cualquier caso, le gustaría verlo delante de un pelotón de ejecución, aunque le gustaría mucho más aplastarle antes la cabeza, con sus propias manos. Estaba a punto de contestar cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Coronel? —Era la voz de Roland Croninger—. Tengo un par de regalos para usted.
Macklin se dirigió a la puerta y la abrió. En el exterior, iluminado por una fogata, se hallaba el camión blindado en el que habían partido el capitán Croninger y los demás. Y atados con cadenas a los parachoques traseros había dos hombres, ambos ensangrentados y vapuleados. Uno de ellos estaba de rodillas, mientras que el otro permanecía de pie, mirando con desafío a su alrededor.
—Los encontramos a unos dieciocho kilómetros hacia el este, en la autopista seis —dijo Roland. Llevaba puesto su abrigo largo, con la capucha levantada sobre su cabeza. Del hombro le colgaba un rifle automático, y de la funda de la cintura le colgaba una cuarenta y cinco. Unos sucios vendajes le cubrían la mayor parte de la cara, aunque entre ellos sobresalían masas de tejido duro, como nudillos retorcidos. La luz de la fogata se reflejaba con un color rojizo sobre las lentes de sus anteojos—. Al principio fueron cuatro. Pero quisieron luchar. El capitán Braden se ocupó de ellos. Nosotros nos ocupamos de las ropas y las armas. En cualquier caso, esto es lo que ha quedado de ellos. —Los labios de Roland, abultados por el tejido duro, se abrieron en una débil sonrisa—. Decidimos comprobar si eran capaces de seguirnos a pie con el camión.
—¿Los has interrogado?
—No, señor. Hemos aplazado eso por ahora.
Macklin pasó junto a él, y bajó la escalera de madera labrada. Roland le siguió y Sheila Fontana permaneció junto a la puerta, observando la escena.
Los soldados, que habían formado un grupo alrededor de los dos hombres, se apartaron para dejar paso al coronel Macklin. Este se plantó delante del prisionero que se negaba a caer derrotado, a pesar de que tenía las rodillas ensangrentadas y mostraba una herida de bala en el hombro izquierdo.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Macklin.
El hombre cerró los ojos.
—El Salvador es mi pastor, aunque no quiera. Él me hizo para que estuviera entre verdes pastos. Él me condujo junto a las aguas tranquilas. Él restauró mi…
Macklin lo interrumpió con un bofetón de la palma de su mano derecha, erizada de clavos, que le alcanzó en la mejilla.
El hombre cayó de rodillas, con el rostro desgarrado inclinado sobre el suelo. Macklin removió con la punta de la bota al otro hombre, arrodillado junto al primero.
—Tú. Levántate.
—Mis piernas. Por favor… Oh, Dios…, mis piernas.
—¡Levántate!
El prisionero se incorporó con grandes esfuerzos. La sangre le corría por ambas piernas. Miró a Macklin con unos ojos horrorizados y mareados.
—Por favor —suplicó—. Dadme algo para el dolor…, por favor…
—Antes tienes que darme información. ¿Cómo te llamas?
—Hermano Gary —contestó el hombre parpadeando—. Gary Cates.
—Eso está bien, Gary —dijo Macklin palmeándole un hombro con la mano izquierda—. Y ahora dime: ¿adónde os dirigís?
—¡No le digas nada! —gritó el hombre arrodillado en el suelo—. ¡No le digas nada al pagano!
—Quieres ser un buen chico, ¿verdad, Gary? —preguntó Macklin, con su rostro enmascarado apenas a diez centímetros de distancia del de Cates—. Quieres algo que sea capaz de librar a tu mente del dolor, ¿verdad que sí? Dime lo que quiero saber.
—No…, no se lo digas… —casi sollozó el otro hombre.
—Ya todo ha terminado para ti —afirmó Macklin—. No hay ninguna necesidad de hacer las cosas más difíciles de lo que ya lo son. ¿No te parece, Gary? Te lo preguntaré una vez más: ¿adónde os dirigís?
Cates hundió los hombros, como si temiera que algo pudiera golpearlo desde arriba. Se estremeció y luego dijo:
—Estábamos… intentando alcanzarlos. El hermano Ray estaba herido. No podía seguir él solo. Yo no quería abandonarlo. Los ojos del hermano Nick estaban quemados y se había quedado ciego. El Salvador dice que hay que abandonar a los heridos…, pero ellos eran mis amigos.
—¿El Salvador? ¿Quién es ese?
—Él. El Salvador. El verdadero Señor y Maestro. Es quien dirige la Alianza Americana. Es el grupo al que intentábamos reincorporarnos.
—No… —dijo el otro hombre—. Por favor…, no le digas…
—La Alianza Americana —repitió Macklin. Había oído hablar antes de ellos a algunos que se habían unido a las FE. Por lo que tenía entendido, eran dirigidos por un ex ministro de California que había tenido un programa de televisión por cable. Macklin llevaba algún tiempo con verdaderos deseos de enfrentarse con él—. ¿De modo que se llama a sí mismo el Salvador? ¿Cuántos viajan con él y hacia dónde se dirigen?
El hombre caído en el suelo se enderezó sobre las rodillas y empezó a gritar como un loco.
—El Salvador es mi pastor, aunque no quiera. Él me hizo para que estuviera entre…
Escuchó entonces el «clic» de la 45 de Roland y notó la presión del cañón contra su cabeza.
Roland no vaciló ni un solo instante. Apretó el gatillo.
El ruido del disparo hizo que Sheila diera un salto. El hombre cayó furiosamente hacia adelante.
—¿Gary? —preguntó Macklin. Cates estaba mirando fijamente el cadáver, con los ojos muy abiertos y una comisura de la boca retorcida en una mueca histérica—. ¿Cuántos viajan con el Salvador y hacía dónde se dirigen?
—Ah…, ah…, ah… —balbuceó Cates—. Ah…, tres mil —consiguió decir por fin—. Quizá cuatro mil. No lo sé con seguridad.
—¿Tienen vehículos blindados? —preguntó Roland—. ¿Armas automáticas? ¿Granadas?
—Tienen de todo eso. Encontramos un centro de suministros del ejército en Dakota del Sur. Había camiones, carros blindados, ametralladoras, lanzallamas, granadas…, todo estaba dispuesto para que nos lo lleváramos. Había incluso… seis tanques y montones de cajas de munición pesada.
El coronel Macklin y Roland se miraron el uno al otro. El mismo pensamiento cruzó por sus mentes: seis tanques y cajas de munición pesada.
—¿Qué clase de tanques? —preguntó Macklin, con la sangre latiéndole en las venas.
—No lo sé. Son tanques grandes, con enormes cañones. Pero uno de ellos no quiso funcionar desde el principio. Abandonamos otros tres, porque se estropearon y los mecánicos no pudieron hacerlos funcionar de nuevo.
—¿De modo que aún tienen dos?
Cates asintió con un gesto. Bajó la cabeza, avergonzado, y sintió los ojos ardientes del Salvador en su nuca. El Salvador tenía tres mandamientos: desobedece y muere; matar es misericordioso, y ámame.
—Está bien, Gary —dijo Macklin recorriendo con un dedo la mandíbula del hombre—. ¿Adónde se dirigen? —Cates murmuró algo, y Macklin levantó la cabeza—. No te he oído bien.
La mirada de Cates se desvió hacia la 45 que empuñaba Roland. Luego se volvió hacia el rostro de la máscara negra, con un único ojo de un frío color azul.
—A Virginia occidental —contestó—. A un lugar llamado la montaña Warwick. No sé dónde está.
—¿Virginia occidental? ¿Por qué allí?
—Porque… —Se estremeció un momento y se dio cuenta de que el hombre de la 45 y los vendajes en la cara estaba ansioso por matarlo—. Si lo digo, ¿me dejará con vida? —le preguntó a Macklin.
—No te mataremos —le prometió el coronel—. Dímelo, Gary. Dímelo.
—Se dirigen a Virginia occidental… porque Dios vive allí —dijo el otro hombre, y en su rostro apareció una expresión angustiada por haber traicionado al Salvador—. Dios vive en lo más alto de la montaña Warwick. El hermano Timothy vio a Dios allí, hace ya mucho tiempo. Y Dios le mostró la caja negra y la llave de plata y le dijo cómo terminaría el mundo. Y ahora el hermano Timothy dirige al Salvador para encontrarse con Él.
Macklin guardó silencio durante unos segundos. Luego se echó a reír de un modo tan estentóreo que la risa sonó como el gruñido de un animal. Cuando dejó de reír, agarró a Cates por el cuello de la camisa con la mano izquierda, y apretó los clavos de la mano derecha contra el rostro del hombre.
—Ahora no estás entre fanáticos religiosos, amigo mío. Estás entre guerreros. Así que deja ya toda esa mierda y dime la verdad. Ahora mismo.
—¡Lo juro! ¡Lo juro! —Las lágrimas brotaron de los ojos de Cates bajándole por las mejillas contorsionadas—. ¡Dios vive en la montaña Warwick! ¡El hermano Timothy conduce al Salvador hacia allí para encontrarlo! ¡Lo juro!
—Déjemelo de mi cuenta —dijo Roland.
Hubo un momento de silencio. Macklin miró fijamente los ojos de Gary Cates y luego apartó la mano derecha. De la mejilla del hombre brotaron pequeños puntos de sangre.
—Yo me ocuparé de él —dijo Roland enfundando la 45—. Le haré olvidar el dolor de sus piernas. Luego, tendremos una charla agradable.
—Sí —asintió Macklin con un gesto—. Creo que eso es una buena idea.
—Desencadenadlo —ordenó Roland a los soldados, que obedecieron inmediatamente.
Sus ojos brillaron llenos de excitación por detrás de los anteojos. Era un joven feliz. Llevaba una vida dura, sí, y a veces deseaba tomar una Pepsi, o una barra de chocolate, o anhelaba una ducha de agua caliente y luego una buena película de guerra en la televisión, pero todas aquellas cosas pertenecían al pasado. Ahora, él era sir Roland y vivía para servir al rey, en este juego interminable del Caballero del Rey. Sin embargo, echaba de menos su computadora. Eso era para él lo único realmente malo de no disponer de energía eléctrica. A veces, tenía un extraño sueño en el que parecía encontrarse en una especie de laberinto subterráneo, junto al rey, y en ese laberinto había dos duendes subterráneos, un hombre y una mujer, que tenían rostros familiares. Esos rostros le perturbaban y siempre le despertaban, descubriéndose envuelto en un sudor frío. Pero aquellos rostros no eran reales; sólo eran sueños, y Roland siempre era capaz de volver a quedarse durmiendo. Podía dormir como los muertos siempre y cuando su mente estuviera clara.
—Ayudadle a caminar —ordenó Roland a dos soldados—. Traedlo por aquí.
Abrió la marcha en dirección al camión negro.
Macklin tocó el cadáver con la punta de la bota.
—Limpia esto —ordenó a uno de los guardas.
Se enderezó, mirando hacia el horizonte del este. La Alianza Americana no podía estar muy lejos de donde ellos se encontraban, quizá sólo a unos treinta o cuarenta kilómetros. Estarían cargados de suministros de los que se habrían apoderado en lo que antes había sido la comunidad relativamente próspera de Sutton. Y tenían muchas armas, municiones… y dos tanques.
«Podemos alcanzarlos —pensó Macklin—. Podemos alcanzarlos y arrebatarles todo lo que tienen. Y aplastaré la cara del Salvador bajo mi bota. Porque nada puede resistirse a las Fuerzas Escogidas, y nada podrá impedir que se cumpla el gran plan».
«Dios vive en la montaña Warwick —había dicho el hombre—. Dios le mostró la caja negra y la llave de plata y le mostró cómo acabaría el mundo».
Había que destruir a aquellos fanáticos religiosos. En el gran plan no había cabida para los de su clase.
Se volvió hacia el remolque del camión. Sheila Fontana estaba de pie en el umbral y, de pronto, Macklin se dio cuenta de que toda aquella excitación le había producido una erección. Y era una muy buena erección. Prometía sostenerse durante un tiempo. Subió los escalones de madera tallada, con su barandilla de rostros demoníacos, entró en el remolque y cerró la puerta.