La Emperatriz
El viento se había hecho más fuerte y soplaba por el bosque procedente del sudoeste. Traía consigo el aroma del humo de madera, mezclado con un olor amargo y sulfuroso que a Hermana le hizo pensar en huevos podridos. Y entonces, ella, Paul, Robin Oakes y los otros tres pequeños salteadores de caminos salieron del bosque y se encontraron ante una amplia extensión de terreno cubierta por una nieve de color ceniciento. Delante de ellos, bajo una nube de humo expulsada por los cientos de chimeneas de las estufas, se encontraban las barracas apiñadas y las callejas de un asentamiento humano.
—Eso es Mary’s Rest —dijo Robin. Se detuvo y observó el campo—. Y creo que fue aquí donde vi a Swan y al hombre corpulento. Sí, creo que fue aquí.
Hermana sabía que así era. Sabía que ahora estaban cerca, muy cerca. Se sentía inquieta y hubiera querido echar a correr hacia aquellas barracas, pero sus piernas, doloridas y débiles, no se lo permitieron. «Un paso cada vez —pensó—. Un paso y después el siguiente te llevan a donde quieres llegar».
Se acercaron a una charca llena de esqueletos. Los hedores sulfurosos procedían de ella, y dieron un amplio rodeo para evitarla. Pero a Hermana ni siquiera le importó aquel olor; era como si estuviera caminando en una ensoñación que sucediera en la vida real, y se sentía muy estimulada y fuerte, con la mirada dirigida hacia el conjunto de barracas envueltas por el humo. Y entonces, supo que tenía una ensoñación, porque se imaginó escuchar lo que le pareció ser la música de un violín.
—Mirad allí —dijo Paul señalando en una dirección.
Hacia su izquierda había un grupo de unas treinta o cuarenta personas, o quizá más. Estaban todas bailando en la nieve, dando pasos y giros de una danza antigua alrededor de un fuego de campamento. Hermana vio a músicos: un viejo con una descolorida gorra roja y un abrigo forrado de lana tocando un violín, un hombre negro de barba blanca sentado en una silla pasando una piedra por las ondulaciones de una tabla de lavar que sostenía entre las rodillas, un joven arrancando acordes de una guitarra, y una mujer gruesa golpeando una caja de cartón como si fuera un tambor. Su música no era armoniosa, pero el sonido se extendía sobre el campo como una rústica sinfonía, invitando a los que bailaban a hacerlo con un mayor abandono. Los pies expulsaban la nieve al moverse, y Hermana escuchó gritos de alegría por encima de la música. Hacía mucho tiempo que no escuchaba música, y nunca había visto nada como lo que estaba contemplando ahora. Estaban celebrando algo en medio de una tierra devastada.
Pero entonces, Hermana se dio cuenta de que la tierra no estaba tan devastada, porque más allá del fuego y de las personas que bailaban distinguió varias hileras de pequeñas plantas de un pálido color verde. Hermana y Paul dijeron casi al unísono, asombrados:
—¡Dios santo! ¡Hay algo que vuelve a crecer!
Caminaron sobre el campo, dirigiéndose a los que participaban en la fiesta, y pasaron junto a lo que parecía ser una tumba recientemente excavada. Había una tabla de madera hincada sobre la tierra con un nombre grabado en ella que decía: «RUSTY WEATHERS». «Que duermas bien», pensó ella. Se acercaron más al fuego y algunas de las personas dejaron de bailar para verles aproximarse.
La música fue cesando poco a poco hasta el último quejido del violín.
—¿Qué tal? —preguntó un hombre que vestía un abrigo verde oscuro, apartándose de la mujer con la que había estado bailando.
Llevaba una gorra de béisbol de los Braves, y por debajo del borde mostraba casi toda la cara cubierta por un feo queloide de color marrón; pero estaba sonriendo y había una mirada reluciente en sus ojos.
—Hola —saludó Hermana.
Los rostros eran diferentes a otros que había visto. Eran rostros llenos de esperanza y alegría, a pesar de las cicatrices y los queloides que marcaban muchos de ellos, y a pesar de los pómulos sobresalientes y los ojos hundidos que indicaban un largo período de hambre, o de las pieles pálidas que no habían sentido el sol desde hacía siete años. Ella observó fijamente las plantas verdes, hipnotizada por su movimiento, al compás del aire. Paul pasó a su lado y extendió una mano temblorosa hacia ellas, como si temiera que aquel delicado milagro pudiera evaporarse como el humo.
—Ella dice que no se las toque —dijo el hombre negro que había estado rascando la tabla de lavar—. Dice que las dejemos crecer en paz, y que ellas se ocuparán de sí mismas.
Paul retiró inmediatamente la mano.
—Hace… tanto tiempo que no veía crecer nada en la tierra —dijo—. Creía que la tierra estaba muerta. ¿Qué clase de planta es?
—Maíz —le dijo otro hombre—. Los tallos surgieron de la noche a la mañana. Antes yo era granjero, y creía que esta tierra no era apta para plantar nada. Creía que la radiación y el frío habían acabado con ella. —Se encogió de hombros, admirando los verdes tallos—. Me alegro mucho de haberme equivocado. Claro que aún no son muy fuertes, pero cualquier cosa capaz de crecer en esa tierra…, bueno, es una especie de milagro.
—Ella dice que las dejemos en paz —insistió el hombre negro—. Dice que podremos plantar todo un campo si dejamos madurar estas primeras, y nosotros hacemos guardia y mantenemos alejados a los cuervos.
—Pero ella está muy enferma —intervino la mujer corpulenta que tenía un queloide de vivo color rojo sobre la cara, dejando a un lado la caja de cartón que había estado golpeando—. Está ardiendo de fiebre, y no hay ninguna medicina.
—Ella —repitió Hermana. Se oyó hablar a sí misma como si estuviera soñando—. ¿De quién estáis hablando?
—De la muchacha —contestó Anna McClay—. Su nombre es Swan. Se encuentra en muy mal estado. Tiene toda la cara cubierta de esa masa de tejido, y eso la ha dejado ciega.
—Swan —repitió Hermana, sintiendo que le temblaban las rodillas.
—Ella ha hecho esto —dijo el músico negro indicando con un gesto los jóvenes tallos de maíz—. Los plantó con sus propias manos. Todo el mundo lo sabe. Ese Josh se lo ha contado a todo el pueblo. —Miró a Hermana, sonrió con una mueca y mostró un solo diente de oro—. ¿Verdad que es algo increíble? —preguntó con una sensación de orgullo.
—¿De dónde venís? —preguntó Anna.
—De muy lejos —contestó Hermana, a punto de echarse a llorar—. Hemos recorrido un largo, muy largo camino.
—¿Dónde está ahora la muchacha? —preguntó Paul adelantándose unos pasos hacia Anna McClay.
Su propio corazón le latía aceleradamente y el débil pero rico olor procedente de los tallos le parecía mucho más dulce que el de cualquier whisky que hubiera servido nunca en un vaso.
—Por ahí —contestó Anna señalando hacia las barracas de Mary’s Rest—. En la barraca de Glory Bowen. No está lejos.
—Llévanos allí —le pidió Paul—. Por favor.
Anna vaciló, tratando de leer en sus ojos. Decidió que ambos le parecieron personas fuertes y firmes, y que no plantearían problemas. El muchacho joven del cabello largo, con plumas y huesos en la melena, parecía un verdadero demonio, y los otros chicos también daban la impresión de ser bastante duros. Probablemente, todos ellos sabían muy bien cómo utilizar los rifles que llevaban. Ya había observado que el hombre llevaba un arma metida en el cinturón de los pantalones, y supuso que la mujer también debía ir armada. Pero los dos expresaban una necesidad en su mirada, como el brillo de un fuego que estuviera encendido en lo más profundo de sí mismos. Josh le había advertido que llevara mucho cuidado con los extraños que quisieran ver a Swan, pero sabía que no debía ser ella quien les negara lo que tanto parecían necesitar.
—Vengan entonces —dijo finalmente echando a caminar hacia las barracas.
Detrás de ellos, el violinista se calentó las manos junto al fuego y empezó a tocar de nuevo, y el hombre negro volvió a pasar alegremente la piedra por la tabla de lavar, al tiempo que los demás reanudaban su baile interrumpido.
Siguieron a Anna McClay a través de las callejas de Mary’s Rest. Cuando Hermana dobló una esquina, unos cinco o seis pasos por detrás de la otra mujer, algo se interpuso en su camino procedente de la boca de otra calleja. Tuvo que interrumpir bruscamente su paso para evitar tropezar y caer y, de repente, tuvo una sensación de frío entumecedor que pareció arrancarle el aire de los pulmones. Instintivamente, extrajo la escopeta de la funda, por debajo del abrigo, y la apuntó contra el rostro de mirada maliciosa de un hombre sentado en un cochecito rojo de juguete.
El hombre la miró desde unos ojos hundidos y levantó una mano hacia el bolso de cuero que Hermana sostenía bajo el brazo.
—Bienvenido —dijo.
Hermana fue consciente de una serie de clics, y los ojos insondables del hombre se movieron más allá de donde ella se encontraba. Hermana se volvió y vio que Paul había desenfundado su Magnum. Robin también apuntaba con su rifle, al igual que los otros tres muchachos. Todos ellos apuntaban mortalmente al hombre del cochecito rojo.
Hermana le miró fijamente a los ojos; el hombre ladeó la cabeza y la mueca que mostraba se amplió, mostrando una boca llena de dientes rotos. Lentamente, retiró la mano y la dejó sobre los muñones de sus muslos.
—Este es el señor Bienvenido —dijo Anna—. Está loco. Sólo tienes que apartarlo a un lado.
La mirada del hombre se fijó alternativamente en la cara de Hermana y en el bolso.
—Bienvenido —volvió a susurrar asintiendo con un gesto.
Hermana tensó el dedo sobre el gatillo de la escopeta. Zarcillos de frío parecían deslizarse a su alrededor, apoderarse de ella, deslizarse por entre sus ropas. El cañón de la escopeta apenas estaba a veinte centímetros de la cabeza del hombre, y Hermana sintió el impulso de volar aquella cabeza horrible. Pero por un momento se preguntó qué habría debajo de ella. ¿Tejido y hueso…, o quizá otro rostro?
Creyó reconocer en aquellos ojos un brillo astuto que ya había visto otra vez, como el de una bestia que espera pacientemente el momento más adecuado para destruir. Creyó ver en ellos algo de un monstruo que se hacía llamar a sí mismo Doyle Halland.
Su dedo se curvó un poco, a punto de disparar, preparado para desenmascarar el rostro.
—Vamos —dijo Anna—. No te va a morder. Este tipo lleva por aquí desde hace un par de días, y está loco, pero no es peligroso.
De pronto, el hombre del cochecito rojo aspiró una profunda bocanada de aire y lo soltó en un tranquilo siseo entre los dientes apretados. Levantó un puño y lo sostuvo delante de la cara de Hermana durante unos pocos segundos; luego, el dedo índice se adelantó para formar el cañón imaginario de un arma de fuego apuntada contra la cabeza de ella.
—El revólver hace «bang» —dijo.
—¿Lo ves? —dijo Anna echándose a reír—. ¡Está mal de la cabeza!
Hermana vaciló. «Dispárale —pensó—. Aprieta el gatillo… sólo un poco más. Sabes muy bien quién es. ¡Dispárale!».
Transcurrió un instante. «Pero… ¿y si estoy equivocada?». El cañón de la escopeta se desvió.
Y luego su oportunidad ya había desaparecido. El hombre graznó, murmuró algo con un ritmo cadencioso y se empujó con los brazos, pasando junto a Hermana. Entró en una calleja situada a la izquierda, y Hermana permaneció allí, observando como el tullido se marchaba. El hombre no volvió la vista.
—Está haciendo frío —dijo Anna, estremeciéndose y subiéndose el cuello del abrigo. Indicó hacia adelante con un movimiento de la mano—. La barraca de Glory Bowen está por aquí.
El hombre del cochecito rojo giró por otra esquina y desapareció de la vista de Hermana. Ella dejó escapar la respiración contenida y el humo blanco flotó delante de su cara. Luego, volvió a enfundar la escopeta y siguió de nuevo a la otra mujer, pero se sentía como un puro nervio.
Había otro fuego de campamento ardiendo en la calle principal de Mary’s Rest, desprendiendo calor y luz sobre las doce o quince personas que se habían reunido a su alrededor. El caballo más viejo y feo que Hermana hubiera visto jamás estaba atado al poste del porche delantero de una de las barracas; el animal estaba cubierto con unas mantas para darle calor, y asentía con la cabeza lentamente, como si estuviera a punto de quedarse dormido. Cerca, un niño negro trataba de balancear un palo torcido sobre los extremos de los dedos.
Dos hombres, ambos armados con rifles, estaban sentados en los escalones de la barraca, formados por bloques de ceniza, hablando y bebiendo café caliente en unas tazas de arcilla. Dejaron de hablar y dirigieron toda su atención a Anna.
—Estas gentes dicen que desean ver a la muchacha —le dijo Arma a uno de ellos, el que llevaba el abrigo a cuadros—. Creo que son buena gente.
El hombre había visto sus armas, y ahora descansó su propio rifle sobre las rodillas.
—Josh dijo que no se permitiera la entrada a extraños.
Hermana se adelantó un paso.
—Yo soy Hermana. Estos son Paul Thorson, Robin Oakes y no conozco los nombres de los otros chicos. Y ahora, si me dices tu nombre ya no seremos extraños, ¿no te parece?
—Gene Scully —contestó él—. ¿Sois de por aquí?
—No —contestó Paul—. Mira, no vamos a hacerle ningún daño a Swan. Sólo queremos verla. Queremos hablar con ella.
—No puede hablar —dijo Scully—. Está enferma. Y se me ha dicho que no deje pasar por esa puerta a ningún extraño.
—¿Es que necesitas que te limpien las orejas? —preguntó Robin sonriendo con una fría amenaza, irguiéndose entre Hermana y Paul—. Hemos recorrido un largo camino. Hemos dicho que queremos ver a la muchacha.
Scully se levantó, preparado para apuntar el cañón de su rifle hacia ellos. Junto a él, Zachial Epstein también se incorporó con cierto nerviosismo. Se hizo un tenso silencio. Luego, Hermana rechinó los dientes y empezó a subir los escalones, pensando que si aquellos hombres querían detenerla los mandaría al infierno de un disparo de escopeta.
—¡Eh, Anna! —llamó el pequeño Aaron de repente—. ¡Ven a ver la magia!
Ella miró por encima del hombro hacia el chiquillo. Seguía jugando con aquel palo.
—Más tarde —le dijo. Aaron se encogió de hombros y empezó a balancearlo como si fuera una espada imaginaria. Anna volvió toda su atención al problema que se había planteado—. Escuchad, no queremos que se produzca ningún jaleo aquí. Y nadie tiene por qué resultar herido. Gene, ¿por qué no entras y le pides a Josh que salga para hablar con estas gentes?
—Queremos ver a Swan —insistió Paul con el rostro enrojecido por la cólera—. ¡Y nada nos detendrá!
—¿Quién es Josh? —preguntó Hermana.
—El tipo que viajaba con la muchacha. El que la ha cuidado. Supongo que es como su guardián. ¿Y bien? ¿Queréis plantearle a él lo que tengáis que decirle o no?
—Dile que salga.
—Ve a buscarlo, Gene —dijo Anna haciéndose cargo del rifle y volviéndolo inmediatamente contra los recién llegados—. Y ahora, estúpidos, ya podéis ir dejando toda esa chatarra en un bonito montoncito junto a los escalones, por favor. Y vosotros también, muchachos… ¡No soy vuestra madre! ¡Así que soltar las armas!
Scully se dispuso a entrar en la barraca, pero Hermana dijo:
—¡Espera!
Abrió la bolsa de cuero, atrayendo inmediatamente la atención de la mujer que ahora empuñaba el rifle, pero ella llevó cuidado de moverse con lentitud, sin amenaza. Pasó la mano junto al círculo de cristal, introduciéndola más a fondo, encontró lo que andaba buscando, lo sacó y se lo entregó a Anna.
—Toma. Entrégale esto a Josh. Es posible que signifique algo para él.
Anna miró el objeto, frunció el ceño y se lo pasó a Scully, quien lo tomó y entró en la barraca.
Esperaron.
—Tenéis una bonita ciudad por aquí —dijo Robin—. ¿Cuál es el alquiler que cobran las ratas?
—Te alegrarás de que tengamos muchas ratas después de haber probado algunas de ellas estofadas —replicó Anna sonriendo.
—Estábamos mucho mejor en la cueva —le dijo a Hermana—. Al menos allí teníamos aire fresco. Este lugar huele como si alguien hubiera vertido un cubo de excrementos sobre…
La puerta se abrió y un monstruo salió por ella, seguido por Gene Scully. Robin se quedó quieto, mirándolo fijamente, con la boca abierta, porque nunca había visto antes a nadie tan feo. El hombre corpulento casi tenía el tamaño de tres.
—Jesús —susurró Paul, y no pudo evitar una sensación de repulsión.
El único ojo del hombre se fijó en él por unos pocos segundos, y luego miró a Hermana. Ella no se movió. Decidió que, monstruo o no, nadie iba a impedirle el ver a Swan.
—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó Josh sosteniendo en una mano el objeto que le había entregado Gene Scully.
—En el aparcamiento de lo que antes habían sido unos grandes almacenes. Estaba en una ciudad de Kansas llamada…
—Matheson —la interrumpió Josh—. Conozco bien ese lugar, de hace ya algún tiempo. Esto pertenecía a una amiga, pero… ¿te conozco yo?
—No. Paul y yo llevamos viajando desde hace varios años, en busca de alguien. Y creo que la persona hacia la que hemos sido dirigidos se encuentra ahora en esta barraca. ¿Nos permitirás verla?
Josh volvió a mirar lo que tenía en la mano. Se trataba de una de las cartas del tarot de Leona Skelton, con los colores desvaídos, los bordes doblados y amarillenta. El título de la carta decía: «LA EMPERATRIZ».
—Sí —dijo Josh—. Pero sólo tú y el hombre.
Y tras decir esto, se volvió y abrió la puerta para permitirles la entrada.