62

El príncipe salvaje

Bajo un cielo oscurecido, dos figuras se esforzaron por avanzar a través de un bosque de pinos muertos, donde el viento había formado barreras de nieve de metro y medio de altura.

Hermana observó la brújula y señaló con la nariz hacia el sudoeste. Paul la siguió a unos pocos pasos de distancia, llevando sobre su hombro una bolsa y vigilando la retaguardia y los flancos por si veía los movimientos furtivos de animales salvajes; sabía que les estaban siguiendo, y que había sido así desde que abandonaron la cueva. Sólo los había visto de refilón, y no había tenido tiempo de saber de qué animales se trataba ni cuántos eran, pero olía el hedor de las bestias. Mantuvo la 357 en la mano derecha enguantada, con el pulgar sobre el seguro.

Hermana calculó que les quedaba algo menos de una hora de luz. Según el reloj de pulsera que le había entregado Robin, llevaban caminando casi cinco horas; no sabía cuántas millas habían recorrido, pero la caminata era agotadora y sentía las piernas como maderos rígidos. El esfuerzo de avanzar esforzadamente sobre las rocas y los montones de nieve la había hecho sudar, y el sonido del hielo en sus ropas le recordó ahora los crujidos del cereal crujiente del desayuno. Recordó que a su hija le gustaban muchos los copos de cereal para desayunar. «¡Parece que hablan, mamá!».

Apartó de su mente los fantasmas del pasado. No habían visto el menor signo de vida, excepto los animales que se arrastraban tras ellos, observándolos con hambre a la luz del crepúsculo que cada vez se hacía más oscura. Cuando llegara la oscuridad, las bestias serían más atrevidas.

«Un paso —se dijo a sí misma—. Un paso y después el siguiente te llevan a donde quieres ir». Se dijo mentalmente esa misma frase una y otra vez, mientras sus piernas continuaban permitiéndole avanzar, como el trabajoso movimiento de una máquina. Sostenía cerca de sí la bolsa, y su brazo izquierdo se le había agarrotado en aquella posición, pero percibía la figura del círculo de cristal a través del cuero, y sacaba fuerzas de ello, sabiendo que aquel objeto era como su segundo corazón.

«Swan —pensó—. ¿Quién eres? ¿De dónde procedes? ¿Y por qué he sido dirigida hacia ti?». Si se trataba, en efecto, de una muchacha llamada Swan, hacia la que le había conducido el camino de la ensoñación, Hermana no tenía ni la menor idea de lo que le diría cuando la viera. «Hola —intentó practicar mentalmente—. No me conoces, pero he cruzado medio país sólo para encontrarte. Y espero que haya valido la pena, porque, Señor, ¡sólo deseo tumbarme y descansar!».

Pero ¿y si en Mary’s Rest no había ninguna muchacha llamada Swan? ¿Y si Robin se había equivocado? ¿Y si la muchacha sólo había pasado por Mary’s Rest y ya se había marchado cuando ellos llegaran?

Quiso apretar el paso, pero sus piernas no se lo permitieron. «Un paso. Un paso y después el siguiente te llevan a donde quieres ir».

Un grito procedente del bosque, a su izquierda, la sobresaltó tanto que estuvo a punto de caer. Se volvió hacia el lugar de donde había procedido el grito, escuchó que se convertía en el terrible aullido de una bestia, y luego en un sonido carcajeante, como el que pudiera hacer una hiena. Creyó distinguir un par de ojos ávidos en la penumbra; la miraron como relamiéndose, antes de retroceder en el bosque.

—Pronto oscurecerá —le dijo Paul—. Deberíamos encontrar un sitio donde acampar.

Ella miró hacia el sudoeste. Allí no había más que un torturado paisaje de pinos muertos, rocas y montones de nieve arrastrados por el viento. Hacía un frío de mil demonios. Estuviera donde estuviese Mary’s Rest, no iban a llegar durante el día de hoy. Asintió con un gesto y empezaron a buscar refugio.

Lo mejor que pudieron encontrar fue un estrecho nicho situado en un hueco, rodeado por cantos rodados de bordes afilados. Apartaron la nieve para dejar al descubierto la tierra y formar un muro de nieve de un metro a su alrededor. Luego, Paul y Hermana empezaron a trabajar para reunir suficientes ramas secas con las que encender un fuego. A su alrededor, los chillidos de los animales salvajes arrancaban ecos de los bosques, mientras las fieras empezaban a reunirse como señores dispuestos a participar en un banquete.

Formaron un pequeño montón de ramas y las rodearon con piedras. Paul vertió un poco de gasolina sobre la madera. La primera cerilla que rascó contra una piedra se iluminó, siseó y luego se apagó. Eso sólo les dejaba con dos. La oscuridad llegaba con rapidez.

—Allá va —dijo Paul.

Rascó la segunda cerilla en la roca sobre la que se inclinaba, con la otra mano preparada para proteger la llama.

Se iluminó, siseó e inmediatamente empezó a apagarse. Aplicó rápidamente la débil llama contra uno de los troncos del montón de ramas, arrodillándose sobre ella como un salvaje que rezara ante el altar de un espíritu de fuego.

—Resiste, pequeña bastarda —susurró entre los dientes apretados—. ¡Vamos! ¡Resiste!

La llama sólo era un brillo diminuto que bailoteaba en la oscuridad.

Luego se produjo un «¡pop!», y unas cuantas gotas de gasolina prendieron; una llama culebreó por la madera como la lengua de un gato. El fuego chisporroteó, crujió y empezó a adquirir más fuerza. Paul añadió un poco más de gasolina.

Una llamarada de fuego saltó de una rama a otra, y un minuto más tarde disponían de calor y de luz. Ambos se acurrucaron contra el fuego, extendiendo las manos para calentarse.

—Llegaremos allí por la mañana —dijo Paul mientras compartían la carne seca de la ardilla, que sabía a cuero hervido—. Apostaría a que sólo nos quedan un par de kilómetros.

—Quizá —asintió ella abriendo la lata de guisantes con la navaja multiuso y extrayendo algunos con los dedos. Estaban aceitosos y tenían un sabor metálico, pero parecían hallarse en buenas condiciones. Le entregó la lata a Paul—. Sólo espero que esa brújula funcione. Si no es así, podríamos estar caminando en círculo.

Él ya había considerado esa posibilidad, pero ahora se encogió de hombros y se llevó unos guisantes a la boca. Se daba cuenta de que si la brújula no funcionaba con exactitud, ya podían haber pasado junto a Mary’s Rest sin haberlo visto.

—Aún no hemos recorrido diez kilómetros —le dijo, aunque no estaba tan seguro de ello—. Mañana lo sabremos.

—Sí, mañana.

Ella se hizo cargo de la primera guardia, mientras Paul se tumbaba a dormir cerca del fuego. Hermana mantuvo la espalda apoyada contra una roca saliente, con la Magnum en un costado y la escopeta en el otro.

Por debajo de su duro caparazón de máscara de Job, el rostro de Hermana le ardía de dolor. Le palpitaban los pómulos y la mandíbula. Habitualmente, el dolor desgarrador desaparecía al cabo de pocos minutos, pero esta vez se intensificó hasta tal punto que Hermana tuvo que bajar la cabeza y ahogar un gemido. Una vez más, por séptima u octava vez en las últimas pocas semanas, sintió como unas sacudidas por debajo de la máscara, como si se le desgarraran los huesos del rostro. Todo lo que pudo hacer fue apretar los dientes con fuerza y resistir el dolor hasta que pasara, y cuando finalmente hubo pasado, la dejó temblando a pesar del fuego.

Se dio cuenta de que aquel había sido un acceso bastante grave y que los dolores empeoraban cada vez más. Levantó la cabeza y se pasó los dedos por la máscara de Job. La nudosa superficie estaba tan fría como el hielo sobre las laderas de un volcán dormido, pero por debajo de ella sentía la carne caliente y al rojo. El cuero cabelludo le picaba enloquecedoramente y se metió la mano bajo la capucha para tocarse la masa de tejido endurecido que le había cubierto el cráneo y le descendía por la nuca. Anhelaba poder introducir los dedos a través de la costra y rascarse la carne hasta que sangrara.

«Aunque me pusiera una peluca seguiría pareciendo una gárgola», pensó. Durante unos pocos segundos no supo si echarse a llorar o a reír, pero finalmente ganó la risa.

—¿Es ya mi turno? —preguntó Paul, incorporándose.

—No. Aún faltan un par de horas.

Él asintió con un gesto, volvió a tumbarse y se quedó durmiendo casi inmediatamente.

Ella continuó palpándose la máscara. «Tengo la sensación de que la piel me arde por debajo, si es que me queda algo de piel», pensó. A veces, cuando el dolor era demasiado intenso y sentía como si la carne por debajo de la máscara de Job le hirviera, casi podría jurar que los huesos se estaban desplazando de lugar, como los cimientos de una casa inestable. Casi podría jurar que le estaba cambiando la configuración de la cara.

Captó un movimiento hacia la derecha y volvió a prestar toda su atención a la tarea de sobrevivir. Algo emitió un profundo ladrido gutural en la distancia, y otra bestia replicó con un sonido semejante al de un bebé llorando. Se colocó la escopeta sobre el regazo y levantó la mirada hacia el cielo. Allá arriba no había nada más que oscuridad, y una sensación de nubes bajas y cercanas, como el cielo negro de una pesadilla claustrofóbica. Ya no recordaba ni la última vez que había visto las estrellas; quizá había sido en una cálida noche de verano, cuando vivía en una caja de cartón en Central Park. O quizá había dejado de observar las estrellas hacía ya mucho tiempo, mucho antes de que las nubes las ocultaran.

Echaba de menos las estrellas. Sin ellas, el cielo estaba como muerto. Sin ellas, ¿cómo podía pedirse un deseo?

Hermana extendió las manos hacia el fuego y se removió contra la roca para adoptar una posición más cómoda. Desde luego, aquello no era la suite de un hotel, pero al menos ya no le dolían tanto las piernas. Se dio cuenta de lo muy cansada que estaba, y dudaba de que hubiera podido seguir caminando otros cincuenta metros. Pero el fuego le hacía sentirse bien, y tenía una escopeta cruzada sobre su regazo; le volaría la cabeza a todo lo que se le pusiera a tiro. Colocó la mano sobre la bolsa y siguió con los dedos la figura del círculo de cristal. «Mañana —pensó—. Mañana lo sabremos».

Apoyó la cabeza contra la roca y observó a Paul durmiendo. «Eso está muy bien —pensó—. Te lo mereces».

El suave calor del fuego la serenó. El bosque estaba en silencio. Y los ojos de Hermana se cerraron. «Sólo un momento —se dijo a sí misma—. No hará ningún daño si sólo descanso un…».

De repente se irguió. Delante de ella, el fuego había quedado convertido en unos pocos rescoldos rojos y el frío se le metía por entre las ropas. Paul estaba acurrucado, todavía durmiendo. «¡Oh, Jesús! —pensó sintiéndose presa del pánico—. ¿Cuánto tiempo me he quedado dormida?». Estaba temblando, y las articulaciones le palpitaban a causa del frío. Se levantó y añadió más ramas al fuego. Ya sólo quedaban unas pocas, y al arrodillarse para colocarlas percibió un rápido movimiento detrás de ella, como el de un felino. La nuca se le tensó.

Y supo con una absoluta y nauseabunda certidumbre que ella y Paul ya no estaban solos. Había algo detrás de ella, agazapado sobre una roca, y ella había dejado las dos armas en el lugar donde había estado sentada. Respiró profundamente y decidió moverse; dio media vuelta, ávida por tomar la escopeta. Llegó hasta ella, la tomó y se volvió, dispuesta a disparar.

La figura que estaba sentada sobre la roca, con las piernas cruzadas, levantó sus manos enguantadas en un gesto burlón de rendición. Tenía un rifle cruzado sobre las rodillas, y llevaba un abrigo remendado, de color marrón, que le resultó familiar, con una capucha protegiéndole la cabeza.

—Espero que hayas disfrutado de tu sueñecito —dijo Robin Oakes.

—¿Qué ocurre? —preguntó en seguida Paul, parpadeando—. ¿Eh?

—Joven —dijo Hermana con voz ronca—, he estado a punto de enviarte a un lugar mucho más caliente que este. ¿Desde cuándo llevas ahí sentado?

—El tiempo suficiente como para que te alegres de que no tenga cuatro patas. Si una persona se va a dormir, la otra tiene que vigilar, porque en caso contrario las dos están muertas. —Miró a Paul—. Y para cuando tú te hubieras despertado, ya no serías más que carroña para el lince. Creía que vosotros dos sabíais lo que estabais haciendo.

—Estamos bien.

Hermana apartó el dedo del gatillo y dejó el arma a un lado. Sentía los intestinos como si fueran de temblorosa gelatina.

—Claro. —Robin miró por encima del hombro y llamó hacia el bosque—: ¡Vamos, venid!

Tres figuras envueltas en ropas emergieron de entre los bosques y se arrastraron hasta la roca donde estaba Robin. Todos los chicos portaban rifles, y uno de ellos llevaba una de las bolsas de lona que los compinches de Robin le habían robado a Hermana.

—No habéis logrado avanzar mucho, ¿verdad? —le preguntó Robin.

—¡Pues yo creo que avanzamos bastante! —dijo Paul sacudiéndose el sueño de la cabeza—. Creía que sólo nos quedarían por recorrer un par de kilómetros por la mañana.

—Lo más probable es que sean cuatro —dijo Robin con un gruñido de desdén—. De todos modos, el caso es que allá en la cueva me senté y me puse a pensar. Sabía que tendríais que acampar en alguna parte, y que probablemente os meteríais en algún lío. —Hizo un gesto hacia las rocas y los montones de nieve—. Os habéis instalado en un sitio donde estáis atrapados. Cuando ese fuego se haya apagado, los animales de los bosques habrían saltado sobre vosotros desde todas partes. Vimos muchos, pero permanecimos contra el viento y muy cerca del suelo, y ellos no nos vieron.

—Gracias por la advertencia —dijo Hermana.

—Oh, no hemos venido aquí para advertiros. Os hemos seguido para evitar que os asesinen. —Robin bajó de un salto de lo alto de la roca y los otros chicos hicieron lo mismo. Se instalaron todos alrededor del fuego, calentándose las manos y las caras—. No fue nada difícil encontraros. Dejasteis un rastro que parecía como si hubiera pasado un arado. De todos modos, os olvidasteis de algo. —Abrió una bolsa de lona, metió la mano dentro y sacó la segunda botella de licor destilado que Hugh le había dado a Paul—. Aquí —dijo entregándosela a Hermana—. Creo que hay suficiente como para que todos podamos echar un buen trago.

Había suficiente, y el licor calentó el estómago de Hermana. Robin envió a los tres chicos para que montaran guardia alrededor del campamento.

—El truco consiste en hacer mucho ruido —dijo después de que los muchachos se hubieran marchado—. Hay que intentar no matar a ningún animal, porque la sangre atraería a otros muchos y los volvería locos. —Se sentó en el suelo, junto al fuego, se echó la capucha hacia atrás y se quitó los guantes—. Si quieres dormir, Hermana, será mejor que lo hagas ahora. Tendremos que relevarlos de la guardia antes de que amanezca.

—¿Quién te ha dado el mando?

—Yo mismo. —La luz de la hoguera arrojó sombras en los huecos de su rostro, y relució en los finos pelos de su barba. Su cabello largo, que seguía lleno de plumas y huesos, le daba el aspecto de un príncipe salvaje—. He decidido ayudaros a llegar a Mary’s Rest.

—¿Por qué? —preguntó Paul. Sentía cierto recelo ante el joven y no confiaba nada en él—. ¿Qué te importa a ti todo esto?

—Quizá quiera un poco de aire fresco. O quizá sólo quiera viajar. —Desvió la mirada hacia la bolsa de cuero de Hermana—. O tal vez quiera ver si encontráis a la persona que andas buscando. En cualquier caso, yo pago mis deudas. Vosotros me habéis ayudado con uno de los míos, y os debo ese favor. Así que mañana os ayudaré a llegar a Mary’s Rest, y entonces habremos quedado en paz, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió Hermana—. Y gracias.

—Además, si mañana os matan, yo me quedaré con el círculo de cristal. Vosotros ya no lo necesitaréis. —Se apoyó contra la pared de roca y cerró los ojos—. Será mejor que durmáis mientras podáis.

El disparo de un rifle emitió ecos desde los bosques, seguido por otros dos. Hermana y Paul se miraron el uno al otro, inquietos, pero el joven salteador de caminos permaneció inmóvil en su sitio, sin inquietarse lo más mínimo. El sonido de los disparos continuó intermitentemente durante un rato más, seguido por los encolerizados chillidos de lo que parecían ser varios animales. Pero los gritos se fueron desvaneciendo a medida que se retiraban. Paul extendió la mano para tomar la botella de licor y apurar las últimas gotas, y Hermana se apoyó contra la pared, pensando en el mañana.