La mano revelada
Swan se despertó de un sueño. Había estado corriendo a través de un campo de cuerpos humanos que se movían como tallos de trigo a impulsos del viento, y detrás de ella avanzaba aquella figura de un solo ojo escarlata, segando cabezas, brazos y piernas con la cimitarra, a medida que avanzaba. Pero su cabeza era demasiado pesada, y los pies llenos de barro amarillento le pesaban como losas, por lo que no podía correr lo bastante aprisa. El monstruo se le acercaba cada vez más, con la cimitarra silbando en el aire como un grito. De pronto, ella había tropezado con el cadáver de un niño y se quedó contemplando sus manos blancas, una de ellas clavada en la tierra, y la otra cerrada en un puño.
Estaba acostada en el suelo de la barraca de Glory Bowen. Los rescoldos que había tras la rejilla de la estufa seguían emitiendo una luz débil y un poco de calor. Se sentó, moviéndose con lentitud, y se apoyó contra la pared, con la imagen de las manos del niño fija en su mente. Cerca de ella, Josh estaba enroscado sobre el suelo, respirando pesadamente en un sueño profundo. Algo más cerca de la estufa, Rusty también dormía en el suelo, bajo una delgada manta, con la cabeza apoyada en la almohada de retales. Glory había hecho un excelente trabajo de limpieza y cosido de las heridas, pero dijo que los dos días siguientes serían muy duros para él. Había sido muy amable por su parte el haberles permitido que se quedaran allí aquella noche, y el haber compartido con ellos el agua y un poco de estofado. Aaron le había hecho a Swan docenas de preguntas sobre su estado, cómo era la tierra más allá de Mary’s Rest, y por todo lo que ella había visto. Glory le había dicho a Aaron que dejara de importunarla, pero las preguntas del chico no le molestaban a Swan; el pequeño tenía una mente muy curiosa y eso era algo raro que valía la pena estimular.
Glory les dijo que su esposo había sido un ministro baptista en Wynne, Arkansas, cuando cayeron las bombas. La radiación procedente de Little Rock había matado a mucha gente en la ciudad, y Glory, su esposo y Aaron se habían unido a una caravana de emigrantes que emprendieron la búsqueda de un lugar más seguro donde asentarse. Pero no había lugares seguros. Cuatro años más tarde se habían instalado en Mary’s Rest, que en aquella época era un pueblo lleno de vida construido alrededor de la charca. No había ni ministro ni iglesia en Mary’s Rest, y el esposo de Glory empezó a construir una casa de culto con sus propias manos.
Pero entonces estalló una epidemia de tifus. La gente moría a montones y los animales salvajes salían de los bosques para alimentarse de los cadáveres. Al acabarse las últimas reservas de comida enlatada de que disponía la comunidad, la gente empezó a alimentarse de ratas, de cortezas hervidas, de raíces y cuero, e incluso de los propios excrementos, para formar una «sopa». Una noche, la iglesia se incendió, y el marido de Glory murió tratando de salvar el edificio. Las ruinas ennegrecidas aún estaban en pie, pero a nadie le quedaba ya la energía o la voluntad necesarias para reconstruirla. Ella y su hijo habían sobrevivido gracias a que era una buena costurera, y la gente le pagaba con comida extra, café y otras cosas a cambio de que les cosiera sus ropas. Glory dijo que aquella era la historia de su vida, y que de ese modo se había convertido casi en una anciana cuando sólo contaba con treinta y cinco años de edad.
Swan escuchó el sonido del viento que aullaba en el exterior. ¿Le traía la respuesta de la extraña viajera del espejo, diciéndole que cada vez estaba más cerca? ¿O acaso se estaba alejando?
Y de repente, en un momento en que el viento disminuyó como para cobrar mayor fuerza, Swan escuchó el ladrido urgente de un perro, en el exterior.
El corazón le dio un salto en el pecho. El ladrido se desvaneció… y luego volvió a escucharse, desde algún lugar muy cercano.
Swan reconocería aquel ladrido en cualquier parte.
Empezó a incorporarse para despertar a Josh y decirle que Killer había encontrado finalmente su camino, pero Josh roncaba y murmuraba algo en sueños. Le dejó tranquilo, se levantó con la ayuda de la vara de zahorí y se dirigió hacia la puerta.
Los ladridos se desvanecieron en el viento, que tomó otra dirección. Pero ella comprendió lo que le decían: «¡Date prisa! ¡Ven a ver lo que tengo para enseñarte!».
Se puso el abrigo, se lo abotonó hasta el cuello y se deslizó fuera de la barraca, saliendo a la tumultuosa oscuridad de la noche.
No pudo ver al terrier. Josh le había quitado los arneses a Mulo para dejar que el caballo se ocupara de sí mismo, y el animal se había marchado para buscar su propio abrigo.
El viento regresó y con él volvió a percibir el ladrido. ¿De dónde procedía? Primero creyó que de la izquierda. Luego que de la derecha. Bajó el escalón. No había la menor señal de Killer, y los ladridos habían vuelto a desvanecerse. Pero estaba segura de que habían llegado desde la derecha, quizá de la misma calleja por la que había tomado Aaron para llevarla a ver la charca.
Vaciló. Hacía frío allí fuera, y todo estaba a oscuras, a excepción del resplandor de un fuego de campamento, encendido a varias callejas de distancia. ¿Había escuchado los ladridos de Killer o no?, se preguntó a sí misma. Ahora sólo se oía el aullido del viento por las callejas y alrededor de las barracas.
Se le ocurrió pensar en la imagen de las manos congeladas del niño. ¿Qué era lo que le atormentaba con respecto a aquellas manos?, se preguntó. Se trataba de algo más del hecho de que pertenecieran a un niño muerto…, de algo más que eso.
No supo con exactitud cuándo tomó la decisión, ni cuándo dio el primer paso. Pero, de repente, se encontró entrando en la calleja, tanteando delante de ella con ayuda de Bebé Llorón, y caminando hacia el campo.
Su visión se hizo borrosa y el único ojo le ardió de dolor. Se quedó totalmente ciega, pero no experimentó pánico; simplemente, esperó, confiando en que no fuera esta la vez en que perdiera su visión para siempre. Volvió a recuperarla y continuó su camino.
Tropezó con un cuerpo y escuchó el gruñido de un animal cercano, pero consiguió seguir adelante. Y entonces se encontró con el campo abierto ante ella, sólo débilmente iluminado por el reflejo del distante fuego de campamento. Empezó a cruzarlo, con el hedor de la charca venenosa pegado en sus narices, y confiando en recordar el camino.
Volvió a escuchar los ladridos, procedentes de la izquierda. Cambió de dirección, para seguirlos.
—¿Killer? —llamó—. ¿Dónde estás?
Pero el viento se llevó su voz.
Paso a paso, Swan cruzó el campo. En algunos lugares, la nieve tenía quince centímetros de espesor, pero en otros el viento la había barrido, dejando al descubierto el terreno desnudo. Los ladridos fluían y se desvanecían, regresaban desde direcciones ligeramente diferentes. Swan alteró su curso unos pocos grados, pero no pudo distinguir al terrier por ninguna parte.
Los ladridos dejaron de sonar.
Swan se detuvo.
—¿Quién eres? —preguntó.
El viento la azotó, casi derribándola. Se volvió hacia Mary’s Rest y distinguió el reflejo del fuego de campamento y unos pocos faroles iluminando las ventanas. El pueblo parecía encontrarse a mucha distancia. Pero dio un paso más en dirección a la charca.
Bebé Llorón tocó algo en el suelo, justo delante de ella, y Swan distinguió la figura del cuerpo del niño.
El viento cambió de dirección. Volvió a escuchar los ladridos, que ahora sólo fueron como un susurro procedente de una distancia desconocida. Continuaban desvaneciéndose, y poco antes de que desaparecieran del todo Swan tuvo la extraña impresión de que aquel sonido no pertenecía a un perro viejo y cansado. Poseía una nota de juventud y vitalidad, de muchas carreteras aún pendientes de recorrer.
El sonido desapareció del todo y Swan se encontró a solas con el cadáver del niño.
Se inclinó y miró las manos. Una de ellas clavada en la tierra, y la otra cerrada formando un puño. ¿Qué había de familiar en aquello?
Y entonces lo supo: era la misma forma en que ella había plantado semillas cuando era una niña pequeña. Una mano enterrándose en la tierra, abriendo un agujero, y la otra…
Tomó el puño huesudo del niño y trató de abrirlo. Se le resistió, pero actuó sobre él con paciencia y pensó que estaba abriendo los pétalos de una flor. Poco a poco, la mano reveló lo que tenía encerrado en la palma.
Allí había seis semillas secas de maíz.
«Una mano enterrándose en la tierra, abriendo un agujero, y la otra sosteniendo las semillas», pensó.
Semillas.
Aquel niño no había estado excavando para buscar raíces. Había muerto tratando de plantar unas semillas secas.
Sostuvo los pequeños granos en la palma de la mano. ¿Había en ellos una vida aún no desplegada, o sólo eran unos fríos trocitos de nada?
«Antes había aquí un campo de maíz, pero todo murió», le había dicho Aaron.
Pensó en el manzano reventando en una nueva vida. Pensó en los brotes verdes que habían adquirido la forma de su cuerpo. Pensó en las flores que ella había cultivado en tierra seca y polvorienta, hacía ya mucho tiempo.
«Antes había aquí un campo de maíz».
Swan volvió a mirar el cuerpo. El niño había muerto en una postura extraña. ¿Por qué estaba tumbado sobre el estómago, tendido sobre el suelo frío, en lugar de haber adoptado una posición fetal para conservar hasta el último vestigio de calor? Lo sujetó con suavidad por el hombro y trató de darle la vuelta; escuchó un débil crujido en el momento en que las ropas harapientas se despegaron del suelo, pero el cuerpo en sí era tan ligero como una vaina.
Y bajo el cuerpo había una pequeña bolsita de cuero.
La tomó con una mano temblorosa, la abrió y metió dos dedos en su interior, aunque ya sabía qué iba a encontrar.
Dentro de la bolsita había más semillas secas de maíz. El niño las había estado protegiendo con el calor de su cuerpo. Se dio cuenta de que ella misma habría hecho otro tanto, y que ella y aquel niño podrían haber tenido muchas cosas en común.
Allí estaban las semillas. Ahora dependía de ella el terminar el trabajo que había iniciado el niño.
Apartó la nieve con una mano e introdujo los dedos en la tierra. Era una tierra dura y arcillosa, llena de hielo y de agudos guijarros pequeños. Logró liberar un puñado, trabajándola con los dedos, dándole su calor; luego, puso una de las semillas en ella, e hizo lo mismo que hacía cuando plantaba semillas en el polvo de Kansas: acumuló saliva en la boca y la escupió en el pequeño montoncito de tierra deshecha. Formó con ella una pequeña bola y la hizo rodar hasta que sintió un hormigueo recorriéndole la espalda, a través de los dedos y el brazo. Luego, volvió a dejar la tierra en el suelo, y la apretó en el agujero del que la había extraído.
Y aquella fue la primera semilla plantada, aunque Swan no sabía si llegaría a crecer o no en aquella tierra atormentada.
Recogió a Bebé Llorón, se alejó unos pocos pasos del cuerpo y arrancó otro puñado de tierra. Se cortó los dedos con un carámbano agudo o con una piedra, pero apenas si se dio cuenta del dolor; toda su mente estaba concentrada en la tarea que realizaba. La sensación de hormigueo se estaba haciendo más fuerte, y empezaba a fluir por todo su cuerpo en oleadas, como si se tratara de energía transmitida por hilos zumbantes.
Swan se adelantó un poco a gatas, y plantó una tercera semilla. El frío le atravesaba las ropas, y le calaba hasta los huesos, pero ella siguió trabajando, removiendo un puñado de tierra a cada dos o tres pasos y plantando una sola semilla cada vez. En algunos lugares, la tierra estaba sólidamente congelada y tan dura como el granito. Entonces, se arrastró hacia otro lugar y descubrió que la tierra situada bajo la nieve era más blanda que la de las partes donde el viento había arrastrado la nieve. Sin embargo, las manos no tardaron en empezar a sangrar a causa de los cortes. Gotas de sangre se mezclaron con las semillas y la tierra, mientras Swan seguía trabajando, lenta y metódicamente, sin detenerse en ningún momento.
No plantó ninguna semilla cerca de la charca, sino que se volvió hacia Mary’s Rest para plantar otra hilera. Un animal aulló en los bosques distantes, con un grito alto, agudo y solitario. Ella se mantuvo concentrada en su trabajo, con las manos ensangrentadas buscando a través de la nieve hasta encontrar una tierra que pudiera desprender. Finalmente, el frío pudo con ella y tuvo que detenerse y abrazarse a sí misma. Tenía carámbanos colgándole de las narices, y el único ojo, con su frágil visión, casi estaba cerrado del todo a causa del frío. Permaneció allí, estremeciéndose, y se le ocurrió pensar que se sentiría mucho más fuerte si pudiera dormir un rato. Sólo un pequeño descanso. Sólo unos pocos minutos, y luego volvería a ponerse a trabajar.
Algo le empujó un costado. Estaba mareada y se sentía débil, y no se preocupó de levantar la cabeza para ver qué era. Volvió a ser empujada, esta vez con mayor fuerza.
Swan rodó sobre sí misma, ladeó la cabeza y levantó la escasa mirada.
Una respiración caliente le dio en la cara. Mulo estaba sobre ella, tan inmóvil como si estuviera petrificado. Empezó a tenderse en la tierra de nuevo, pero el caballo volvió a empujarla en el hombro con el hocico. Emitió un profundo sonido retumbante, y la respiración flotó desde las aletas de su nariz, como vapor surgiendo de una cacerola hirviendo.
El animal no parecía dispuesto a permitirle que se durmiera. Y el aire caliente que surgía de sus pulmones le recordó a Swan el frío que hacía, y lo muy cerca que había estado de dejarse abandonar. Si se quedaba allí durante mucho más tiempo, se quedaría congelada. Tenía que ponerse de nuevo en movimiento, conseguir que la circulación volviera a funcionar.
Mulo la empujó con mayor firmeza, y Swan se sentó en el suelo.
—Está bien, está bien —dijo.
Levantó una mano ensangrentada y manchada de tierra hacia su hocico, y el animal extendió la lengua para lamerle la carne torturada.
Empezó de nuevo a plantar semillas de la bolsita de cuero y Mulo la siguió a pocos pasos de distancia, con las orejas levantadas y estremeciéndose ante la proximidad de los gritos de los animales del bosque.
A medida que el frío se fue haciendo más intenso y que Swan se obligó a sí misma a seguir trabajando, todo pareció convertirse en una especie de sueño nebuloso, como si estuviera labrando por debajo del agua. De vez en cuando, la vaporosa respiración de Mulo la calentaba. Luego, empezó a percibir unos movimientos furtivos en la oscuridad que les rodeaba, acercándose más y más. Escuchó el grito de un animal bastante cerca, y el caballo contestó con un brusco relincho de advertencia. Swan hizo un esfuerzo por continuar, por apartar la nieve y deshacer la tierra, tomando pequeños montoncitos y volviéndolos a colocar, con las semillas en su centro. Cada uno de los movimientos de sus dedos era un verdadero ejercicio lleno de agonía, y sabía que los animales estaban siendo atraídos desde los bosques por el olor de su sangre.
Pero tenía que terminar el trabajo. Aún quedaban unas treinta o cuarenta semillas en la bolsita de cuero, y Swan estaba decidida a plantarlas todas. Las corrientes hormigueantes le atravesaban todo el cuerpo, y cada vez se hacían más fuertes, ahora ya casi dolorosas, y mientras trabajaba rodeada por la oscuridad se imaginó ver un destello diminuto y ocasional de chispas que surgían de la masa ensangrentada de sus dedos. Percibió un débil olor a quemado, como si empezara a calentarse un enchufe eléctrico a punto de sufrir un cortocircuito. La cara, por debajo de la costra de queloides como una máscara le ardía dolorosamente; cuando se le desvanecía la visión, trabajaba durante unos pocos minutos más en la más absoluta ceguera, hasta que su visión se recuperaba. Y así continuó avanzando, tres o cuatro pasos cada vez y una sola semilla.
Un animal que ella creyó se trataba de un lince, gruñó algo hacia la izquierda, peligrosamente cerca. Ella se tensó, a la espera del ataque, pero escuchó entonces el relincho de Mulo y percibió el retumbar de sus cascos contra el suelo al pasar junto a ella, al galope. Luego, el lince lanzó un chillido; se escuchó un sonido turbulento sobre la nieve y al cabo de un rato la respiración de Mulo volvió a calentarla. Otro animal lanzó un gruñido de desafío, esta vez hacia la derecha, y el caballo se volvió rápidamente, en el momento en que el lince daba un salto. Swan escuchó un agudo chillido de dolor, y el gruñido de Mulo al ser alcanzado; luego percibió la sacudida de los cascos del caballo contra el suelo, una, dos y tres veces. Mulo regresó a su lado, y ella plantó una nueva semilla.
No supo cuánto tiempo duraron los ataques. Se limitó a concentrarse en el trabajo, y no tardaron en quedarle apenas cinco semillas por plantar.
Al primer atisbo de luz por el este, Josh se sentó en el suelo de la habitación delantera de la barraca de Glory Bowen, y en seguida se dio cuenta de que Swan se había marchado. Llamó a la mujer y a su hijo, y los tres juntos la buscaron por las callejas de Mary’s Rest. Fue Aaron quien echó a correr hacia el campo para mirar allí y regresó llamando a gritos a Josh y a su madre.
Vieron una figura tumbada en el suelo, acurrucada sobre un costado. Cerca de ella estaba Mulo, que levantaba la cabeza y relinchaba débilmente, al tiempo que Josh acudía corriendo. Casi tropezó con los restos destrozados de un lince, con una pata extra surgiéndole de un costado, y también vio otra cosa que podría haber sido otro lince, pero que ahora estaba demasiado machacado como para parecerse a nada reconocible.
Las patas y los flancos de Mulo estaban cruzados de desgarrones. Y en un círculo, alrededor de Swan, había otros tres animales hechos pedazos.
—¡Swan! —gritó Josh al llegar y arrodillarse junto a ella. La muchacha no se movió, y el tomó su frágil cuerpo entre los brazos—. ¡Despierta, cariño! —le dijo, sacudiéndola con suavidad—. ¡Vamos, despierta! —El aire era amargamente frío, pero Josh percibió el calor que irradiaba del cuerpo de Mulo. La sacudió con más fuerza—. ¡Swan! ¡Despierta!
—Oh, santo Jesús —susurró Glory, que estaba justo detrás de Josh—. Sus manos.
Josh también las vio y casi se encogió. Las tenía hinchadas y estaban cubiertas de sangre negra y reseca y tierra, con los dedos en carne viva doblados casi hasta parecer garras. En la palma de la mano derecha llevaba una pequeña bolsita de cuero, y en la mano izquierda sostenía una única y seca semilla de maíz, mezclada con sangre y tierra.
—Oh, Dios… Swan…
—¿Está muerta, mamá? —preguntó Aaron, pero Glory no contestó. Aaron se adelantó un paso—. ¡No está muerta, señor! ¡Pellízquela y despiértela!
Josh le palpó la muñeca. Tenía el pulso débil, aunque no era gran cosa. Una lágrima le cayó del ojo sobre la cara de ella.
Swan aspiró el aire agudamente y lo soltó después con un lento gemido. Su cuerpo se estremeció y empezó a regresar de un lugar que estaba muy oscuro y muy frío.
—¿Swan? ¿Me oyes?
Una voz… muy amortiguada y muy lejana, una voz que le hablaba. Creyó reconocerla. Le dolían las manos…, oh, cuánto le dolían.
—¿Josh?
Su voz apenas había sido un susurro, pero a Josh el corazón le dio un vuelco de alegría.
—Sí, cariño. Soy Josh. Ahora quédate tranquila. Vamos a llevarte a donde haya calor. —Se levantó, con la muchacha en sus brazos, y se volvió hacia el herido y agotado caballo—. También voy a encontrar un lugar caliente para ti. Vamos, Mulo.
El caballo se incorporó con un esfuerzo y empezó a seguirlos.
Aaron vio la vara de zahorí de Swan en el suelo, sobre la nieve, y la recogió. Tanteó con curiosidad el cuerpo del lince muerto que mostraba un segundo cuello y una cabeza sobresaliéndole del vientre. Luego echó a correr detrás de Josh y de su madre.
Más adelante, Swan trató de abrir su único ojo. El párpado parecía cerrado y sellado. Un fluido viscoso se desprendía de una esquina y el ojo le quemaba tan ferozmente que tuvo que morderse el interior del labio para no ponerse a gritar. El otro ojo, sellado desde hacía tiempo, le palpitaba en su órbita. Levantó una mano para tocarse la cara, pero sus dedos no la obedecieron.
Josh la escuchó susurrar algo.
—Ya casi hemos llegado, cariño. Sólo faltan unos pocos minutos. Resiste ahora.
Sabía que había estado muy cerca de la muerte allí fuera, y que posiblemente aún lo estaba. Ella volvió a decir algo, y esta vez él comprendió lo que decía, a pesar de lo cual preguntó:
—¿Qué?
—Mi ojo —dijo Swan, tratando de hablar con serenidad, aunque con la voz quebrada—. Josh… me he quedado ciega.